Thursday, March 19, 2015

Mr. Green and Tommy Brown

Mr. Green y Tommy Brown eran los dos personajes del diálogo inicial en la primera lección de mi primer libro de inglés (Modern English, Editorial Mangold) en primero de bachillerato, hacia finales de los sesenta. Por razones un poco largas de explicar, aunque se pueden deducir leyendo este mismo blog, en aquel internado, a orillas del Pisuerga, el inglés (¡ojo, he dicho finales de lo sesenta!) era considerado, sorprendentemente para aquella época gris y endogámica, una asignatura relevante. Al mismo nivel de la geografía, el latín o las matemáticas. Lo que reafirma, dentro de las lógicas limitaciones de aquellos años, que las Arcas Reales era un colegio, desde la perspectiva académica, valga el juego de palabras, de notable alto.

Con once años, a nosotros que llegábamos asilvestrados desde las interminables llanuras castellanas o los remotos valles asturianos, la clase de inglés resultaba el “non plus ultra”, dicho sea sin ánimo de ofender, del exotismo académico. Desde la primera clase, con el padre Juvencio Hospital, la escucha de las andanzas de Tommy Brown y Mr. Green por todos los tópicos del aprendizaje escolar del inglés, desde una invitación a tomar el té, a las cinco claro, pasando por un recorrido en autobús de doble piso por Londres, la intrincada pronunciación nos otorgaba los atributos –al menos nosotros estábamos convencidos- de pertenencia a una categoría académica diferente y excelsa. Lustros antes de que nuestros hijos fueran abducidos por el restringido club de Harry Potter jugando al quidditch, nosotros también empezábamos a formar parte de la élite. ¿Qué descamisado preadolescente de Castilla la Vieja, criadillo de sus progenitores durante el período de la trilla, se podría permitir el lujo de saber que “policeman” significaba, exactamente, lo mismo que guardia (civil) del puesto del pueblo vecino?

Sí, era importante saberte de carrerilla los afluentes del Ebro que desemboca en Amposta o, quizás, ¡en primero de bachillerato¡ describir con los ojos cerrados los tres órdenes griegos de la arquitectura clásica. Pero memorizar y repetir, de manera impecable la secuencia: “Stand up” / What are you doing? / I am standing up” era algo impagable. De hecho, cada vez que pasábamos a la lección siguiente nos sentíamos especiales y diferentes. Acabábamos de dar un paso, tan necesario como selecto, para dejar en el olvido la yunta, los barbechos y las sementeras. Creíamos a pies juntillas que el aprender inglés, otra cosa es cómo lo aprendíamos, nos adscribía a un club exquisito y selecto. El signo de distinción que nos haría intocables cuando en vacaciones regresáramos a nuestros villorrios y aldeas.

Mejor aún, el “An Elementary Course” de la Mangold era el pasaporte, requisito insoslayable, para viajar, cuando fuéramos un poco más mayores, a Cipango, el Tonkín o la mismísima China. Mr. Green y Tommy Brown eran prerrogativas que nos convertían en estudiantes singulares. Antes de volver a casa para las vacaciones de Navidad, un trimestre de Mangold entre encerado y exámenes, éramos plenamente conscientes de que saber lo que quería decir “house” y “church” nos diferenciaba por completo, de manera absoluta, de todos los compañeros de correrías en páramos y valles que seguían con las modestas letanías de la Enciclopedia Álvarez en la escuela de Don Facundo.

Es más, planeábamos que cuando bajáramos del autobús de línea y alguien nos preguntara “¿Qué tal, chaval, con los jodidos frailes?”, le responderíamos en perfecto inglés: “Mr. Abundio, this is a book and this is a pencil”. Preguntara lo que preguntase. Quien lo preguntara. Teníamos preparadas tres o cuatro respuestas estándar (Good morning –el autobús llegaba a las 8 de la tarde- Miss Evilasia). Aunque Miss Evilasia fuera octogenaria y tuviera 12 nietos. And so on. Después de todo, a cuatro clases por semana, durante dos meses y medio, nuestro vocabulario tenía pero que muy serias limitaciones. Y así a todo el mundo. Aquellas navidades hablaríamos inglés con el molinero, con el herrero y hasta con el señor cura. Y nada más. Si acaso retomaríamos el español en la intimidad del hogar, al calor de la hornacha.

Llegados a este punto conviene resaltar que, mera casualidad, fruto del azar o señal de la Providencia, el padre Juvencio Hospital había nacido en un pueblo a cinco kilómetros del mío. Esto no era sino un acicate más para que, al menos yo y aquellos que creíamos indeleblemente que la redención de la yunta de bueyes nos llegaría a través de la lengua de Shakespeare, estuviéramos plenamente convencidos que si el padre Juvencio había aprendido un inglés, presumiblemente impecable en Manila, nosotros podríamos conseguir otro tanto. Seguro que el buen padre dominico también había sido un candidato, como lo era yo en aquella época, a dejar la esteva del arado y no poner la vista atrás. Yo no sería menos.

¡Por Hamlet que lo conseguiría! Mi inutilidad tan absoluta con el álgebra sólo era comparable, aunque fuera por oposición, a la perfecta memorización de los verbos irregulares. He dicho bien, memorización. Éramos unos ases en el aprendizaje del vocabulario, incluso del más obtuso. Tal es así que ese acervo lingüístico, aprender centenas, millares de palabras, no nos hacía avanzar ni una pulgada en hablar la lengua. Pero eso no nos preocupaba, era lo de menos. Con frecuencia sacábamos un sobresaliente en los exámenes, aunque no supiéramos pronunciar, como lo hacía Tommy, frases tan simples como “I go to school”.

Esta manera de aprender la lengua extranjera debía ser, de hecho lo sigue siendo, la orientación pedagógica dominante. Muchos años después, cuando el policía irlandés me preguntó en el aeropuerto de Dublín, creo, “Where are you coming from?”, algo evidente porque era un vuelo de Madrid y mi pasaporte, todavía con los aguiluchos franquistas en la portada verde, lo decían con toda claridad, el bloqueo y la incomprensión fueron tan absolutos que no se me ocurrió decirle otra cosa que lo que le dije al Sr. Abundio al bajar del autobús que me traía de Pucela: “Mr. policeman, this is a book and this is a pencil”.

El policía se partía de risa mientras estampaba el tampón aquel 19 de noviembre de 1980. Claro que peor fue lo del amigo que venía conmigo. Viendo los paneles del aeropuerto que indicaban “EXIT” por aquí y “EXIT” por allá se mostró del todo satisfecho -que le perdonen mis amigos de la verde Eire por la terrible equivocación de tildarles de británicos- mientras afirmaba que “para que después digan que los ingleses son altivos, mira, a todos los que venimos, nos desean éxito, y además nada más llegar”. Y se quedó tan pancho.

Así pues, fue el padre Juvencio Hospital, de la Orden de Predicadores, con su inglés filipino, quien comenzó a abrirnos las puertas del mundo. Sería casualidad o pura intuición, pero al abrir, tras tantos años mi libro de texto de Mangold (que me disculpe mi amigo LuiselMaestro, insobornable pregonero de que la nostalgia es la rebaba de la memoria), me encuentro una nota, a modo de ficha de biblioteca, entre la página 92 y 93, justo antes de comenzar la lección 13: ‘El tiempo presente progresivo en sentido futuro’. Ahí es nada como título de una lección para una clase de inglés práctico. Mira por dónde. Título: La Vuelta al mundo en 80 días, Autores: Julio Verne, Protagonista: Fhileas (sic) Fogg (2º, Sección A).

Para entonces, en segundo curso, palabras mayores, dominábamos a la perfección, no sé si hacíamos otro tanto en Lengua Española con el P. Isidro Rubio, el futuro perfecto: “I shall have been”. Y por supuesto los irregulares think, thought thought y cómo no, el genitivo sajón, que ni los mismos ingleses conocen. Which one is Mr. Brown’s?


By the way, una vez que intenté mostrar a mi padre, mientras él calculaba la hora, mis habilidades lingüísticas: “It is ten past one o’clock”, me respondió: “Hijo, deja de hablar en raro que no te entiende ni Dios”. Supongo que quiso decir ni God.

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