Mr. Green y Tommy Brown eran los dos
personajes del diálogo inicial en la primera lección de mi primer libro de
inglés (Modern English, Editorial
Mangold) en primero de bachillerato, hacia finales de los sesenta. Por razones
un poco largas de explicar, aunque se pueden deducir leyendo este mismo blog,
en aquel internado, a orillas del Pisuerga, el inglés (¡ojo, he dicho finales
de lo sesenta!) era considerado, sorprendentemente para aquella época gris y
endogámica, una asignatura relevante. Al mismo nivel de la geografía, el latín
o las matemáticas. Lo que reafirma, dentro de las lógicas limitaciones de
aquellos años, que las Arcas Reales era un colegio, desde la perspectiva
académica, valga el juego de palabras, de notable alto.
Con once años, a nosotros que llegábamos
asilvestrados desde las interminables llanuras castellanas o los remotos valles
asturianos, la clase de inglés resultaba el “non plus ultra”, dicho sea sin
ánimo de ofender, del exotismo académico. Desde la primera clase, con el padre
Juvencio Hospital, la escucha de las andanzas de Tommy Brown y Mr. Green por
todos los tópicos del aprendizaje escolar del inglés, desde una invitación a
tomar el té, a las cinco claro, pasando por un recorrido en autobús de doble
piso por Londres, la intrincada pronunciación nos otorgaba los atributos –al
menos nosotros estábamos convencidos- de pertenencia a una categoría académica diferente
y excelsa. Lustros antes de que nuestros hijos fueran abducidos por el restringido
club de Harry Potter jugando al quidditch,
nosotros también empezábamos a formar parte de la élite. ¿Qué descamisado
preadolescente de Castilla la Vieja, criadillo de sus progenitores durante el período de la trilla,
se podría permitir el lujo de saber que “policeman” significaba, exactamente,
lo mismo que guardia (civil) del puesto del pueblo vecino?
Sí, era importante saberte de carrerilla
los afluentes del Ebro que desemboca en Amposta o, quizás, ¡en primero de bachillerato¡
describir con los ojos cerrados los tres órdenes griegos de la arquitectura
clásica. Pero memorizar y repetir, de manera impecable la secuencia: “Stand up”
/ What are you doing? / I am standing up” era algo impagable. De hecho, cada
vez que pasábamos a la lección siguiente nos sentíamos especiales y diferentes.
Acabábamos de dar un paso, tan necesario como selecto, para dejar en el olvido
la yunta, los barbechos y las sementeras. Creíamos a pies juntillas que el
aprender inglés, otra cosa es cómo lo aprendíamos, nos adscribía a un club exquisito
y selecto. El signo de distinción que nos haría intocables cuando en vacaciones
regresáramos a nuestros villorrios y aldeas.
Mejor aún, el “An Elementary Course” de
la Mangold era el pasaporte, requisito insoslayable, para viajar, cuando
fuéramos un poco más mayores, a Cipango, el Tonkín o la mismísima China. Mr.
Green y Tommy Brown eran prerrogativas que nos convertían en estudiantes
singulares. Antes de volver a casa para las vacaciones de Navidad, un trimestre
de Mangold entre encerado y exámenes, éramos plenamente conscientes de que
saber lo que quería decir “house” y “church” nos diferenciaba por completo, de
manera absoluta, de todos los compañeros de correrías en páramos y valles que
seguían con las modestas letanías de la Enciclopedia Álvarez en la escuela de Don Facundo.
Es más, planeábamos que cuando bajáramos
del autobús de línea y alguien nos preguntara “¿Qué tal, chaval, con los
jodidos frailes?”, le responderíamos en perfecto inglés: “Mr. Abundio, this is a book and this is a pencil”. Preguntara lo
que preguntase. Quien lo preguntara. Teníamos preparadas tres o cuatro
respuestas estándar (Good morning –el autobús llegaba a las 8 de la tarde- Miss
Evilasia). Aunque Miss Evilasia fuera octogenaria y tuviera 12 nietos. And so
on. Después de todo, a cuatro clases por semana, durante dos meses y medio,
nuestro vocabulario tenía pero que muy serias limitaciones. Y así a todo el
mundo. Aquellas navidades hablaríamos inglés con el molinero, con el herrero y
hasta con el señor cura. Y nada más. Si acaso retomaríamos el español en la intimidad
del hogar, al calor de la hornacha.
Llegados a este punto conviene resaltar
que, mera casualidad, fruto del azar o señal de la Providencia, el padre
Juvencio Hospital había nacido en un pueblo a cinco kilómetros del mío. Esto no
era sino un acicate más para que, al menos yo y aquellos que creíamos
indeleblemente que la redención de la yunta de bueyes nos llegaría a través de
la lengua de Shakespeare, estuviéramos plenamente convencidos que si el padre
Juvencio había aprendido un inglés, presumiblemente impecable en Manila,
nosotros podríamos conseguir otro tanto. Seguro que el buen padre dominico
también había sido un candidato, como lo era yo en aquella época, a dejar la esteva
del arado y no poner la vista atrás. Yo no sería menos.
¡Por Hamlet que lo conseguiría! Mi
inutilidad tan absoluta con el álgebra sólo era comparable, aunque fuera por
oposición, a la perfecta memorización de los verbos irregulares. He dicho bien,
memorización. Éramos unos ases en el aprendizaje del vocabulario, incluso del más
obtuso. Tal es así que ese acervo lingüístico, aprender centenas, millares de
palabras, no nos hacía avanzar ni una pulgada en hablar la lengua. Pero eso no
nos preocupaba, era lo de menos. Con frecuencia sacábamos un sobresaliente en
los exámenes, aunque no supiéramos pronunciar, como lo hacía Tommy, frases tan
simples como “I go to school”.
Esta manera de aprender la lengua
extranjera debía ser, de hecho lo sigue siendo, la orientación pedagógica
dominante. Muchos años después, cuando el policía irlandés me preguntó en el
aeropuerto de Dublín, creo, “Where are you coming from?”, algo evidente porque
era un vuelo de Madrid y mi pasaporte, todavía con los aguiluchos franquistas
en la portada verde, lo decían con toda claridad, el bloqueo y la incomprensión
fueron tan absolutos que no se me ocurrió decirle otra cosa que lo que le dije
al Sr. Abundio al bajar del autobús que me traía de Pucela: “Mr. policeman,
this is a book and this is a pencil”.
El policía se partía de risa mientras
estampaba el tampón aquel 19 de noviembre de 1980. Claro que peor fue lo del
amigo que venía conmigo. Viendo los paneles del aeropuerto que indicaban “EXIT”
por aquí y “EXIT” por allá se mostró del todo satisfecho -que le perdonen mis
amigos de la verde Eire por la terrible equivocación de tildarles de británicos-
mientras afirmaba que “para que después
digan que los ingleses son altivos, mira, a todos los que venimos, nos desean
éxito, y además nada más llegar”. Y se quedó tan pancho.
Así pues, fue el padre Juvencio Hospital,
de la Orden de Predicadores, con su inglés filipino, quien comenzó a abrirnos
las puertas del mundo. Sería casualidad o pura intuición, pero al abrir, tras
tantos años mi libro de texto de Mangold (que me disculpe mi amigo LuiselMaestro,
insobornable pregonero de que la nostalgia es la rebaba de la memoria), me
encuentro una nota, a modo de ficha de biblioteca, entre la página 92 y 93,
justo antes de comenzar la lección 13: ‘El tiempo presente progresivo en
sentido futuro’. Ahí es nada como título de una lección para una clase de
inglés práctico. Mira por dónde. Título: La Vuelta al mundo en 80 días, Autores:
Julio Verne, Protagonista: Fhileas (sic) Fogg (2º, Sección A).
Para entonces, en segundo curso,
palabras mayores, dominábamos a la perfección, no sé si hacíamos otro tanto en
Lengua Española con el P. Isidro Rubio, el futuro perfecto: “I shall have been”.
Y por supuesto los irregulares think,
thought thought y cómo no, el genitivo sajón, que ni los mismos ingleses
conocen. Which one is Mr. Brown’s?
By the way, una vez que intenté mostrar
a mi padre, mientras él calculaba la hora, mis habilidades lingüísticas: “It is
ten past one o’clock”, me respondió: “Hijo,
deja de hablar en raro que no te entiende ni Dios”. Supongo que quiso decir
ni God.
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