Entrada a La Mejorada (Olmedo) |
Mi mujer cree que debería apuntarme a uno
de esos cursillos que imparten en los centros sociales del Ayuntamiento, para
entrenar y reforzar mi flaqueante memoria.
Personalmente rechazo la sujeción a
cualquier horario y considero esa libertad -sin horarios- uno de los mayores
placeres de mi jubilación, y, además, yo que me precio - right or wrong - de
mis capacidades como autodidacta, he decidido autoentrenarme.
¿Cómo hacerlo? Se me ha ocurrido que
relatar antiguas experiencias anecdóticas de mi vida podría servir para el
susodicho entrenamiento y para demostrar que mi memoria aún no está
desahuciada.
Cuando ya estoy más cerca de los 80 que de
los 70, no os resultará difícil imaginar mi estado de ánimo sosegado. Las
pasiones aquietadas y la mente serena. Sin duda, tiempo propicio para los
recuerdos, o como suele decirse, para contar batallitas.
Del "guaje" que triscaba por los
vericuetos del valle del Güerna sólo queda una neblina de recuerdos borrosos,
como sueños antiguos, salpicados de algunos claros, como hitos que han dejado
una huella más profunda.
Eran los años 40 del pasado siglo. La
aldea, en mitad del valle, rodeada de prados, bosques de castaños, robles,
avellanos silvestres salgueras, fresnos…. Más cerca, las huertas de patatas y
hortalizas. Un poco más allá, las erías de maíz y escanda. Las pequeñas
cosechas de aquellos minifundios, junto con los animales domésticos -vaca, gochu,
pitas...-, ayudaban, sumados a los magros sueldos, conseguidos dura y
peligrosamente en las minas de carbón por los padres de familia y los hijos
mayores de 14 años, a sacar adelante a las familias numerosas.
La pobreza de las escasamente
acondicionadas casas, sin agua corriente, era aliviada, en invierno, por el
calor de las cocinas del carbón que los mineros recibían mensualmente como
salario en especie, y durante las estaciones más templadas, por el estilo de
vida al aire libre, en aquellos paisajes de prados, arboledas y montañas.
Había una escuela mixta a la que
asistíamos más o menos esporádicamente, cuando otras labores más necesarias
para la supervivencia no nos lo impedía, alrededor de una veintena de
"guajes", de entre 6 y 13 años.
El cura de la parroquia tenía lazos
familiares y de amistad con los dominicos del Santísimo Rosario de Filipinas y
reclutaba "guajes" que le parecían aptos para la escuela apostólica
que los dominicos tenían en Valladolid. Así llegué yo, un verano del año 1952,
al colegio de La Mejorada, con el visto bueno del cura y la seria advertencia
de mis padres, familiares y vecinos, "ya sabes, estudia y aplícate bien.
Si no, pa la mina, como tu padre y tus hermanos".
El brusco trasplante al internado, en medio de la
meseta castellana fue ciertamente un traumático desarraigo. Adiós a los
risueños paisajes verdes y agrestes de la aldea. Adiós a los amigos de las
correrías de la infancia. Adiós a la familia. En el duermevela de los
anocheceres, en aquel frío dormitorio corrido, soñaba semidespierto que un gran
terremoto transportara el colegio, indemne, a las praderas alrededor de mi
añorada aldea. Pero rendirse y abandonar, imposible. Por pura vergüenza torera.
Los años pasan con mil altibajos, experiencias y
escaramuzas. De los éxitos, y, sobre todo, de los fracasos uno va aprendiendo,
- "willy nilly"- casi siempre con retraso, a salir a flote.
Los años de estudio y formación en la disciplina de
austeridad monacal dominicana, me ayudaron enormemente en la lucha competitiva
del mercado laboral en que me ví inmerso.
Fui progresando en lo económico, mas o menos, al mismo
ritmo que mejoraba el país por los años 60. Emocionalmente llegué a
estabilizarme, después de las dudas, zozobras y escaramuzas de los años
juveniles. Dos días antes de cumplir los 33, vine a caer rendido en las redes
de una castellana. Juntos fundamos nuestro hogar. Criamos dos hijos, y ahora,
44 años después, disfrutamos de 4 nietos.
Tras 12 años en el mundo de la empresa, sector de
ventas, cambié al campo de la enseñanza, donde permanecí muy feliz hasta mi
jubilación a la provecta edad de los 65 años.
Durante los 12 años largos en la empresa americana de
productos farmacéuticos, viajé asiduamente por gran parte de la mitad norte de
la península y aprendí -one lives and learns- a desenvolverme y relacionarme en
un ambiente, para mi, nuevo.
En la enseñanza me he sentido más relajado, en mi
salsa, tanto por mi preparación remota de los años con los dominicos, las
tablas adquiridas en el mundo estresante de las ventas, como por mi
temperamento. Todo ello me hizo la vida del instituto agradable y hasta
divertida. Todavía hoy me "descorromoño" cuando recuerdo anécdotas
con los jóvenes adolescentes. Y puesto que recordar es el leitmotiv de este relato,
vamos con dos o tres anécdotas, de las muchas que recuerdo, que me parecen
divertidas.
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----Una buena mañana, entro
en clase y me encuentro una de las alumnas quinceañera, cuyo pupitre estaba en
primera fila, delante de mi tarima, con la cabeza rapada al cero. Donde el día
anterior lucía una alegre, abundante cabellera, hoy, aquel cráneo desnudo, pero
que, para mi asombro, me pareció no restaba una pizca de atractivo a la
exuberante adolescente. Seguimos la clase tan normal, no sin algunas furtivas
miradas de extrañeza. Cuando sonó el timbre para finalizar la clase y los
estudiantes iban levantándose y saliendo, no pude aguantarme y le
pregunté,
- ¿Qué te ha pasado?
- Y ella, con toda naturalidad,
- No, nada. Es sólo para hacer rabiar a mi
madre.
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En otra
ocasión, trabajando con un grupo, uno de los chicos estaba especialmente
inquieto y hablador. Me acerqué con intención de tranquilizarle, y en tono
amistoso-jocoso, suficientemente alto que oyó toda la clase le dije,
-Cálmate hombre y trabaja un
poco o voy a tener que nombrarte zascandil número 1 de la clase.
Hubo algunas risas y
todo siguió como la seda.
A la hora del recreo, cuando bajé a
la cafetería, me encuentro al grupo de estudiantes alrededor del recién
nombrado ZASCANDIL NÚMERO 1 que estaban celebrando el nombramiento con gran
jolgorio. El protagonista exhibía orgullosamente sobre el pecho un folio con la
leyenda, ¡¡ ZASCANDIL NÚMERO 1!!
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En una de mis estancias veraniegas en Inglaterra con
un grupo de Alumnos, estábamos en Mill Hill, al norte de Londres, Borough of
Barnet, en un colegio del grupo Camp Beaumont. El colegio ocupaba una gran
finca con praderas, arboledas, campos de deportes y piscinas. Había estudiantes
adolescentes de varios países. Mi grupo de asturianos; madrileños, daneses, un grupo de
chicas noruegas, cuatro o cinco japoneses, otro grupo de italianos y, por
último, dos árabes. Uno de ellos era grandote y desgarbado. El otro, menudo,
morenito y bien parecido.
Dos atardeceres a la semana, en un
edificio separado de la zona de clases, los estudiantes tenían sesión de
discoteca - sin alcohol-. Durante una de esas sesiones, mientras yo paseaba
cerca de la discoteca, evitando el estruendo musical del interior - sólo
entraba un momento, al inicio de la sesión, para que mis estudiantes supieran
que estaba por allí- se me acercan los dos árabes con caras un tanto alteradas
y me preguntan,
- ¿Qué es GILIPOLLAS?
Inmediatamente se me
encendió la bombilla.
- ¡Vaya!, -pensé- ya algún
madrileño ha llamado gilipollas al grandullón este.
Sin inmutarme y
alegremente, con una gran sonrisa, le dí unas amistosas palmadas en la espalda
al tiempo que le decía,
-¡ Gilipollas is
Friend! ¡¡FRIEND!!, ¡¡ FRIEND!!, ¡GILIPOLLAS!!!, ¡FRIEND!!!, ¡¡ FRIEND!!!
Les cambió la cara y se pusieron muy contentos.
Yo inmediatamente me las arreglé para
correr la voz entre los estudiantes asturianos y madrileños.
Aquella velada de disco
acabó con los estudiantes españoles y árabes abrazándose jubilosamente al grito
de, ¡¡FRIEND!!, ¡GILIPOLLAS!!!, ¡¡¡GILIPOLLAS!!!, ¡¡¡GILIPOLLAS!!!,
¡¡¡FRIEND!!!.
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