Vista aérea de La Mejorada |
Y llegó el día de mi marcha. Tenía que estar
presente en el Colegio el día 29 de septiembre. Los consejos de mi madre y de
mi padre se repitieron. Dimos un último vistazo al contenido de la maleta. Mi
padre no iría a la mar esos días por lo que decidió marchar el Domingo, día 27
de septiembre a Gijón para coger el tren y así aprovecharía para llevarme a ver
el partido de futbol del Real Sporting de Gijón que jugaba contra el Sevilla.
Dormiríamos en casa de una familia amiga de mi padre y al día siguiente, lunes
día 28 saldríamos de noche en tren hacia Valladolid.
La noche anterior a mi viaje (Capítulo I del relato en este enlace) dormí mal pues estaba
nervioso, excitado ante aquella experiencia que se abría ante mí, llena de
estímulos nuevos, personas nuevas desconocidas, paisajes, trenes, amigos.
Por la mañana nos levantamos temprano para
dirigirnos a la estación del ALSA que está debajo de la escuela nacional de mi
maestro Don Mariano. Mi padre llevaba la maleta. Mi madre nos acompañó hasta la
estación mientras mi hermano José Manuel se quedaba cuidando a mi pequeña
hermanina, Sagrario. Allí nos encontramos con unas cuantas personas que iban
para Gijón y que se interesaron por mi presencia y con la maleta que portaba. Me
preguntaron por mi viaje deseándome también lo mejor.
Me sentía contento y excitado por el viaje que
iniciaba. Creo que no era totalmente consciente de los aspectos afectivos, la
lejanía, la distancia física y emocional que se desencadenarían en aquel largo
periodo de tiempo de mi ausencia. Apenas era consciente de lo que significaba e
implicaba alejarme de mis padres y hermanos durante un año entero sin volver a
verlos sin su presencia y apoyo. No sabía lo que ello podría afectar en esa
edad sin la tutela, sin la presencia afectiva y orientadora de mis padres.
Mientras esperábamos que el ALSA se pusiera en
marcha mi madre me miraba y me retenía entre sus brazos como si no quisiera
separarse de mí. Yo sentía la protección y el cariño de sus brazos que se
apoyaban en mis hombros. Por un momento sentí el desgarro de la despedida,
aunque la compañía de mi padre que iría conmigo hasta La Mejorada lo atenuaba.
Las puertas del ALSA se abrieron y llegó el momento de subir. Me daba la impresión
de que mi madre no quería soltarme. Su impulso materno y protector sufría con
mi marcha. Me llenó de besos y yo a ella. Y ví que quería llorar, pero contenía
sus lágrimas.
- ¡Si tú non llores… yo non lloro…! - me dijo una vez más como para justificar
que estaba reprimiendo sus lágrimas. Pero algo muy profundo en su corazón de
madre se revelaba al tener que dejar marchar a un hijo tan pequeño lejos de
casa.
¡No mama…! non lloro…! - le contesté queriendo aliviarla.
¡Ye por tú bien… fiu… ye el tu destinu…! - me dijo mientras me daba el último beso.
¡Has de comer todo lo que te den…! - me dijo preocupada y sabedora de mi mala
comedera.
¡Sí mama…! -
le dije sabiendo que ella no estaba convencida sobre este aspecto.
Subimos y me instalé al lado de mi padre junto a
una ventanilla desde donde podía ver a mi madre que lloraba mirándome fijamente.
El ALSA ascendió por las curvas de Llastres hacia
Gijón. Volví a recrearme viendo la “velocidad” con que pasaban ante mí los
árboles y la vegetación de las cunetas y de los prados. Cuando llegamos al Alto
del Infanzón mi padre me enseñó las obras de la futura Universidad Laboral de
Gijón que se estaban terminando. Todos los viajeros mirábamos por la ventanilla
aquella obra gigantesca. Alguien comentó:
- ¡Dicen que Girón está comiendo de ello tou lo que
quier y más…! Nadie apostilló aquel comentario dado el miedo a las
manifestaciones políticas, pues nos decían que la policía secreta de Franco se
infiltraba y controlaba los movimientos de la gente en los autobuses y trenes.
Por la mañana, mi padre me llevó a ver grandes
barcos mercantes atracados en el puerto del Musel. Nunca había estado tampoco
en aquel famoso puerto del que tanto había oído hablar. Mis ojos de adolescente
no cesaban de fijarse en aquel nuevo mundo que se abría ante mí con motivo de
mi marcha hacia el Colegio de La Mejorada. También, por primera vez, me puse en
un tranvía para trasladarme por la ciudad de Gijón. Era un tranvía en los que
el chofer tocaba la campana para avisar a los transeúntes.
Por la tarde me llevó hasta el Estadio del Molinón.
Observé una marea humana que iban andando hacia el estadio. Otros venían en los
tranvías. Mi padre sacó las entradas y pude contemplar y traspasar las puertas
de aquel mítico Estadio del Molinón, que yo tenía en mi álbum de cromos. Como a
todos los niños de pueblo, creo que mis ojos se deberían abrir como platos
contemplando aquel espectáculo.
La imagen de aquel estadio y la plantilla de
jugadores la tenía memorizada con su imagen y con sus nombres en mis cromos que
coleccionaba. Ahora los tenía ante mí. Ya no eran cromos. ¡Eran la realidad que
deslumbraba mi admiración futbolera de adolescente! Y allí estaban para mi
contemplación y fascinación. Casi los podía tocar o pedir un autógrafo. Por
primera vez ví jugar al Real Sporting de Gijón en el Molinón contra el
Sevilla. Mi padre y yo nos sentamos en
las gradas -” Este” que están al pie del campo, casi a mitad del estadio. Mis
idolatrados jugadores de adolescente pasaban a mi lado, corrían, saltaban,
regateaban, sacaban “corners”, e incluso se pegaban, casi los podía tocar con
mis manos. ¡Eran los jugadores que tenía memorizados en todas las alineaciones
de mi colección infantil de cromos! Parece increíble, pero cierto. ¡Me sabía de
memoria todas las alineaciones de los equipos de Primera División, además de la
lista de los Reyes Godos! Allí había visto al mítico Campanal, a Sión, a
Prendes, Molinucu, Guillamón, Sánchez, etc.
Comenzó el partido y el griterío del público era
también un fenómeno de masas nunca visto y oído por mí. Pronto comenzaron los
insultos dirigidos especialmente al árbitro, que me pareció que estaba
atemorizado por aquella impresionante presión y vocerío. Los insultos a coro
contra el árbitro arreciaron de forma increíble. ¡Nunca había visto ni oído una
masa humana vociferando al mismo tiempo contra una persona! Le gritaban”
Cucaracha…” (debía ser porque iba vestido totalmente de negro…” Hijo de…. “. No
había insulto que no le gritaran.
En un momento dado vi cómo delante del propio
árbitro un jugador del Gijón dio un rodillazo intencionado, como una auténtica
maña sucia, en los testículos de un jugador del Sevilla. El jugador sevillista
cayó al suelo fulminado. El árbitro lo tuvo que ver y no le expulsó ni sancionó
al jugador del Gijón. Creo que no se atrevió ante la presión del público. Por
aquel entonces no había tarjetas amarillas ni rojas. El partido terminó con la
victoria del Sporting por 4 a 2. ¡Ya podía decir que había visto mi primer
partido oficial de futbol de Primera División ni más ni menos que en el Estadio
del Molinón!
Estaba feliz… y aquello de ir para un colegio se
presentaba la mar de interesante.
Ahora me quedaba otra experiencia que me hacía
mucha ilusión: viajar en tren. En mi vida pensé que siendo tan pequeño pudiera
tener aquellas experiencias que niños de mi edad no solían tener. Mis “amiguinos”
de Llastres, la mayoría no habían viajado nunca en tren y creo que tampoco los
habían llevado a ver un partido de Primera División. Me sentía un privilegiado
y me hubiera gustado compartirlo y disfrutarlo con ellos.
Por la tarde, después del partido, mi padre me
llevó al cine Robledo, que está al final del Paseo de Begoña. Su grandiosidad
en comparación con el cine “Roge” de Llastres, me deslumbró. Vimos la película
“La guerra de Dios” en la que trabajaba Fernando Fernán Gómez haciendo el papel
de cura.
Luego nos dirigimos en tranvía hasta el barrio
obrero de Gijón, a la Calzada, donde tenía mi padre unos amigos, que alguna vez
se habían hospedado en nuestra casa de Llastres durante las fiestas de San
Roque. Nos recibieron muy bien y nos acomodamos en unas modestas camas. A mí me
habilitaron una pequeña y estrecha en el pasillo. A pesar de las incomodidades
de aquella casa capté el cariño que tenían a mi padre aquellos amigos suyos que
pusieron lo que tenían a nuestra disposición. Creo que su amistad les venía de
cuando la guerra y posiblemente aquel señor fuese el que le puso al corriente
de todos los desmanes que se habían producido en Gijón, en la cárcel del Coto,
en la “Iglesiona” y en la Iglesia de San José durante y después de la guerra.
Al día siguiente, lunes, acompañé a mi padre que
visitó a sus amigos pescadores de Cimadevilla. Admiraba a mi padre por la
cantidad de amigos que tenía entre los marineros de Gijón. Le conocían y él
conocía a todos de coincidir en el puerto en diversas costeras. Me parecían
gente buena y sencilla, como si perteneciesen a otro “Gijón”, al popular, el
que estaba separado de la Calle Corrida, del “Gijón” de los señoritos que no
vestían mahón.
Lo más lejos que había viajado de niño había sido a
Covadonga con mis padres y a Villaviciosa. Ahora en cuestión de poco tiempo ya
había ido a Gijón y pude ver grandes barcos atracados al Musel. Todo parecía
como si ir a estudiar a La Mejorada trajera consigo un sin fin de novedades y
experiencias estupendas para un adolescente.
Al caer la tarde–noche llegó el momento de montarme
en el tren. Fuimos en tranvía hasta la estación del Norte. Nunca había visto un
tren e iba a ser mi primer viaje en tren. Tan solo los había visto en las
películas. Nada más entrar en la estación me sobrecogió ver aquellos largos
trenes y la majestuosidad de las máquinas de vapor que bufaban y lanzaban al
aire humo y pitidos.
El trajín de viajeros y maleteros era estresante,
lleno de prisas como si la gente temiera perder el tren. Por los altavoces de
la estación sonaban las convocatorias y últimas llamadas de “¡viajeros al tren! Mi padre me dijo que teníamos que estar
atentos a la llamada para el nuestro en la que se nos anunciaría el andén y
destino. Mi padre dominaba aquello de los trenes. Seguramente era de cuando
había estado en Madrid, como prisionero del Batallón de Trabajadores, cargando
y descargando trenes y cuando vino de vuelta de la guerra hasta esta estación
del Norte de Gijón.
- ¡Pasajeros con destino a Madrid, estación del
Norte “¡Príncipe Pío”, tren situado en anden 2, próximo a salir! – anunció por la megafonía una voz de hombre
-. Pasamos a nuestro andén y aquel tren que tenía frente a mi tenía una enorme
máquina de carbón que vomitaba vapor y además era muy largo.
Como todos los viajeros nos dimos prisa como si
fuéramos a perder el tren y nos montamos en uno de aquello largos vagones
introduciéndonos en uno de los compartimentos. Mi padre puso en lo alto mi
maleta y nos acomodamos en uno de los asientos mirando en dirección de la
marcha. Desde el lado izquierdo del vagón iba observando todo el bullicio que
se movía por la estación del Norte: gente que se despedía de los que viajaban
aquella noche, quintos que iban de vuelta para el cuartel, novias, padres. En
nuestro compartimento entraron otras personas que se despedían, bajada la
ventanilla, de sus seres queridos. Yo me acordé de mi madre y de mis hermanos
que quedaban en Llastres.
Y el tren se puso en marcha lentamente. Me llamó el
ritmo “in crescendo” que producía el tren a lo largo de todo el trayecto. Me
acordaba y canté para mis adentros la canción del “chachachá del tren”. Me
gustaba lo que estaba viviendo. Era de noche y a lo lejos, a mi izquierda, tan
solo veía y se me despedían las luces de las afueras de Gijón y de las aldeitas
que hay entre Gijón y Oviedo. Por el pasillo del tren deambulaban muchos
viajeros que no estaban dispuestos a sentarse todavía en su largo viaje hacia
Madrid. Nosotros no nos movimos de nuestros sitios y aprovechó mi padre a sacar
unas chuletas empanadas que nos había preparado nuestra madre. Estaban frías
pero muy ricas teniendo en cuenta la calidad de la buena carne que había
comprado. Algunos de los que compartían con nosotros el mismo compartimento
sacaron sus tortillas y nos intercambiamos entre todos algo de cenar. Me gustó
la amabilidad de todos los que íbamos aquella noche en aquel compartimento.
Cada cual se interesó por el motivo de su viaje. Mi padre les indicó el destino
del nuestro y alguien dijo:
- ¡Ahora los curas y los frailes manden muchu….
faces bien chaval…! - me dijo mientras partía un trozo de chorizo.
Nosotros no
comentamos nada y nos sorprendió la llegada a la Estación del norte de Oviedo.
Tampoco había estado nunca en la capital del Principado. Luego llegamos y
paramos en Mieres y en Pola de Lena. Observé cómo subían al tren muchos niños
como yo, con sus padres. Los padres llevaban boina y parecían, como el mío,
curtidos trabajadores de la mina. Curiosamente las madres no venían. No sé por
qué, pero tan solo venían los hombres con sus hijos.
El tren se llenó rápidamente de una algarabía
nerviosa de adolescentes, que portando sus maletas con ayuda de sus padres iban
buscando sus compartimentos. Eran nuevas caras, futuros amigos. Nos mirábamos
unos a otros estudiándonos e intuyendo unas mismas vivencias y sentimientos.
Aquella noche de tren tardé en conciliar el sueño. Estaba excitado por lo
vivido y visto aquel día memorable, así como por mi primera experiencia de ir
toda aquella noche en tan largo viaje en un tren tan largo. El rítmico
traqueteo de los vagones sobre las vías me incitaba a abandonarme sobre el
regazo de mi padre. Mientras intentaba dormirme repasaba todo aquél cúmulo
excitante de experiencias nuevas que había vivido. Mi imaginación se proyectaba
sobre La Mejorada. Intuía, a mi manera, lo desconocido que me esperaba, lo que
podría significar el vivir lejos de mi conocida “tierrina” frente a la mar, la
nueva oportunidad de proyectarme y crecer como persona, quizás como futuro
Dominico, o lo que Dios tuviera a bien depararme. La verdad era que mi único
horizonte vital conocido en mi infancia y al que estaba habituado era el mar,
las verdes praderas asturianas y el macizo de la Sierra del Sueve. Apenas había
viajado y ahora estaba sumergido en una excitante excursión. Según ascendíamos
el Pajares y cruzábamos los innumerables túneles que algunos de aquellos
futuros amigos contaban, repasaba los consejos que mis padres me habían dado
para aquella nueva etapa de mi vida. La
excitación de tanta novedad e ilusión por ir a La Mejorada me hacía pensar que
aquello de ir a estudiar a un colegio, era realmente algo apasionante y lleno
de oportunidades nuevas que nunca había podido imaginar años antes en mi
“pueblin” marinero.
Podrá creerse que no es propio de esas edades
valorar, a su modo, la importancia que yo le daba a aquella situación nueva
para mí. Sin embargo, debo decir que, bien por los consejos de mis padres, por
las palabras de mi maestro Don Mariano, por el ejemplo que ya había visto en
otros seminaristas que estaban en el Seminario de Oviedo, como José Antonio
Olivar y Carlos Capellán, bien por mis amigos que me precedieron, Andrés Cueva,
Ángel Llera y Ángel del Valle, o bien por mis propias reflexiones, era
consciente de lo que dejaba atrás. También es verdad que me faltaba
conocimiento más amplio, madurez.
Aquella decisión que habían tomado por mi y que yo también asumía con
las limitaciones, condicionamientos e inmadurez de la edad y de aquel momento
de nuestra historia, la hacía mía. Por todo cuanto había experimentado desde
entonces, me ilusionaba, a pesar de todos los condicionamientos de mis
intereses de adolescente.
Tenía claro que quería ir a un colegio, que quería
estudiar más, que aquella era una oportunidad para mi futuro que no estaba
dispuesto a desaprovechar. Tenía “claro” que no tenía “claro” lo de ser algún
día fraile, pero estaba dispuesto a experimentar y ver qué me podría deparar
aquel tren que estaba pasando por delante de mi vida de adolescente. Tenía
“claro” que no sabía en qué terminaría “aquel viaje vital” que estaba
iniciando, pero no estaba dispuesto a apearme por el momento.
Aquella
oportunidad, aquel privilegio que se me brindaba –como tantas veces he venido
diciendo- me llevaba a valorar el
esfuerzo de mi familia que se desprendía de mi a pesar de que me necesitaba
para que sumase mis fuerzas en las faenas de la mar. Mi padre me necesitaba
para ir en su día para ayudarle en las tareas de la mar y sin embargo había
renunciado a ello. Mi hermano mayor también se sacrificaba pues no tendría mi
ayuda en la mar. Mi hermana pequeña acababa de nacer unos días antes de mi
marcha y yo apenas era consciente de aquel nuevo ser que ocupaba mi lugar en
casa.
Este sacrificio de mis padres formaba también parte
de mi sacrificio y disposición a sacrificarme, lo estaba asumiendo y formando
parte de él. Ir a La Mejorada, - como he dicho - era un “tren existencial” que pasaba ante mi
vida de casi niño que no quería perder ni desaprovechar. Este talante y estado
de ánimo me acompañaría siempre desde entonces, como si fuera el trasfondo
psicológico y afectivo de todo cuanto iba viviendo en esta nueva andadura de mi
adolescencia.
El olor a humo que entraba por las ventanillas, las
toses, las voces y la algarabía que se producía al cerrar las ventanillas de
los compartimentos para que no entrara la humareda de la máquina del tren no
facilitaba el dormir. Nunca había pasado
por un túnel. Parece una tontería, pero me hacía ilusión experimentar aquella
vivencia de comprobar cómo aquel largo tren se introducía por las entrañas de
la tierra. Cada entrada en un túnel se convertía en un jolgorio y “zafarrancho”
de emergencia en el que la gente de los compartimentos se apresuraba a cerrar
las ventanillas del tren. Incluso me alegraba ante tanta algarabía. Desde mi
compartimento oía las voces de chicos como yo que deberían ir en grupo y se
conocían entre sí. Algunos de ellos salieron de sus compartimentos y ocuparon
el pasillo del tren. Pasados los días, comprobé que iban para el mismo colegio
que yo. Eran casi todos ellos hijos de mineros de la zona de Pola de Lena,
Campomanes y aldeas próximas. Me encantaba oír sus voces y risas, así como
descubrir el rítmico traqueteo del tren y sus pitidos.
Aquellos nuevos y desconocidos compañeros míos que
iban en compartimentos próximos al nuestro, al parecer por lo que se
desprendían de sus comentarios, sabían mucho más que yo de trenes y de túneles.
Algunos hablaban del túnel de La Perruca como el más largo de España. Yo solo
había oído nombrar en la escuela al túnel del Simplón en Suiza. ¡Pasar por
primera vez bajo un largo túnel como aquel que parecía interminable era una
hazaña para mi cuenta de experiencias que no todos mis amigos adolescentes de
Llastres podrían contar! ¡Cuántas vivencias podría yo contarles a los amiguinos
de mi pandilla que dejaba atrás!
Debió ser, pasado el túnel interminable de La
Perruca, cuando me caí rendido apoyado en el hombro de mi padre. Entre sueños,
me pareció oír más adelante, que habíamos llegado a León. Allí, en medio del
silencio, iban ascendiendo más críos con sus padres. Luego supe también que
muchos procedían especialmente de Ponferrada, Cacabelos y otros pueblos del Bierzo,
así como de Astorga. Unos golpes de martillo contra las ruedas del tren
verificando su seguridad me parecían anunciar la inmediata marcha.
La noche también se fue adormeciendo en silencio
con el traqueteo monótono del tren. Recuerdo que, a mitad de la noche, nos
despertaron sin contemplaciones un par hombres. Abrieron las puertas de
compartimento e hicieron un amago de enseñar bajo la solapa de sus chaquetas
unas insignias de policías secretas. Con un semblante serio repasaron las caras
de todos lo que allí estábamos, especialmente de los hombres, pidiéndoles el carnet
de identidad. Era evidente que venían buscando a alguien o controlando a la
gente que viajaba en nuestro tren. Preguntaron por la presencia de tantos niños
en aquel vagón. Recuerdo que mi padre les advirtió que iban para el Colegio de
los Padres Dominicos de La Mejorada. Me dio la impresión de que mi padre
utilizó a “los frailes y a la iglesia” para impresionar la arrogancia de
aquellos policías. Comprobé que al nombrar a los frailes Dominicos suavizaron
las formas y la tensión de aquella brusca visita.
Pasado un tiempo, sin saber donde estaba, recostado
sobre el costado de mi padre, me pareció escuchar que estábamos en Venta de
Baños. Volví de nuevo a oír los martillazos que recorrían tanteando y
“despertando” las ruedas para que no se “durmieran” en medio del silencio de
todos los viajeros.