Siempre que alguien ha visto la foto, tras varios minutos de hipótesis
rocambolescas ha terminado por rendirse ante la imposibilidad de averiguar lo
que otean los jóvenes filósofos y teólogos encaramados a la terraza, con el
exterior de la magnífica vidriera del coro como trasfondo. Las analogías surgen
fácilmente: ¿la venida del Mesías?; ¿una segunda Asunción de Nuestra Señora?;
¿la reaparición del “In hoc signum vinces” sobre el Puente Milvio a la entrada
de Roma, en este caso sobre la N-1 a la
entrada de Matritum?. La imagen se ha ido deteriorando con el paso de los años,
los bordes han pasado de amarillos a un blanco amenazador y si la informática
no lo remedia, la solución química original disolverá el rojo de los ladrillos
con los inmaculados hábitos de los estudiantes. En la nada o en el más allá.
¿Quién sabe? Los procesos químicos como paráfrasis de la vida eterna.
Debe ser poco antes de mediodía por las sombras que apuntan todavía
hacia el oeste, sol, pues, hacia el sureste geográfico, jornada de moderado
calor o, quizá de abnegada obediencia, ni uno sólo de los religiosos se ha
despojado de sus hábitos, sí, de los que hacen al monje. Como mucho, un par de
hermanos se han echado el escapulario entre pecho y espalda, que suele decirse.
Quizá no tanto para aligerar la canícula cuanto, sospecho, acaban de saltar
desde la ventana de la Sala
de Comunidad sobre la terraza y así evitar los tropiezos, dado que el
escapulario tiene la tendencia a enredarse entre las extremidades inferiores:
peligro de caída a lo poco que queda del Jardín Japonés. El sol luce en todo su
esplendor, aunque no muy fuerte, ya que sólo Dámaso y el P. Paniagua se
protegen con la palma de la mano. El resto de fotografiados no parecen sufrir
con sus destellos. ¿Mayo en Madrid? ¿Quizá principios de junio?
Entre los padres (futuros), Juan Carlos Martínez, Santiago Sáiz y
Julián, al único que con su bonhomía tan habitual como su despiste parece
traerle sin cuidado escrutar ojo avizor el horizonte. Y entre los futuribles,
que nunca llegaron a comer huevos o han dejado de comerlos: Hierro, Oscar
Mendoza, Javier Morcillo, Alfonso Aguado. Por la presencia de estos últimos, un
curso inferior al nuestro y que aguantaron la disciplina y la profesión simple
por escaso tiempo es deducible que debemos estar en 1976. Convento de San Pedro Mártir. Alcobendas. Por banal y prosaico que parezca, los jóvenes
aspirantes a teólogos están contemplando el veloz vuelo de los gloriosos cazas
de la real e invencible Fuerza Aérea de España, en aquellos años dotada de
Mirages gabachos. La Avenida
de Burgos, 208 era la continuación geográficamente recta, o casi, del Paseo de la Castellana que
sobrevolaban raudos, dejando estelas con los colores de la bandera española,
los avezados pilotos del glorioso ejército español.
Sin embargo, nuestra presencia no tenía nada de patriótica, era mera
curiosidad en la mañana dominical, antes o después de la misa de doce. Debe ser
uno o dos años después de la muerte de Franco y a pesar de la ebullición que
había en el siglo, más aún en la capital de todas las Españas, tan cercana y a
la vez tan alejada de nuestro claustro, nuestra formación política era
inexistente, qué digo inexistente, nula. Habíamos pasado el filtro, para la
mayoría una carga obligada pero llevadera, tanto en Arcas Reales como en Ávila
de F.E.N (Formación del Espíritu Nacional) donde –aparte de lo aburrido de los
libros de texto- se glosaba heroicamente la importancia de los sindicatos
verticales y el sueño imposible de la
España una, grande y libre. Al menos, imposible para la
percepción que del sueño tenían muchos de nuestros profesores, educados en el
fervor de los años posteriores a la Cruzada. Años en que el palio, la mitra y la
espada conformaban una unidad indisoluble. Aparentemente.
Nosotros no sólo carecíamos de ese fervor patriótico, aunque tampoco
lo contrario, al Caudillo y a todo el tinglado de poder, abusos y corrupción
que se había creado con el paso de los años, y que a estas alturas de la década
de los 70, aunque nosotros no lo percibiéramos, yacía en claro desmoronamiento.
Del cual, sin embargo, no pocos de nuestros doctos profesores eran adalides y
activos defensores; ítem más: nosotros estábamos en una tierra de nadie, por
así decirlo, vírgenes en toda la amplitud del término: sexo, política, dinero,
ambiciones, birretes y cualesquiera prebendas que el futuro nos deparase.
¿Qué
otra cosa podíamos pretender? Desde los once años en el internado, el paso por
el Noviciado de Ocaña, una burbuja inescrutable, y ahora, a nuestro alrededor,
con diecisiete o dieciocho años, mientras los restos de la dictadura olían cada
vez más a podrido, nos llegaban tambores lejanos de un tal Isidoro vencedor en
el congreso de Suresnes (¿dónde puñetas estaba eso y qué coño era un
congreso?); de un Carrillo que nosotros conocíamos por Paracuellos, cuatro
kilómetros a vuelo de pájaro, pillado con una peluca horrorosa y para más INRI,
el día de Pascua; y un tal Suárez que, por ser de Ávila nos caía más simpático,
presidiendo el Desfile de la
Victoria (si es que para entonces todavía se denominaba así)
que nosotros embobados y ajenos a todo lo que pasaba en la universidad, en las
calles del cercano Madrid, en las fábricas de Getafe, contemplábamos esta
precisa mañana de mayo.
No digo que no las hubiera, pero no recuerdo una sóla discusión
política entre los cerca de cuarenta estudiantes universitarios que nosotros
éramos, debates que ahora practican hasta los más ignorantes adolescentes:
sobre la globalización, los errores del capitalismo o las bondades de las
políticas medioambientales del Gobierno. Lo nuestro eran laberínticas
disquisiciones sobre la transubstanciación (entre otras, la importancia de que
el vocablo lleve o no lleve una b), debates bizantinos sobre si el uso
cotidiano del incensario en la
Exposición del Santísimo era pertinente o no, abstracciones
metafísicas sobre las cinco vías por las que el Aquinense había probado
(¡faltaría más!) la existencia divina.
Como mucho, si de debate político pueden
calificarse, conversábamos tímidamente de los nuevos movimientos eclesiales que
se adivinaban en el horizonte: los ritmos carismáticos llegados del
protestantismo americano, Kiko Arguello recién salido de las chabolas de
Vallecas, y ecos, todavía muy lejanos, de la Conferencia Episcopal
de Medellín y los primeros escarceos de la teología de la liberación.
En honor a la verdad, nuestra ignorancia y desconocimiento del magma
político y social que bullía en el exterior, más que nada propiciado por una
cierta inercia fruto de la comodidad con la que discurría nuestra existencia,
no lo eran en términos absolutos. En realidad, era imposible, incluso estando
en un convento de clausura y además el nuestro no lo era, aislarse de lo que
ocurría a ocho o diez kilómetros de distancia. Por algunas rendijas se colaban
los botones que valen como muestra.
Ocasionalmente, a escondidas, acudía a la Complutense , donde a
escondidas iba al Cineclub para ver películas a escondidas. Tan inocentes, por
lo demás, como “Hiroshima, mon amour”
de Alain Resnais o “Al final de la
escapada” de Jean Luc Godard. En cierta ocasión recuerdo haber salido a la
carrera cuando durante un concierto de Alfonso Celdrán, cantautor protesta,
según les llamábamos entonces, muy conocido en la época, mientras algunos
energúmenos de extrema derecha comenzaron a aporrear y romper las cristaleras
del salón donde el bueno de Adolfo desgranaba aquello de “General tu avión es muy potente puede matar, pero tiene un defecto,
necesita un hombre que lo pueda pilotar, general, tiene un defecto que puede
pensar, puede pensar…”.
Tanto mi amigo Francisco González (Faico), que al
ser obrero en una empresa calefactora de Alcobendas, daba realce a mis
indefinidos intentos de implicarme con la explotada clase trabajadora, como yo,
salimos corriendo por el campus a la búsqueda de la primera boca de metro que
nos tragó. Pudiera ser que el paso de los años hayan convertido en carrera lo
que fue un simple andar deprisa, y los cristales rotos quizá fueron únicamente
gritos en voz alta. Dramatizado o no, a mis hijos les hace gracia, cuando les
cuento que en 1976 yo fui, modestamente, todo hay que decirlo, un humilde héroe
luchando con denodada valentía por la democracia naciente.
Como increíble les resulta, confieso que a mí, tras tantos años
también, pero así eran aquellos tiempos, que el 20 de noviembre de 1975, con
todos los votos encima, incluido el de la santa obediencia, apenas un año
después de salir de la etérea burbuja del noviciado, barbilampiños como
nosotros éramos, tuviéramos –aquello sí que fue heroicidad- los arrestos, por
no decir algo más coloquial, de hacer huelga en pleno Convento de los Padres
Dominicos, para festejar, ni más ni menos, que Franco había muerto. Cierto, la
heroicidad duró los cinco minutos que tardaron en bajar el P. Prior y el P.
Regente para conminarnos a que volviéramos a las aulas. Pero durante esos cinco
minutos nosotros fuimos uno con los partidos en la clandestinidad, los
sindicatos proscritos y los estudiantes trotskistas.
Addenda: aquella misma tarde, algunos de los que hicieron huelga, y no cito
nombres, se agregaron de “motu propio” a las inmensas colas de gentes en duelo
que circundaban el Palacio de Oriente y así rendir su último homenaje al
dictador “corpore insepulto”. Nuestra ideología incipiente, inexistente e
inocua nos permitía –felizmente, cabría añadir- participar en las actividades más
contradictorias existentes sobre la faz de la tierra, fueran carreras por el
campus universitario o engordar las filas de homenajes mortuorios, porque, en
el fondo, nuestra vida discurría por una especie de sueño, irreal como todos, donde la vida real era pura ciencia ficción.
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