Por las noches, desde las ocho
hasta las nueve, hora de la cena, teníamos sesión de estudio en un aula común
muy grande. Cada uno dedicaba este tiempo a estudiar lo que creía más
necesario. El silencio era absoluto y un fraile estaba continuamente paseando
entre las filas de pupitres vigilando nuestra actividad.
Aquí recuerdo la crueldad,
mejor dicho, el sadismo de un fraile joven, el P. Roales. Se paseaba entre las
filas, de atrás adelante, y cuando estabas más concentrado en tu libro o bien
te tiraba del pelo de la nuca o las patillas o te daba con la anilla del
silbato de acero que siempre llevaba colgado de una cadenita debajo de la
capilla del hábito. Lo hacía porque sí. Por placer. Por supuesto el placer lo
sentía él solito. Pocas veces he visto persona más mezquina. Desconozco qué
complejo o resentimiento tendría el citado fraile, pero era odiado por casi
todo el mundo.
Con el tiempo ideamos, a partir
de cuarto de bachillerato, salir en la hora de estudio en grupos de cuatro o
cinco personas para poder estudiar en las aulas. Así podíamos repasar y
estudiar las matemáticas, sobre todo, por lo que nos solía liderar quien mejor
las comprendía para después explicarlas al resto. También se fue utilizando
este método para las traducciones de latín y griego, para la física y química.
Nuestra excusa era que nos estábamos preparando para la Reválida.
Paulatinamente esta práctica
degeneró y los grupos de estudios se convirtieron en grupos de juegos a las
cartas, a los barcos, al cuchicheo. Después de varios castigos y la reiteración
del incumplimiento de los objetivos que se habían marcado acabaron con las
salidas en grupos a las aulas para estudiar.
La hora de estudio antes de la
cena se nos hacía eterna en aquel gran salón. Además, nos venían los efluvios
de las cocinas. Con el hambre que teníamos, nos salivaba nuestro organismo con
los olores del pescado frito o el olor de las sopas ligeritas.
Los estudios eran muy
importantes entre los dominicos. De hecho, en la selección que hacían por los
pueblos los padres captadores de vocaciones siempre tenían en cuenta el nivel
de aplicación y resultados de los chicos en las escuelas. Si uno tenía malas
notas no era tenido en cuenta, salvo algunas excepciones de padres acomodados
que querían recluir a sus hijos durante un tiempo en un colegio religioso para
ver si se enderezaban.
Para realzar la importancia
del estudio se montó un protocolo de funcionamiento que consistía en una
reunión trimestral con todo el claustro de profesores y los alumnos de los
cursos de cada pabellón en el salón de actos. Allí por riguroso orden
alfabético se iban cantando las notas de cada uno de los alumnos. Para unos era
un gozo si tenían buenas clasificaciones y para otros una vergüenza mayúscula
el oír sus notas, de pie, delante de todos los demás alumnos de los diferentes
cursos.
Además, se hacía un ránking
con las notas trimestrales confeccionando una especie de pódium en el que se
repartían unas medallas y accesits a los tres mejores clasificados en cada
trimestre. Por cierto, la primera vez que por mis notas debería aparecer en el
listado no me vi reflejado en el tablón de anuncios. Fui a preguntar al P.
Agripino el porqué de mi ausencia y me contestó que no había errores que los
tres primeros clasificados de primero de bachillerato estaban en la lista. Ante
mi insistencia se comprobó el tema. Efectivamente Rufino García Álvarez no
constaba a pesar de sus notas, pero sí que constaba en tercer lugar un tal
Julián García Álvarez. En ese mismo instante aprendí que yo tenía un segundo
nombre, Julián, en honor de mi abuelo paterno, pero del que desconocía que
pertenecía a mi filiación. Fue un sorpresón, como otros muchos que a lo largo
de los años vamos descubriendo por circunstancias un tanto azarosas.
Cuando un alumno suspendía más
de tres asignaturas era amonestado por el Tutor de Estudios y con la
reiteración era castigado a quedarse a estudiar los jueves y algunos domingos,
perdiéndose los paseos y las horas de deportes. Si a final de curso las
asignaturas suspendidas eran superiores a seis se le obligaba a abandonar el
Colegio. Algunos alumnos tenían una tolerancia hasta el primer trimestre del
año siguiente, pero casi siempre eran despedidos.
Recuerdo el caso de un chico
de Asturias, muy corpulento, más desarrollado físicamente que la mayoría de
nosotros, que venía de una familia acomodada, que estaba orgulloso porque había
conseguido aprobar tres asignaturas en el trimestre: Religión, Conducta y
Urbanidad. Por ese gran esfuerzo sus padres le habían regalado una bicicleta.
Cuando se lo oí contar en el
campo de baloncesto casi me desmayo de la envidia. Me dolió más esa injusticia
en mi escala de valores, que el pisotón que me dio con aquellos zapatos de
suela de crepé o de tocino, como la llamábamos nosotros, con todo su enorme
peso sobre mi pie frío. Yo pensaba en la injusticia de mis padres que no
valoraban mis esfuerzos y mis resultados y aquel tipejo por aprobar las tres
marías tenía un excelente premio. Yo casi me consideraba con derecho a una moto
si comparaba mis notas con las suyas. Por cierto, el chico no concluyó las
navidades de segundo de bachillerato. Posiblemente fue a entrenarse con la
bici.
Como Profesor recuerdo con un
cierto cariño al P. Pinto. Nos explicaba Ciencias Naturales en tercero de
bachillerato. No es que fuese un gran profesor y un especialista sobre el tema,
pero nos obligaba a repetir al pie de la letra el libro de texto en los exámenes.
Eso nos hizo estudiar con detenimiento todo lo referente, sobre todo, al cuerpo
humano. Órganos, huesos, músculos, funciones eran repasados y memorizados de
una manera exhaustiva. Quién me iba a decir que unos quince años más tarde me
sería tan útil para aprobar una convocatoria de Titulado Superior en Telefónica
cuando uno de los temas a exponer era: El Metabolismo en el Cuerpo Humano.
Mis compañeros de oposición
quedaron alucinados cuando me vieron escribir páginas completas sobre el tema,
sabiendo que mis conocimientos y titulación eran de Filosofía. La de vueltas
que da la vida.
Ha habido otros profesores de
aquellos años de bachillerato que me dejaron algunas influencias sobre los
gustos y preferencias de sus enseñanzas. En Literatura tuve dos, sobre todo. El
P. Igelmo me influyó sobre el tema de la poesía. De él me viene mi afición a
componer rimas. Las mías suelen ser ripios mal hilvanados pero desde la época
en que él nos dio clase, en cuarto de bachillerato, me inculcó esa habilidad.
Nos obligaba a escribir rimas sobre muchos temas.
Aparte de sus enseñanzas sobre
literatura tenía amplios conocimientos sobre historia y siempre intentaba hacer
comprender por qué se escribía cierta literatura en unos períodos concretos.
Nos analizaba las causas de esa producción literaria unidas a la historia y la
economía.
Era, además, uno de los
frailes menos pacatos en su lenguaje hacia nosotros. Recuerdo la anécdota que
nos contaba hablando de literatura inglesa. De paso comenzó a hablar de Isabel
de Inglaterra. Nos comentó: ¿A que no
sabéis cómo se la conocía en su época?
Dimos muchos apodos, nombres y
títulos, pero ni nos acercamos a su respuesta: “El tintero de Europa”. La llamaban a sí porque en ella mojaban todos
los príncipes europeos. Nos quedamos un tanto perplejos y con una sonrisa medio
congelada porque lo entendíamos a medias y no sabíamos cómo reaccionar ante ese
comentario inesperado.
Con su corpachón y sus
carcajadas que bamboleaban su gran barriga nos dijo: Bueno, ya sois lo
suficientemente mayores para saber ciertas cosas. Además, en esa época la
diplomacia real inglesa se acordaba entre sábanas.
El P.Igelmo tenía otras
ocupaciones fuera del Colegio. Era profesor y confesor del Colegio de la
Anunciata en Valladolid. Colegio de las niñas pijas de la época. Nos contaba algunas anécdotas que tenía que
aguantar a sus madres y a las mismas niñas. Nos decía la costumbre tan
rebuscada que tenían de hablar cortando las palabras: La tele(visión), las
vacas(ciones), el cole(gio), etc. que a él le molestaban mucho. A veces porque
no las entendía, otras porque le parecían insufribles. Un día estaba tan harto
de esta jerga que en clase le dijo a una niña: Llévale el bole(tín) de las
asig(naturas) a la que_te(parió), (tu madre) y me lo devuelves al cole(gio).
Parece ser que no tuvo buena
acogida su salida de humor y tuvo que salir de sus funciones del cole(gio), por
presiones de las “quetes”, que se sintieron menospreciadas.
Él siempre se vanagloriaba de
haber viajado mucho, sobre todo por Estados Unidos. Contaba la anécdota de que
cuando viajaba por Estados Unidos él no ponía nunca su nombre completo en las
maletas de viaje. Sólo ponía F.B.I. Estas siglas correspondían a sus iniciales
del nombre Fray Bernardino Igelmo, que era su nombre completo. Quizá a esto hoy
en día lo llamaríamos una leyenda urbana. A nosotros nos parecía muy ingenioso
y divertido.
El P. Gil, entre otras
asignaturas, nos impartió Literatura. Él sí que nos imbuyó el deseo y la
ambición por leer. Después de explicar las diferentes lecciones nos permitía la
lectura de pequeños trocitos de alguna obra literaria. Siempre nos dejaba con
la miel en los labios. Siempre queríamos más, pero no había tiempo y nos hacía
copiar la reseña del libro para que lo solicitásemos de la biblioteca. Pocas
veces lo lográbamos o era tan solicitado que tardaba meses en llegar a nuestras
manos, o no existía en la biblioteca, pero el gusanillo de la lectura prendió
en muchos de nosotros, desde luego en mí, sí.
Química de cuarto nos fue
impartida por el Padre Cándido. Realmente hacía honor a su nombre. Era un
hombre afable, amistoso y muy coloquial. Le costaba mantener la disciplina en
clase, sobre todo en los laboratorios. Le gustaba hacer algunos experimentos
reales y con alguno de ellos sucedió más de un fracaso estrepitoso. Mezclando
agua con ácido sulfúrico se montó un cirio al realizar la mezcla al revés lo
que ocasionó alguna quemadura y varios matraces e instrumentos estropeados.
Desde aquella hazaña se espaciaron más las prácticas. Es decir, no se volvieron
a realizar.
Durante las sesiones de
prácticas algunos alumnos se despistaban del grupo y asaltaban los armarios de
la biblioteca para hacerse con los libros de lectura más apetecibles como los
de la Colección Ardilla o los de historia. La sala de prácticas de Química y la
Biblioteca compartían el mismo local.
Otra asignatura, ya en cuarto
de bachillerato, que me llamó la atención, fue la de Historia Universal. A mi
curso y sección le tocó como profesor el P. Reyero. Creo recordar que se
llamaba José María, porque también tenía un hermano, también dominico, pero yo
no tuve ocasión de conocerlo.
La asignatura era bastante
interesante. Conocía muchos hechos y anécdotas que nos explicaba en clase,
aunque después tuviésemos que hincar los codos para utilizar la herramienta máxima
que nos exigían en el colegio: la memoria.
Pero al P. Reyero le recuerdo
más por otra faceta que la de profesor. Era el tendero del Colegio. Me explico.
Nuestro confinamiento en el Colegio duraba entre nueve y diez meses, por lo
cual las diferentes provisiones, llamémoslas fungibles, que portábamos desde
casa, se nos acababan a los pocos meses. Además iban surgiendo una serie de
necesidades no previstas que había que solucionar.
Me refiero a que teníamos que
abastecernos de material higiénico como pasta de dientes, cepillos de dientes,
peines, betún, cordones para los zapatos, material escolar como lápices,
plumas, gomas de borrar, reglas, papel cuadriculado, y, sobre todo, cortaúñas.
Este utensilio causaba furor y casi todo el mundo tenía necesidad de pedir
alguno cuando iba a la tienda. Otro de los elementos más demandados eran las
gomas de borrar y los plumieres.
Las visitas al cuarto de
ventas del P. Reyero era una de las actividades más esperadas y deseadas. Se
seguía el orden alfabético y por cursos, con una devoción y anhelo fuera de lo
común. Varios días antes de que te tocase ir a pedir procurabas estar en el
salón de estudios sin faltar un solo minuto para no perder la tanda. Parece
inaudito desde la perspectiva de hoy la expectación que causaba esta actividad
comercial. Era un rito muy solemne. A ello contribuía, y mucho, la parafernalia
que organizaba el P. Reyero.
Tenía un ayudante para servir
el material en cada uno de los cursos. Mientras el ayudante servía el pedido él
iba anotando en un libro los objetos demandados y el nombre del peticionario
para después realizar el consiguiente cargo en la cuenta de los padres del
alumno.
Para ser ayudante del P.
Reyero había que cumplir unos requisitos muy especiales. Debería ser uno
bastante guapo, elegante y bien vestido. Además ser de familia pudiente. Para
eso hacía una selección muy cuidadosa entre los diferentes candidatos de cada
curso. Recuerdo algunos nombres de estos ayudantes: Corcoba, Agúndez, Soto.
Éste último de nuestro curso.
Recuerdo nítidamente una
ocasión, allá por el año 62/63, no recuerdo bien si estaba yo en tercero o
cuarto. Lo que sí tengo grabado es que me faltaban dos alumnos para que llegara
mi turno de petición de material. Estaba en la cola intentando no olvidar nada
de lo que tenía que solicitar cuando ocurrió un hecho que me marcó y marcó al
P. Reyero en mi recuerdo.
Supongo que sería algún
Fernández porque yo era el primer García que accedía por mis apellidos en la
lista, cuando oigo con voz potente decir al P. Reyero:
-
Tú sí, pide y pide más cosas. Ya veremos quién las paga.
Tus padres ya deben más de tres mensualidades atrasadas y no pagan.
El silencio entre los que
estábamos en la cola de espera se podía cortar. Todos mirando hacia el suelo.
El alumno salió llorando y avergonzado sin llevar nada de lo que había
solicitado y ya le habían servido. Yo mismo di media vuelta y me marché
perdiendo mi turno y mi tanda de compra porque no tenía claro si podría sufrir
la misma afrenta.
En aquella época estaba en
todo su furor la huelga minera en Asturias. Los mineros hacía meses que no
cobraban y les había cerrado las cartillas del economato. No había dinero y los
pagos se demoraban. Mi padre era uno de los huelguistas y yo pensaba, con toda
la razón, que estaría en situación parecida a la de mi compañero.
Nunca le perdoné ese sadismo y
el elitismo que profesaba el P. Reyero. Pero, sobre todo, la crueldad contra un
chico de catorce años que va a comprar una goma de borrar y es puesto en
evidencia delante de los demás compañeros de curso. Aunque estábamos dos o tres
más en la fila, porque no permitían más gente, la anécdota corrió como la
pólvora. Aquel mes hubo poca demanda en el cuarto del P. Reyero a pesar de la
ilusión que hacía.
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