Una vez superado con relativa holgura el tirón del terruño y la atractiva libertad que éste entrañaba: bañarse en cueros, como entonces decíamos, chicos y chicas, para ser precisos, niños y niñas, sin ninguna superestructura moral pendiendo sobre nuestras ingenuas almas, en el mismo pozo del río excavado por las crecidas del invierno; recorrer infatigablemente el monte hasta el ocaso, en busca de los nidos de palomas torcaces, siendo nuestro único reloj las sombras cada vez más alargadas de los robles al caer la tarde; dejar al maestro escuela adormilado sobre su mesa a la hora de la siesta y huir por la ventana para disfrutar de un inesperado partido de fútbol en las eras…, la vida en el internado constituía un pequeño paraíso para la mayoría de nosotros: la colección completa (editorial Juventud) de las aventuras de Julio Verne en la biblioteca, extensos campos de deportes con sus porterías bien tiesas, desconocidos compañeros de los que se aprendían juegos inéditos hasta entonces. Aunque algunos, ciertamente, sufrían en obligado silencio la disciplina inexpugnable de los horarios, las infames vueltas al campo de fútbol a media carrera, envueltos en la espesa niebla vallisoletana, a fin de entrar en calor y las repetidas filas indias para entrar y salir de los espacios comunes: la iglesia, el comedor, la sala de recreo. Estoicismo infantil en aras de una prometedora huida de gélidas siembras y cosechas mortecinas.
Pero la madre de todas las hileras, la que campeaba, omnipotente, era la fila para ir al P. Reyero. Éste tenía un pequeño despacho muy cerca de la entrada a la extraordinaria iglesia de Fisac -siempre D. Miguel, su permanencia arquitectónica en nuestras vidas de infancia y juventud- cuando se venía desde el pabellón de los mayores. Ejercía, entre otras tareas, como administrador de nuestros ínfimos recursos económicos. A él acudíamos cuando necesitábamos, la austeridad era una necesidad imperante, un sacapuntas, un lapicero Alpino o una libreta de espiral Enri. Ni había mucha más variedad de material de escritorio, ni nosotros lo necesitábamos y, sobre todo, la mayoría, a duras penas, hubiéramos podido pagar utensilios de aprendizaje más lujosos. En realidad, no los pagábamos. El P. Reyero los apuntaba en su cuaderno y después lo cargaba a nuestra cuenta paternal. Más bien maternal. En las familias mesetarias de la época, era la madre la que gestionaba el escaso peculio familiar. Aquella en la que iba la pensión: 580 pesetas del año 1968. La misma cantidad que, cuando al prefecto de disciplina se le iba la chaveta por alguna inocua perrería en la que nos habíamos regocijado, nos lanzaba a nuestras ignorantes mentes, ajenas a todo concepto de economía doméstica: “No pagáis ni el agua”. Supongo habrá alguna manera de calcular, en valor real, a qué equivaldría aquella cantidad en estos tiempos de deflación, emolumentos que ahora producen risa. La verdad es que cuatro euros, aunque fueran los de hace casi cuarenta años, para pagar escolaridad, alimentación, alojamiento y el sacapuntas del P. Reyero, no parece que pudieran enriquecer a los buenos padres dominicos.
Para nosotros, las dos pesetas que ocasionalmente nos pasaba el tío soltero cuando íbamos camino del autobús que nos transportaba a Pucela, ya nos parecía una hacienda inmensa, así que aunque nos acongojaran con que no pagábamos ni el agua, aquellas precisiones macroeconómicas estaban fuera de nuestros parámetros económicos infantiles. Con el tiempo se extendió el bulo (¿realidad?) de que los frailes eran acaudalados, incluso ricos. Inmensamente ricos. Si 540 alumnos no pagábamos el agua corriente, ¿cómo se las arreglaban para mantener el esplendoroso jardín central con su estanque y sus carpas doradas, cómo adquirían las mesas de ping-pong para las galerías de recreo, ítem más, de dónde sacaba el P. Reyero tantas libretas en espiral y lapiceros de colores? Al parecer, decían los más avezados, los dominicos tenían minas de manganeso o cinc en las Filipinas, la cervecera S. Miguel, la de la furia española, la nuestra, era suya, incluso, presuntamente, claro, traficaban con arte en las riberas del Mekong. Aparentemente en Hong-Kong había una misteriosa casa, una mítica morada desde la que enigmáticamente se negociaba todo su poderío económico. El espiritual, a nosotros, nos importaba bien poco a los doce años. Así que cuando al P. Reyero se le acababa el excedente de gomas de borrar, siempre le enviaban dinero para adquirir más.
Por lo tanto, aunque no pagáramos ni el agua y no pocos padres se retrasaran en hacerle llegar, casi siempre en efectivo, los emolumentos correspondientes a nuestra buena educación, él nunca ponía el grito en el cielo ni llamaba al cobrador del frac. Hacía la vista gorda y esperaba que en la próxima visita de los progenitores, quizá ahítos con la nueva cosecha de patatas, aunque fuera malvendida, o como consecuencia de una imprevista venta de lechales, le pagaran su deuda. Que yo sepa, expulsados hubo unos cuantos. Siempre por supuestas cuestiones de dudosa moralidad o perenne incapacidad académica. Por impago, ni uno sólo. Como dictaba la impoluta tradición castellana: nuestras familias eran pobres, pero honradas. Aunque fuera con retraso.
Así que una vez al mes, uno a uno, nos levantábamos de nuestros pupitres en la hora del estudio, en solemne silencio, como realizábamos tantas actividades (comedor, capilla), nos dirigíamos al despacho del P. Reyero a recoger nuestra pequeña cosecha de material de escritorio. Las idas y venidas de los alumnos respondían a un rito bien preciso. Cuando un compañero volvía a la clase, según entraba por la puerta, gritaba en voz alta: “El siguiente, al P. Reyero”. A fuerza de repeticiones, con el paso de los años, esas palabras terminaron por conjurar una muletilla para indicar un orden marcialmente implantado. El número de la carnicería en cinco vocablos desgañitados. Aunque no viniera a caso y no tuviera nada que ver con el padre Reyero, siempre que había que conformar un orden en las filas para acudir de manera individual a un reclamo, la convocatoria pasaba inexorablemente por: “El siguiente, al P. Reyero”. Procedente de la provincia de León, casi en los límites con la palentina, como a todos los profesores, le caricaturizamos con algún mote o burla avistado en ciertas de sus cualidades físicas, discernida años atrás por algunos osados de los cursos mayores, transmitidos de clase en clase durante decenios a los cursos menores. En este caso concreto la rechifla venía porque el citado tenía la manía, poco aleccionadora, por decir algo, pero muy visual, de ir siempre con las manos en los bolsillos del hábito y, desde allí, con notable frecuencia, manosear sus partes pudendas. Lo cual, dicho con menos literatura, equivale a decir que se arrascaba los huevos con inusitada frecuencia.
Salvas sean las partes. Yo le tenía una considerable admiración en cuanto profesor de historia en cuarto de bachillerato. Mirado desde la lontananza, sus métodos pedagógicos eran del mesozoico. Como los de la mayoría de profesores de entonces, capacitados por la enseñanza por el ordeno y mando del prior provincial que igual decretaba, que un religioso hábil en física y química fuera destinado a convertir paganos en las misiones del Tonkín que a enseñar lengua española en la escuela apostólica de Nuestra Señora del Rosario. Buena voluntad, a raudales, exuberante; formación educativa, bajo mínimos, inexistente. La historia, como por lo demás el resto de asignaturas, era un puro ejercicio de la memoria. Combinada entonces con la historia del arte, lo mismo te tocaba aprender de carrerilla los tres órdenes del arte griego que la vida, obra y milagros de Hernán Cortés. Para el examen final de cuarto, donde afortunadamente nos libramos de la reválida en el instituto convalidador de Valladolid, teníamos que retener como una decena de hojas a dos columnas. En la de la izquierda, una fecha. Pongamos 711. En la opuesta, el hecho histórico correspondiente: el bereber Ṭāriq ibn Ziyād al-Layti derrota a los godos en el Guadalete. Y así hasta 200 fechas con sus correspondientes hazañas patrias.
Cada profesor tenía “enchufados”, alumnos aventajados en su materia a quienes les profesaba estima y, además, no tenía ninguna reticencia en mostrarla delante de todos. Un par de ellos por cada clase. De la misma manera que yo era un paria del profesor de matemáticas, me había convertido en uno de los “enchufados” del P. Reyero. El enchufe tenía una correspondencia, en algunos casos, sin duda, afectiva o paraemotiva, que al exhibirse de forma transparente delante del resto de los compañeros creaba no pocas burlas, fruto en parte de la inocencia en la que todos habitábamos y producto de una envidia más o menos sana. Especialmente entre aquellos que no se veían privilegiados ni por el profesor de matemáticas, ni el de historia, ni el de inglés, ni siquiera por el de manualidades. Los proletarios del currículo intraescolar.
O sea que si yo cumplía adecuadamente con mi noble condición de enchufado, siendo el único que conocía quienes habían sido los arquitectos de Santa Sofía en Constantinopla (Isidoro de Mileto y Artemio de Trayes), el P. Reyero se sentía en la obligación de otorgarme alguna prebenda. Y no se le ocurrió ni más ni menos, que equiparar toda mi sabiduría de las gloriosas gestas de Pizarro y compañía a una exaltadora hagiografía del Generalísimo. Así que me ofreció un tocho intitulado, ni más ni menos, que como la película: “Franco, ese hombre”. Posiblemente editado en la inmediata posguerra pues las páginas, impresas en un tosco papel, tenían un sospechoso color amarillento. Debía de ser el primer lector del memorable volumen dado que muchas páginas, en formato cuartilla, estaban plegadas pero no abiertas. En los recreos, después de comer, devoré en unas pocas tardes la gloriosa vida del Caudillo.
Una lectura concentrada y en solitario, en uno de los patios interiores del pabellón de mayores, por detrás del pasillo de las clases, acompañado de mi mala conciencia. La de pensar que pocos años después de que Franco atizara a los moros en las gargantas vecinas a Tetuán, mi abuelo, rojo carmesí, durante todo el verano del 36, cuando se ponía el sol, tomaba la senda del monte para dormir al amparo de los robledales, ante el temor de que las camionetas de falangistas aparecieran por sorpresa en la aldea y se lo llevaran hasta alguna cuneta. Lo mismo que habían hecho con varios mineros de la cercana montaña palentina, acribillados religiosamente, manda romana, en las paredes de la ermita de Buenavista. La del Cristo de la Preciosísma Sangre. Entonces no había conciencia de memoria histórica, pero mientras me deleitaba con el avance del ejército en las Vascongadas, como se sabe, obra inimitable de su insigne estratega Franco, una y otra vez me venían a la mente las palabras de mi abuelo: “Chaval, el del bigotito las va a espichar pronto, y no en la cama”. Obviamente, a mi profesor favorito de historia nunca le mencioné las profecías, cumplidas al cincuenta por ciento, del señor Basilides. Y para su vergüenza, la del señor Basilides, quiero decir, durante una semana fui franquista plenamente convencido. A la sombra de una canasta de baloncesto.
Estupendo artículo y te felicito por ello. Cómo me viene a la memoria el olor de la "oficina" del P. Reyero. El olor de las gomas de borrar, de los libros... Al hilo de la foto de este artículo en la iglesia, recuerdo que un domingo por la tarde, supongo que en el rosario, un chaval que estaba delante de mí, tapado con una capucha y oyendo los partidos de fútbol con una pequeña radio, le dieron un tremendo SOPAPO que aún me parece resonar en los grandes muros de la Iglesia. Saludos.
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