Friday, May 14, 2010

Día de asueto

Casi con toda seguridad estamos en Simancas, a orillas del Duero, aunque pudiera ser que sean los aledaños de Boecillo, Fuentes del Duero o cualquier rincón perdido en pleno corazón del Pinar de Antequera. Desde esos años, finales de los sesenta, el vocablo asueto siempre irá asociado a una jornada inolvidable de holganza que comenzaba como terminaba: con una larga caminata a pié por los arenosos caminos de los pinares vallisoletanos. De hecho, la palabra era nueva para mí, nunca la había oído hasta que llegué a Arcas y apenas si la he vuelto a oír después. Vocablos imbricados con una época muy específica, con un espacio físico muy concreto. Como prefecto de disciplina, pabellón de menores, “el siguiente al P. Reyero” o sabañones. Así que en mi mente el concepto de asueto tiene, en la práctica, una equivalencia inextricablemente física a la excursión jornalera de todos los alumnos de uno de los pabellones, fuera de menores o mayores, nunca juntos ni revueltos, por mor de las buenas costumbres, anunciada por sorpresa la víspera a la hora de la cena entre el jolgorio y previsible griterío de los beneficiados. Nosotros. Ante todo, significaba que al día siguiente no tendríamos clase. Excepto si surgía el inconveniente del mal tiempo. La lluvia era el obstáculo principal, puesto que al frío y a la penetrante niebla que con tanta frecuencia envolvía el Pisuerga estábamos más que acostumbrados. Así que el día elegido entre murmullos y alterados preparativos, la disciplina era más laxa, oteábamos el cielo desde los amplios ventanales del comedor esperando que luciera el sol o nos envolviera la espesa niebla. El resto corría por nuestra cuenta.

A primera vista, sobre un mapa, Simancas parece demasiado alejado para una excursión de chavales con once o doce años. En realidad, la distancia apenas sobrepasa los 10 kilómetros serpenteando entre los caminos trazados por los carros y los tractores que han atravesado los majestuosos pinares. Tenemos que caminar en grupo, pues a veces las sendas se difuminan o entrecruzan, por lo que tenemos miedo a perdernos. La alegría del día sin clase, nos hace andar ligeros y sólo aquellos con andar más pausado se rezagan, mientras que siempre hay grupos que compiten por divisar los primeros Simancas, sobre un altozano, al otro lado del río. El P. Mendoza, prefecto de disciplina, se esfuerza yendo entre la hilera de caminantes, a fin de que el rebaño no se desperdigue en exceso. Lo peor, evidentemente, será el cansancio a la vuelta y, si el día es muy caluroso, la sed que nos atenaza. Que yo recuerde, no existía el uso de cantimploras, bien porque nadie daba importancia a su carencia, bien porque no teníamos dinero para comprarlas. Cuando íbamos por la parte de Fuente Duero teníamos la salvación de la gravera del padre del P. Juan Carlos Martínez, de la que manaba un agua fresca en un pozo escondido entre la gigantesca maquinaria y las montañas de cantos triturados. Allí saciábamos con ansiedad nuestra sed, como si acabáramos de atravesar el Sahara, cuando en realidad, desde las Arcas Reales, bordeando el colegio de S. Viator, apenas si hay 9 kilómetros. Pero en nuestros ojos infantiles, todo era inmenso y desmesurado. Siempre me ha chocado, cuando muchos años después he visitado algunos sitios de la infancia o la temprana juventud, la escasa altura de algunos edificios, los diminutos espacios de otros, comparados con la percepción que en mi recuerdo tenía de ellos. Con las distancias otro tanto de lo mismo.

La larga caminata daba para mucho. Las conversaciones con el grupo de compañeros de andadura variaban entre comentarios sobre tal o cual asignatura, los motes, algunos con no muy buena intención, que asignábamos a un determinado profesor o las lecturas de héroes juveniles que comenzaban a inundar nuestras vidas: Julio Verne, Salgari, los tebeos de Hazañas Bélicas y el Capitán Trueno. Podíamos hablar de las películas que ocasionalmente nos proyectaban los domingos en el teatro –inolvidable King-Kong, la original- y, cómo no, discutir de deportes, casi fútbol en exclusiva, ya que otros apenas existían. Con la televisión racionada, metida en un armario que se cerraba con llave, los periódicos restringidos a la lectura en voz alta de artículos preseleccionados en el “Ya”, mientras comíamos en silencio -recuerdo nítidamente la angustia con la que escuchábamos los peligros que corría la tripulación del Apolo XIII en una cápsula sin apenas oxígeno- nuestra visión del mundo y su ocio era cuando menos limitada, sino inexistente. Lo que no quitaba que las migajas que nos llegaban las disfrutáramos con fruición. Como el que más. Por la simple razón de que nuestras expectativas no iban más allá de lo que nos ofrecían. Ni tampoco reclamábamos otras. Imposible pedir la Wii, porque la Play Station nos resultaba aburrida, ni siquiera en el caso de que tales artilugios hubieran existido entonces ¿Qué íbamos a reclamar? El simple hecho de estar en el internado era ya un premio suficiente y un lujo que nuestros padres, a duras penas y con no pocos sacrificios, podían soportar.

Llegados al destino, cada cual se las arreglaba para disfrutar del día como mejor le venía en gana. Eso sí, siempre en grupos, más o menos grandes, dependiendo de las actividades a realizar, conformados por la pertenencia a la misma clase, el paisanaje o la simple camaradería. Era imposible encontrar almas solitarias vagando por entre los pinares a la búsqueda de insectos o animales. En el internado todo se hacía en grupos: la diversión, el estudio, las salidas, los rezos y hasta el dormir. Los más dados a pegarse a los hábitos del P. Prefecto o de algún profesor que nos acompañaba, a los que en nuestro lenguaje coloquial denominábamos “pelotas”, iban con él hasta la vecina Simancas, lo que significaba otra caminata adicional pues había que cruzar el Pisuerga antes de unirse al Duero, para observar por fuera el imponente edificio del Archivo con sus torres cónicas de pizarra y sus avasalladoras fortificaciones. Para muchos de nosotros, que apenas habíamos salido del pueblo perdido en la meseta para ir a la capital en visita al médico o de paso para el internado, aún siendo castellanos de pura cepa, se trataba del primer castillo que veíamos tan de cerca.

La gran mayoría se quedaba en los alrededores donde el P. Prefecto establecía que iba a tener lugar el almuerzo. Muchos de ellos jugando al fútbol. Los troncos de los pinos servían de  postes mientras el terreno arenoso era una trampa mortal para que el balón se deslizara adecuadamente. Pero faltos de tácticas y estrategias, lo importante era correr, cuantos más a la vez, mejor, detrás de la bola, el que ésta se enfangara en áreas o fueras de línea imaginarias no era sino una ventaja para los más torpes. En el revuelo de piernas, seguro que alguien acertaba a despejar contra el tronco más cercano. Algunos, los más habilidosos, siempre les tuve envidia –será por lo inútil que soy para las manualidades- aprovechaban su navajita para descascarillar algún pino y con las cortezas, en menos que canta un gallo, elaboraban sofisticados barcos, algunos con dos o tres cubiertas, como pequeños acorazados, mientras otros esculpían aerodinámicos barcos pesqueros, cuya belleza quedaba resaltada por las vetas paralelas de la corteza del pino usada como materia prima. Con la misma destreza aprovechaban la piedra caliza, cuando íbamos al Cerro S. Cristóbal, para elaborar sofisticadas portadas de catedrales o airosas torres de iglesia en miniatura.

El momento cumbre de la jornada llegaba con el almuerzo. El avituallamiento venía en la camioneta –como se observa en la imagen anexa- conducida por un hermano cooperador, lego, se llamaba entonces y en ella llegaban las cántaras de latón que en el comedor de Arcas se usaban para la leche, y aquí se usaban para el agua o la limonada, una especie de naranjada que se servía en vasos opacos de plástico. Los asuetos eran las únicas ocasiones en las que teníamos oportunidad de probar aquella exquisitez gastronómica. El comentario no tiene ningún matiz irónico, la novedad del gusto y la exclusividad del momento otorgaban un cariz inolvidable a aquel brebaje. Como lo daban las inmensas tortillas, tan abundantes en patatas como escasas en huevo, y cuyo grosor, seguramente, había requerido además de una sartén con al menos 20 centímetros de profundidad, la destreza, inimaginable para nuestras mentes infantiles, de alguna forzuda madre, como llamábamos a las monjas que se ocupaban de la cocina, para darlas la vuelta. Quienquiera que fuera el habilidoso cocinero o cocinera, producto de la caminata, el viento perfumado de las piñas, la insidiosa arena de los pinares, todo aquello, más que degustar lo devorábamos, era para nosotros un auténtico manjar: exquisito e incomparable.

La distribución de la comida se hacía muy ordenadamente y a su cargo estaban los mismos que durante esa semana les tocaba “servir” en el comedor. Supongo que esa semana yo estaba en el grupo de “servidores” puesto que estoy muy cerca de las cajas de avituallamiento. Al fondo se percibe al P. Regino Borregón, campechano y buena persona donde las hubiera, tanto cuando fue mi profesor de matemáticas, y no sólo porque me aprobaba en su inmensa bondad, como muchos años después cuando coincidí con él en Ávila y Roma, así como en un viaje en el que vino Jerusalén, actué de improvisado guía, y por motivos que no vienen al caso se convirtió en aciago.

Debo de tener unos 12 años, o sea que estamos en 1968 (¡París arde con la revolución estudiantil!) o quizá 1969. Calzo unas zapatillas de baloncesto de la marca John Smith, que en aquella época eran las más baratas, compradas a Viki, la vendedora ambulante de La Puebla. Ni en mis más remota imaginación, ni en mis más salvajes elucubraciones me hubiera pasado por la cabeza que 28 años después, la misma mirada entre asustada y sorprendida  con observo la cámara o ella me observa (¿de nuevo el P. Cándido Pérez?) estaría buscando desesperadamente, por temor a perder el avión para Shangai, en los grandes almacenes Isetan de Hong-Kong, unas zapatillas de la misma marca. Para mi hija. Parece que se han vuelto a poner de moda. ¡Cuán lejos queda el Pinar de Simancas!

4 comments:

  1. Muy bonito! Yo estuve en el colegio en otro tiempo, años 80 y 90, y ni siquiera fuí interno pero reconozco algunos detalles.

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  2. Esos días de asueto, de caminatas, de olor a pino y a resina, y si no recuerdo mal de una mejor comida, me trae también el recuerdo de los días del Corpus Christi, en los que en días anteriores haciamos largas marchas para coger flores, y después una gran alfombra, un enorme tapiz de flores en la gran galería del Pabellón. Recuerdo que venía mucha gente a verlo, y muchos años salía en la prensa. Saludos de G. Proaño

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  3. Para Pedro: Intenta buscar en Facebook esta página: http://www.facebook.com/pages/Dominicos-Arcas-Reales-Valladolid/155803963877?v=wall
    Allí encontrarás más información de Arcas Reales.

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  4. Yo también estuve en estos asuetos durante 4 años, entre los pinos de Simancas, creo, y mi recuerdo en muy agradable. Creo tener una foto de un día de asueto. La buscare y la pondré en estas páginas de Facebook.

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