Revista "Cumbre" (Mayo 1971) |
Noventa y seis años, toda una vida, dan lugar a
infinidad de imágenes. Desde las Tierras del Burgo (Castillejo de Robledo), en
Soria, hasta sus últimos días, la semana pasada, en el Real Monasterio de Santo
Tomás de Ávila, por el casi centenar de años del P. Félix Gil han desfilado
millones. Sin embargo, en la retina de las decenas de estudiantes de Arcas
Reales, que tuvieron el privilegio de tenerlo como profesor y maestro en los
años de internado durante más de dos décadas, desde principios de los sesenta,
hay una que resta imborrable por encima de todas: el padre Gil, inmaculado en su
hábito blanco dominicano, el rosario colgando de su cinturón negro, ya empezaba
a apreciarse una ligera calva -fotografiado ligeramente de perfil, desde las
butacas del teatro del colegio o en los
concursos navideños de villancicos, en la SER de Valladolid- dirigiendo, con ceremoniosa
pausa e inconfundible estilo, a la soberbia coral Virgen del Rosario.
Con las palmas de las manos ligeramente
entreabiertas, antebrazos a la altura de los hombros, dirigiendo una de las
melodías ensayadas durante semanas, casi hasta el agotamiento. Ejecutada a la
perfección por los adolescentes y niños cantores, uniformados de jerséis azul
marino o blanco, según las voces, y pantalones cortos grises, que tienen la
vista clavada en los gestos sosegados del director del coro.
Tomás Luis de Victoria, Cristóbal Halfter,
cancionero popular vasco o melodías del folklore asturiano o castellano
conformaban un repertorio tan exigente como amplio que hacía las delicias de
nuestros asombrados progenitores en el teatro, el Día de las Familias, o
maravillaba a los espectadores en sitios alejados como Santiago de Compostela,
Madrid o Loreto, en Italia. Hubo antes y después otros directores, pero, que
nadie se ofenda por la aseveración, ninguno imprimió en la coral una marca tan
indeleble como la que dejó con sus conocimientos y estilo el P. Gil.
El P. Félix Gil estaba en el grupo de religiosos circunspectos,
serios, tan mesurado que acaso hasta se le podría tildar de severo en el porte.
Pero, a la vez, equilibrado y sensato. Recto, en el sentido más tradicional del
término. Poco dado a las familiaridades y la complicidad que otros padres, por
su carácter o forma de ser, prodigaban con los alumnos de Arcas Reales a
finales de aquella década. Esto en las distancias largas y en su cargo de
director de Arcas Reales, que lo fue de 1970 a 1973.
Que fuera así, al menos a nuestros ojos, tenía todo
el sentido del mundo, si se piensa en el contexto de la época y que, como
director, tenía que gestionar un internado de cuatro centenares de
asilvestrados aspirantes venidos de los puntos más remotas de la meseta norte,
Asturias y Galicia, amén de desde algunas otras regiones limítrofes. En aquel escenario
y en aquella época, el director de un colegio religioso orientado al
reclutamiento de vocaciones dominicanas, además de parecerlo tenía que
demostrarlo. En la disciplina, en la pose, en la solemnidad con la que se
dirigía a los alumnos en las grandes celebraciones litúrgicas o a los padres en
las grandes festividades escolares.
Sin embargo, en las distancias cortas era una
persona sumamente cortés, respetuosa y afable. Corrigiendo los yerros de los
alumnos con delicadeza y sin las estridencias a las que algunos otros padres
eran más propensos, extremadamente educado con nuestros padres y familiares,
recibiéndoles, uno por uno, a su llegada
en el Patio Central los días de fiesta y esperando a que el último coche
abandonara el recinto tras haberse despedido de todos y cada uno de ellos. Sin
ningún tipo de distingo fueran quienes fueran y vinieran de donde viniesen.
Aunque los padres y profesores ya imponían respeto y
marcaban las distancias por las características del internado y la radical
separación física que existía con la comunidad de profesores, éstos vivían en
el Pabellón de los Padres, en mi clase se daba la circunstancia de que nuestro
compañero de pupitre, Fernando, era sobrino carnal suyo. Algo que a nuestros
ojos adolescentes, acostumbrados a los estrechos lazos familiares de nuestros
pueblos, permitía una cierta familiaridad. Pero esto sólo eran ideas nuestras.
[Cortesía Raymon MI, vía Antonio Luciano López Encina] |
Que yo recuerde y su sobrino me corrija si no es
así, siempre siguió mostrando una ecuanimidad absoluta con todos los alumnos
por igual. Empezara su apellido con la ge, la ce o la uve. Pero que conociéramos
a dos personas de Soria, una tierra que, para la mayoría de nosotros, pese a su
cercanía, Duero arriba, por alguna extraña razón nos resultaba exótica y a
trasmano, nos sirvió para situar la provincia en nuestro entorno más cercano y
en nuestros libros de Geografía. ¡Qué cosas, Soria existía, más allá del imaginario
geográfico por donde atravesaban los cordeles del Concejo de la Mesta! Y, por
supuesto, en los de literatura: “Es la
tierra de Soria árida y fría. / Por las colinas y las sierras
calvas, / verdes pradillos, cerros cenicientos, / la primavera
pasa / dejando entre las hierbas olorosas / sus diminutas margaritas
blancas”.
Porque además de gran músico, el P. Gil fue para muchos
de nosotros un excelente profesor de literatura. Riguroso que, sin chanzas o
bromas, nos explicaba las églogas dramáticas de Juan de la Encina en cuarto de
bachillerato como podría haber explicado la trigonometría o la orografía de la
península Ibérica. Este es el perfil que desde el fondo de la memoria surge,
serio y sobrio pero justo, paciente y pedagógico hasta límites insospechados. Su
amor a la literatura iba más allá de la enseñanza, concursando y ganando
diversos premios en la Pucela de los sesenta. Sus textos eran utilizados, a su vez, en
las clases del P. Isidro Rubio, para enseñarnos más literatura: “Bolita de nieve - medianoche clara-
murmullo, vagido de infante - un beso en el aire perdido - y Dios que ha nacido”.
Aunque, como se ha dicho antes, el recuerdo del P. Gil va sobre todo asociado
a la Coral Virgen del Rosario. Varias generaciones de alumnos, a lo largo de
lustros conformaron un coro de una categoría única. Sin duda ninguna, durante
esos años, la rigurosidad y la paciencia que eran las señas de identidad de su
carácter fueron los cimientos, tan necesarios como esenciales, que conformaron
tanto la calidad de la coral como, y no es menos importante, la educación
musical de decenas de alumnos que muchos decenios después le recuerdan por
haberla dirigido con éxito (ganadora de numerosos premios en concursos de villancicos
en Valladolid), pero también viajera a Santiago de Compostela, Roma y otros
muchos lugares.
El que esto suscribe, infradotado para las artes
musicales, nunca pudo acceder a formar parte del selecto grupo cantor, así que
le recuerdo, sobre todo, por alentarnos y animarnos, en 4º de bachillerato,
cuando ya era director, para que publicáramos la revista escolar “Cumbre” de
trabajoso parto en ciclostil, en los locales existentes entre la piscina y el
teatro. En uno de esos números (Mayo 1971 ¡con la portada a todo color!)
aparece una entrevista con él: “Hemos
observado que a Ud. Le gusta que nosotros demos nuestra opinión en algunas
cosas, ¿por qué?" La respuesta: "Siempre
son interesantes vuestros puntos de vista, tanto por lo que tienen de positivo
y acertado, como la oportunidad que nos ofrecéis de poder ayudaros a rectificar
si no lo son tanto. En todo caso es un modo de manifestar vuestra personalidad
incipiente, vuestros criterios, gustos, exigencias, estado de ánimo, etc. etc.
que el educador debe conocer, respetar, valorar y dirigir convenientemente en
sus alumnos”. Insisto: estamos hablando de 1971.
En resumen: innovador en la didáctica de la clase de
literatura, música y poesía. Pudimos conocer y disfrutar gracias a su
innovación de toda la música clásica. [Además de] director de la Coral, buen predicador y, sobre todo, gran persona, buen educador y pedagogo.
Cincuenta años después, en una reunión de los
compañeros de mi curso, volvimos a encontrarlo, ya tenía problemas de audición,
en San Pedro Mártir. Pese a las numerosas responsabilidades que a lo largo de
los años posteriores llegó a tener, entre otros Vicario en España de la
Provincia del Santo Rosario, recordaba con sumo cariño aquellos tiempos de
internado, durante los que ayudó a construir con canciones y literatura nuestra adolescencia.
Por sus gestos y sonrisas, yo diría que había perdido la seriedad de aquellos años tan lejanos, se había convertido en un abuelo nonagenario con una memoria excelente
y no falto de humor. Amable, cariñoso y comprensivo.
Descanse en paz el director de la coral, profesor,
vicario y buen religioso. Sin duda, seguirá dirigiendo algún coro celestial.
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Con aportaciones de Pablo García Gañán, Oscar
Bernardo y Faustino Martínez García, José Rubio, Rafael Sánchez e Isidro Rubio
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