Estación del tren de Olmedo. Aquí nos apeamos y nos esperaba un Padre Dominico (Imagen del autor) |
La
llegada a Medina del Campo.
Muy de madrugada mi padre me despertó y me dijo que
ya habíamos llegado. Mis ojos se encontraron con un espectáculo inimaginable y
nunca visto: ¡La llanura infinita de Castilla! Se podía ver el amanecer sobre
un horizonte totalmente llano y sin nubes que parecía el mar. ¡Ninguna montaña!
La atmósfera era luminosa a pesar de que estaba amaneciendo.
Estábamos llegando a la estación de Medina del
Campo [ENLACE
PRIMER PARTE DEL RELATO]. Mi padre recorría con su vista aquellas inmensas
y luminosas llanuras. Al bajar del tren, muerto de sueño y con el sopor todavía
sin sacudir, vi que también bajaban no sólo los chicos que habían subido en
Mieres, en Pola de Lena y en Campomanes. ¡Allí me encontré con dos chicos de
Colunga, que venían acompañados con el padre de uno de ellos! Habían subido al
tren en Oviedo y habían venido en otro compartimento lejano a nuestro vagón.
Era Juan Luis Martínez Álvarez, hijo del Juez de Colunga, y José Brau hijo de
un Guardia Civil de esta localidad. No les conocía, pero mi padre sí reconoció
al Juez, al padre de Juan Luis. Mi padre le saludó y el Juez de Colunga le
trató también con mucha amabilidad. Nosotros nos miramos sin decir palabra. La
somnolencia y la novedad de lo que nos esperaba nos hizo estar a la expectativa
de los acontecimientos que se nos avecinaban.
Viendo a mi padre [SEGUNDA
PARTE DEL RELATO] observar el paisaje de aquella inmensa llanura de
Castilla, llegué a pensar si a mi padre aquella planicie castellana le evocaría
el recuerdo de cuando estuvo en Belvís de La Jara, (Toledo) en un Campo de
Concentración, en un batallón de trabajadores cuando la Guerra Civil. Para él
también fue, en aquel entonces, su primera experiencia de las llanuras de la
Meseta. Su viaje hacia el Campo de Concentración de Belvís de la Jara lo había
hecho en vagones de ganado como prisionero de guerra y en penosas condiciones,
no como este tren que nos había traído hasta Medina del Campo.
La mañana era novedosamente fresca para mí. Un aire
limpio, lleno de una frescura inédita para mi piel penetraba por mis pulmones
impregnado de olor a jara y a pinos. No estaba acostumbrado a aquel frescor,
casi “xelada”, que en la costa asturiana es inexistente. Me acordé de lo que me
decía mi madre de la conveniencia de ir a “tomar los aires de Castilla” que
eran muy sanos para las gentes del norte.
Mi padre, acostumbrado en las madrugadas de pesca a
contemplar en la mar los amaneceres también se sorprendía ante aquel
espectáculo del amanecer radiante y luminoso de Castilla. ¡Mira… - me comentaba
- parece la mar…! Yo también miraba
atónito aquel paisaje nunca visto ni imaginado por mí. Como he dicho, solo
estaba acostumbrado al paisaje de mi primer marco vital: el horizonte del mar
Cantábrico al norte, y las montañas del Sueve al sur. Ante mí solo había una
llanura sin verdor. Yo estaba familiarizado con la mar, con las montañas y
sobre todo con el color verde de nuestra “tierrina” asturiana. Ahora el color
verde y las montañas habían desaparecido.
Lo que más me llamó la atención, además de aquellas
inmensas llanuras, sin montaña alguna a la vista, fue el color amarillo de
aquella tierra. Pasado el tiempo me sorprenderían las casas de barro, de adobe
que descubrí en uno de los paseos largos hacia Calabazas y Olmedo. No sabía el porqué
de aquel tipo de materiales para la construcción de aquellas aparentes míseras
casas. Pero el adobe de barro y pajas tenían su razón de ser.
Como he dicho, al apearnos del tren estaba muerto
de sueño de pie al lado de mi padre y de mi inseparable maleta en la Estación
de Medina del Campo, junto a otros tantos críos igual que yo muertos de sueño y
con incipiente morriña. Otros estaban sentados en los escasos asientos de la
estación y los que no, utilizaban su pequeña maleta como asiento. Todos
esperábamos el trasbordo que nos llevaría desde Medina del Campo a Olmedo. Por
fin, unas voces por la megafonía de la estación, nos anunciaron el trasbordo.
El nuevo tren era más corto y pobre. Los vagones y
los asientos eran de madera. Era el tren Medina – Segovia. Desde el asiento de
madera pude ver a mi derecha el majestuoso Castillo de La Mota. Comenzaba a
disfrutar viendo aquellos vestigios de la Historia de España, de los Reyes
Católicos y de tantos edificios, caminos y tierras escenarios de importantes
acontecimientos históricos. Comenzar a dejarme empapar y rodearme de aquel
marco histórico me producía un enriquecimiento de mi sensibilidad que me hacía
proyectarme en el tiempo y comprender aquella tierra castellana, que parecía
ser muy diferente del paisaje habitual que había envuelto mi infancia. Pero
tardaría todavía un tiempo en amar y comprender a Castilla, que por lo que iba
descubriendo me parecía “fría”, reseca, austera y pobre con color amarillento
de adobe.
Aquel tren pronto se adentró por un bosque de
nuevos árboles, inéditos para mí. Eran los inmensos e interminables pinares
entre Medina y Olmedo.
La
llegada a Olmedo. Viaje en remolque de tractor hacia La Mejorada.
El día 29 de septiembre de 1953, martes, llegábamos
a la estación de Olmedo. Apenas hablábamos entre nosotros. Quizás por sueño, o
porque se había acabado la “excursión”, o porque íbamos tomando conciencia de
la nueva situación que nos esperaba. Todo era una incógnita. Yo me preguntaba
cómo sería aquel Colegio de los Dominicos del que tanto había oído hablar a mis
amigos de Llastres, cómo me iría, qué nuevos amigos haría. Me preguntaba si
habría buenos campos de fútbol. Me imaginé que, vista la llanura castellana,
los campos de futbol, al menos, serían llanos. No como el de Llastres, que para
mi desgracia estaba desesperantemente en cuesta.
Algo comencé a echar en falta. Por el momento no
veía ningún campo verde que pudiera garantizarme que aquellos campos de futbol
con los que soñaba pudieran convertirse en un terreno de juego como el del
Molinón. Por el contrario, todo era amarillo y pedregoso. Es curioso constatar
hoy las diferentes motivaciones y centros de interés que existen en el mundo
percibido y vivido por un adolescente. ¡Qué poco tienen que ver con el mundo de
los mayores!
Nos apeamos en la Estación de Olmedo. Serían las 8
de la mañana. El sol se iba levantado lentamente por el este. Las bocanadas de
aire fresco y seco llenaban mis pulmones. Nunca había sentido aquella frescura
de una atmósfera tan limpia y seca ni tampoco había experimentado una helada.
El residuo de una noche fresca, casi una anticipada helada otoñal seguía
impactando sobre mi rostro acostumbrado a las templadas mañanas del Cantábrico
por esas fechas.
Al bajar del tren vimos que allí nos estaba
esperando un Padre Dominico. Me llamó la atención su hábito blanco y su
amabilidad para con nosotros. Todos escuchábamos atentos sus orientaciones.
Teníamos que esperar a que llegase el vehículo que nos aproximaría hasta La
Mejorada. Por mi parte cada vez me aferraba más a mi padre tomando conciencia
de que aquella “excursión” se estaba terminando, como intuyendo que comenzaba
para mí “otro largo viaje” y que me iba a quedar allí durante un año sin volver
a verle. Me acordé de mi madre, de mi hermano y de mi hermanina. Comencé a sentir
lo que nunca había sentido, una emoción nueva con sabor amargo. Le llamaban
“murria o morriña”.
Todos los críos nos volvíamos a mirar unos a otros,
a estudiarnos recíprocamente. No hablábamos entre nosotros. Me llamó la
atención el letrero que ponía bien visible en la pared de la Estación de
Olmedo. “¡Cuidado con los rateros!”.
Aquel día llegaríamos unos cincuenta críos,
procedentes de Asturias, León, Palencia, Burgos, Santander y Orense. Otros que
venían de otras partes de España llegarían por la tarde. En total terminamos
siendo 150 compañeros del primer curso de Bachillerato. Veníamos de todas
partes de la Península. Cada cual traíamos con nosotros una pequeña maleta con
las ropas que previamente nos habían indicado los Padres Dominicos. A nuestro
lado estaban nuestros padres, casi todos curtidos por aquellos difíciles años
de la post guerra civil española y antiguos soldados de los dos ejércitos que
se habían enfrentado entre sí. Con el tiempo fui descubriendo la procedencia de
mis compañeros de curso.
Predominaban los castellanos de Zamora, Burgos,
Palencia, León, Ávila, Salamanca, Segovia y Valladolid. Al lado de todos estos
amigos de la tradicional e histórica Castilla, estábamos curiosamente un grupo
bastante numeroso de asturianos, la gran mayoría de las Cuencas Mineras. Había
también adolescentes unos pocos procedentes de Vascongadas y de Navarra.
Estaban en minoría los procedentes de Madrid, de Cuenca y Extremadura. Había
algún aragonés, algunos gallegos de la provincia de Orense y un catalán. Todos
estábamos circunspectos, callados y nos escudriñábamos unos a otros.
Aquella mañana castellana, soleada y fresca de
finales de septiembre se aliaba como ya he dicho con un incipiente sentimiento
nunca sentido por mí: le llamaban “morriña”, “murria”. Por los efectos que
observaba en mis futuros compañeros debíamos estar todos sintiendo lo mismo. Yo
nunca había sentido aquello. Era una sensación de tristeza producida por la
pérdida de la presencia de nuestros seres queridos, de nuestros padres, de su
sombra protectora en una edad donde se necesita “beber” el cariño de la madre y
del padre. Intuimos la soledad, la “intemperie” afectiva en que íbamos a
quedar.
¡Nunca había sentido semejante emoción y estado de
ánimo, porque siempre estuve rodeado del amor de mis padres y de mi hermano!
¡Además ahora tenía una “hermanina” en la cual también yo volcaba mi cariño y ternura!
¿A quién le iba yo a dar mis besos y abrazos? ¿Quién me los iba a dar a mí?
Mientras los tenía en la atmósfera de mi casa no los echaba en falta. Uno no es
consciente de lo que se tiene hasta que está a punto de perderlo. Yo sabía que
mi padre, mi madre, mi hermano y la hermanina estaban en Asturias, que me
seguirían queriendo, pero iba a estar físicamente muy lejos de ellos durante
diez meses. ¡Y de ello estaba comenzando a tomar nota en medio de aquella árida
llanura desierta y llena de adolescentes que parecían estar igual que yo de solos!
El tiempo y la irremediable adaptación me harían
volcarme afectivamente con mis nuevos amiguinos que allí iba a hacer.
Esperamos durante una media hora delante de la
vieja estación de Olmedo. Aquel Padre
Dominico que nos acogía nos fue dando las primeras instrucciones. Por lo que
luego supe era el Padre Abelardo Panizo. Mientras esperábamos el medio de
transporte que nos llevaría al Colegio, todos estábamos en silencio. Yo me
pegaba a mi padre como nunca lo había hecho. Los dos controlábamos nuestra
maleta. Me fui fijando en los hombres que acompañaban a sus hijos. Eran hombres
de la generación de mi padre, con ropas oscuras y gruesas zamarras. Casi todos
llevaban boina. Allí había mineros de la Cuenca del Caudal y del Nalón de
facciones duras, arrugados, curtidos y envejecidos antes de tiempo. Los
castellanos traían ropas nunca vistas por mí, con gruesos pantalones de pana
negra y parecían menos elegantes que los asturianos.
Yo nunca había visto la pana y ahora veía a los
nuevos compañeros castellanos y leoneses dominantemente vestidos de su
inconfundible pana. Me llamó la atención, por lo que fui comprobando pasados
los días, que los que venían de las aldeas de Zamora y Salamanca todos sus
pantalones eran de pana y sorprendentemente les llegaban más debajo de la
rodilla, hasta la mitad de la pierna. Esta estética no me era familiar, pero
debían estar muy bien abrigados para un clima castellano extremado al que
estaban acostumbrados a hacer frente. Los asturianos parecían mejor vestidos,
como si el nivel de vida fuera superior, dentro de las carencias de aquellos
años de la postguerra.
Seguimos esperando el autobús que nos transportara
hasta el famoso colegio. Por fin nos anunció el Padre Dominico que había
llegado y nos esperaba en la explanada adyacente a la estación del tren.
Cogimos nuestras maletas y nos apresuramos a ir hacia el autobús. No sé por qué
siempre que un grupo de personas quieren acceder al tren o a un autobús se
apresuran como si temieran perderlo o que se marche sin ellos. Así nos
apresuramos todos a ir hacia el bus.
¡Pero allí no nos esperaba un autobús como el ALSA
al que yo estaba acostumbrado y me imaginaba!
Muy amablemente el padre Dominico nos anunció a
todos que deberíamos subirnos a un amplio remolque tirado por un tractor que
nos llevaría durante cuatro kilómetros desde Olmedo hasta La Mejorada.
Me pareció un tanto extraño aquel medio de
transporte humano. Yo estaba acostumbrado, a pesar del atraso de aquellos
tiempos, a ver ALSAS y algún que otro autobús para el transporte de pasajeros.
Pero no a un tractor tirando de un remolque repleto de gente de pie. En fin…
era lo que había. ¡Allí estabael tractor agrícola enganchado al remolque!
Subimos un tanto apretados entre padres, niños y maletas. Todos de pie sin
tener donde sentarnos fuimos haciendo equilibrios para no caernos en los baches
y nos dirigimos en varios turnos hacia La Mejorada. A nosotros nos tocó en el
primer turno de aquel típico e inusual transporte. Iríamos unas veinte personas
en total en cada turno. El tractor con su carga humana de remolque enfocó la
carretera que cruza la población de Olmedo. Me llamó la atención el ver restos
de su muralla medieval.
Una vez que atravesamos Olmedo, el tractor con su
remolque se desvió hacia un camino polvoriento y pedregoso. Me impresionó ver
casas hechas de barro. Desde mi corta perspectiva e ignorancia infantil nunca
había visto casas de barro. En Asturias, la abundante lluvia las hubiera
deshecho en el primer chubasco. Allí, a las afueras de Olmedo, había muchas
construidas con adobe. Luego supe lo que era el adobe y comprendí sus ventajas
y utilidad. Pero me parecían míseras y sucias.
El tractor y su remolque se iban adentrando
despacio y con precaución por el medio de aquella población histórica. No había
tráfico y me llamó la atención los soportales de su casco urbano. Atravesamos
Olmedo y rápidamente el tractor con su remolque humano se desvió por el camino
polvoriento y pedregoso. Según pasaban los minutos parecía que nos
introducíamos en un desierto deshabitado.
Como he dicho, todos íbamos de pie haciendo
esfuerzos por no caer en cada bache. Aferrado a mi padre, mi mirada iba
resbalando por aquel nuevo paisaje desierto. No veía ninguna casa, tal como se
acostumbran a ver diseminadas por el paisaje del campo asturiano. Volví a
extrañarme de que allí no había nada verde. Ninguna montaña a la vista. Ni
siquiera “felenchu” (helecho) tan frecuente en el paisaje norteño. Mi
ignorancia de niño era patente. Estaba claro que no sabía nada del clima
extremado de mi nueva tierra castellana. Solo una inmensa mancha pardusca,
verde oscura, llenaba el horizonte. Mi padre volvió a decirme que le parecía
increíble aquella inmensidad que le recordaba el horizonte de la mar que él
navegaba y conocía.
- ¡Mira… nenu… paez la mar…! Yo no comentaba nada.
Solo miraba y me parecía que mi padre estaba algo decepcionado por el
inesperado remolque en tractor y la desolación de aquel árido paisaje
amarillento.
Dicen que las primeras impresiones marcan. Por mi
parte iba procesándolo todo. En principio me parecía extraño aquel paisaje
nunca visto al que tendía que adaptarme, a su clima, a sus gentes, a su
historia. Tardé años en degustar Castilla y su historia. Con el tiempo me
enamoraría de ella. No sabía entonces por qué aquella inmensidad estaba
despoblada de caseríos. El punto más cercano donde uno podía encontrar un
núcleo urbano estaba a cuatro kilómetros, que era la población de Olmedo.
Luego descubrí que había otra aldeucha a unos tres
kilómetros que se llamaba Calabazas. Pero de por medio ¡nada, ni una casa! Todo
parecía un desierto deshabitado, solitario, con pinares lejanos que parecían
infinitos y con plantaciones de viñedos. Ni siquiera el camino polvoriento que
nos facilitó la llegada estaba asfaltado. El suelo era pedregoso, reseco y
árido. Como he descrito, no veía nada verde, ni una hierba, ignoraba que el
clima extremado de su clima no lo permitía.
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