El 14 de junio de
1962 fue la fecha señalada para mi ordenación sacerdotal y nueve compañeros
dominicos. Nuestra expectación aumentaba según se iba acercando el día. Al
terminar el curso, el superior nos premió con una excursión a la playa, en
Atlantic City y a continuación comenzamos ocho días de retiro espiritual que
culminaron con la ordenación sacerdotal en la iglesia de Santo Domingo, en
Washington D.C.
Varios sacerdotes, familiares y amigos atendieron la gran
ceremonia. Tres días después, saldría para España, donde celebraría mi primera
misa solemne, en mi aldea de Domiz, con mis padres, hermanos, familiares,
sacerdotes, amigos y vecinos. Estaba muy ilusionado y pensaba que había logrado
la meta más importante de mi vida. Como premio pasaría un par de meses con mi
familia, que añoraba y me faltaba.
Una ordenación reciente en la iglesia de Santo Domingo (Washington DC) |
La ordenación sacerdotal fue una ceremonia muy emotiva.
Al entrar en procesión, oí el órgano y el coro cantar “Ecce Sacerdos Magnus”.
Mis compañeros y yo caminamos lentamente hacia el altar. Al llegar, el superior
leyó nuestros nombres y nos presentó al obispo, quien le preguntó al superior
si nos consideraba dignos de ser sacerdotes. Respondió afirmativamente.
Inmediatamente nos postramos sobre el pavimento de la
iglesia y el coro entonó: “Veni Santus Spiritus”, ven Espíritu Santo, seguido
del canto de la letanía de los Santos, la consagración de las manos, la
concelebración de la primera misa con el obispo y las primeras bendiciones.
El rito de la ordenación fue muy conmovedor y me sentí
muy emocionado. Añoré la ausencia de mis padres y familiares, que no pudieron
acompañarme. En aquellos años, las distancias y condiciones económicas lo
hacían imposible.
Me sentí honrado y contento por la presencia de Hilda y
algunos españoles, entre ellos el Sr. Garrigues, embajador de España en
Washington, el primero en acercarse a recibir mi bendición.
Después de la ordenación me sentía diferente, algo
difícil de explicar, como que yo no era yo, mi cuerpo no pesaba, había algo
misterioso dentro de mí y sentía la presencia de Dios, que me acompañaba y
sostenía.
Había tomado la mejor decisión de mi vida y estaba
dispuesto a dedicarme completamente a la evangelización del Reino de Dios, en
cualquier parte del mundo donde quisieran los superiores.
Lleno de emoción salí para España. Mi primera misa
solemne sería el 1 de julio de 1962.
Estuve tres días en Nueva York, en el Convento de Santa
Catalina con otros sacerdotes dominicos. Hice una excursión por el río Hudson,
con parada en la estatua de la Libertad. Visité las Naciones Unidas motivado
por mi admiración por Hammarskjold, secretario de las Naciones Unidas, premio
Nobel de la paz, muerto en África en un accidente de avión. Medité en la bella
capilla construida por él. Años después, leí sus meditaciones compiladas en el
libro “Markings”.
Rumbo a Lisboa, mi compañero Faustino y yo íbamos
alegres. En mí, esta alegría se debía en parte porque era sacerdote y en parte
porque regresaba a mi aldea donde estaría todo el verano de vacaciones con la
familia.
En el avión conocimos a Dorothy, que iba de vacaciones a
Portugal. No sé qué le atraía de nosotros. Ella, un tanto mayor; nosotros, unos
jovenzuelos, sin experiencia de la vida. Establecimos cierta amistad y en
Lisboa nos invitó a cenar a su hotel. A partir de aquel día, nos visitamos
varias veces en Nueva York y Filipinas.
Dorothy era de origen italiano, diseñadora de ropa,
católica y un tanto mundana. En una visita a Nueva York, en el año 1968, me
presentó a las empleadas del taller. Luego me invitó a ver el musical «El
violinista en el tejado», a varios bares y a un burlesque. Nunca pregunté, ni
supe lo que pensaba ella de mí. Tal vez admiraba mi modo de pensar, mi
inocencia y altruismo.
En Lisboa, me hospedé en un hotel sencillo y fui a oír
misa a una iglesia de dominicos irlandeses. El sacerdote no se sentía bien y me
pidió que celebrase la misa por él. Como hablaba gallego no me fue difícil
entender el portugués y oí confesiones por primera vez. Años después,
recordando este episodio, se me ocurrió que quizás aquel sacerdote, irritado y
tembloroso, tuviera problemas con el alcohol.
De Lisboa fui a Fátima, una aldea rural de gente sencilla
que contrastaba con la Basílica, un enorme templo situado en medio de una
explanada.
Me quedé con los dominicos portugueses, quienes me
trataron muy bien. Un joven sacerdote me acompañó a ver los familiares de
Lucía, una de las videntes de las apariciones de la Virgen. Visité su casa y
hablé con sus familiares. Lucía estaba en un convento de monjas.
En aquel tiempo se rumoreaba que había entregado una
carta al Papa con recomendaciones de la Virgen. Se decía que el Papa mantenía
esta carta en secreto.
Imagen antigua de Santo Domingo (Washington DC) |
Desde el pueblo de Fátima tomé el tren hasta Vigo. En mi
compartimento viajaba una pareja de españoles recién casados. También habían
estado en Fátima y regresaban a Vigo. Cuando les dije que era sacerdote, se
sorprendieron mucho, dado que iba vestido de seglar. A ellos no les pareció
bien porque «me enteraba que pensaba la gente».
En Vigo me hospedé en la casa de unos conocidos. Hacía
mucho calor y decidí ir a la playa de Samil. Consciente de mi sacerdocio guardé
ciertas distancias. De pronto, un par de chicas en traje de baño se acercaron y
comenzaron a conversar conmigo. Les dije que estaba estudiando en Washington e
iba a Valdeorras a visitar a mi familia. En aquellos años la gente viajaba
poco. Llenas de admiración siguieron preguntándome cosas de los Estados Unidos.
En la playa, recuerdo oír las canciones: «Quién será la
que me quiera a mí» y «Te vas a enamorar». Me atraían las chicas jóvenes y me
gustaba hablar con ellas, pero me reprimía y ponía límites porque las veía
incompatibles con mi sacerdocio. El idealismo sacerdotal que acaba de emprender
dominaba mi vida.
Después de dos días en Vigo visité Santiago de
Compostela, cuna de la cultura gallega. Tenía muchas ganas de conocer la
ciudad, la universidad, la catedral, el Pórtico de la Gloria del maestro Mateo,
el Hostal de los Reyes Católicos.
Me hospedé en el convento de San Francisco. Una nueva
experiencia, un joven dominico hospedado en un convento de franciscanos. Al día
siguiente, un sacerdote franciscano me acompañó a hacer una gira por la ciudad
y me explicó elocuentemente la historia de Santiago. En la catedral seguí las
costumbres establecidas, puse mi mano y toqué con la cabeza la estatua del
arquitecto Mateo para pedir inteligencia. Y como buen gallego di el abrazo al
“Santo”.
A la entrada de la catedral había un periodista
entrevistando gente. Al enterarse que venía de Washington me preguntó por
algunas diferencias entre españoles y americanos. No recuerdo detalles. Pienso
que le respondí que los americanos trabajaban y los españoles vivían. La
entrevista fue publicada en un periódico de Santiago y el periodista fue tan
amable que me envió una copia a Domiz. Enseñé el periódico a mis padres y
hermanos, quienes quedaron llenos de admiración.
Después de Santiago tomé el tren a Orense, donde pasé la
noche en una pensión a lado de la estación. Recuerdo que pagué 59 pesetas por
cena, cama y desayuno. Al cambio, era menos de un dólar. Nunca había estado en
Orense. Luego de cenar di una vuelta en taxi por toda la ciudad. Quería conocer
las Burgas, fuentes de aguas termales, famosas desde el tiempo de los romanos.
Al día siguiente muy temprano tenía que tomar el tren
hasta Monforte de Lemos y allí otro para O Barco. El tren llegó a Monforte de
Lemos puntual. Allí debía esperar varias horas. Entré en la cantina porque
Cesar e Hilda, amigos de Washington me recomendaron que fuese a visitar a su amiga,
Adelina. Me recibió atentamente y me ofreció desayuno y no acepté porque en
aquellos años regían leyes estrictas de ayuno. Antes de comulgar, no se podía
comer, ni siquiera tomar agua, desde la 12 de la noche anterior.
Era el día de San Pedro, día festivo en España. Debía oír
o decir misa. Iba vestido con ropa de calle y me presenté al sacerdote
diciéndole que venía de Estados Unidos a celebrar mi primera misa solemne en mi
aldea de Domiz. Él ya había celebrado una misa y me ofreció celebrar la que iba
a empezar.
Explicó amablemente a la gente que yo era dominico, que
nuestro rito era diferente y que venía de un país donde había costumbres
distintas.
Me impresionó su actitud abierta y comprensiva, tan
opuesta a otros sacerdotes que criticaban mi modo de vestir y me decían que
escandalizaba al pueblo.
Llegue a Domiz el día 29 de junio, día de San Pedro.
Seguía sin carretera, luz eléctrica y agua corriente.
Acostumbrado a los adelantos de Washington me apenaba
reencontrarme con la realidad de Domiz, una aldea tercermundista en España.
Sin embargo, la alegría de ver nuevamente a mis padres,
hermanos y vecinos compensó la falta de comodidades básicas.
La gente del pueblo me recibió con alegría, deseando
participar en mi misa solemne celebrada el día 1 de julio de 1962. Me
acompañaron varios sacerdotes de los pueblos vecinos, algunos sacerdotes
dominicos y mucha gente de la aldea y pueblos cercanos. La misa fue cantada en
latín, como era costumbre.
La aldea de Domiz (Lugo) en la actualidad |
Terminada la ceremonia, mi padre invitó a todos los
participantes a tomar un aperitivo en casa. A continuación, los invitados
disfrutamos de un banquete preparado por una cocinera especial. Durante los
postres hubo cantos y palabras de agradecimiento.
Uno de los sacerdotes se acercó a mí y me dijo que ése
era el momento oportuno para que yo hablara en defensa del sacerdocio y
contrarrestar el anticlericalismo.
Me resistí a tocar el tema y hablé de lo feliz que me
sentía compartir aquel día con todos ellos y agradecí su presencia.
Mis padres, hermanos y familiares estaban orgullosos de
mí y yo me encontraba muy bien a su lado. Pasé casi todo el verano en la aldea
de Domiz.
De vez en cuando me encontraba con algunos sacerdotes, me
veía diferente y no me gustaba estar con ellos. Les veía desambientados,
estrictos y autoritarios. Yo me sentía mucho más cercano a la gente sencilla y
a los vecinos del pueblo que a ellos.
Durante el verano fui a visitar la familia de Gabino,
compañero de estudios, ordenado sacerdote el mismo día. A él, los superiores no
le permitieron regresar para su primera misa a su pueblo. En aquella época
tampoco había teléfono en su pueblo y llegué de sorpresa. Era el tiempo de la
recolección del trigo y estaban trillando con mulas, algo que nunca había
visto. De camino a su casa, una mujer se acercó a mí y comenzó a besarme
cariñosamente. Sorprendido le pregunté si sabía a quién había besado y
respondió a “Gabino». Al darse cuenta de que se había confundido dijo “que daba
igual”.
El padre de mi compañero era callado y sentía la ausencia
de su hijo. La madre era habladora y protestaba contra los superiores. A poco
de llegar, vi a la buena señora matar un conejo. Le pegó con la mano detrás de
las orejas y lo guisó al mediodía. Ya había visto a mi madre hacer los mismos
agravios, por eso nunca me ha gustado comer conejo.
Me quedé con los familiares de Gabino dos días y me sentí
bien entre ellos. Después de esta visita fui a Ávila e hice otros viajes cortos
a Valladolid, Cistierna, Monforte y Doade.
El verano fue trascurriendo casi sin darme cuenta. El día
de partir se iba aproximando. Sabía que tenía que regresar a Washington un año
más, pero no sabía a dónde me enviarían mis superiores después, ni cuándo
regresaría a España.
La despedida se me hizo sumamente difícil. De nuevo las
lágrimas de mi madre y el silencio de mi padre. Después de muchos años de
ausencia, me había reunido con mi familia. Me di cuenta de cuánto les había
necesitado y echado de menos. Ahora, de nuevo, tenía que dejarles, sin saber
cuándo les volvería a ver.
Regresé a Washington a mediados de septiembre a completar
mi último año de estudios.
En marzo de 1963, antes de graduarme, mis superiores me
escribieron informándome que me habían nombrado profesor del «Studium de los
Dominicos» de la facultad de teología de la Universidad de Santo Tomás, en
Manila.
El mismo superior me había dicho meses antes que después
de terminar los estudios eclesiásticos quería que estudiase matemáticas en la
Universidad Católica de Washington.
Esta noticia representaba un gran cambio y me sentí
honrado y contento por el buen concepto que tenían de mí. Me confiaban la
formación de futuros sacerdotes.
La experiencia de cuatro años en Washington me ayudó a
ver las cosas de un modo diferente. Disfruté de más libertad, mantuve contacto
con estudiantes seglares, con familias americanas, latinas y españolas. Me
encontré con hombres y mujeres que simpatizaban conmigo y me aconsejaban que
dejase el sacerdocio y me quedase en los Estados Unidos. Les decía que me sentía
bien de sacerdote.
Los compañeros religiosos en Washington eran mayores y
tenían más experiencia de vida. Compartir experiencias con ellos, fue también
enriquecedor. Los superiores en algunas cosas eran comprensibles y tolerantes,
en otras, eran legalistas e intransigentes. Algo paradójico y difícil de
comprender.
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*** Por cortesía de Magín Borrajo, publicamos el capítulo III de su libro "BUSCANDO SER HUMANO", Palibrio, Bloomington 2014. Puedes adquirir el texto completo en Amazon o bien en esta página http://www.maginborrajo.com/
CAPÍTULO I
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