Saturday, April 30, 2016

OCAÑA: 1958-1959, por Juan José Luengo (III)

Entrada al noviciado (Imagen: Marcial Calero)
Salimos de Arcas Reales [ENLACE SEGUNDA PARTE] a finales de Julio de 1958. Fuimos a Santa María de Nieva(Segovia) donde hicimos los Ejercicios Espirituales antes de ir a Ocaña(Toledo) para tomar el Hábito y hacer el Noviciado.

La toma de Hábito se llevó a cabo el 5 de agosto. Estoy seguro que todos recordamos ese día emotivo y lleno de abrazos. El mismo día hicieron la profesión los novicios del curso anterior al nuestro.

Con la Toma de Hábito comenzamos un nuevo capítulo en el libro de nuestra vida y de nuestro peregrinar por el desierto y los oasis del mundo de la gran familia dominicana.  La toma de hábito fue el “bautismo” (la profesión sería la “confirmación”) que nos hizo ciudadanos de esa familia con todos los derechos y obligaciones. El simbolismo de la ceremonia no podía ser más impactante: nos despojamos del” hombre viejo” para poder llegar al “hombre nuevo”. La aventura del Noviciado tenía como meta el descubrir y vivir el “carisma” de la Orden de Predicadores. En su escudo leemos “Veritas” y nuestra vida se convertiría en la búsqueda de esa verdad.

El lema de “contemplare et contemplata aliis tradere” sería nuestro reto.  Durante el año de Noviciado seríamos como el barro en las manos del alfarero que el P. Maestro de Novicios iría moldeando para hacer de nosotros esculturas de auténtica vida dominicana [ENLACE PRIMERA PARTE].

Fue un tiempo de oración, de estudio, de reflexión y también de domesticación. Totalmente aislados del mundo exterior, sólo los muros del convento fueron testigos silenciosos de nuestras ansiedades, de nuestros triunfos y nuestras agonías, de nuestros éxitos y nuestros fracasos.

Sin muchos preámbulos, nos sumergimos en el mundo de la oración litúrgica ¡y todo en latín! ¿Quién no recuerda el sonido melodioso del “Deus, in adjutorium meum intende… y Domine, labia mea aperies” al comenzar cada una de las horas canónicas del breviario? El coro se convirtió en nuestro segundo aposento…Allí, cada día, rezamos Maitines, Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas. Como Novicios también rezábamos el Oficio Parvo y, por supuesto, la misa diaria, la meditación, los quince misterios del rosario (eso de los veinte misterios es una invención moderna del Papa Juan Pablo II), la confesión semanal, la dirección espiritual con el P. Maestro y otras devociones privadas como la Visita al Santísimo.
                                  
¡Y no hay que olvidar el Capítulo de culpas cada semana! En él nos acusábamos en público de faltas menores en contra del silencio, la modestia, la caridad y otros pecadillos por el estilo. Nunca faltaba una voz como de ultratumba que resonaba en la capilla lúgubre y oscura “proclamando” al hermano que se había olvidado de confesar alguna de las faltas cometidas.

Fueron legendarias las charlas sobre espiritualidad e historia dominicanas del P. Maestro de Novicios. No cesó de repetir la importancia de la “observancia” de las Constituciones.  Nos hizo aprender de memoria la Regla de San Agustín (Ante omnia, fratres carissimi, diligatur Deus, deinde proximus, quia ista sunt praecepta principaliter nobis data… Este era el comienzo. Y terminaba: Ubi autem sibi quicumque vestrum videt aliquid deesse, doleat de praeterito, caveat de futuro, orans ut ei debitum dimittatur et in temptationem non inducatur) ¿Qién no lo recuerda?

De él aprendimos la importancia de los “consejos evangélicos”, los tres votos, como camino de perfección, la importancia de la oración (sobre todo el Oficio Divino), de la modestia, del silencio, del sacrificio y muchas cosas más. Sobre todo, la importancia de la obediencia. Quizá la nuestra no tenía que ser como la de los jesuitas “perinde ac cadaver”, pero se acercaba. Tenía que ser “perinde ac persona in statu comatoso”. Como escribió Humberto de Romanis, “para que vuestra obediencia sea agradable a Dios todopoderoso, procurad que sea pronta sin dilación; devota sin desdén; voluntaria sin contradicción; sencilla sin discusión; ordenada sin desviación; alegre sin turbación; fuerte sin pusilanimidad; universal sin excepción y perseverante sin interrupción”

Muchas de las charlas del P. Maestro estaban basadas en los escritos del  citado Venerable Humberto de Romanis (1194-1277), quinto Maestro General de la Orden (1254-1263), cuya obra Vitae Fratrum y sus comentarios sobre la Regla de San Agustín reflejan el espíritu original del carisma de la orden.

¿Cuáles fueron los libros que alimentaron nuestra espiritualidad durante el noviciado y más adelante durante los largos años del estudiantado?

El Kempis fue siempre uno de los favoritos. Fueron también muy importantes, los libros sobre la vida de los santos, sobre todo los santos dominicos como Santo Domingo, Santo Tomás, San Vicente Ferrer, San Luis Beltrán, San Jacinto de Polonia, San Raimundo de Peñafort, San Alberto Magno, San Antonino de Florencia…. y santas como Santa Catalina de Siena, Santa Rosa de Lima y Santa Inés de Montepoliciano. Hoy habría que añadir una larga lista de santos canonizados después, sobre todo por Juan Pablo II. San Martín de Porres, San Juan Macías, los mártires de China, Japón y Vietnam no eran “santos” en aquel entonces.  Nuestro Breviario también incluía los muchos “beatos” de la orden.

Hablando de la vida de los santos, hay algo que siempre me resultó chocante y no muy edificante. Me refiero al ejemplo de santos como San Luis Gonzaga a quien, como patrono de la juventud, se presentaba como un modelo a quien imitar. Sus hagiógrafos nos lo presentaban tan “puro” y “angelical” que no se atrevía a mirar a la cara de ninguna mujer, ¡ni a su misma madre! Se puede argüir que ejemplos como éstos son más propicios para producir psicópatas que santos.

Por muchos años estuvieron de moda los libros de Tihamer Toth (1889-1939), obispo de Veszprem (Hungría), de quien todos recordamos su obra más leída Energía y Pureza. Los libros del Abad Benedictino Dom Columba Marmion (ahora beato) estuvieron también entre los favoritos. Muchos leyeron sobre la vida y espiritualidad de Sor Isabel de la Trinidad, como también los libros de espitualidad del P. Juan González Arintero y del P. Garrigou-Lagrange. Libros como Teología de la Perfección y Teología de la Salvación del P. Royo Marín fueron también importantes. Historia de un alma de Santa Teresita del Niño Jesús pasó también por nuestras manos como lo hicieron también las obras de San Francisco de Sales y San Alfonso María de Ligorio.  Por razones obvias, algunos de nosotros leímos con placer y entusiasmo a Santa Teresa de Jesús y a San Juan de la Cruz. Otros prefirieron las obras del jesuita Alfonso Rodríguez.

Naturalmente, hubo muchos más. No hay que olvidar que nuestros superiores y directores espirituales habían seleccionado todos estos libros por su doctrina sana y ortodoxa.

De todos los libros que yo leí, recuerdo especialmente por su impacto El valor Divino de lo Humano del recientemente fallecido Jesús Urteaga Lloidi, sacerdote del Opus Dei, y, años más tarde, Una religión para nuestro tiempo de Luis Evely.

Todos sabemos que el Maestro de Novicios era el P. Vidal Fueyo. El P. Isidoro Garrido era el Socio y Prior del Convento el P. Emiliano Berlana. Nunca se olvidarán los nombres de los Padres Romo, Calle, Valentín, Eduardo, Gavilán y Evaristo Rojo quienes, entre los ministerios que tenían, fueron nuestros confesores. Padres más jóvenes como Jesús Santos y Alberto Martín enseñaban en el Colegio. ¿Y quién no recuerda al médico del Convento, Don Adolfo?

Todos tuvimos que escribir una breve biografía en el libro oficial del noviciado. Lo hicimos en latín siguiendo un formato más menos como este: Ego, Ioannes Iosephus Luengo Garcia, natus fui in Narrillos de San Leonardo, Abulae, die 28 Martii, anno millesimo...También incluimos el nombre de nuestros padres y algunos detalles más. No era más de una página. Me imagino que todos esos libros oficiales se habrán conservado en el archivo del Convento.

Durante los años de colegiatura las filas se formaban por orden alfabético. Esto cambió en el Noviciado, donde se comenzó a hacer por orden de edad: de los mayores (Baltasar Carrascal, Alberto García…) a los más jóvenes (Antonio Luciano López, Eduardo Vaquero). Yo recuerdo estar en mi fila entre Alfredo Díez y Calixto Franco.

Cada uno de nosotros tenía su celda particular. No era el Hotel Hilton, pero fue una mejora. A propósito de esto, desde el Noviciado y durante todo el Estudiantado siempre nos estuvo prohibido entrar en la celda de otro hermano.

Desde el primer día del Noviciado nos enseñaron a tratar a los demás novicios como “fray” y a los padres como “su reverencia”. Comenzamos a comer en el mismo Refectorio de los Padres. Además, siguiendo una tradición muy dominicana, se servía la comida empezando por los de “abajo” y así al P. Prior se le servía el último. Siempre comíamos en silencio mientras escuchábamos la lectura de libros piadosos y edificantes.

A cada novicio de le asignó un oficio. Había enfermeros, sacristanes, jardineros, peluqueros… A mí me tocó el oficio de encuadernador, algo así como cirujano de libros que necesitaban alguna operación quirúrgica.

Había también algunas tareas en las que todos nos turnábamos como la de servidores en el comedor o la de iniciar algunas de las partes del Oficio Divino en el coro. Hablando del coro, no podemos olvidar que José García y Jesús María Pitillas eran los cantores y encargados de dirigir la música.  Era costumbre los sábados el cantar la letanía de la Virgen y lo dirigían los dos novicios asignados para la semana.

Como no todos los novicios tenían talento para la música, a veces el resultado era más cómico que piadoso. A mí te tocó hacerlo con Agustín Requejo y hay que reconocer que la naturaleza fue cruel con los dos en lo que se refiere a la música.

Era octubre cuando murió el Papa Pío XII y fue elegido el Papa Juan XXIII.  Con este motivo creo que nos aprendimos de memoria el nombre de todos los cardenales: Roncalli, Canali, Agagianian, Tisserant, Pla y Deniel, Gracias, Siri, Quiroga Palacios, Lercaro…

Meses más tarde Juan XXIII anunciaría la convocación de un nuevo Concilio Ecuménico. Por supuesto, en aquel entonces nadie tenía idea de lo que luego pasaría en él. El Espíritu sopla donde, como y cuando quiere nos dirían muchas veces…

Como tradición de la Orden, a partir del 2 de noviembre, día de los difuntos, comenzamos a usar la capa negra encima del hábito hasta el canto del Gloria en la misa de la Vigilia Pascual el Sábado Santo. Esta vestimenta era impresionante para la gente de fuera al vernos caminar en grupo o en procesión fuera del convento. Por algo nos llamaban los “pingüinos”.

Noviembre de ese año no me trae buenos recuerdos. El 27 de ese mes falleció mi padre a los 58 años.  En aquellos tiempos no estaba permitido el ir a casa para el funeral durante el Noviciado. No cabe duda que esta práctica era un mensaje inconfundible para convencernos de que “hay que renunciar al padre, y a la madre…para quien busca el Reino de los Cielos”.

Unos meses más tarde murió el P. Emiliano Berlana, prior del convento. Todos recordamos la costumbre de velar a los difuntos hasta el momento del entierro. De dos en dos, de día o de noche, nos reuníamos para recitar salmos durante un par de horas cada grupo.  Fue una experiencia inolvidable, espiritual y macabra al mismo tiempo. Esto se repetiría muchas veces más durante los años de estudiantado.                                                                                                         
¿Quién no recuerda aquellas procesiones en el convento de Santo Tomás de Ávila marchando en procesión desde la iglesia hasta el cementerio cantando el salmo Miserere mei, Deus en tono peregrino?

Ya que hablamos de los muertos, hay que mencionar que en el mes de abril de 1959 murió el P. Valentín Moreno.

Como nuevo Prior del convento de Ocaña fue elegido el P. Quintín García, quien estaba asignado a Filipinas al ser elegido. A parte de que los dos eran calvos y más bien bajos, el contraste entre el P. Berlana y el P. Quintín no podia ser más marcado, como el Gordo y el Flaco de las películas de aquella época. El P. Berlana, con su voz pausada y solemne, representaba la calma y la tranquilidad, el P. Quintín, con su voz atiplada y chillona, era capaz de alterar la calma hasta de los muertos. 

Creo que fue durante la primavera cuando el P. Fueyo hizo un viaje de varias semanas a Estados Unidos a visitar lugares conocidos y amigos del pasado.  Como muchos padres de la provincia, había estudiado en Ponchatoula, en el Estado de Lusiana y quizá también trabajó en una de las parroquias que la provincia tuvo por un tiempo en Nueva Orleans. En 1911, la provincia abrió un convento en Ponchatoula donde estudiaron Teología e inglés muchos de los sacerdotes asignados a Manila. Esto tuvo lugar cuando era provincial el P. Buenaventura García de Paredes y General de la Orden el P. Jacinto Cormier. Por razones que desconozco, todo terminó en 1938 siendo General el P. Martín Gillet.

Recuerdo muy bien que en su viaje a Estados Unidos el P. Fueyo fue cargado de rosarios para regalar, rosarios que fueron hechos por varios novicios, como Santiago Fuertes, que tenían habilidad para esos menesteres.

Después de recordar algunas de las anécdotas de aquel año especial, no viene mal recordar quiénes fuimos los que vivimos esa experiencia que nos marcó a todos de una manera profunda.

En La Mejorada en 1953 habíamos entrado unos 150. En 1958 tomamos el Hábito. Incluyo la lista (por orden alfabético) de todos los que aparecemos en la foto “oficial” tomada al comenzar el Noviciado. Para refrescar la memoria, indico la provincia en la que nació cada uno de nosotros.

José Luis Abad(Burgos), Salvador Albarrán(Salamanca), Balbino Arias (León), José Manuel Asenjo (León), José María Bermejo (Palencia), Juan María Borde (Vizcaya), José Luis Burguet (Asturias), Julián Cabestrero (Burgos), Baltasar Carrascal (Zamora), Agustín Carricajo (Zamora), Florentino Casado (Palencia), Amador de Bustos(Palencia), José Antonio de Cea (Palencia), Aureliano de la Fuente (Cuenca), Juan Manuel del Pozo (Ávila), Teodoro del Pozo (Palencia), Alfredo Díez (León), Felipe Escanciano (León), Emilio (“Titi”) Fernández(Asturias), Santos Fernández (Cantabria), Calixto Franco (Palencia), Lázaro Fuentes (León), Santiago Fuertes (Valladolid), Miguel Gabela (León), Andrés Galán (Ávila, nacido en mi pueblo), Alberto García (Asturias), José García (Burgos), Pedro García (León), Manuel Gómez (Ávila), Teodoro González(Ávila), José Hernández (Salamanca), José María Ibáñez (Madrid), Adalberto Izquierdo( Burgos), Antonio Luciano López (León), Ricardo López(Ourense), Juan José Luengo (Ávila), Marcos Mallavibarrena (León), Teodoro Martín(Palencia), Faustino Martínez (Asturias), José María Martínez (Ávila), Juan Luis Martínez (Asturias),Timoteo Merino (Palencia), Salustiano Moreta(Ávila), Jesús María Pitillas (Navarra), Juan Postigo (Segovia), Agustín Requejo (Asturias), Graciano Reyero (León), Antonio Sáez (Ávila), Jesús Sánchez Sendino (Palencia),Tomás Sánchez (Ávila), Jovino San Miguel (León), José Luis Santervás (Valladolid), Alejandro Valbuena (León), Eduardo Vaquero (Ávila), José Antonio Vigara(León).

No fueron muchos los que se salieron durante el Noviciado. Cumplido el año, el 6 de agosto, y después de una semana de Ejercicios, hicimos la profesión simple.

El curso siguiente al nuestro tomó el Hábito el 4 de agosto y convivimos con ellos unas semanas antes de ir a Ávila. Allí comenzamos una nueva etapa de nuestra interesante peregrinación.

No es que sea muy importante, pero recuerdo que hasta que no llegaron los del curso siguiente a Ocaña no nos enteramos de que Federico Martín Bahamontes había ganado el Tour de France. ¡El primer español que lo consiguió! ¡Ocaña, Delgado, Induráin, Sastre y Contador vendrían años después!

Friday, April 22, 2016

CASTILLA LA VIEJA: ¡MIRA…NENU…PAEZ LA MAR! (III), por Faustino Martínez

Estación del tren de Olmedo. Aquí nos apeamos y nos esperaba
 un Padre Dominico (Imagen del autor)
La llegada a Medina del Campo.
Muy de madrugada mi padre me despertó y me dijo que ya habíamos llegado. Mis ojos se encontraron con un espectáculo inimaginable y nunca visto: ¡La llanura infinita de Castilla! Se podía ver el amanecer sobre un horizonte totalmente llano y sin nubes que parecía el mar. ¡Ninguna montaña! La atmósfera era luminosa a pesar de que estaba amaneciendo.
Estábamos llegando a la estación de Medina del Campo [ENLACE PRIMER PARTE DEL RELATO]. Mi padre recorría con su vista aquellas inmensas y luminosas llanuras. Al bajar del tren, muerto de sueño y con el sopor todavía sin sacudir, vi que también bajaban no sólo los chicos que habían subido en Mieres, en Pola de Lena y en Campomanes. ¡Allí me encontré con dos chicos de Colunga, que venían acompañados con el padre de uno de ellos! Habían subido al tren en Oviedo y habían venido en otro compartimento lejano a nuestro vagón. Era Juan Luis Martínez Álvarez, hijo del Juez de Colunga, y José Brau hijo de un Guardia Civil de esta localidad. No les conocía, pero mi padre sí reconoció al Juez, al padre de Juan Luis. Mi padre le saludó y el Juez de Colunga le trató también con mucha amabilidad. Nosotros nos miramos sin decir palabra. La somnolencia y la novedad de lo que nos esperaba nos hizo estar a la expectativa de los acontecimientos que se nos avecinaban.
Viendo a mi padre [SEGUNDA PARTE DEL RELATO] observar el paisaje de aquella inmensa llanura de Castilla, llegué a pensar si a mi padre aquella planicie castellana le evocaría el recuerdo de cuando estuvo en Belvís de La Jara, (Toledo) en un Campo de Concentración, en un batallón de trabajadores cuando la Guerra Civil. Para él también fue, en aquel entonces, su primera experiencia de las llanuras de la Meseta. Su viaje hacia el Campo de Concentración de Belvís de la Jara lo había hecho en vagones de ganado como prisionero de guerra y en penosas condiciones, no como este tren que nos había traído hasta Medina del Campo.
La mañana era novedosamente fresca para mí. Un aire limpio, lleno de una frescura inédita para mi piel penetraba por mis pulmones impregnado de olor a jara y a pinos. No estaba acostumbrado a aquel frescor, casi “xelada”, que en la costa asturiana es inexistente. Me acordé de lo que me decía mi madre de la conveniencia de ir a “tomar los aires de Castilla” que eran muy sanos para las gentes del norte.
Mi padre, acostumbrado en las madrugadas de pesca a contemplar en la mar los amaneceres también se sorprendía ante aquel espectáculo del amanecer radiante y luminoso de Castilla. ¡Mira… - me comentaba -  parece la mar…! Yo también miraba atónito aquel paisaje nunca visto ni imaginado por mí. Como he dicho, solo estaba acostumbrado al paisaje de mi primer marco vital: el horizonte del mar Cantábrico al norte, y las montañas del Sueve al sur. Ante mí solo había una llanura sin verdor. Yo estaba familiarizado con la mar, con las montañas y sobre todo con el color verde de nuestra “tierrina” asturiana. Ahora el color verde y las montañas habían desaparecido.
Lo que más me llamó la atención, además de aquellas inmensas llanuras, sin montaña alguna a la vista, fue el color amarillo de aquella tierra. Pasado el tiempo me sorprenderían las casas de barro, de adobe que descubrí en uno de los paseos largos hacia Calabazas y Olmedo. No sabía el porqué de aquel tipo de materiales para la construcción de aquellas aparentes míseras casas. Pero el adobe de barro y pajas tenían su razón de ser.
Como he dicho, al apearnos del tren estaba muerto de sueño de pie al lado de mi padre y de mi inseparable maleta en la Estación de Medina del Campo, junto a otros tantos críos igual que yo muertos de sueño y con incipiente morriña. Otros estaban sentados en los escasos asientos de la estación y los que no, utilizaban su pequeña maleta como asiento. Todos esperábamos el trasbordo que nos llevaría desde Medina del Campo a Olmedo. Por fin, unas voces por la megafonía de la estación, nos anunciaron el trasbordo.
El nuevo tren era más corto y pobre. Los vagones y los asientos eran de madera. Era el tren Medina – Segovia. Desde el asiento de madera pude ver a mi derecha el majestuoso Castillo de La Mota. Comenzaba a disfrutar viendo aquellos vestigios de la Historia de España, de los Reyes Católicos y de tantos edificios, caminos y tierras escenarios de importantes acontecimientos históricos. Comenzar a dejarme empapar y rodearme de aquel marco histórico me producía un enriquecimiento de mi sensibilidad que me hacía proyectarme en el tiempo y comprender aquella tierra castellana, que parecía ser muy diferente del paisaje habitual que había envuelto mi infancia. Pero tardaría todavía un tiempo en amar y comprender a Castilla, que por lo que iba descubriendo me parecía “fría”, reseca, austera y pobre con color amarillento de adobe.
Aquel tren pronto se adentró por un bosque de nuevos árboles, inéditos para mí. Eran los inmensos e interminables pinares entre Medina y Olmedo.
La llegada a Olmedo. Viaje en remolque de tractor hacia La Mejorada.
El día 29 de septiembre de 1953, martes, llegábamos a la estación de Olmedo. Apenas hablábamos entre nosotros. Quizás por sueño, o porque se había acabado la “excursión”, o porque íbamos tomando conciencia de la nueva situación que nos esperaba. Todo era una incógnita. Yo me preguntaba cómo sería aquel Colegio de los Dominicos del que tanto había oído hablar a mis amigos de Llastres, cómo me iría, qué nuevos amigos haría. Me preguntaba si habría buenos campos de fútbol. Me imaginé que, vista la llanura castellana, los campos de futbol, al menos, serían llanos. No como el de Llastres, que para mi desgracia estaba desesperantemente en cuesta.   
Algo comencé a echar en falta. Por el momento no veía ningún campo verde que pudiera garantizarme que aquellos campos de futbol con los que soñaba pudieran convertirse en un terreno de juego como el del Molinón. Por el contrario, todo era amarillo y pedregoso. Es curioso constatar hoy las diferentes motivaciones y centros de interés que existen en el mundo percibido y vivido por un adolescente. ¡Qué poco tienen que ver con el mundo de los mayores!
Nos apeamos en la Estación de Olmedo. Serían las 8 de la mañana. El sol se iba levantado lentamente por el este. Las bocanadas de aire fresco y seco llenaban mis pulmones. Nunca había sentido aquella frescura de una atmósfera tan limpia y seca ni tampoco había experimentado una helada. El residuo de una noche fresca, casi una anticipada helada otoñal seguía impactando sobre mi rostro acostumbrado a las templadas mañanas del Cantábrico por esas fechas.
Al bajar del tren vimos que allí nos estaba esperando un Padre Dominico. Me llamó la atención su hábito blanco y su amabilidad para con nosotros. Todos escuchábamos atentos sus orientaciones. Teníamos que esperar a que llegase el vehículo que nos aproximaría hasta La Mejorada. Por mi parte cada vez me aferraba más a mi padre tomando conciencia de que aquella “excursión” se estaba terminando, como intuyendo que comenzaba para mí “otro largo viaje” y que me iba a quedar allí durante un año sin volver a verle. Me acordé de mi madre, de mi hermano y de mi hermanina. Comencé a sentir lo que nunca había sentido, una emoción nueva con sabor amargo. Le llamaban “murria o morriña”.
Todos los críos nos volvíamos a mirar unos a otros, a estudiarnos recíprocamente. No hablábamos entre nosotros. Me llamó la atención el letrero que ponía bien visible en la pared de la Estación de Olmedo. “¡Cuidado con los rateros!”.
Aquel día llegaríamos unos cincuenta críos, procedentes de Asturias, León, Palencia, Burgos, Santander y Orense. Otros que venían de otras partes de España llegarían por la tarde. En total terminamos siendo 150 compañeros del primer curso de Bachillerato. Veníamos de todas partes de la Península. Cada cual traíamos con nosotros una pequeña maleta con las ropas que previamente nos habían indicado los Padres Dominicos. A nuestro lado estaban nuestros padres, casi todos curtidos por aquellos difíciles años de la post guerra civil española y antiguos soldados de los dos ejércitos que se habían enfrentado entre sí. Con el tiempo fui descubriendo la procedencia de mis compañeros de curso.
Predominaban los castellanos de Zamora, Burgos, Palencia, León, Ávila, Salamanca, Segovia y Valladolid. Al lado de todos estos amigos de la tradicional e histórica Castilla, estábamos curiosamente un grupo bastante numeroso de asturianos, la gran mayoría de las Cuencas Mineras. Había también adolescentes unos pocos procedentes de Vascongadas y de Navarra. Estaban en minoría los procedentes de Madrid, de Cuenca y Extremadura. Había algún aragonés, algunos gallegos de la provincia de Orense y un catalán. Todos estábamos circunspectos, callados y nos escudriñábamos unos a otros.
Aquella mañana castellana, soleada y fresca de finales de septiembre se aliaba como ya he dicho con un incipiente sentimiento nunca sentido por mí: le llamaban “morriña”, “murria”. Por los efectos que observaba en mis futuros compañeros debíamos estar todos sintiendo lo mismo. Yo nunca había sentido aquello. Era una sensación de tristeza producida por la pérdida de la presencia de nuestros seres queridos, de nuestros padres, de su sombra protectora en una edad donde se necesita “beber” el cariño de la madre y del padre. Intuimos la soledad, la “intemperie” afectiva en que íbamos a quedar.
¡Nunca había sentido semejante emoción y estado de ánimo, porque siempre estuve rodeado del amor de mis padres y de mi hermano! ¡Además ahora tenía una “hermanina” en la cual también yo volcaba mi cariño y ternura! ¿A quién le iba yo a dar mis besos y abrazos? ¿Quién me los iba a dar a mí? Mientras los tenía en la atmósfera de mi casa no los echaba en falta. Uno no es consciente de lo que se tiene hasta que está a punto de perderlo. Yo sabía que mi padre, mi madre, mi hermano y la hermanina estaban en Asturias, que me seguirían queriendo, pero iba a estar físicamente muy lejos de ellos durante diez meses. ¡Y de ello estaba comenzando a tomar nota en medio de aquella árida llanura desierta y llena de adolescentes que parecían estar igual que yo de solos!
El tiempo y la irremediable adaptación me harían volcarme afectivamente con mis nuevos amiguinos que allí iba a hacer.
Esperamos durante una media hora delante de la vieja estación de Olmedo.  Aquel Padre Dominico que nos acogía nos fue dando las primeras instrucciones. Por lo que luego supe era el Padre Abelardo Panizo. Mientras esperábamos el medio de transporte que nos llevaría al Colegio, todos estábamos en silencio. Yo me pegaba a mi padre como nunca lo había hecho. Los dos controlábamos nuestra maleta. Me fui fijando en los hombres que acompañaban a sus hijos. Eran hombres de la generación de mi padre, con ropas oscuras y gruesas zamarras. Casi todos llevaban boina. Allí había mineros de la Cuenca del Caudal y del Nalón de facciones duras, arrugados, curtidos y envejecidos antes de tiempo. Los castellanos traían ropas nunca vistas por mí, con gruesos pantalones de pana negra y parecían menos elegantes que los asturianos.
Yo nunca había visto la pana y ahora veía a los nuevos compañeros castellanos y leoneses dominantemente vestidos de su inconfundible pana. Me llamó la atención, por lo que fui comprobando pasados los días, que los que venían de las aldeas de Zamora y Salamanca todos sus pantalones eran de pana y sorprendentemente les llegaban más debajo de la rodilla, hasta la mitad de la pierna. Esta estética no me era familiar, pero debían estar muy bien abrigados para un clima castellano extremado al que estaban acostumbrados a hacer frente. Los asturianos parecían mejor vestidos, como si el nivel de vida fuera superior, dentro de las carencias de aquellos años de la postguerra.
Seguimos esperando el autobús que nos transportara hasta el famoso colegio. Por fin nos anunció el Padre Dominico que había llegado y nos esperaba en la explanada adyacente a la estación del tren. Cogimos nuestras maletas y nos apresuramos a ir hacia el autobús. No sé por qué siempre que un grupo de personas quieren acceder al tren o a un autobús se apresuran como si temieran perderlo o que se marche sin ellos. Así nos apresuramos todos a ir hacia el bus.
¡Pero allí no nos esperaba un autobús como el ALSA al que yo estaba acostumbrado y me imaginaba!
Muy amablemente el padre Dominico nos anunció a todos que deberíamos subirnos a un amplio remolque tirado por un tractor que nos llevaría durante cuatro kilómetros desde Olmedo hasta La Mejorada.
Me pareció un tanto extraño aquel medio de transporte humano. Yo estaba acostumbrado, a pesar del atraso de aquellos tiempos, a ver ALSAS y algún que otro autobús para el transporte de pasajeros. Pero no a un tractor tirando de un remolque repleto de gente de pie. En fin… era lo que había. ¡Allí estabael tractor agrícola enganchado al remolque! Subimos un tanto apretados entre padres, niños y maletas. Todos de pie sin tener donde sentarnos fuimos haciendo equilibrios para no caernos en los baches y nos dirigimos en varios turnos hacia La Mejorada. A nosotros nos tocó en el primer turno de aquel típico e inusual transporte. Iríamos unas veinte personas en total en cada turno. El tractor con su carga humana de remolque enfocó la carretera que cruza la población de Olmedo. Me llamó la atención el ver restos de su muralla medieval.
Una vez que atravesamos Olmedo, el tractor con su remolque se desvió hacia un camino polvoriento y pedregoso. Me impresionó ver casas hechas de barro. Desde mi corta perspectiva e ignorancia infantil nunca había visto casas de barro. En Asturias, la abundante lluvia las hubiera deshecho en el primer chubasco. Allí, a las afueras de Olmedo, había muchas construidas con adobe. Luego supe lo que era el adobe y comprendí sus ventajas y utilidad. Pero me parecían míseras y sucias.
El tractor y su remolque se iban adentrando despacio y con precaución por el medio de aquella población histórica. No había tráfico y me llamó la atención los soportales de su casco urbano. Atravesamos Olmedo y rápidamente el tractor con su remolque humano se desvió por el camino polvoriento y pedregoso. Según pasaban los minutos parecía que nos introducíamos en un desierto deshabitado.
Como he dicho, todos íbamos de pie haciendo esfuerzos por no caer en cada bache. Aferrado a mi padre, mi mirada iba resbalando por aquel nuevo paisaje desierto. No veía ninguna casa, tal como se acostumbran a ver diseminadas por el paisaje del campo asturiano. Volví a extrañarme de que allí no había nada verde. Ninguna montaña a la vista. Ni siquiera “felenchu” (helecho) tan frecuente en el paisaje norteño. Mi ignorancia de niño era patente. Estaba claro que no sabía nada del clima extremado de mi nueva tierra castellana. Solo una inmensa mancha pardusca, verde oscura, llenaba el horizonte. Mi padre volvió a decirme que le parecía increíble aquella inmensidad que le recordaba el horizonte de la mar que él navegaba y conocía.
- ¡Mira… nenu… paez la mar…! Yo no comentaba nada. Solo miraba y me parecía que mi padre estaba algo decepcionado por el inesperado remolque en tractor y la desolación de aquel árido paisaje amarillento.
Dicen que las primeras impresiones marcan. Por mi parte iba procesándolo todo. En principio me parecía extraño aquel paisaje nunca visto al que tendía que adaptarme, a su clima, a sus gentes, a su historia. Tardé años en degustar Castilla y su historia. Con el tiempo me enamoraría de ella. No sabía entonces por qué aquella inmensidad estaba despoblada de caseríos. El punto más cercano donde uno podía encontrar un núcleo urbano estaba a cuatro kilómetros, que era la población de Olmedo.

Luego descubrí que había otra aldeucha a unos tres kilómetros que se llamaba Calabazas. Pero de por medio ¡nada, ni una casa! Todo parecía un desierto deshabitado, solitario, con pinares lejanos que parecían infinitos y con plantaciones de viñedos. Ni siquiera el camino polvoriento que nos facilitó la llegada estaba asfaltado. El suelo era pedregoso, reseco y árido. Como he descrito, no veía nada verde, ni una hierba, ignoraba que el clima extremado de su clima no lo permitía.

Friday, April 15, 2016

AUTOENTRENAMIENTO, por Alberto García

Entrada a La Mejorada (Olmedo)
Mi mujer cree que debería apuntarme a uno de esos cursillos que imparten en los centros sociales del Ayuntamiento, para entrenar y reforzar mi flaqueante memoria.
Personalmente rechazo la sujeción a cualquier horario y considero esa libertad -sin horarios- uno de los mayores placeres de mi jubilación, y, además, yo que me precio - right or wrong - de mis capacidades como autodidacta, he decidido autoentrenarme.
¿Cómo hacerlo?  Se me ha ocurrido que relatar antiguas experiencias anecdóticas de mi vida podría servir para el susodicho entrenamiento y para demostrar que mi memoria aún no está desahuciada.
Cuando ya estoy más cerca de los 80 que de los 70, no os resultará difícil imaginar mi estado de ánimo sosegado. Las pasiones aquietadas y la mente serena. Sin duda, tiempo propicio para los recuerdos, o como suele decirse, para contar batallitas.
Del "guaje" que triscaba por los vericuetos del valle del Güerna sólo queda una neblina de recuerdos borrosos, como sueños antiguos, salpicados de algunos claros, como hitos que han dejado una huella más profunda.
Eran los años 40 del pasado siglo. La aldea, en mitad del valle, rodeada de prados, bosques de castaños, robles, avellanos silvestres salgueras, fresnos…. Más cerca, las huertas de patatas y hortalizas. Un poco más allá, las erías de maíz y escanda. Las pequeñas cosechas de aquellos minifundios, junto con los animales domésticos -vaca, gochu, pitas...-, ayudaban, sumados a los magros sueldos, conseguidos dura y peligrosamente en las minas de carbón por los padres de familia y los hijos mayores de 14 años, a sacar adelante a las familias numerosas.
La pobreza de las escasamente acondicionadas casas, sin agua corriente, era aliviada, en invierno, por el calor de las cocinas del carbón que los mineros recibían mensualmente como salario en especie, y durante las estaciones más templadas, por el estilo de vida al aire libre, en aquellos paisajes de prados, arboledas y montañas.
Había una escuela mixta a la que asistíamos más o menos esporádicamente, cuando otras labores más necesarias para la supervivencia no nos lo impedía, alrededor de una veintena de "guajes", de entre 6 y 13 años.
El cura de la parroquia tenía lazos familiares y de amistad con los dominicos del Santísimo Rosario de Filipinas y reclutaba "guajes" que le parecían aptos para la escuela apostólica que los dominicos tenían en Valladolid. Así llegué yo, un verano del año 1952, al colegio de La Mejorada, con el visto bueno del cura y la seria advertencia de mis padres, familiares y vecinos, "ya sabes, estudia y aplícate bien. Si no, pa la mina, como tu padre y tus hermanos".
El brusco trasplante al internado, en medio de la meseta castellana fue ciertamente un traumático desarraigo. Adiós a los risueños paisajes verdes y agrestes de la aldea. Adiós a los amigos de las correrías de la infancia. Adiós a la familia. En el duermevela de los anocheceres, en aquel frío dormitorio corrido, soñaba semidespierto que un gran terremoto transportara el colegio, indemne, a las praderas alrededor de mi añorada aldea. Pero rendirse y abandonar, imposible. Por pura vergüenza torera.
Los años pasan con mil altibajos, experiencias y escaramuzas. De los éxitos, y, sobre todo, de los fracasos uno va aprendiendo, - "willy nilly"- casi siempre con retraso, a salir a flote.
Los años de estudio y formación en la disciplina de austeridad monacal dominicana, me ayudaron enormemente en la lucha competitiva del mercado laboral en que me ví inmerso.
Fui progresando en lo económico, mas o menos, al mismo ritmo que mejoraba el país por los años 60. Emocionalmente llegué a estabilizarme, después de las dudas, zozobras y escaramuzas de los años juveniles. Dos días antes de cumplir los 33, vine a caer rendido en las redes de una castellana. Juntos fundamos nuestro hogar. Criamos dos hijos, y ahora, 44 años después, disfrutamos de 4 nietos.
Tras 12 años en el mundo de la empresa, sector de ventas, cambié al campo de la enseñanza, donde permanecí muy feliz hasta mi jubilación a la provecta edad de los 65 años.
Durante los 12 años largos en la empresa americana de productos farmacéuticos, viajé asiduamente por gran parte de la mitad norte de la península y aprendí -one lives and learns- a desenvolverme y relacionarme en un ambiente, para mi, nuevo.
En la enseñanza me he sentido más relajado, en mi salsa, tanto por mi preparación remota de los años con los dominicos, las tablas adquiridas en el mundo estresante de las ventas, como por mi temperamento. Todo ello me hizo la vida del instituto agradable y hasta divertida. Todavía hoy me "descorromoño" cuando recuerdo anécdotas con los jóvenes adolescentes. Y puesto que recordar es el leitmotiv de este relato, vamos con dos o tres anécdotas, de las muchas que recuerdo, que me parecen divertidas.
                ========================================================
   ----Una buena mañana, entro en clase y me encuentro una de las alumnas quinceañera, cuyo pupitre estaba en primera fila, delante de mi tarima, con la cabeza rapada al cero. Donde el día anterior lucía una alegre, abundante cabellera, hoy, aquel cráneo desnudo, pero que, para mi asombro, me pareció no restaba una pizca de atractivo a la exuberante adolescente. Seguimos la clase tan normal, no sin algunas furtivas miradas de extrañeza. Cuando sonó el timbre para finalizar la clase y los estudiantes iban levantándose y saliendo, no pude aguantarme y le pregunté,
  - ¿Qué te ha pasado?
  - Y ella, con toda naturalidad,
  - No, nada. Es sólo para hacer rabiar a mi madre.

               ========================================================
      En otra ocasión, trabajando con un grupo, uno de los chicos estaba especialmente inquieto y hablador. Me acerqué con intención de tranquilizarle, y en tono amistoso-jocoso, suficientemente alto que oyó toda la clase le dije,
   -Cálmate hombre y trabaja un poco o voy a tener que nombrarte zascandil número 1 de la clase.
    Hubo algunas risas y todo siguió como la seda.
    A la hora del recreo, cuando bajé a la cafetería, me encuentro al grupo de estudiantes alrededor del recién nombrado ZASCANDIL NÚMERO 1 que estaban celebrando el nombramiento con gran jolgorio. El protagonista exhibía orgullosamente sobre el pecho un folio con la leyenda, ¡¡ ZASCANDIL NÚMERO 1!!

            ========================================================
En una de mis estancias veraniegas en Inglaterra con un grupo de Alumnos, estábamos en Mill Hill, al norte de Londres, Borough of Barnet, en un colegio del grupo Camp Beaumont. El colegio ocupaba una gran finca con praderas, arboledas, campos de deportes y piscinas. Había estudiantes adolescentes de varios países. Mi grupo de asturianos; madrileños, daneses, un grupo de chicas noruegas, cuatro o cinco japoneses, otro grupo de italianos y, por último, dos árabes. Uno de ellos era grandote y desgarbado. El otro, menudo, morenito y bien parecido.
 Dos atardeceres a la semana, en un edificio separado de la zona de clases, los estudiantes tenían sesión de discoteca - sin alcohol-. Durante una de esas sesiones, mientras yo paseaba cerca de la discoteca, evitando el estruendo musical del interior - sólo entraba un momento, al inicio de la sesión, para que mis estudiantes supieran que estaba por allí- se me acercan los dos árabes con caras un tanto alteradas y me preguntan,
   - ¿Qué es GILIPOLLAS?
    Inmediatamente se me encendió la bombilla.
   - ¡Vaya!, -pensé- ya algún madrileño ha llamado gilipollas al grandullón este.
    Sin inmutarme y alegremente, con una gran sonrisa, le dí unas amistosas palmadas en la espalda al tiempo que le decía,
     -¡ Gilipollas is Friend! ¡¡FRIEND!!, ¡¡ FRIEND!!, ¡GILIPOLLAS!!!, ¡FRIEND!!!, ¡¡ FRIEND!!!
     Les cambió la cara y se pusieron muy contentos.
   Yo inmediatamente me las arreglé para correr la voz entre los estudiantes asturianos y madrileños.

    Aquella velada de disco acabó con los estudiantes españoles y árabes abrazándose jubilosamente al grito de, ¡¡FRIEND!!, ¡GILIPOLLAS!!!, ¡¡¡GILIPOLLAS!!!, ¡¡¡GILIPOLLAS!!!, ¡¡¡FRIEND!!!.

Friday, April 1, 2016

LA DESPEINADA, por Germánico Revuelta*

Canto I
Torre de San Pedro Mártir,
esbelta, gentil, graciosa,
yo quisiera que al oído
me dijeras una cosa.
Dime: ¿es que no has tenido tiempo
de peinar tu cabellera,
que igual te encuentro en verano
que estabas en primavera?
Como una palma de Cades
te elevas entre los cielos,
pero todo lo estropeas
con esos dichosos pelos.
¡Ay! Manola, Manolita,
¡ay! Manolita, Manola,
mucho pelo en la cabeza
y poco seso en la chola.
Me pregunta a mí la gente,
y me da mucho coraje,
¿cuándo va usted a quitar
de la torre el andamiaje?
Al resplandor de la aurora
tus cabellos plateados,
parecen púas de erizo
por el centro y por los lados.
Con el clavel entre el pelo
pareces una andaluza,
y en las noches de verano
una perfecta lechuza.
Llamo clavel al piloto
que ilumina esa maraña
de tu cabello enredado
y que a todo el mundo extraña.
Vanidosa, presumida,
humilla tus pensamientos,
que parece tu cabeza
un manojo de sarmientos.
Como un nido de cigüeña
que a medio hacer se quedó;
como un zarzal en el río
que en invierno se secó.
Me gastas una cabeza
que parece una mimbrera,
y mirándote de lejos
una enorme batidera.
Tantos hierros retorcidos
rodean tu campanario,
que parece una grillera
o la jaula de un canario.
Como una tela de arana,
más o menos bien tejida,
como una zarza de Horeb
entre la selva escondida.
Es tu cabeza cuadrada
lo mismo que una pradera,
pero con más agujeros,
que tiene una regadera.
Muchas más cosas me quedan
por decir de tu cabeza,
pero ya no te las digo
por no causarte tristeza.
Y con esto aquí termina
éste mi primer cantar;
te llamo la despeinada
sin poderlo remediar.

Canto II
Un día quise peinarme,
la torre me contestó,
pero mi pelo es de acero
y el peine se me rompió.
Ya me parecía a mí
que algo debía pasar,
cada vez que te miraba
y te veía sin peinar.
Perdona si, con mi canto,
en algo herí tu pudor,
pero es que te quiero hermosa
como un suspiro de amor.
Contemplándote extasiado
pasara la vida entera,
y a la sombra de tus muros
dulcemente me durmiera.
¡Ay! Manolita, Manola,
¡ay! Manola, Manolita,
con la cruz entre tu pelo
pareces una bendita.
Eres faro que iluminas
en la noche tenebrosa,
eres puerto de esperanza
que haces al alma dichosa.
Refugio de caminantes
al pie de la carretera,
eres fuente, eres alivio
de la humanidad entera.
En esa cruz redentora
murió nuestro Salvador,
para dar al hombre
vida viviendo siempre de amor.
Cruz de perlas y rubíes,
de zafiros y diamantes,
en ti su consuelo encuentran
los corazones amantes.
Dos campanillas de plata,
ocultas entre tu pelo,
alegres y juguetonas
lanzan sus voces al cielo.
Son dos hermanas siamesas
con el mismo corazón,
que al despertar la mañana
te llaman a la oración.
A trino de ruiseñor,
a voz de angelitos bellos,
me suena su repicar
a través de tus cabellos.
Como dos niñas traviesas,
como vírgenes doncellas,
al cielo cuentan sus cuitas
a la luz de las estrellas.
Y la luna embelesada
en la frente les da un beso,
y mirándose en sus ojos
su corazón queda preso.
En un eterno aleluya,
en un éxtasis de amor,
viven tus dos campanillas
sin conocer el dolor.
Las campanas de mi torre
jamás a muerto han tocado
ni su tañer lastimero
a ninguno ha despertado.

Por eso yo te saludo
y me uno a tu alegría,
y a Dios mil gracias le doy
en la Santa Eucaristía.
Seguid, seguid repicando,
llamad los fieles a misa
con vuestras lenguas de plata
y en los labios la sonrisa.
Me encanta el repiqueteo
que desde tu campanario
invita a todas las gentes
a que recen el Rosario.
El Rosario de la Virgen,
el Rosario de María,
vida, dulzura, esperanza,
causa de nuestra alegría.
Adiós, mi torre querida,
adiós, mi torre adorada,
eres para mí un tesoro
que no lo cambio por nada!
Te llamo la buena moza, 
te llamo la bien erguida,
de las torres la más bella,
más elegante y pulida.
Fray Germánico Revuelta
Escribano Almonacid
te dice que eres la torre
más chocante de Madrid.
Tú, reina de Fuencarral,
tú, reina de Valdebebas,
la reina de Gulipindis
y la reina de Alcobendas.
Así termina, mi torre,
este segundo cantar.
Te encuentro tan resalada
como las aguas del mar.

Madrid 7 de octubre de 1962
Festividad del Santísimo Rosario

-----------
* Fr. Germánico Revuelta (1900-1978) Hermano cooperador Dominico, portero del convento S. Pedro Mártir (Alcobendas)