Monday, October 9, 2017

MADRID, 1975: EL AÑO SIN RETORNO, por Ramón Mantecón

Debo advertir que la mayor parte de todo lo que voy a comentar responde a un contexto personal muy propio y, por lo tanto, intransferible. Quizá todo lo que diga se pueda considerar, acaso incluso lo sea, como una visión demasiado personalista y particular de aquella época, mediados de los setenta, cuando el discurrir de España, en general, sufrió una transformación radical, aunque no menos profunda fue la transformación que se llevó a cabo en la comunidad religiosa de San Pedro Mártir, el Convento de los Dominicos de Alcobendas.


No obstante, quiero pensar que esta perspectiva personalizada de lo que os voy a contar, al menos, en los términos más generales y en muchos de los conceptos es perfectamente extrapolable a los compañeros que compartimos aquellos años en la Comunidad de Alcobendas.

Tengo mis dudas de que aquel contexto preciso pueda entenderse en su totalidad por otras generaciones de estudiantes posteriores o anteriores, incluso sin irnos muy atrás o muy adelante en el tiempo, digamos un lustro antes y un lustro después. Creo que la ruptura fue tan grande, entre 1975 y 1980, tanto en el exterior, como en el interior, que esa época fue especialísima y extraordinariamente diferente a las anteriores y las posteriores. No digo que fuera peor ni mejor. Diferente.

Los enormes cambios influyeron muy directamente en nuestra concepción de la vida religiosa, modularon de manera radical la manera con la que nos acercábamos a la sociedad civil de entonces (fueran feligreses o líderes sociales) y, con toda seguridad, sembraron la semilla de lo que se convertirían en nuestras opciones políticas -con un arco muy amplio- en los años venideros. Quizá, incluso, para el resto de nuestras vidas.

Quien era forofo de Fuerza Nueva, primera balda a la derecha de la entrada, según se accedía a la biblioteca, terminaría por asociarse a ideas conservadoras. Los más audaces, los que se atrevían con Cuadernos para el Diálogo, aunque la gran masa devorábamos las posiciones intermedias, progresistas para la época como Cambio 16, terminaríamos en otros posicionamientos sociales, económicos, políticos y religiosos. Más equidistantes. De lo que no cabe duda es que aquella época y lo que vivimos en el convento, nos moduló, como personas, de manera inevitable.

Aquella segunda parte de la década fue especialmente relevante para la cuarentena menguante de estudiantes. Tuvo, de eso estoy seguro, una influencia decisiva en lo que nos hemos convertido a lo largo de los años. En definitiva, fueron los cimientos de lo que ahora somos.

En numerosas ocasiones he reflexionado, discutido con amigos, teorizado sobre los caminos que nos han llevado a ser las personas que ahora somos. Aunque muchos suelen tomar como referencia la patria de la infancia, quizá los duros años del internado en Arcas Reales, para mí no me cabe ninguna duda. Una y otra vez la respuesta me lleva a aquella época inigualable de mediados de los setenta. Lo he comentado en numerosas ocasiones con amigos y conocidos. Aquellos años fueron esenciales, imprimieron una huella indeleble y forjaron nuestro carácter -más que ninguna otra época- nos convirtieron, creo yo, en hombres de provecho. Mi caso no es excepcional.

En las numerosas conversaciones mantenidas con compañeros de aquella época, aun admitiendo que los caminos que hemos seguido en la vida han sido tan variopintos, lo cierto es que somos lo que en aquella época éramos. Dicho de otra manera: somos a los sesenta lo que llegamos a ser a los veinte.


La profunda huella que dejaron aquellos años en nuestras vidas tiene, en mi modesta opinión, una doble explicación. La primera razón es que estábamos “vírgenes” -en sentido metafórico y en sentido literal- de afectos, ideas, conceptos, metas.

Cualquier noción que oyéramos, por peregrina que fuera, desde la aparición de la Virgen en El Escorial hasta las teorías más radicales de la teología de la liberación, siempre caían en un terreno fértil, un estado mental mullido, donde todo resultaba fácil de asumir y aceptar. Además, lo hacíamos con entusiasmo. En la distancia temporal resulta, en mi opinión, fácil de explicar.
En Arcas Reales nuestro contacto con el mundo fue mínimo. En Ávila se abrió notable y sorprendentemente la espita (1971-1973), que se volvió a cerrar, con una tosca y obsoleta, para los tiempos que se avecinaban, vuelta de tuerca en el Noviciado de Ocaña.

De repente, en Alcobendas, pese a ciertas restricciones, por lo que concierne a entradas, salidas, lecturas, opiniones, acceso a la cultura, el mundo nos pertenecía. Bastaba cumplir con los horarios, y no siempre, de ritos y devociones, para palpar que éramos, impensable e increíblemente, libres.
La segunda razón, no menos importante, era nuestra edad. Éramos estudiantes de diecinueve, veinte, veintiún años. Incluso en aquella época profundamente gris era inevitable que nos sintiéramos jóvenes, audaces, valientes.


A esta doble vertiente de que éramos vírgenes, en todo el sentido de la palabra, real y metafórico, situación aderezada con nuestros ímpetus juveniles, vino a sumarse un tercer elemento: el mundo exterior. Madrid, en aquellos mediados de los setenta era una burbuja que se hinchaba a pasos agigantados. Un hervidero político, social, donde las ideas y los ideales (acompañados de no pocas fantasías) revoleteaban, literalmente, en cada barrio, en cada reunión, en cada periódico. Por usar una expresión bíblica, un “tohu babohu” (abismo insondable antes de la creación), una vorágine de ilusión, de cambio, de poseer un futuro radicalmente diferente.

Relativamente comedidos en la vida conventual, al menos hasta mediados de la década, esta conjunción de factores cristalizó, a partir de 1975 en un mundo completamente nuevo para todos nosotros. Ciertamente para los estudiantes de filosofía, pero también para padres y profesores. A algunos porque el velo de un mundo tranquilo, ortodoxo, fruto de la inercia de décadas, se rasgaba, trágicamente, por todas partes en un santiamén.

A los otros, a los que éramos estudiantes, porque se nos abrió, inesperadamente, un mundo completamente novel de opciones religiosas, políticas, personales. Esta es una gran diferencia con los cursos de los lustros anteriores donde las disputas sobre el modo de entender la Iglesia, la dogmática, la vida religiosa constituían el alimento diario de las disputas y los debates. Debate intra eclesial, donde el mundo tenía poco que aportar, salvo que era un sitio a evitar por ser tentadoramente pecaminoso.

En nuestros años, este factor, el del siglo, como se le solía denominar con términos algo desdeñosos fue, además de un valor añadido y apreciado, el elemento definitivamente desequilibrador. Teología, compromiso ético, moral, religión, política se amalgamaban de forma tan caótica como atractiva.

Todo esto derivó en una batalla sin tregua, diaria, tanto individual como comunitaria, que vista con la perspectiva de los años sirvió para enriquecernos en lo personal y lo comunitario. Aunque en aquellos momentos precisos, como suele ocurrir cuando carecemos de la ventaja de la distancia en el tiempo, creó no pocos traumas, desasosiegos y malestares.

Vistos desde la lejanía que otorgan los 42 años actuales algunas actitudes y decisiones resultaron claramente cómicas, otras tuvieron consecuencias claramente dramáticas para algunos compañeros. El siglo se había introducido en el claustro, y no de manera sutil, sino a borbotones y por cada poro de nuestra vida religiosa.

Por citar un par de anécdotas de aquel entonces. Cuando el diario El País apareció en mayo de 1976, Fr. Gerardo tenía la costumbre de dejar los ejemplares destinados a los estudiantes en el casillero correspondiente para que el Mayor de los estudiantes los trajera a la Comunidad de Estudiantes, por aquel entonces ya situada en el alero que sobrevuela de las clases al comedor.

Pues durante los primeros días, de manera sistemática el periódico desaparecía del casillero porque algún padre, celoso guardián de las buenas virtudes de los jóvenes filósofos y teólogos, lo hurtaba para arrojarlo a una recóndita papelera. Al mismo tiempo, más de algún estudiante se las apañaba para traficar, y esconder debajo de la cama, la revista Interviú, con sus afamados topless, o El Jueves con sus subversivos historietas como la de Martínez el facha. O sea, lo comido por lo servido. Lo expurgado por lo clandestino.

Como he dicho al principio, aunque cuente mi historia más o menos particular, las actitudes, los posicionamientos, los caracteres que se forjaron en aquella época, más allá de las particularidades personales, tienen muchos rasgos en común, rasgos que comentaré más adelante en detalle.

El que lo centre en mis vivencias de la época no quiere decir que fuera una situación exclusiva mía, antes al contrario, voy a intentar generalizar algunos aspectos porque estoy convencido de que más allá de las vivencias personales de cada uno, existían denominadores comunes en conductas y ademanes que nos hicieron vivir aquellos años de manera única e inigualable.
En el contacto, durante estos últimos años, vía redes sociales, reuniones de cursos, conversaciones telefónicas,  con numerosos compañeros, muchos bastante más veteranos, que entraron en Arcas Reales a finales de los años 50 (mi curso llegó en el ’67), algunos incluso procedentes de La Mejorada o Santa María, así con otros que nos siguieron en Vallodolid cuando el internado tomó una vía, digamos menos apostólica y más laica, en parte ajena a la disciplina de  aspirantado, advierto una y otra vez lo aparentemente parecidos que éramos, tanto en nuestra extracción social, como en la educación que recibimos. Y, sin embargo, lo diferente que fueron las numerosas etapas que vivimos según los cursos, debido, sin duda, a lo rápido que cambiaban los tiempos.


Este cambio, cobró un ritmo vertiginoso en el estudiantado de Madrid. Cuando a finales de agosto de 1973 llegamos frescos del noviciado, con la máxima ilusión por emprender los estudios de filosofía y teología oímos una y mil historias, que se habían convertido en legendarias, sobre las salidas (¿expulsiones?) masivas de estudiantes, al hilo de las reformas del Vaticano II hacia finales de los años sesenta.

Para nosotros, menos de una década más tarde de aquello que sonaba a verdaderamente revolucionario (¡qué locura abandonar en masa los sagrados estudios de teología!) nos sonaba como algo demasiado lejano cuando no ajenos a nuestros ideales puros.

Aquellos abandonos masivos, echando a perder la llamada divina, aquellas salidas traumáticas, no encajaban en absoluto con el fervor que el P. Fueyo y el P. Jesús Santos nos habían imbuído en Ocaña. Eran una cosa de un pasado, reciente sí, pero pasado después de todo con el cual nosotros no teníamos nada que ver y decididos a evitar, a toda costa, idénticos errores.

No obstante, sin que nosotros lo supiéramos estábamos a las puertas de otra revolución, ciertamente más llamativa y radical, y esta no venía desde dentro de la Iglesia, sino desde fuera y era, antes de nada, social y política. La disrupción eclesial, interna, dominicana, como consecuencia del Vaticano II, si se quiere, de algo nos sonaba. De hecho, en el Noviciado ya se habían colado algunas insinuaciones, como cuando el P. Llamas, insigne misionero en Taiwán, para nuestro escándalo nos dijo, literalmente, que la sacrosanta y preciada Constitución dominicana no tenía mucho sentido cuando el objetivo final era convertir a los paganos. Es más, dijo literalmente “que habría que quemarla”.


Pero los aspectos sociales y políticos que se avecinaban eran completamente novedosos para nosotros. Quien más quien menos habíamos seguido con interés el golpe de Estado en Chile o la revolución nicaragüense. Pero aquello, después de todo, estaba allende el océano. Al llegar a Madrid, un par de días después de nuestra profesión simple, el P. Chamorro -que nos recibió en la portería- ya nos puso sobre aviso.

A los que veníamos con el canario metido en la jaula (literalmente, no es una metáfora) ya nos advirtió que tendríamos que poner nuestra afectividad en otros asuntos más esenciales que en mimar a nuestras aves canoras. De hecho, el mío, debió de coger alguna pulmonía en los primeros días del invierno madrileño y las espichó antes de que pasara un mes.

Pero éramos jóvenes, intrépidos, y tan inconscientes como ingenuos. En nuestro supremo candor queríamos comernos el mundo y lo que ocurrió fue justamente lo contrario. El mundo, el siglo, como entonces se denominaba desdeñosamente al exterior, nos devoró a nosotros. Y no era para menos.

Madrid, además de rompeolas de todas las Españas se estaba convirtiendo en un magma incandescente, un imán inevitable, con sus peligros, esperanzas, atracciones, caos que, como no podía ser de otra manera, para lo bueno como para lo malo, iba a permear todas nuestras vidas. Para siempre.

El año era 1975. Obviamente, todos los cambios no se produjeron de una manera radical, en una fecha precisa, sino que venían larvándose desde años antes y, de alguna manera, continuaron durante los años posteriores. Pero a efectos de la narrativa, la fecha nos viene muy bien porque es realmente simbólica.

Con toda certeza, ese año sirvió para cristalizar, tanto en el exterior, como en el interior, infinidad de cambios que a todos nos hicieron diferentes y, a la postre, nos hicieron caminar por rutas dispares en la vida. Extraordinariamente diversas, diría yo, que apenas un par de años antes resultaban impensables. Este es uno de los aspectos que más me sorprende cuando converso con los compañeros. Como, pese a formar una unidad de destino en nuestros ideales religiosos, al menos durante unos años, las circunstancias nos han hecho increíblemente diversos. Hemos terminado de jefes de logística, policía secreta, asesores aúlicos, delegados sindicales, en fin, la vida misma.

Abundando en esa narrativa, aunque sólo sea a efectos del discurso, incluso exagerando un poco, señalaría un día y hasta una hora cuando todo comenzó. Nuestro momento germinal. Fue el 20 de noviembre de 1975 a las 9 horas, sesenta minutos antes de que Arias Navarro apareciera en la pequeña pantalla, no olvidemos que era en blanco y negro, para anunciar aquello de “Españoles, Franco ha muerto”.


Para entonces, nosotros ya habíamos empezado a celebrarlo. El día anterior, era de dominio público que el Generalísimo estaba en las últimas, el P. Chamorro, afrancesado por sus estudios, había sido entrevistado por la televisión francesa en el claustro conventual. Que hasta los medios internacionales vinieran a preguntar al convento, a uno de nuestros profesores, presagiaba que el final estaba muy cerca.

A las nueve comenzaban las clases y ni cortos ni perezosos, no recuerdo con exactitud cómo se fraguó aquello, decidimos hacer huelga para celebrar que el dictador había pasado, previsiblemente, a mejor vida. Esto puede sonar banal en la actualidad, total que un grupo de estudiantes haga huelga parece hasta ordinario y vulgar. Desde luego poco noticiable.

Pero en las circunstancias de entonces representaba todo un acto sedicioso. Pensemos: religiosos con voto de obediencia, imberbes, apenas salidos de la adolescencia -mi curso acababa de comenzar segundo de filosofía- holgando porque sí y por motivos políticos en un convento donde la jerarquía era la norma imperativa.

En realidad, la huelga duró unos veinte minutos. Justo el tiempo que tardaron el P. José (Pepe) Montero, Regente, y el P. Claudio Extremeño, Maestro de Estudiantes, en reunirnos a todos y aleccionarnos de la siguiente manera: “Quien en cinco minutos no esté sentado en su pupitre que vaya a hacer su maleta y tome el P-28, camino de la estación de Chamartín”. Obviamente, todos y cada uno de nosotros, como corderitos, bajamos sumisos, con la cabeza gacha, a nuestras respectivas clases.

Eso no impidió que no pocos de los envalentonados huelguistas se desplazaran esa misma tarde a Madrid, para aguantar colas kilométricas y pagar sus últimos respetos, de cuerpo presente, al Caudillo, en el Palacio de Oriente.


Pura CONTRADICCIÓN. He aquí uno de los elementos que durante aquellos años, en numerosas ocasiones se infiltró en el discurrir de los días, la paradoja de la inconsistencia y la contradicción permanente. Achacable, quizá no tanto a nuestros postulados ideológicos, ciertamente volátiles, cuanto a la confusión de los tiempos que corrían. Y no sólo en la decena larga de compañeros que celebraban con una huelga la muerte de Franco por la mañana e iban a rezar por su eterno descanso por la tarde.

Esta contradicción se manifestaba, con toda naturalidad, de una y mil maneras. Imaginad, terminar de rezar Completas y pasar a regodearte con la foto de Marisol como dicen en mi pueblo –corita- en la portada de Interviú. Discordancias de nuestra flamante juventud adobadas con la libertad, algunos la calificaban de libertinaje, que nos envolvía y abrumaba en todo momento.

También, en medio de nuestras contradicciones, o quizá pese a ellas, aquellos años conformaron una época donde, rebosantes de coraje y buenas intenciones, íbamos a CONQUISTAR EL MUNDO. Ni que decir tiene que nuestras metas eran claramente evangelizadoras, pero siendo la época que era, esas metas se fueron tiñendo, cada mes que pasaba, con objetivos sociales y de igualdad entre los más ricos y los más miserables. Creíamos a piés juntillas que la justicia social, más que nunca, estaba al caer.

Con un retraso de casi diez años, comenzaban a llegar a la Avda. de Burgos, km. 7,200 los ecos de la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín (1968) que, una vez más, con la compleja situación socioeconómica que se vivía en España encontraban el terreno bien abonado.

O releíamos con fruición los versos de Ernesto Cardenal, tras haber calificado a los Maitines de oración ritualista: Yo he repartido papeletas clandestinas, gritando: ¡VIVA LA LIBERTAD! en plena calle desafiando a los guardias armados. Yo participé en la rebelión de abril: pero palidezco cuando paso por tu casa y tu sola mirada me hace temblar. ¿Cómo no iban a hacernos temblar, también a nosotros, estos mismos versos? ¡Era tan fácil identificarse con las luchas campesinas de Centroamérica o con “Te recuerdo Amanda” de Víctor Jara!


Aunque, a decir verdad, por la distancia y la ignorancia, aquello lo teníamos idealizado. En clase de marxismo no éramos pocos los que defendíamos las bondades del régimen castrista. Y, sin embargo, no necesitábamos viajar tan lejos para salvar a la clase obrera y convertir a los pérfidos capitalistas a la verdadera esencia del Evangelio.

Apenas a un par de kilómetros de distancia, antes de que apareciera el actual Sanchinarro, superpoblado, con su Corte Inglés, antes de que la M-40 arrasara los poblados chabolistas situados justo detrás del convento, allí estaba el lumpen de la emigración andaluza: gitanos, desheredados y otras gentes de mal vivir, en los chamizos de latón de Los Olivos.

Y hasta allí, tan heroicos como ingenuos, nos desplazábamos para emplazarles a ser fieles al Evangelio. Supongo que también para justificarnos de la adocenada comodidad que disfrutábamos nosotros dentro de los muros del convento. Salvábamos el mundo habitando en la contradicción pura.

Queríamos salvar a aquellos desharrapados de su pobreza, de sus pecados, de su miseria, todo en el mismo paquete. Eso sí, desde la comodidad de tener la mesa siempre puesta. Todo ello lo hacíamos con la mayor generosidad que pudiera imaginarse. Tan grande como nuestra inocencia.

Recuerdo haber participado, en un equipo liderado por el P. Epifanio Abad, ex misionero en Formosa, un pequeño grupo de estudiantes, a medias catequistas y trabajadores sociales. El objetivo era enseñarles a leer, gestionar su economía doméstica, aunque todos éramos de letras, y, para pasmarse, ni más ni menos que a ejercer el control de natalidad. Como la Santa Iglesia mandaba: vía el método Ogino Knaus.

Ni que decir tiene que todas aquellas adolescentes, en cuestiones de sexo, recuerdo especialmente a una preciosa que se llamaba Victoria, nos daban a nosotros cien vueltas, observaban ojipláticas los días fértiles del mes, dibujadas en la misma pizarra donde por la mañana nos habían explicado las categorías de Kant.

Pero la contradicción no acababa aquí. Eso era por las noches. Por las tardes, acudíamos a dar clase al Colegio Santa Helena en La Moraleja. Ya entonces, quizá más que ahora, era un colegio de ricos, ¡qué digo ricos! riquísimos. La alta burguesía madrileña, los vástagos de los grandes industriales del franquismo acudían a ese colegio que, además, era la continuación del Colegio de Los Rosales, donde han ido todos los miembros de la familia real.

El caso es que, pobretones como nosotros éramos, explicar el Evangelio en aquel ambiente de lujo desorbitado no era nada fácil. Nos escandalizábamos porque al llegar las Navidades nos planteaban problemas insolubles. ¿El nuevo modelo de televisor que regalarían al nene para Reyes cabría en el cuarto de baño?

Por mucho que retorciéramos los significados y las metáforas, perorar sobre el rico Epulón y el pobre Lázaro era un martirio catequético. Por no hablar de lo de “Y al que te hiriere en la mejilla, dale también la otra”.


Entre las alumnas estaba Cristina Berazadi, hija de Ángel Berazadi, primer secuestro de ETA que se resolvió con el asesinato del secuestrado (8 abril 1976), que me espetó: “A mi padre lo han matado los etarras, por eso nos hemos tenido que venir toda la familia aquí”. Como dicen en Murcia se me cayeron los palos del sombrajo. ¿Qué podía responder yo con veinte años ante aquel clamor desgarrado de una adolescente? Salvo el recurso fácil de la clase se ha acabado y hasta la próxima semana. ¡Qué ingenuos éramos! Pensar convertir a los ricos y redimir a los pobres a través de la palabra evangélica.

Y la ingenuidad iba pareja a la OSADÍA. De nuevo apalancada en las energías de la juventud y en el ambiente caótico de aquellos años, donde todo valía, cualquier cosa, por estrambótica que fuera, se asumía como algo normal.

Incluso dentro de los recatados límites del convento, no olvidemos que estamos hablando de la década de los setenta, nos atrevíamos con todo. Éramos unos osados rezumando ingenuidad por los cuatro costados. Por lo general con buenas intenciones, aunque no niego que no nos sobrara, en ocasiones, cierto retorcimiento mental. Ciertamente éramos buena gente y lo que hacíamos lo hacíamos con un excelente propósito y magnánima finalidad.

En alguno de aquellos años osamos, el teatro -afortunadamente- era una parte importante de nuestra educación cultural, a montar una pieza, cuyo título no recuerdo, donde a falta de mujeres -aunque hubo otras donde si reclutamos féminas- una comedia de enredos y amoríos.

Nos repartimos los papeles y algunos coristas se disfrazaron de mujeres emperifolladas, otros nos caracterizamos de elegantes galanes. A mí me tocó bailar con la más fea, es broma, y que mi tocayo Ignacio, insigne misionero en Taiwán me perdone.

Un servidor que había representado al talibán y antisemita San Vicente Ferrer en “Nueve brindis por un rey” de Jaime Salom, ahora me tocaba ahora ser el protagonista en un final feliz, con beso y todo, disimulado de espaldas al público que se lo pasó en grande. En realidad, no todos se disfrazaron, alguno, interpretó su papel encantado. Como un postulante de Paracuellos, homosexual, que debió de pensar que todo el monte era orégano.

Tras las representaciones de la obra, hasta nosotros mismos nos apercibimos que nos habíamos pasado unos cuantos pueblos. Pero para aquellas alturas, el ambiente de tolerancia que comenzaba a respirarse en la calle ya había transpirado sobradamente dentro de los muros conventuales. Fuera, un mundo viejo se desmoronaba y dentro del convento éramos un fiel reflejo de la sociedad circundante. El espíritu de libertad era bien palpable. Todavía me cuesta entender como no nos pusieron a todo el reparto de patitas en la calle.

Aunque cosas más graves, en virtud de esa osadía, llegamos a hacer. Incluso más ultrajantes, de algunas de las cuales nos hemos arrepentido con posteridad. Lesivas y, pese a todo, insisto, sin malicia. Para nosotros se trataba de una diversión más de la dulce juventud.

Ciertamente había algunos líderes entre la cincuentena de estudiantes que manipulaban a los otros, algo habitual en un grupo de jóvenes post adolescentes, pero carentes de mala baba, todo podía resumirse en que vivíamos en un jolgorio permanente. Disfrutábamos de la vida y a veces no nos dábamos cuenta de que ofendíamos gravemente al prójimo.


Como la historia de las capas negras. En aquella época de asambleas, reuniones a destajo, votaciones a mano alzada, los dominicos seguían con su muy democrática tradición de votar con bolas blancas y negras, en secreto. Las circunstancias no las recuerdo. El caso es que se produjo una nueva disputa -con toda certeza no teológica, algún asuntillo de la vida conventual- entre padres y estudiantes.

Como se ve, para entonces, nosotros habíamos trasladado la lucha de clases que tan fieramente se libraba en los barrios de la periferia y la habíamos convertido en una lucha generacional intramuros. Cualesquiera que fuera la razón, los estudiantes quedamos descontentos del resultado de aquella votación. Así que cuando los buenos padres y profesores procesionaban por el claustro, camino de la iglesia, para la plegaria de Vísperas, a nosotros no se nos ocurrió otra hazaña, a modo de protesta bien visible, que colgar nuestros estandartes, las capas negras de nuestros hábitos, de cada una de las ventanas que daban al Jardín Japonés.

El bueno del P. Benigno Villarroel, prior en la época, se quedó pálido. Hubo algún debate posterior sobre castigos o perdones por aquella alevosía, el caso es que cada uno de nosotros continuó con su existencia como si no hubiera pasado nada. Con nuestros desprejuicios habituales. Por ejemplo, algo que ahora nos parecería intolerable en cualquier centro académico, poniendo una escalera para entrar por la ventana a robar el “quorum” del P. Bienvenido Turiel. Aunque esta gamberrada creo que venía de generaciones atrás. No nos la inventamos nosotros.

Eran tiempos revueltos, y de modo especial en el mundo político, lo que afectaba directamente al ámbito eclesial. Un repaso a la hemeroteca es como para echarse a temblar[1] Muchos de nosotros procedíamos del mundo rural de Castilla, Galicia y León, gente por lo general poco dada a extremismos y, por lo tanto, de natural conservador. Quizá nuestros compañeros asturianos, muchos de los cuales eran hijos de mineros, estuvieran políticamente más concienciados en la materia.

El caso es que para la inmensa mayoría de nosotros aquellos años significaron el primer contacto, algunas veces el definitivo, con el mundo de la POLÍTICA. Dentro teníamos una inagotable biblioteca, una formación con clases específicas, por lo demás excelentes, sobre marxismo (¡pensar que estaba de moda entonces!). No había cortapisas especiales al respecto. Por no hablar de los innumerables movimientos sociales, a nivel de parroquia, cineclubes, facultades, etc. con los que manteníamos contacto rutinario.

Por primera vez en nuestras vidas, nos sentíamos -horarios de rezos y clases aparte- realmente LIBRES para ir y venir según nuestros gustos, ideas o preferencias. Desde luego en el aspecto más estrictamente religioso, respetábamos la dogmática, los rituales litúrgicos y algunos otros aspectos que parecían intocables. Dejando algunos elementos tabú al margen, hacíamos de nuestra capa un sayo.


Por ejemplo, en moral todo era discutible. ¿Cómo si no entender que debatiéramos incansablemente conceptos como la moral relativa? ¿O que pusiéramos alguna proclama de Roma (29 diciembre de 1975) como la “Declaración acerca de ciertas cuestiones de ética sexual”, sobre la “ipsación”, (masturbación) a caer de un burro?

Obviamente, entre nosotros también se alienaban dos posturas claramente contrarias, la de los estudiantes conservadores, por lo general los más devotos y cumplidores de la estricta observancia, y las de otros que tenían una tendencia notable a buscar las soluciones religiosas en el siglo con los nuevos movimientos que pululaban en Madrid: neocatecumenales, carismáticos, Taizé, focolares y varios otros. La primera asamblea carismática se celebró en el Convento.

Así que tanto frailes como estudiantes, cada cual tiró por su lado. Aquello resultó curioso, teníamos una comunidad claramente estructurada en torno a una regla centenaria, a una disciplina consolidada, pero cada cual después eligió su campo de actividad espiritual, lo que resultaba notablemente chocante. ¿Qué tenían aquellos movimientos eclesiales que no pudiéramos encontrar en la secular historia de la Orden Dominicana?

Si el revuelo era enorme a nivel eclesial, el político era una olla a presión. Siempre contenida, eso sí. No recuerdo especialmente debates políticos serios entre nosotros. Existía cierta enajenación en ese sentido porque todo aquello era demasiado novedoso para nosotros, aunque sí nos preocupaba e inquietaba el componente social de la política. La teología de la liberación seguía siendo una de las lecturas predilectas de los estudiantes, aunque otros no se privaban de regocijarse con los ex abruptos que soltaba Fuerza Nueva.

Si bien se podría decir que en general éramos moderados, seguramente por nuestro trasfondo social conservador y porque nuestro propósito, lo digo con toda claridad, era disfrutar de la existencia. Con cierta inconsciencia, aunque creo que hicimos bien.

La historia de que Marcelino Camacho había tenido que saltar la tapia del convento para escapar de los maderos en una reunión clandestina de CCOO, celebrada en el convento, dejó de ser una legenda, porque a cada paso nosotros nos topábamos en Madrid con la oportunidad de formar parte de eso que se ha llamado turbulenta Transición española.

Algunos terminaron por encontrar sus futuras esposas en los mítines del PCE, otros abrazaron, con valentía, los movimientos sociales, los que éramos menos aventureros no podíamos evitar que los clandestinos se nos metieran en nuestra propia casa. Uno de los motivos, banal, era que no había sitios para reunirse en Madrid y el excelente teatro del convento, con su barniz de pertenencia a una organización religiosa servía de tapadillo para tales menesteres. Y no sólo como espacio de ensayo para el grupo Aguaviva.

La Asamblea General de USO -no es que fuese, ni mucho menos, el sindicato digamos más revolucionario, pero era un sindicato después de todo- se celebró en el Convento. Como el Congreso del Partido del Trabajo, de ideología marxista-leninista de tendencia maoísta, presidido por Josefina López-Gay, “la Rosa Roja de la Transición”, que además comandaba la Joven Guardia Roja . Sí, he dicho bien. Para más inri, fui testigo desde la primera fila.

Yo era el encargado del teatro. Acudió maravillosamente guapa, y más. Vaporosa y ondulante en una maxifalda floreada y unas sandalias que arrastraban el polvo de incontables mítines en las barriadas obreras del sur de la capital y decenas de alborotadas asambleas en las aulas de la Complutense. Etérea bajo su melena lisa y su gracejo andaluz.

Enfrente de mí la mismísima Inés (nom de guerre) para pedirnos el teatro -mediante una razonable tarifa- aunque por su clandestinidad, perfectamente desconocida para mí. Así que accedí. La sorpresa fue toparnos, pocas horas antes en el hall del Salón de Actos con los cartelones y pancartas: Abajo el capital, derribemos a los explotadores, etc. Imaginad la modosa burguesía de La Moraleja que acudía a misa de doce y en otro extremo del patio una turba de revolucionarios.

El acuerdo, que respetaron escrupulosamente, fue que no sacaran las pancartas al patio y ondearan las banderas con la hoz y el martillo sólo dentro del recinto. Sin comerlo ni beberlo, con mis ingenuos veintitrés años allí estaba yo discutiendo con una de las musas más curtidas de la Transición, acusándola de haberme metido en un lío que, cuando menos, iba a finiquitar mis ideales religiosos en el peor de los casos, y con un poco de suerte, el castigo no podía calificarse de inferior, dar con mis huesos de por vida en el internado escolar de Valladolid, como vulgar profesor de alguna maría insoportable.

O terminaron por ser muy discretos con sus consignas o los bondadosos superiores que manejaban la cajita con las bolas negras y blancas no se percataron o, simplemente, hicieron caso omiso. En cualquier caso, me salvé de la quema sin un rasguño.

Lo que era evidente, aunque desde luego con la cercanía no éramos tan conscientes como desde la perspectiva actual, es que una época llegaba a su fin, en realidad, se desmoronaba a pasos agigantados. Tanto a nivel del siglo, como sabemos por lo que acaeció en los años siguientes en España, como dentro del propio convento.

El principal indicador era el número de vocaciones. En mi curso fuimos al noviciado 16 y nos ordenamos seis (de los cuales sólo quedan tres), el curso que vino detrás fue incluso algo más numeroso que el nuestro. Pero, después, las vocaciones empezaron a decaer sensiblemente hasta casi desaparecer.

Indudablemente, en este cambio de rumbo radical tuvieron que ver infinidad de factores socioeconómicos. Lo que nuestro compañero Reyes explicó tan bien en la reunión del año pasado ya dejó de tener sentido a finales de la década de los setenta. Y si no había novicios, no había estudiantes, resultaba imposible que hubiera estudiantado.

Una época que había comenzado, quizá de forma algo grandilocuente, a finales de los cincuenta, estaba desapareciendo para siempre. Las maneras y modos de entender la vocación, la vida religiosa tomaría, a partir de los años ochenta, otros rumbos.

A todo esto, nosotros seguíamos siendo estudiantes, aunque todo hay que decirlo, estudiar, estudiar, estudiábamos lo justo. Durante aquellos años que el mundo cambiaba a nuestro alrededor, tanto fuera como dentro, nosotros tan bien cambiábamos, mientras nos dedicábamos a buscar nuestro camino, sin excesivas preocupaciones, como si navegáramos por un largo río tranquilo, mientras los cauces se desmoronaban a medida que avanzábamos.

En este sentido sí que tengo que decir que fuimos un pelín irresponsables. Aunque, por otro lado, aquellas ganas de vivir se convirtieron en un acicate para ver el mundo con más optimismo, más libertad, más positivo. Fue el año, los años, sin retorno, sin vuelta atrás, no sólo por el paso inevitable del tiempo, sino porque lo que vivimos nunca más lo volveremos a vivir. Los años, sin vuelta atrás, los que nos convirtieron en lo que ahora somos.

Y por lo que a mí concierne, lo he dicho en numerosas ocasiones y lo seguiré repitiendo, los mejores y más felices años de mi vida.






[1] Adolfo Suarez asume el gobierno de España. Se suprime en España el Consejo Nacional del Movimiento. Manuel Fraga Iribarne funda el partido Alianza Popular. Santiago Carrillo es detenido en Madrid disfrazado con una peluca. Los GRAPO amenazan la transición secuestraron a los presidentes del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol y Urquijo, y del consejo Supremo de Justicia Militar, general Emilio Villaescusa. Los dos fueron liberados por la policía el 11 de febrero de 1977. Clausura del primer congreso del PSOE celebrado en nuestro país después de la Guerra Civil. El 15 de Diciembre la Ley de Reforma Política es aprobada mayoritariamente en Referéndum por el pueblo español.

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