La galería del pabellón de menores es inmensa, majestuosa con su fila doble de columnas amarillas. Efectivamente, tal y como había asegurado el P. Santiago, las mesas del exótico juego del ping-pong están allí, en la parte derecha. El pequeño grupo, guiado por la voz ronca y profunda del P. Gregorio Buena, quien parece actuar como ayudante del prefecto de disciplina, sube al dormitorio del primer piso. A cada uno se nos asigna una cama y un aparador diminuto. Pese a todo, éste resulta excesivamente grande para el puñado de cosas que portamos en nuestras maletas. A mí me corresponde la cuarta cama más cercana a la habitación, hay una en cada extremo del dormitorio corrido, donde se resguardan tras unas misteriosas cortinillas, el prefecto de disciplina y su ayudante. Por turno, se encargarán, cada noche, de apagar las luces hasta que todo reste en absoluto silencio. Por las mañanas, el del otro extremo, se turnan ambos en estas tareas, vigila que, una vez suena el timbre, todos acudamos rápidamente a los cuartos de baño comunes para asearnos. Basta con lavarse la cara y las manos, antes de bajar a desayunar. La ducha queda reservada para cuando, después de la comida, hagamos deporte. Y no siempre.
En el listado de útiles requeridos según la carta donde se nos invitaba al cursillo, aparte de una muda para la semana –sólo nos cambiábamos de camiseta y calzoncillo los lunes por la mañana-, un par de pantalones, tres camisas y cuatro pares de calcetines, el bañador para la piscina y un pantalón corto de deportes, hay también varios objetos que son completamente nuevos para mí. Para empezar, la mismísima bolsa de aseo con su cepillo de dientes y la pasta profidén. Eso no es exactamente lo que pone en el tubo aunque así es como mi madre lo ha pedido en la tienda de Saldaña. Lo mismo que en el bar del pueblo los mayores piden una fanta al señor Abundio, el cantinero, y éste siempre les sirve una botella con una bebida anaranjada, sea cual sea la marca, lo del profidén parece responder a los mismos principios de generalización. El mío, aunque se denomina Licor del Polo, es profidén y así lo será durante los cuatro próximos años de internado. En cualquier caso el artilugio, jamás usado por muchos de nosotros antes, salvo por quienes proceden de las capitales, es toda una novedad. El padre prefecto pasará durante toda la semana, por las mañanas y por las noches, por los cuartos de baño comunales, para explicarnos como frotar correctamente el cepillo sobre las encías.
El segundo objeto es, asimismo, otro cepillo. Éste para abrillantar los zapatos. A diferencia del de dientes, éste ya le conocía, únicamente que su uso quedaba restringido para adecentar los zapatos de charol, poco antes de ir a misa, en la fiesta del pueblo y, si acaso, en alguna otra rara ocasión donde sacábamos a relucir nuestras mejores galas, el Domingo de Ramos, Pascua Florida, Corpus Cristi y poco más. Ante la extrañeza de muchos de mis nuevos compañeros, a la crema negra que hay dentro de la cajita redonda con la marca Búfalo, vuelta a las generalizaciones de la fanta y el profidén, yo la denomino serbus. Las razones por las que en mi comarca, el betún porte tan curioso nombre es un asunto que desconozco. La palabra, aunque todavía usada actualmente por los viejos de los pueblos, ha caido en desuso. Los compañeros riojanos, burgaleses y abulenses la usaban lo mismo que nosotros, los palentinos. Quizá fuera otra marca genérica de la época, en una época donde tan pocas marcas existían. No recuerdo que fuera usada por los asturianos, siempre tan numerosos como tribales en sus agrupamientos por paisanaje, con su vocabulario tan peculiar para nosotros, guajes más acá del puerto de Pajares, y su acento que calificábamos como gallego. En realidad, todo lo que estuviera más allá de los Picos de Europa, incluida la parte norte de León y, por supuesto, los ponferradinos y maragatos, también muy numerosos, eran gallegos. Como es bien sabido, cuando el franquismo apenas si mostraba alguna hendidura, década de los sesenta, las fronteras autonómicas sólo estaban marcadas en nuestros libros de geografía por graciosos dibujitos, iconos que dicen ahora. En el sureste peninsular, pongamos por caso Murcia, se cultivaba el gusano de seda y entre Gijón y Oviedo aparecían minas de carbón. En la meseta, espigas de trigo. Las lenguas propias, los derechos forales y las asambleas autonómicas eran meras entelequias.
Comienzan las instrucciones del P. Buena, más bondadoso que inmenso, lo que dado su ancho porte es pura redundancia, sobre cómo tenemos que disponer de nuestras escasas propiedades en el exiguo armario. “Pongan las zapatillas de deportes en la parte inferior”, su voz retumba a todo lo largo y ancho del dormitorio corrido. Resulta chocante que nos trate de usted, de la misma forma que nosotros nos dirigimos en el pueblo al cura, al maestro, claro está, y dependiendo de familias, a nuestros abuelos y, en casos extremos, hasta a nuestros padres. Las primeras veces que nos trata de usted nos observamos unos a otros, miramos en derredor, a ver a qué personajes tan importantes se dirige. Pero como todos, los que nos afanamos por ordenar el aparador –otro vocablo ligado por siempre al internado-, somos de la misma edad, parecidad estatura y los únicos que le pueden oir, terminamos por sentirnos aludidos.
El aviso de los zapatos no es del todo irrelevante. En nuestras casas es la mama, que no mamá, quien siempre realiza estas tareas de ajustes en las alcobas y, como es de esperar, algunos de nosotros hemos comenzado por poner los zapatos entre la muda y la bolsa de plástico que contiene el cepillo de dientes y la pastilla verdosa de jabón Heno de Pravia. Un pequeño revoltijo donde el pantalón de deportes, que mi madre ha zurcido con tanto esmero desde dos retales dispares, más o menos del mismo color, tambien sirve para envolver la pastilla de “chocolate de hacer” Mata, tan dura que ni siquiera la calorina que, en este mediados de julio, abrasa las riberas del Pisuerga ha conseguido ablandar lo más mínimo. Esta noche, cuando apaguen los fluorescentes, reine el silencio, pienso dar cuenta de una buena parte de ella. Colocadas todas las cosas en el armario y la maleta encima del mismo, comienza la visita guiada a las instalaciones.
Comenzamos por la extraña iglesia de paredes desnudas. A diferencia de las iglesias de nuestros pueblos superpobladas de imágenes, retablos, santos y vírgenes de toda especie y condición, aquí sólo destacan las numerosas filas de bancos y al fondo una claridad extrema. El altar anegado de tanta luz, penetra desde dos vidrieras laterales entre blancas y amarillentas, que hasta la misma imagen en piedra retorcida de Santo Domingo y la Virgen del Rosario, colocada a media altura, a modo de frugal retablo, parece diluirse en la intensa claridad de la luz vespertina. No hay ni más santos ni más escenas bíblicas. El altar está dispuesto para que el celebrante se ponga de cara a los fieles. La sobriedad y desnudez de todo el conjunto es tan excesiva que por un momento tengo la impresión de que alguien ha arramplado con esculturas, cuadros, pendones y cruces procesionales tan abundantes en nuestros pueblos. Las paredes laterales completamente desvestidas, salvo por diminutas representaciones de las estaciones del calvario.
Pero no, en el interior de algunas capillas laterales avistamos extrañas imágenes de madera, cuya simplicidad y ascéticas posturas, tan diferentes del barroquismo de nuestras parroquias, nos atemorizan con sus inquietantes figuras. Sobre todo, una que dicen representa a San Vicente Ferrer, el insigne santo dominico y valenciano, martirio de herejes y judíos (no, esta particularidad no se nos detalla en la visita guiada). El artista ha esculpido, de un tocón retorcido, una temible imagen, amenazadora, donde no se sabe que me produce más miedo si su inquietante dedo conminador o el aspaviento de su boca entreabierta. Algunos meses después, la estatua será retirada de su capilla y entre los estudiantes correrán diversos rumores sobre las razones por las que el intrépido predicador desaparezca de nuestra ya austera iglesia. Las buenas lenguas dirán que para evitar que los internos más propensos a las turbaciones no pasen de largo mirando la capilla de reojo, otros afirman, las malas lenguas, que entre los padres ha surgido una disputa sobre la idoneidad de representar al santo en semejante guisa.
Ante nuestra mirada infantil, todo nos parece gigantesco e imponente. El inmenso salón que hace las veces de comedor, con sus enormes mesas y bancos corridos donde al menos caben una quincena de estudiantes por cada lado, no se queda a la zaga en este paseo inicial por el gigantismo del edificio. Las paredes impolutas de mosaicos blancos que alcanzan el techo nos parecen interminables y desde un extremo al otro, estoy seguro, cabe bastante más gente que en el modesto salón de plenos del ayuntamiento del pueblo.
Como en la mili, el P. Buena nos da la orden de rompan filas, aunque no sean ésas exactamente sus palabras. “Vayan al campo de deportes, a las ocho, aquí, en línea, para ir a rezar el rosario a la iglesia”. El resto del colegio vamos, pues, a descubrirlo en volandas de nuestra propia curiosidad. Poco a poco hemos perdido la timidez inicial ante los espacios desmesurados y los compañeros nuevos. Nos desperdigamos, aunque ya no necesariamente con los camaradas del pueblo o del valle de donde provenimos. En pocas horas, comienza a reinar la camaradería por ser compañeros de clases, casualidades del alfabeto y los apellidos. Por cierto, sin que sepamos muy bien por qué se nos prohibirá usar bajo estrictas órdenes de la superioridad el término. Justamente por ello, durante una temporada, empezaremos a burlarnos de tan incomprensible norma y la usaremos a diestro y siniestro. “Camarada Durántez, pasa el balón”; “Camarada Catón, déjame el compás”. Pero si un profesor o supervisor nos sorprendía en tan esotérico uso del vocabulario, castigo seguro. Se acabó el partido de fútbol en el campo de arriba.
Corremos prestos a ver el campo de baloncesto, con sus canastas bien firmes, en un patio interior, entre el ala que cobija las clases de primero y de segundo. Al fondo del pasillo de las clases, un salón más grande, con tragaluces, en forma de sierra, como los que hemos visto en las fábricas de nuestra capital de provincias dispone de grandes mesas, que los más entendidos dicen que son para los trabajos manuales y el dibujo. Los pupitres de las clases, a diferencias de los del pueblo, donde todos eran dobles, aquí están individualizados. Una inmensa pizarra cubre todo el fondo del estrado donde se sitúa el profesor.
Las afirmaciones del P. Santiago se hacen de nuevo realidad en los campos de fútbol. Efectivamente, inmensos, con las líneas de juego, incluso las áreas marcadas, no con paja, con cal. Los postes de metal, es decir, perfectamente rectos y sólidos. Seguro que no valdrán las discusiones en torno al imaginario larguero que usamos en la aldea (“se ha ido por arriba”). Y por fin la piscina. Decepción. Sí es grande, aunque no tanto como me la imaginaba. Está detrás de un seto de cipreses, en la parte trasera del teatro. Tiene vestuarios, así que ya no nos quedaremos en pelotas para cambiarnos como hacemos en el pueblo, tras las sotas de la ribera del río. Lo peor es que no tiene ni una gota de agua, más vacía que las pozas del río pequeño de mi pueblo al final de agosto. Dos filas de compañeros, seguramente llegados ayer por la tarde, se afanan, arrodillados sobre el cemento del suelo, cepillo en la mano, en frotar y refrotar para quitar el moho, verdín como lo llamamos nosotros, del agua estancada toda la primavera. Han acabado con la parte que cubre menos y están llegando al desnivel donde la profundidad se ahonda por lo menos un metro. Un padre con hábito, tintinean las cuentas del rosario que lleva a la cintura, el escapulario, la especie de interminable babero que lleva en el pecho, echado hacia atrás por encima del hombro, dirige las operaciones manguera en mano. A medida que los camaradas, perdón, los colegas eliminan el moho, centímetro a centímetro, con la manguera va echando la porquería hacia la parte más sucia que aún queda por restregar. De vez en cuando, al P. Llanos pierde la puntería sobre la línea del verdín eliminado y el chorro de agua fresca remoja a los limpiadores. Aumenta la algarabía de aquellos a quienes no les ha tocado el agua. “Padre Llanos, padre Llanos, cáleme a mí”, reclaman casi al unísono los de la segunda fila.