En la tradición monástica y, también, en la dominicana, el refectorio –otra palabra acuñada novedosamente en nuestro campestre vocabulario infantil por aquel entonces- tenía una larga tradición. Consecuentemente, aunque no en todos sus componentes, muchos de los aspectos reglados inherentes a aquel espacio tan tradicional entre los buenos frailes, también se nos inculcaron desde el mismo momento en que aprendimos a conformar las filas de entrada a aquella nave tan rectangular como simétrica. Menos mal, pese a que entonces no nos diéramos cuenta, que el genial D. Miguel Fisac, también le había puesto su toque práctico y estético, incluso a aquel espacio tan banal y pedestre. Por ello, nuestros desayunos, nuestras comidas y nuestras cenas estaban envueltas en un mosaico blanco, alicatado hasta el techo. Aquí y allá la monotonía de la cerámica inmaculada quedaba iluminada por ascéticos motivos vegetales que revoloteaban en las paredes. En el pueblo, de donde la mayoría procedíamos, aquella simpleza decorativa se asemejaba, claramente, a las enredaderas que trepaban por las olmas de las orillas de los ríos. No que entonces tuviéramos la mínima preocupación decorativa. Nos bastaba con saber que allí, rodeados de las paredes albinas y los vegetales azulados, saciábamos nuestro hambre material mal que bien. Medio siglo después, observando una antigua fotografía, percibo, a la altura de los ventanales, unas máquinas rudimentarias, a modo de prehistóricas máquinas de aire acondicionado. Como, casi con toda seguridad, tal sofisticación era innecesaria en aquella época, menos aún en el áspero clima pucelano, deduzco que debían ser extractores. ¿Del espantoso olor a tabaco que desprendían las lentejas?
En nuestras casas, mediados de los sesenta, salvo quizá algunos casos muy contados, siempre había una orza con lomo, un tarro de miel, una cabra a la que ordeñar. En definitiva, de forma menos delicada que consistente, no faltaba jamás un pedazo de pan o rebanada de cebolla que llevarse a la boca. Incluso en los días de fiestas religiosas, que eran muchas, y sobre todo para la fiesta del santo patrono, nuestras madres y abuelas eran capaces de arreglárselas para cocinar auténticas exquisiteces, desde el sabroso asado lechal hasta unas deliciosas natillas con galletas maría. Auténtica cocina familiar. En el internado, sin desmerecer de las buenas intenciones del cocinero y el inabarcable carisma de servicio mostrado por las hermanas dominicas, ayudantes de cocina, la alimentación era, por decirlo de alguna manera, poco refinada y claramente cuartelaria.
El silencio, elemento tan esencial en la tradición de las órdenes religiosas del medioevo, nos atañía a nosotros también. O más bien nos apabullaba en nuestras once tiernas primaveras. Acostumbrados como estábamos al jolgorio de la mesa familiar en nuestros hogares, el acceso al plato y la cuchara sin decir ni palabra –la rotura de esta norma acarreaba cuando menos una falta leve, cuya reincidencia la convertía en grave- era una regla más que chocante. Que no se nos permitiera hablar en la iglesia, era más que comprensible, que durante el tiempo de estudio en las clases, más que razonable. Pero ¿qué mal podía existir, aunque fuera en susurros, que hiciéramos ascos sobre el extraño perfume que emanaban las dichosas lentejas?. La entrada en el comedor, en fila india y en silencio, requería, al trote ligero que llevábamos, un ligero desorden mientras cada uno alargaba, con notable destreza, el brazo para alcanzar el casillero donde se recogía la servilleta –otro elemento novedoso, puesto que tal delicadeza era completamente inexistente en la mesa familiar del pueblo- con nuestro número personalizado. Número ubicuo en cada una de las prendas de ropa, a fin de que las buenas hermanas de la lavandería pudieran localizarlas en la colada semanal. Tan omnipresentes estaban aquellos dígitos, que muchos años después, todos recordamos aquel santo y seña, el abracadabra de la escuela apostólica. El mío: el trescientos nueve. De vez en cuando, como procedente del más allá, de una vida hace tantos decenios vivida, reencarnación de la infancia que nunca volverá, en el fondo de algún baúl de la casa familiar aparece una amarillenta sábana. Claramente visible en una de sus esquinas, tentativamente bordado en hilo rojo por mi madre en el verano de 1967, el tres medio deshilachado con el paso de los años y las décadas, allí está: 309.
En el casillero guardábamos, aparte de la servilleta, en aquella época eran todas a cuadros de vivos colores, con flecos, nuestros pequeños tesoros alimenticios. El más común, raro era el que no disponía de él, el bote de Colacao. Otro momentáneo lujo que se permitían nuestros padres, adquirir uno en la tienda de ultramarinos del partido judicial, los días de mercado. Pero cuando la cosecha se apuraba con los últimos coletazos de septiembre, por falta de tiempo, se lo compraban a Luis, alguna pesetilla más caro, el de la camioneta de Herrera que todos los lunes, a eso de las 5 se situaba bajo la chopa de la plaza de la iglesia. En los desayunos familiares, entonces se llamaban almuerzos, tal lujo era innecesario. La leche apenas hervida se tomaba con sopas de pan y poco azúcar. En las Arcas Reales, la carencia del bote de colacao te relegaba a la categoría de pobre entre los pobres. Peor aún, hasta tus padres parecían haberse olvidado de ti. ¿Quién no tuvo al menos uno?. La realidad acaso fuera más cruel. Ya había pasado lo peor de la posguerra y ciertos bienes de consumo, impensables una década antes, comenzaban a afluir a la todavía rala cesta de la compra. Pero no siempre se vendía la cosecha de patatas a tiempo, a veces se morían los terneros entelados y adiós a los ínfimos lujos. Los pocos que no disponían de aquel prestigioso bote amarillo con sus inefables palmeras -¿árboles de cacao?- y sus negritos con gruesos labios rojos (¿quién habló de publicidad políticamente correcta?) era, pura y simplemente, porque no disponían de dinero para adquirirlo. ¡Un simple bote de colacao como signo de riqueza paternal! Corre, ve y dílo a tu progenitura. ¿Te creerán?
En el comedor nos sentábamos en unos bancos con capacidad para ocho o diez comensales, frente a unas mesas tan aparatosas como pesadas e inamovibles. Los bancos, por el contrario, al sentarnos y levantarnos, al ser arrastrados sobre el pavimento, creaban un estrépito ensordecedor, acrecentado por el silencio en el que realizábamos la operación. La extrema sonoridad del local retumbaba por techos y paredes. Antes de sentarnos, la inevitable bendición (“Bendice Señor a los que ya estamos y si alguno viniere con tu divino poder quítale las ganas de comer”). No, esta era una de las de broma. La bendición de verdad era mucho más formal. Habitualmente, el prefecto aprovechaba el momento para realizar alguna admonición al orden, quizá, algún aviso de novedades para la jornada. En los días de asueto, en los pinares que envolvían al Duero, jornada de ocio, lo esencial era que no teníamos clase, escrutábamos con inquietud el cielo para ver si amenazaba lluvia o se anunciaba el sol radiante que nos permitiera acercarnos hasta Simancas o Puente Duero. Hacíamos cábalas para intuir la decisión que tomaría el prefecto. Todos a ponerse la ropa de deporte u, ¡oh desilusión! como tantas otras jornadas, el asueto se transformaría en las aburridas clases de todos los días.
Cada semana, había un turno de servidores. Un equipo de una quincena de condiscípulos, encargados de servir al resto de compañeros. Era una responsabilidad apetecida. Por una parte te sacaba fuera de la rutina habitual. A todos nos encantaba usar aquella extraña herramienta, especie de cizalla, donde en un abrir y cerrar de ojos, despachabas una docena de barras de pan, suficentes para llenar un cesto, pequeños trozos que daban para repartir toda una fila de bancos. Devenir servidor te otorgaba cierto poder. Por ejemplo, el poder echar una cacilla de más o de menos, desde la olla sopera, a tus paisanos o amigos, de la sopa o menú, según les gustase o la detestaran. Finalmente, como el equipo de servidores, comía después de acabar con el servicio, una vez el comedor desalojado, el prefecto de disciplina se iba al comedor de los padres (por algo aquello de cuando seas fraile comerás huevos), tenían cierta libertad para comer más de aquello que les apetecía o ni tocar aquello que odiaban. Incluso las buenas hermanas, que con tanto cariño gestionaban la cocina, les incentivaban con pequeños detalles. Un trozo de chorizo más, de lo sobrante, cerraban los ojos ante el plato de lentejas sin tocar, o nos permitían repetir de pan, a voluntad, sin que nadie pusiera objeciones.
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