Los efectos de la posguerra se dejaban sentir con absoluta nitidez, finales de los sesenta, en todos y cada uno de los pueblos y aldeas de Castilla. El desarrollismo urgido por los planes económicos de tecnócratas y opusdeístas así como la tímida apertura del Régimen eran asuntos reservados, en exclusiva, para las élites –tan escasas como privilegiadas- de las grandes ciudades. Sus supuestos beneficios económicos eran imperceptibles entre las casas de adobe de los campos góticos, en los mercados de ganado de la montaña leonesa o por entre las ralas cosechas cerealistas de los páramos abulenses. Las iglesias rebosaban de fieles con el rezo del rosario vespertino, de la misa dominical sólo se escaqueaba, ocasionalmente, el redomado vecino supuestamente anticlerical, convertido por ello en un paria de callejas y tinadas.
En los pueblos castellanos, la religiosidad y todo lo que ésta comportaba, respeto sacrosanto al párroco, pertenencia a las cofradías, volteo de campanas en honor del santo patrón, entre otras muchas actividades que hilvanaban la vida cotidiana de sus gentes, se seguían realizando a golpe de badajo como se había hecho durante años, decenios, incluso siglos. Ni las guerras civiles, ni los advenimientos de repúblicas, menos aún el paso de carlistas, restauraciones monárquicas o las revoluciones mineras habían transtornado el consuetudinario devenir de la religión como elemento de cohesión. Algunos dirán, con la alevosía que otorga el paso de los años, que era el imperio del pensamiento único. Sea lo que fuere, por encima de las trifulcas sobre los mojones de las parcelas, las seculares rencillas familiares transferidas de padres a hijos, más allá de las repetidas e infames cosechas, los campanarios de las iglesias seguían siendo el referente esencial en nacimientos, bodas, extremaunciones y entierros. La religión en su modo más ritual y, pese a todo, interiorizada de entenderla, impregnaba la totalidad de hacienda, vida y muerte de los vecinos. Desde el Bierzo a la Alcarria.
Sin embargo, de una forma curiosamente paradójica, la religión –aparte de la creciente emigración a Bilbao, Madrid o Barcelona- constituía la mejor vía de escape. Resulta sorprendente que el denominado opio del pueblo nos sirvió a muchos de nosotros, poseedores de todas las papeletas para terminar arreando las mulas o gradeando con el John Deere, como el mecanismo inescrutable, con la perspicacia concedida por el paso de los años, denominémoslo divino, que nos abrió –literalmente- las puertas del campo. Para huir de él, se entiende. Ya se sabe, ancha es Castilla. Cierto, las papeletas de la tómbola eran todas nuestras. Si teníamos suerte un primo nos buscaría un puesto en una fábrica del Bajo Deva o a la sombra de las chimeneas del Alto Vallés, si no teníamos primo que arrimara el hombro en la creciente industrialización vasca o catalana, ya se sabía: sementera de otoño, recogida de remolacha azucarera bajo las heladas de diciembre, siembra de patatas en la primavera tardía y la sempiterna mala cosecha en el estío. Y la partida de mus, esa que no faltara, los domingos en el teleclub.
Sí, todos los boletos eran nuestros, todos menos uno. El personificado en el P. Santiago González, cuyo título de reclutador de la escuela apostólica -encaja mal ese tufo militarote de obligatoriedad con lo de escuela apostólica vocacional- o comoquiera se denominara su cargo, que recorría incansable a bordo de su renqueante dos caballos aldeas y villorrios de la meseta para convencer a progenitores y prole que un futuro mejor, sí, era posible. Por el mero y, aparentemente, sencillo hecho de decirle que sí, pasábamos en un mero instante de serviles hijos de la gleba a admirables aspirantes al sacerdocio dominicano. Ahí es nada. Evidentemente, lo de aspirantes era un concepto incomprensible para nosotros. Si el maestro escuela era razonablemente decente – el mío, Don Tino lo era- nos conformábamos a los diez años cumplidos, con saber leer y escribir con dignidad, conocer de carrerilla los afluentes de los principales ríos patrios, memorizar las fábulas de Samaniego y la tabla de multiplicar.
Así que el P. Santiago, avezado en estas lides de persuasión –bajo su denominación más bondadosa, más tarde, el cargo pasaría a llamarse promotor de vocaciones- recurría a promesas menos etéreas y mucho más atractivas para nuestros ideales preadolescentes, los cuales se resumían, dejando aparte las tareas del campo que nos imponían nuestros padres, la necesidad o ambas, en hacer fuera de la escuela lo que nos venía en gana. Desde buscar las nidadas de codornices entre las amapolas hasta apedrearnos con los del pueblo vecino el domingo por la tarde, a fin de dilucidar, de una vez por todas, si la torre de su iglesia era más alta que la nuestra.
La separación iglesia-estado no era inminente y mucho menos existente, así que para el párroco, maestro, alcalde y boticario, si lo había, recibir la visita del reclutador era no sólo una obligación, antes bien todo un honor. Una vez pasado el invierno, por la escuela de ladrillo edificada en tiempos de Primo de Rivera, aparte del P. Santiago, se sucedían los representantes de agustinos, jesuitas, franciscanos, maristas, viatores, redentoristas y un largo etcétera de variopintas sotanas y heterogéneos hábitos. Aunque como se sabe, éste, el uniforme, no hace al monje, el color del mismo, la forma del escapulario o si llevaba capa, no era asunto menor. Más de un compañero de pupitre eligió una u otra escuela apostólica porque el blanco le cayó mejor que el negro, o viceversa. No obstante, los reclutadores sabían que tecla pulsar para, digamos, llevarse el futuro aspirante al agua. Exactamente. El de la piscina. Ahora se calificarían de sibilinas herramientas de marketing. En 1966, el principal tirón para que alguno de nosotros comenzara a mirar de soslayo, con ojeriza, la reja del arado, era ni más ni menos, la piscina del colegio a donde se nos invitaba a asistir, durante una semana de agosto, a los cursillos. ¿Qué era aquello de los cursillos? Pues según el reclutador, una semana de vacaciones –en aquella época, todo hay que decirlo, la idea de vacaciones era inocua e irreal para nosotros- así que todo se resumía en que íbamos a poder bañarnos, cuanto quisiéramos, en una piscina de ¡25 metros!. Ahí no quedaba la cosa. Había no menos de seis campos de fútbol con sus porterías de reglamento, cuatro pistas de baloncesto e incontables mesas de ping-pong. Fuera las pozas del río, que aterrorizaban a nuestros padres con su peligro de remolinos, desaparecido el campo de fútbol de las eras, con sus postes hechos de dos ramas sinuosas de chopo. En cuanto al baloncesto y ping-pong, ¿qué es eso?.
Así pues, la vocación, incipiente, claro está, de muchos de nosotros, fue una simiente, ¿cómo diríamos?, deportiva. Futuros evangelizadores del reino de los cielos apabullados por las dimensiones inconmensurables de una piscina. En realidad de muchas piscinas. Como los cazadores que cuentan sus hazañas imposibles de verificar, los reclutadores que semana sí y otra también aparecían por la escuela mixta, iban alargando, nunca mejor dicho, las dimensiones de la suya. Cuantos más campos de fútbol y más grande la piscina, más posibilidades de que unos u otros nos decantáramos, pongamos por caso, por los escolapios o los salesianos. ¡Madre, permítame ir a los redentoristas, su piscina es de treinta y cinco metros¡; ¡Padre, déjeme ir a los maristas que tienen diez campos de fútbol, todos con postes y largueros¡
Los míos lo tenían muy claro. Independientemente de mis expectativas deportivas, perdón, vocacionales, el reclutador de los dominicos, primo carnal de la familia, pasaba las vacaciones en el pueblo de al lado, él mismo me había vertido las aguas bautismales en la pila románica de la parroquia y era un goloso forofo de las natillas que mi madre hacía para la fiesta del pueblo. O séase, que mi presunta vocación religiosa era, por este orden, sociológica, familiar y deportiva. Inescapable. Es decir, que aunque pasasen por la escuela todas las órdenes, congregaciones y asimilados representados en la corte celestial el sino mío terminaba en las Arcas Reales.
Nuestros padres que, incontestablemente, por haberlo sufrido en sus propias carnes, sabían más que de sobra la dura vida que nos esperaba si a los catorce años pasábamos de cantar el “Cara al sol”, prietas las filas ante Don Tino, a tomar la vereda del monte para binar los barbechos, raramente dudaban en responder afirmativamente a la carta formal donde se nos invitaba, con fecha y hora precisa, a comenzar el cursillo. Aunque ello significara que si la experiencia era positiva terminaran por perder una más que segura mano de obra gratis al iniciarse del curso en septiembre. Dejamos de lado las declaraciones grandilocuentes de la explotación infantil en el trabajo. Cuando vigilar que el agua corra por los surcos de patatas en la vega equivale a que mi padre pueda dedicarse a la siega del centeno ante el temor, convertido en realidad con frecuencia, de que un pedrisco nos deje sin cosecha a mitad de julio. Para otros se trata de apacentar el exiguo rebaño de ovejas el día que el progenitor se ve obligado a desplazarse a la capital para realizar unas gestiones administrativas sobre los pastos. O quizá, la madre que cae enferma y so pena de perder, lo que para las humildes familias era una fortuna, aprender a ordeñar las cabras en un santiamén. El trabajo infantil, juvenil, y adulto era imperiosa necesidad. En muchos casos, un requisito de supervivencia. “Unas perrillas por aquí, unas perrillas por allá y podremos arreglar la cuadra como Dios manda”, decía la bisabuela.
Raros fueron los niños de esa edad, en mi pueblo y los de los alrededores, que en aquellos años no probaron fortuna con la escuela apostólica. Aunque había un primer filtro del maestro en base a la capacidad intelectual de sus pupilos, éste era bastante laxo y a falta de análisis de coeficientes de intelectualidad, el criterio aproximativo de Don Tino permitía que la gran mayoría termináramos cogiendo el autobús de línea de los Herreros para terminar en León, Valladolid, Palencia, Dueñas, Carrión y unas cuantas poblaciones más donde los instituciones religiosas, todavía la crisis del Vaticano II no había alcanzado el lar castellano, rellenaban cada curso nuevo con 120 aspirantes. Y había unas cuantas que se disputaban, suponemos que en competición fraternal, aquellos diamantes por pulir que éramos nosotros. En nuestros ingenuos e impúberes once años, algunos reclutadores ya entreveían gloriosos mártires misioneros o destacadas lumbreras de la teología dogmática. A muchos, la vocación se les terminaría al cabo de una semana, al descubrir el lastre de horarios, el silencio en tiempos de estudio, las inacabables misas y rosarios, en fin, la suprema disciplina del internado. De nada servirían los magníficos campos de deportes. Lo suyo era la caza por oteros y collados, segar alfalfas, podar frutales y encender la gloria para Todos los Santos.
En todo caso, como por probar no se perdía nada, no había discusión posible. La cual, de todos modos, no hubiera servido de gran cosa. Así que aquí estamos, otro primo, Jesús Montes y mismamente un servidor, asombrados bajo la monumentalidad sobrecogedora de la estación pucelana de Campogrande. Mis escasas pertenencias, son demasiado poco para la inmensa maleta de cartón endurecido que mal que bien arrastro sobre el pavimento. El hermano cooperador que ha venido con la furgoneta nos junta a todos bajo el descomunal reloj que marca casi la una y media. El tren de Palencia, en el que nos hemos devorado el bocadillo de chorizo casero, ha portado una abundante cosecha de potenciales aspirantes. De Tierra de Campos, la Vega del Carrión y la montaña palentina. Los esfuerzos del P. Santiago han dado abundantes frutos. Ya veremos si buenos o malos.
Asustados, con las miradas torvas, tímidos hasta la saciedad, fuera de nuestro habitat natural, bajamos de la furgoneta en el patio central. Primera visión, que se repetirá decenas de ocasiones en los próximos años del claustro ondulado, D. Miguel Fisac aparece, por primera vez, en nuestra existencia, la extraña campana sin badajo que, aparentemente, se golpea con un extraño mazo de madera y, asombro de asombros, en un estanque descubrimos peces con las escamas de colores. Alguna cara me suena del mercado en Saldaña o quizá de la calle mayor de Palencia. Pero la inmensa mayoría de mis compañeros me resultan perfectos desconocidos. Poco a poco, nos invade una cierta tristeza, más o menos pasajera, al darnos cuenta de que esta noche no cenaremos sopas de ajo de la cazuela familiar. Un fraile, cuya extraña profesión es la de “padre prefecto”, cualesquiera sea el significado de tan curiosa denominación, nos guía hacia lo que él llama Pabellón de Menores. Me pregunto dónde está la piscina.
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