Reyes Mate en la concerencia (Imagen: Luis C. Díaz) |
La forma
correcta de recorrer este camino sería la de sumar relatos que contáramos cada
uno de nosotros y al final de tantas pequeñas historias hiciéramos un balance.
Pero eso de momento no lo tenemos hecho y no lo podemos hacer hoy por falta de
tiempo, así que mientras eso llega, lo que yo me voy a permitir son algunas
consideraciones generales que sirvan de marco a nuestras biografías. Son
consideraciones que, aunque quieren ser objetivas son muy personales, por eso
pido disculpas por adelantado a quien se sienta incomprendido o mal
interpretado.
Esas reflexiones
deberían tener en cuenta a la gente que hemos pasado por aquí y a las
circunstancias que nos han acompañado. Veamos, pues.
Aquí estamos
convocados personas que fueron niños en la posguerra hasta jóvenes que rompieron
sus relaciones con los dominicos en los años ochenta. Abarcamos por tanto un
tiempo muy prolongado en el que se han sucedido distintas generaciones. Como
resulta que no soy sociólogo ni estamos aquí para aburrirnos demasiado, voy a
personificar. Los de mi curso -niños entre diez y doce años-llegamos al
internado de La Mejorada en septiembre de 1952. Aunque a esas alturas
sobrevivían los duros efectos de la posguerra, ya se anunciaban cambios que
anunciaban el final de la autarquía y del aislacionismo internacional.
Recordemos la firma del Concordato con la Santa Sede y el acuerdo militar con
los Estados Unidos, uno y otro en 1953. En los cielos azules de la campiña
olmedana podíamos divisar en aquellos días la estela blanca de los aviones
americanos “de propulsión a chorro” que nos decía el P. Regino.
Había señales de
cambio, pero para los que llegábamos al caserón de La Mejorada, al igual que
para los que ya habían pasado por allí y estaban a la sazón en Santa María de
Nieva, éramos la generación de la postguerra. Todos nosotros teníamos unos
rasgos comunes que se prolongarían hasta el año 1960. En ese momento se produce
un corte generacional, al que luego me referiré, y que da paso a un nuevo
tiempo.
2.Las circunstancias
generales que caracterizaban y ambientaban a estos niños que llegan a “Tierra
Pinares” desde muchos puntos del centro y del norte de España, eran las
siguientes.
En primer lugar,
el nacional-catolicismo, una expresión aviesa y poco amable (evocaba al
nacional-socialismo) que puso en circulación José Luiz López Aranguren. Lo que
se quería dar a entender con esa expresión era la omnipresencia de la Iglesia
española durante el régimen franquista, aportándole un punto añadido de
represión ideológica (que se sumaba a la represión política para la que se
bastaba el “Generalísimo”). La Mejorada
se llevaba bien con la falange, como recordarán los que fuimos llevados en el
verano de 1953 a un campamento del Frente de Juventudes situado en San Rafael
(Segovia), vestidos de falangistas. Tampoco se toleraban expresiones verbales
que evocaran tiempos pasados (republicanos). Os acordaréis del destino de
aquellos ingenuos “huelguistas” que un jueves, durante el paseo con el P Fabián,
les dio por correr en grupo, pidiendo que ofrecieran más pan en la comida. No
sé si ellos mismos sabían lo que significaba la palabra “huelga” que era lo que
gritaban mientras corrían. No lo sé, aunque muchos de ellos eran asturianos con
lo que cabe pensar que la podían haber oído en sus casas. Pero quien lo oyó fue
un descompuesto P. Fabián, quien, a de golpe de silbato, nos recondujo deprisa
al colegio. Allí dio parte al director, P. Villarroel, y aquellos niños fueron
reexpedidos sin más trámites a sus casas. Despedidos pues no por hacer la
huelga, que no hubo tal, sino por usar una palabra que evocaba otros tiempos y
otras circunstancias. Entre ellos había un guaje vivaracho, de Pola de Lena,
llamado Aquilino, y otro, más bien fornido, Ramiro, de Arenas de San Pedro.
Una
sociedad, en segundo lugar, en la que la religión era una forma de promoción
social. Veníamos a estudiar algo que no podíamos hacer en nuestras casas ya que
la escuela obligatoria duraba hasta los 12 años. Pocos seguían los estudios
hasta esa edad porque había que trabajar y los maestros no tenían medio de
obligarles a asistir. En cualquier caso, estudiar más allá de los 12 años
cumplidos, era una empresa accesible a muy pocos.
Día familiar en La Mejorada (Imagen: Julio Gutiérrez Alonso) |
Pero La Mejorada
acabó pronto. En el año 1954 nos trasladaron a este colegio de Arcas Reales, a
las afueras de Valladolid. Aquello fue un cambio colosal. Y habría que
preguntarse cómo esos frailes tan conservadores eran capaces de ofrecernos este
colegio construido por unos de los grandes arquitectos del siglo XX y sin
escatimar gastos. Se me ocurren dos explicaciones. Una, material: estos frailes
pertenecientes a la sazón a “La Provincia de Filipinas” tenían recursos. Al
parecer habían conseguido una fuerte indemnización por parte de los Estados
Unidos debido a que durante la Guerra del Pacífico habían utilizado la
Universidad de Santo Tomás de Manila de Cuartel General de sus ejércitos. Un
superior visionario, el P. Sancho (¿existe alguna biografía de este singular
personaje muy por encima de su tiempo?), decidió invertirlo de una forma
creativa y creó este colegio y luego, el convento de San Pedro Mártir de
Alcobendas. A esto habría que añadir “el mal de piedra”. Así se denominaba el
afán de las órdenes religiosas de construir nuevos colegios para acoger el
chorro de vocaciones que, tras la seguía de la República, inundaba España.
Desde este lugar se podía divisar el colegio de los Maristas y luego el de los
Redentoristas y el de los Agustinos…
Esa es una
razón, pero también había otra que descubrimos más tarde pero que conviene
señalarla ahora: a estos frailes les iba la modernidad y también la tradición. En
la Orden de Predicadores había como una conflictividad estructural entre lo
viejo y lo nuevo. Esto suena muy rebuscado, pero me refiero a lo siguiente. Los
dominicos, a diferencia de los benedictinos o jesuitas, se caracterizan por una
doble lealtad: fieles a la tradición, de ahí su pasión por Santo Tomás mantenido
a lo largo de los siglos. Pero también fieles a su tiempo, de ahí su lema “contemplata
aliis tradere” tan distinto del “ora et labora”, volcado al pasado, propio de
los benedictinos, y del presentismo de los jesuitas siempre atentos a lo que se
mueve y a lo que se lleva. Esa doble fidelidad, que es potencialmente fuente de
una tensión muy creadora, era algo bien visible entre estos dominicos filipinos.
Por un lado, eran muy conservadores, pedagógicamente muy poco al día. Y si uno
relee el “Manual del colegial apostólico dominicano” del P. Casado se queda
bastante sorprendido de la idea que se hacían del niño que tenían entre manos.
Es como si delante no tuvieran niños de carne y hueso sino unos sujetos
transcendentales que tienen el inconveniente de no existir. Pero esos mismos
frailes construyen Arcas Reales y llaman a la puerta de Miguel Fisac que no era
un arquitecto cualquiera. Construyen esta maravilla moderna pero además se
traen deportes como el baloncesto, el béisbol o el atletismo; también el gusto
por la nuevas técnicas -la emisora de radio, el cine fórum, la literatura-
resultado quizá de un americanismo que les había contagiado en Filipinas. Por
no hablar de los relatos que nos contaban aquellos misioneros que venían de
Oriente y que abrían nuestra imaginación a otros mundos.
Lo que quiero
decir es que los frailes profesores eran, por lo menos algunos, conscientes de
esa novedad y trataban de hacérnosla comprender. Querían que lo valoráramos.
¡Cómo no evocar el entusiasmo del P. Tejedor hablándonos en sus clases de arte
y cultura de Fisac, de la luz que inundaba la Iglesia, del santo Domingo de Jorge
Oteiza, de la funcionalidad del arte… ¡Esto nos chocaba en un principio! Cualquiera
de nosotros pensaba que la iglesia de su pueblo era más bonita que la de Fisac
y el Santo Domingo de Oteiza no era un santo al que se pudiera rezar. Un día,
en su afán por entusiasmarnos con el arte del lugar, nos leyó unas páginas de
un libro cuyo autor creo que era José María Escudero. Contaba cómo una señora
de buena familia, asustada por el atrevimiento de los nuevos artistas, fue a
uno de su confianza para encargarle un Sagrado Corazón. Después de expresar sus
deseos o sus gustos sólo pudo oír del artista en cuestión este exabrupto:
“¡señora, la pastelería está dos números más abajo ¡”. Pasar de ese barroco
sensiblero a la sobria espiritualidad de esta arquitectura suponía dejar atrás
siglos de incultura y familiarizarnos con los nuevos tiempos.
Esa doble
fidelidad nos marcó. Quien pasaba por aquí ya no se resignaba a volver al
pueblo y ser lo que hubiera sido de no haber venido a este lugar. Por eso de
aquí salieron profesores, maestros, abogados y buenos profesionales, es decir,
gente dispuesta a promocionarse socialmente. Entró el mundo rural y salió una
clase media
3. ¿Por qué digo
que esta generación acabó en 1960? Es una forma de decir que esa tensión entre
lo interno y lo externo, entre la lealtad a la institución y a la sociedad o
como quiera que lo llamemos, toma la forma de un conflicto o de una crisis
grave. Y es que esa doble fidelidad a lo viejo y a lo nuevo encierra una
conflictividad inevitable. No era fácil, sobre todo para jóvenes que desde
niños han vivido en internado, encajar el mundo que van descubriendo en los
moldes de una institución que se quiere inamovible en lo esencial. Ese conflicto se produce en la biografía de
cada cual, en un momento determinado, pero colectivamente estalla en Alcobendas
donde el gusto por lo moderno toma el paso.
Aquí habría que mencionar
al entonces P. Muñoz Hidalgo, un hombre de muchos recursos dialécticos, muy
relacionado socialmente y que tenía además un programa de televisión (creo que
se titulaba “La familia por dentro”). En aquellos años (mi curso hacía el Preu)
nos daba clases de retórica (oratoria) donde no nos enseñaba sólo cómo hablar
sino cómo pensar. Claro, se trataba de hablar bien, de comunicar bien, pero
para eso había que pensar de una manera distinta a como nos enseñaba, por
ejemplo, el profesor de lógica, el P. Turiel, con sus “et quare” escolásticos. Pero
lo memorable de su obra, vista con distancia, fue conseguir el desfile por
aquella facultad de filosofía de intelectuales como Zubiri, Marías, Marañón,
Luis Rosales etc. Hay que recordar el momento: finales de los cincuenta. Por
aquel entonces una serie de intelectuales del régimen abandonan el redil, se
vuelven críticos y ponen su mirada fuera de Europa. Eso tuvo una gran
significación en España, pero entre los dominicos más porque algunos de ellos,
con el P. Ramírez a la cabeza de un potente pelotón ubicado en San Esteban de
Salamanca, pusieron el grito en el cielo. Los disidentes eran discípulos de
Ortega y Gasset, y el P. Ramírez con sus secuaces estaba empeñado en meter sus
obras en el “Índice de libros prohibidos”. La apertura de los dominicos de
Alcobendas tenía que sonar a provocación a los dominicos de Salamanca. Por
cierto, este P. Ramírez que adquirió fama en sus últimos años de sabio tomista,
había sido uno de los responsables políticos de la eutanasia de la filosofía
española tras la Guerra Civil. Los mejores filósofos de los años 30 tuvieron
que exiliarse y su lugar fue ocupado por los vencedores de la guerra que
impusieron por la bravas lo que se dio en llamar “el tomismo-leninismo”. El P. Ramírez,
como Secretario del Instituto de Filosofía “Luis Vives” (del Csic) fue una
pieza importante en esa tarea. Con razón ese Instituto acabó llamándose “Luis
Mueres”.
Reseñable
también es esa tarea de modernización fue el papel que jugaron algunos líderes
estudiantiles. En general el carisma de estos líderes procedía de su quehacer
futbolístico. Los más admirados eran los que mejor jugaban. Hubo excepciones,
como la que representó en Alcobendas Aniceto Núñez, líder, pero por su cultura
y capacidad intelectual. Gente como él
canalizaban el flujo de aire fresco que llegaba al estudiantado desde el
exterior. A él, que fue también director de la revista estudiantil Oriente, llegaban las novelas más interesantes
del momento (las de Carmen Laforet, Martín Descalzo, Bernanos etc.) y él las
daba paso entusiasmando a los demás. La revista que dirigía quería temas de
actualidad. A mí me animó a escribir un artículo sobre Marx…tarea que yo cumplí
fusilando un libro recién llegado a España, El
pensamiento de Carlos Marx, escrito por el francés Ives Calvez
Grupo de novicios en Ocaña (Imagen: P. Niceto Blázquez) |
Lo que pasó es
que llegó un momento en que aquello era demasiado. Había que cortar por lo
sano. Algunos superiores propusieron levantar verjas para cerrar el contacto
con el exterior a lo que el ya citado P. Sancho replicó con mucha flema: “si
votos ¿para qué verjas? Y si verjas ¿para qué votos?”. ¡Hombre sabio este P.
Sancho!. Pero algunas medidas se tomaron para impedir que la socialización de
lo moderno que ya tenían conquistada los cursos superiores pasara a los nuevos.
Así que el corte consistió en aislar a los nuevos de los veteranos. Lo que se
pretendía era imposible pues se trataba de ir a contracorriente de los nuevos
tiempos marcados, en la Iglesia, por el Vaticano II; en España, por la
aparición de muchos movimientos críticos en el tardofranquismo; y en Europa,
por el enfrentamiento de los hijos contra el mundo de los padres. La década de
los sesenta fue de gran enfrentamiento intergeneracional. Y más, si cabe,
España. No consiguieron aislar a los jóvenes. El conflicto se agravó: salieron
muchos jóvenes de los colegios religiosos y conventos para integrarse en esa
nueva sociedad que pedía paso; y los que se quedaron, incrementaron la
conflictividad pues tampoco se quedaban a cualquier precio: el Vaticano II
marcaba un rumbo que miraba hacia adelante.
De aquella
generación, nuestro curso fue el más afortunado: nos dispersaron y a una buena
parte nos mandaron a Francia. Cuatro jóvenes fuimos a Paris, Le Saulchoir, el
centro de estudios dominicos más avanzado de la época. Allí nos colocaron –en
parte para quitarnos de en medio, en parte para que nos formáramos- a unos
jóvenes en torno a los 18 años que, pese a todo, venían de otro mundo porque si
para los de casa éramos casos casi perdidos, allí, en Francia, éramos hijos del
nacionalcatolicismo. Distábamos mucho de ser gente rebelde de ahí el choque
emocional que supuso el contacto con ese lugar. Al llegar nos pusieron a
estudiantes franceses como tutores. El mío era bibliotecario y me invitó a
ayudarle en la tarea de repartir libros. Me explicó el procedimiento diciendo
algo así como: “coges la ficha de solicitud y te fijas en el título del libro;
mira en el fichero su ubicación en los estantes; lo sacas y lo pones en el
cajetín del demandante”. Vale. Cojo la ficha y leo: J.P. Sartre, La P. Respectueuse (La puta respetuosa). Me quedo parado. Yo lógicamente no había leído
nada de Sartre, pero sí me había empapado de la obra del belga Ch. Moeller, muy
en boga entonces, titulada Literatura del
silgo XX y cristianismo. Me había hecho una idea de este tal Sartre y había
tomado nota de que era un autor peligroso por algo le habían condenado a
figurar en el famoso “Índice de libros prohibidos”. Así que le digo a mi tutor:
“oye, que esta obra está en el Índice”.
Y me responde muy socarronamente: “el Índice
es sólo para españoles e italianos”. Tomé buena nota y eso alimentó una
reflexión que desde entonces no me ha abandonado: la del alcance de las
afirmaciones dogmáticas. Porque si leer
en España un libro de esos sin permiso era pecado mortal y ese grave pecado no
era capaz de pasar la prueba de los Pirineos, algo no funcionaba entre los que
administraban las penas del infierno. Más allá de la experiencia personal, lo
que nos es propio es el paso en pocos años de unos modelos a otros, de unas
convicciones sociales a otras o, dicho en plan cursi, “de unos paradigmas a
otros”. Lo eterno nos duraba poco.
Luego vino un nuevo tiempo que es el marco de
la generación del Concilio y de la democracia. El Concilio supuso un vendaval
de aire fresco hacia dentro de la Iglesia. El tomismo, por ejemplo, quedó si no
sepultado al menos oscurecido por nuevas corrientes teológicas y filosóficas. En
España ese aggiornamento de la
Iglesia fue algo más que un asunto religioso. El franquismo, al haber dependido
tanto del nacionalcatolicicismo, quedó tocado ya que se tambaleaba uno de los
pilares de su legitimación, la Iglesia católica preconciliar. Algunos que
estábamos en Roma cuando la elección de Pablo VI pudimos ver (con gran regocijo
nuestro) la desolación de los profesores españoles en el Angelicum al enterarse que el nuevo Papa era aquel denostado
Montini que se había enfrentado a Franco pidiendo la conmutación de la pena de
muerte del comunista Julián Grimau (luego, ya Papa, se planteó romper
totalmente con la dictadura a lo que Franco respondió con la “cárcel para
curas” de Zamora).
Estos cambios
estructurales alcanzaron a muchos de aquellos jóvenes dominicos: unos se fueron
a Chile y se encontraron en el centro de una experiencia política y religiosa
que fue pionera y marcó la historia de Europa y América en aquella década; otros
muchos se fueron a casa, digo que “a casa” porque desde dentro, desde el
convento, ya se había descubierto que la laicidad, la vida laica, no era una
negación de la vida religiosa, sino otra forma de ser cristiano. Los hubo que se
implicaron más a fondo con la causa de la libertad (y por tanto de la lucha
antifranquista) movidos por su propia formación religiosa (ETA nació en los
seminarios; la ORT de los jesuitas; la USO de la Joc; a Comisiones Obreras se
incorporaron los obreros de la Hoac etc.). Otros muchos evidentemente siguieron
fieles a su compromiso inicial, consiguiendo encajar todas las piezas. Son los
que ahora nos acogen y acompañan. Desde la autoridad de su vida dedicada a los
ideales dominicanos nos invitan, como acaba de hacer Pedro Juan, a que soplemos
las ascuas de la experiencia en común que hoy nos convoca y que no las dejemos
apagar. Vaya desde aquí nuestro agradecimiento.
4. Nuestros
destinos fueron diferentes y el hecho de que tras tantos tumbos nos encontremos
hoy aquí de nuevo juntos, obliga a preguntarnos ¿qué nos une además de haber
compartido infancia y/ juventud en un internado? Haber tenido una infancia
común, no es poco. Walter Benjamin decía que “la infancia es la patria de la
que nunca nos hemos ido y a la que siempre volvemos”. Pero ¿hay algo más?
Seguramente sería más fácil decir lo que nos separa: distintas profesiones,
distintas orientaciones políticas o ideológicas, distintas experiencias vitales.
Aunque la respuesta correcta a este tipo de preguntas la tendríamos que dar uno
por uno, me voy a permitir decir –“a ojo de buen cubero” como decía el P.
Alberto- lo siguiente: quizá tengamos en común un aprecio al mundo de los
valores. No nos educaron en el cinismo sino en el esfuerzo y el compañerismo.
Somos una generación cívica con sentido del bien común (uno de los lugares más
señalados de la cultura tomista). Leo en el periódico de hoy este titular que
da el británico Ken Loach, el ganador del último festival de Cannes, con su
película Yo, Daniel Blake: “La idea
del bien común ya no existe. Ha sido aniquilada”. Hoy es una rareza pero en esta
rareza nos educaron. El cineasta británico quizá piense en la insolidaridad de
un mundo tan competitivo como el nuestro.
Lo que aquí nos enseñaban era solidaridad y algo más: el lugar eminente
de lo público en la jerarquía social. Quizá por esa cultura solidaria de origen
cuando nos vemos domina más el aprecio y la confianza que la competitividad. La
reunión de exalumnos al cabo de muchos años es un lugar muy frecuentado por
cierta narrativa novelística. Normalmente la cosa suele acabar mal. Lo podemos
ver en una novela de José Jiménez Lozano, Los
Compañeros. Cuenta el encuentro
de compañeros de curso 40 años después de haberse dispersado. Lo que pudo ser
un buen día de asueto se convirtió en un polvorín de pasiones, malos recuerdos,
rencores y cuentas pendientes. No creo que sea eso nos pase a nosotros.
Y hay otra cosa
que puede tener más importancia a la hora de explicar eso que nos une. Me
refiero a nuestros orígenes. Venimos la mayoría de pueblos, somos gente de
pueblo. Veo delante de mí a Felicísimo Martínez, un fraile que vive más en el
aire que en tierra firme. En lo que llevamos de año ha viajado al Oriente y
varias veces a América Latina. Bueno pues Felicísimo (que él me corrija si no
es así) nunca han salido del pueblo. Puede resultar chocante lo que estoy
diciendo: hace un momento afirmaba con aplomo que nosotros, una vez que hemos
pasado por Arcas, ya nunca más volveríamos al pueblo; y ahora, con la misma
contundencia, digo que nunca hemos salido del pueblo. Las dos cosas son verdad
y esas dos experiencias, con todas sus contradicciones, nos caracterizan.
Todo esto
explica que tengamos un lenguaje común. Lo entendemos mejor si nos comparamos
con exalumnos de El Colegio de El Pilar,
un colegio de élite. Hace unos días tuvieron una reunión de la que informó la
prensa. Lo que se traslucía de la información que daban es que hablaron de
negocios, de reales academias, de premios, es decir, de poder. Afortunadamente
algo así sería impensable entre nosotros. Primero porque no tenemos poder con
el que negociar y, sobre todo, porque eso no nos va.
Ordenación en Alcobendas (Imagen: Avelino Galende) |
4. El título que
encabezan estas divagaciones me lleva a la última consideración. Tiene que ver
con la actualidad o inactualidad de la Orden de Predicadores que ahora celebra
sus 800 años de existencia. Pues bien, me pregunto si esa doble experiencia de
estar dentro y fuera -de haber abandonado el pueblo y no poder salir de él- no
sólo caracteriza nuestras biografías sino también la de la Orden de
Predicadores. Es verdad que esta Orden nace en el momento en que se forman las
ciudades y que eso les diferencia de los benedictinos. Nacen, pues, como una
institución moderna, pero esta orden monástica, vista desde hoy, tiene algo o
mucho de arcaica, pues está muy alejada de los parámetros de la modernidad o
posmodernidad que nos envuelve. Dicho en jerga filosófica: es una institución
a-contemporánea, fuera de lo contemporáneo, de lo que se lleva. Ahora bien
¿significa eso que sea algo superado, es decir, in-significante, sin
significado para nuestro tiempo? A veces lo a-contemporáneo es lo más
significativo para el presente y lo que más puede decirle. Creo que hay razones
para pensar que ese pasado es muy elocuente, es decir, que tiene algo
importante que decirnos. Hablemos pues de ello.
Desgraciadamente
no hay tiempo para analizar cómo es nuestro tiempo. Pero digamos al menos que
es un tiempo caracterizado por el vértigo, la aceleración, la prisa. En una palabra,
el progreso. Cada sociedad tiene su ritmo, su modelo de movimiento: para los
primitivos ese ritmo le marcaba el paso del hombre, luego el del caballo, el
del barco, el del tren, el del avión y hoy…el del internet. A nosotros nos
gustaría que las cosas se hicieran a la velocidad de internet (que es la de la
luz, es decir, prácticamente la instantaneidad). Cuando viajamos nos gustaría
llegar al instante de partir. No damos importancia al trayecto por eso el
tiempo invertido en un traslado, en un viaje aéreo, lo consideramos tiempo
perdido, salvo que podamos trabajar en algo. La modernidad que nos habita tiende
a borrar el tiempo y el espacio.
Eso, que tiene sus
ventajas, conlleva también muchas contraindicaciones. Es mucho lo que perdemos
viviendo a esa velocidad. Para empezar, la velocidad mata (mueren más en las
carreteras que en las guerras). Muerte también de la experiencia que ha sido
sustituida por las vivencias, que no es lo mismo. La experiencia consiste en
metabolizar lo que vivimos en algo propio. La vivencia son prontos, instantes,
picotazos que nos asaltan y que no dejan huella. Para que las vivencias se
transformen en experiencias hace falta tiempo que es precisamente lo que no
tenemos. Una tercera gran pérdida consiste en la eliminación de la distinción
entre vida privada y vida pública (en TVE lo privado es público; y lo público
se privatiza, algo que han entendido perfectamente los corruptos) …Podríamos
seguir en esa misma onda.
Pues bien, para
un mundo así, este tipo de instituciones que vienen de lejos tienen algo que
decir; algo que sólo ellas saben o tienen porque lo saben como resultado de su
propia vida, de las vidas acumuladas a lo largo de los siglos. Fijaos que me
refiero a su modo de vida y no ya a su espiritualidad (un capítulo muy
importante pero que dejo en manos más competentes, como las de Felicísimo Martínez
que acaba de escribir un libro, titulado Ve
y Predica. La predicación dominicana en los siglos XIII y XXI, sobre este
particular). Yo me atengo a su modo de vida, a lo que nos pueda decir su modo
de vivir y que debería ser accesible a cualquier contemporáneo nuestro más allá
de sus creencias.
¿Y qué es lo que
nos puede decir? Lo primero tiene que ver con su ritmo de vida, que es un ritmo
pausado que nos reconcilia con los demás y con la naturaleza. El ritmo de esta
orden religiosa es el gregoriano (el de Beethoven dicen que es el ritmo del
tren; y el de Mahler, el del avión). Si uno experimenta ese ritmo, lo disfruta.
Quien tenga cerca un monasterio es como si tuviera a mano un sanatorio del
espíritu. La iglesia francesa y alemana ha entendido la elocuencia de esos
lugares por eso los tiene abierto, para que la gente entre, los pasee y se deje
interpelar. Cobrar entradas por ver una iglesia, como se hace en España, además
de ser ilegal (según que me ha explicado detalladamente un jurista de pro como
Miguel Rodríguez y Herrero de Miñón) es de una enorme torpeza estratégica.
Un segundo
aspecto que nos podría decir mucho, tiene que ver con la organización del
tiempo. La vida en un monasterio está organizada con un criterio dual que nos
queda muy lejos pero que conviene tener presente. La semana se divide entre
días festivos y días laborables; y el día, entre “horas” de meditación o
reflexión y tiempo de trabajo. Es la organización del tiempo conforme al calendario
litúrgico que es de la máxima importancia social porque, en la cultura de ese
calendario, los días festivos tenían por tarea dar sentido al trabajo, a los
días de trabajo. De esta manera el conjunto de los días se cargaba de sentido.
Hoy las cosas son muy diferentes ya que sólo hay días laborables. Es verdad que
algunos son de descanso, pero son eso, descanso para reponer fuerzas y volver
al trabajo. Se han cambiado las tornas privando a los días de sentido.
Hay una tercera
lección, a saber, el recurso a la palabra como medio de comunicación y de solución
de conflictos. La Orden de Predicadores nace en un momento clave de Europa. Los
cátaros era un potente movimiento de renovación espiritual y política que pudo
cambiar la historia de Occidente. Contra ese movimiento se conjuraron los
poderes políticos (el Rey de Francia) y eclesiásticos (al frente el Papa Inocencio
III). Fueron exterminados y los historiadores anotan la singularidad de la
violencia ejercida contra ellos: por primera vez se acudía al poder político y
militar para yugular un movimiento espiritual. Luego la cosa (el recurso a la
violencia para acabar con las ideas peligrosas) se convirtió en costumbre.
Llama la atención que en ese enclave apareciera un cura de Burgos, Domingo de
Guzmán, que capta la importancia del conflicto pero que en vez de sumarse a los
que proponen acabar con ellos a sangre y fuego, lo que plantea es el recurso a la
palabra, por eso creó una Orden de Predicadores, de hablantes cualificados,
pues entiende que esa palabra tiene que estar fundada, de ahí la importancia
del estudio y de los libros.
Y, para no
alargarme más, nombraría un nuevo elemento de la máxima actualidad que resume
todo: la combinación de tradición e innovación. No es una orden tradicionalista
porque somete la tradición (lo recibido) al estudio y por tanto al cambio.
Tampoco es una orden casada con el presente, con lo que se lleva, con la
actualidad. En ese sentido esta Orden no es una institución entregada a la
ideología del progreso.
Todos hemos
visto el film El nombre de la rosa y
algunos habrán leído la novela de Umberto Eco. Esa novela nunca hubiera podido
ser ambientada en un convento de dominicos por la sencilla razón de que el
deseo de leer un libro nuevo no sería castigado sino alentado. Digo esto
porque, como bien recodaréis, lo que sorprende a Fray Guilllermo de
Baskerville, el monje detective que viene de fuera, es que los monjes de la
casa son asesinados porque quieren leer un libro nuevo que ha llegado al
monasterio. Cuando el asesino -fray Jorge de Burgos, un español venido de
Palencia- es descubierto explica por qué lo hace. Le dice al monje británico que
San Benito dejó dicho que la humanidad ya sabía lo que necesitaba para
salvarse. La tarea de los monjes consistía en transmitir lo sabido. Cualquier
novedad era peligrosa porque podía cuestionar lo ya sabido. Por eso, para
conjurar el peligro que traía consigo un libro nuevo, él, el bibliotecario, el
hombre encargado de conservar los saberes fundamentales, había tomado la
decisión de acabar con los curiosos colocando un veneno mortal en los bordes de
las páginas de suerte que, al ensalivar el dedo para pasar la página, el veneno
llegara a la boca y cerrara así la boca del fraile curioso para siempre. Eso
nunca lo hubiera hecho un fraile dominico que vivía del estudio. Un acompañante
de Bartolomé de las Casas cuenta su viaje de Salamanca a Chiapas (México)
adonde se dirigía para tomar posesión de la diócesis de la que le habían
nombrado obispo. La expedición de Las Casas, con 46 dominicos de San Esteban, tuvo un naufragio
en Campeche y lo que cuenta es que los frailes ponían tanto empeño en salvar a
los hombres como a los libros.
Es hora de acabar. Todo este repaso a un
itinerario que en algún momento hemos recorrido juntos nos da a entender que ha
valido la pena porque es valioso. Valioso para nosotros y quizá también para
nuestro tiempo. Y la pregunta que tendríamos que hacernos es si no tenemos la
responsabilidad de cultivarlo, de mantenerlo y de trasmitirlo. Podemos
discutirlo. Lo que está fuera de toda discusión es que nosotros no acabaremos
tarifando como Los Compañeros de la
novela de Jiménez Lozano. Muchas gracias.
-------------------
***En el encuentro de Antiguos Alumnos de los
Dominicos de la Provincia del Rosario, celebrado en el Colegio Arcas Reales,
Valladolid, el día 28 de mayo del 2016
Estupenda conferencia de Reyes, profunda y accesible a la vez. Le reitero mi felicitación.
ReplyDelete
DeleteGracias amigo Reyes por ayudarnos a recordar desde tu óptica personal, como no podía ser de otra manera, momentos entrañables de nuestra pequeña historia. Has estado bien, a mi modo de ver, mejor en la primera parte del discurso que en la segunda; pero en definitiva bien y quiero felicitarte por ello. No te enfades si te digo que me hubiera gustado alguna alusión a Sta María de Nieva, Ocaña , o Ávila de la que tu eres un enamorado . Como ves somos insaciables... . Un par de cosas más. Yo siempre había creído que los famosos " quares" del P. Turiel tenían que ver con la metafísica. Y por último te aseguro que Aniceto Nuñez fue un grandísimo extremo derecha con una cabeza prodigiosa también para rematar balones. Si lo sabré yo que en cuanto le veía cerca del área me ponía a rezar. Un abrazo, amigo
This comment has been removed by the author.
Delete