El único parecido con la Bardot y la Cardinale , de idénticos
nombres de pila, eran el ligero tono rubio y castaño, respectivamente, de sus
cabelleras, porque del resto de sus exuberantes cualidades físicas no había ni
rastro. En realidad desconocíamos sus nombres reales en el siglo, y los apodos
cinematográficos los habíamos heredado de los cursos anteriores. Pero nosotros,
a medio camino entre la humorada y nuestros sarpullidos juveniles, radicalmente
truncados con la entrada en el noviciado de Ocaña, seguíamos usándolos con
profusión. Así que allí estaban ellas dos, un día sí y otro también, camino de
convertirse en treintañeras solteronas, justamente una fila por detrás de en
las que piadosamente nos prosternábamos la quincena de novicios para nuestras
interminables devociones, variables según la época litúrgica: triduos,
exposiciones del Santísimo, rosarios, novenas, profesiones simples, y un largo
etcétera de plegarias y rituales. Ocasionalmente las acechábamos por el rabillo
del ojo, aprovechando que nos levantáramos a apagar o encender los cirios en el
altar mayor o en el pequeño revuelo que se armaba cuando había un cambio de
guardia en el presbiterio, esto es, que sin pausa ni intermedio, pasáramos de
cantar el Pange Lingua a la misa cuaresmal. Que la apoteósica y, de alguna
manera, temible imagen, que nuestro profesor de dibujo en Arcas, el P. Julio
Ibáñez, había pintado, a modo de retablo, tras el altar mayor, nos haya
perdonado por esos pecados oculares de nuestra juventud incipiente y nunca
gozada.
Llegamos al noviciado en una época de absoluta
transición. Si biografías tan insignificantes y diminutas como las nuestras
pudieran trasponerse a eventos históricos más heroicos, nuestra entrada en el
noviciado acaeció cuando un mundo terminaba y otro nuevo estaba a punto de
alumbrarse. Por decirlo en palabras menos hueras, estábamos fuera de sitio y
del tiempo. Fuera de tiesto. O, quizá, para ser más exactos, el tiempo y el
sitio estaban fuera de nosotros. Esto no fue en sí mismo ni bueno, ni malo,
simplemente ocurrió y la historia nunca volverá para atrás. Benjamín Button,
por fortuna, sólo es un personaje de ficción.
De aquellos barros vinieron estos lodos, o si somos optimistas en las
expresiones, aquellos resplandores engendraron estas glorias. Un cierto mundo,
del que de forma tan radical nos vimos eximidos en aquel caluroso verano de la
inmensa llanura manchega, estaba desmoronándose como un castillo en la arena del
mundanal ruido. En lo político a Franco le quedaban un par de años de
telediarios, en lo social, si separarse puede de lo político, la España de las barriadas
obreras y de la burguesía viajada estaba a punto de explotar (aunque nunca
llegarían a hacerlo del todo). En lo religioso, como casi siempre, las fuerzas
conservadoras eclesiales, siempre mayoría desde el siglo III, reprimían los
sarpullidos que brotaban aquí y acullá, con referencias al fin del mundo,
moralinas de perra gorda y una insufrible con-fusión de poderes eclesiales y
estatales.
Allí estábamos nosotros, en medio de la nada, recién
cumplidos nuestros dulces 17 años. Habíamos pasado de puntillas sobre nuestra
adolescencia, de los ásperos barbechos de Castilla, sin intermedios lúdicos, a
insobornables admiradores del can de Nuestro Padre Santo Domingo en su
imparable lucha contra albigenses, cátaros y cualquier hereje que expandiera la
mala nueva en el sur de la impía Francia. Nosotros no nos apercibíamos, pero
lo mismo que nos habían arrebatado la adolescencia, estaban comenzando a hacer
“tabula rasa” con nuestra vislumbrada mocedad. Estaban a punto de aniquilarla y
nosotros tan tranquilos, tan rebosantes de inconscientes fervores, flotando en
la nube de nuestra piedad efímera, debatiendo temas a cual más incomprensibles e
inútiles para la sociedad que no nos rodeaba.
Sobre si seríamos capaces de aguantar el cilicio
que, tan misteriosa y dolorosamente, portaba el sufriente P. Fueyo, o si alcanzaríamos la dicha bienaventurada de
imitar las heroicas hazañas del Beato Berriochoa en la lejana Indochina.
¿Quién de nosotros soportaría que un mandarín vietnamita nos introdujera
astillas de bambú entre la carne y las uñas de los piés?. Que habitáramos aquel
nirvana inmenso durante un año, como si el mundo no existiera a nuestro
alrededor -de hecho no existía- no tiene nada de extraordinario. El embudo,
otrora denominado vocación, que nos había conducido sin sobresaltos a aquella
nube etérea había sido tan fresco como el rocío de la aurora y tan dulce como
la miel que destilan tus labios, ¡oh rosa de Sarón!.
Con 17 años era imposible, además de inútil,
regresar al pasado. Habíamos puesto la mano en el arado sin volver la vista
atrás –paradójicamente la literalidad evangélica no se avenía bien con nuestra
existencia real, puesto que muchos lo que habíamos hecho había sido justamente
lo contrario: apartar la mano del arado- y los surcos de la vida se abrían
vírgenes en nuestros horizontes, lo mismito que nosotros, al rezar maitines en
cada alborada. Siempre para adelante, aunque nuestro horizonte vital era tan cómodo
y ocioso como inmediato. Una existencia liberada de toda preocupación e
inquietud, limitada al cumplimiento de los ritos litúrgicos y un notable cúmulo
de tareas meniales, verbigracia: encender la caldera, la crianza de conejos,
regar los geranios, barnizar ventanales. Estábamos bien alimentados, el vino
blanco de los almuerzos era excelente y, además, aprendimos a jugar al julepe.
La burbuja que nos poseía era aterciopelada,
inmensa, con el único propósito de pasar el año lo mejor posible, mientras
aquella alfombra mágica nos transportaba, otra cosa era impensable, al
siguiente indoloro e inconsciente embudo: el de la profesión simple y nuestros
votos provisionales de castidad, pobreza y obediencia. Nunca hubo, eso en el
caso de que con 17 años hubiéramos sido capaces de hacerlo, una discusión, un
sólo debate, una mera conversación informal sobre la impronta con que la
castidad quedaría marcada en nuestra ignorada sexualidad o si la pobreza
quedaba resuelta “in aeternum” con la carta que tuvimos que firmar, eso sí,
voluntariamente, si se puede decir que en aquel contexto hubiera algo
voluntario, por la que renunciábamos a nuestras posesiones presentes y futuras,
sobre todo las potenciales y magras herencias de nuestros adorados padres. En
aquella sala de comunidad, donde tronaba los miércoles en la radio la voz del
Papa apelando desde Roma a mantenernos firmes en la piedad y la pureza, yo
renuncié al carro y las vacas de mi padre, amén de a la huerta donde mi madre
sembraba las patatas al final de la primavera.
El voto de castidad tampoco representaba problemas
insolubles. Después de todo el sexo era algo malo en sí, toda herramienta capaz
de suprimirlo, mejor aún, aniquilarlo –más adelante nos enseñarían una palabra
tan bonita como ineficaz, sublimarlo- no podía ser sino buena. Los borbotones
juveniles de nuestra sexualidad, se convertían así, en un remordimiento
pasajero sanable con el ungüento de una confesión rápida y tres avemarías. Por
mor de la seguridad, añadíamos alguna ducha fría, muchas lecturas piadosas, y
el mantra de que nuestro cuerpo nos era ajeno, no nos pertenecía y cuanto más
alejados estuviéramos de él, tanto mejor para evitar el pecado, las ocasiones
del mismo y aún los mismos pensamientos que pudieran incitarnos a él. La
negación de lo imposible, esto es, negarnos a nosotros mismos.
En cuanto a la obediencia, como ya veníamos con el
tosco caparazón del internado y la intocable jerarquía de horarios, prefectos,
jefes de estudio, directores y una amplia estructura de ordeno y mando, aquello
era coser y cantar. El concepto de obediencia era inmediato y banal. Si hay que
barrer el claustro, se barre. Punto. ¿Hacer de monaguillo al P. Mendoza en misa
de doce? Se hace. Y a otra cosa mariposa. Si quince años después, en nombre de
la santa obediencia alguien te decía que terminar el doctorado en la Escuela Bíblica y
Arqueológica de Jerusalén para ser profesor de Nuevo Testamento (caso real como
la vida misma, soy testigo de primera mano) no era lo adecuado para los
propósitos misioneros de la
Orden en Japón, terminaría por convertirse en otro cantar. La
madurez, la consciencia, por fin, a la bíblica edad de los treinte y tres.
Discurría, pues, nuestra cotidianeidad en rutinas de
oraciones y devociones, clases de apologética dominicana, que no de historia, sin
el mínimo espíritu crítico. Faltaría más. Nuestro santo padre fundador y los
carismáticos maestros generales de la primera hora eran intocables en su hornacina
histórica. En nuestra ingenuidad historiográfica, hasta la Santa Inquisición ,
de la cual los dominicos habían sido adalides y portaestandartes, se tornaba en
institución heroica, en la única tabla de salvación para convertir a nuestras Españas
medievales en una, grande y, sobre todo, católica. Como rutinarias eran las
salidas de los miércoles para jugar al fútbol; hasta aquí llegaba la
obediencia: incluso los que nunca habían destacado por dar una patada al balón,
las eras de Ocaña les convertían en inútiles delanteros centros. Asuetos
trimestrales, procesiones parroquiales, visitas a las monjas de clausura. Más
lejos no íbamos. Salvo aquel afortunado al que, a destiempo, le saliera una
muela del juicio, le tocaba en suerte ir de excursión al dentista de Aranjuez.
Resumiendo, un año de existencia tan agradable como ociosa e inútil. Un año al
que nunca sabremos si llegamos demasiado tarde o demasiado pronto. Eso es lo
que tiene de malo el vivir en unos tiempos donde todo estaba a punto de ser
nuevo y diferente. Pero nada aún lo era.
Una existencia donde Brigitte y Claudia recitaban
“Dios te salve María” al unísono con un
grupo de muchachos, con quince historias tan distintas y, a la vez, tan
parecidas, arrastrados a aquel limbo del que saldrían en pocos meses, muchos
supuestamente contentos y felices, otros traumáticamente expulsados por la fuerza,
al mundo, pero por el cual, todos, sin excepción, tarde o temprano íbamos a
pagar el precio de un año, con sus días y sus horas, vanamente perdido.
Desgraciadamente Brigitte y Claudia, cuyos nombres reales desconocíamos, no
eran protagonistas de una trama de ficción. Eran reales como la vida misma. Lo
mismo que nosotros. Aunque nosotros creyéramos a pies juntillas que la vida era una telenovela donde agachar
la cerviz ante el prior nos llevaría al paraíso, el ser pobres, aunque sólo
fuera mentalmente, a la gloria eterna; y el no pecar contra el sexto (el octavo
ni nos lo planteábamos) nos tenía reservados halos de resplandor eterno.