Tuesday, March 31, 2015

La biblioteca

Era un internado, claro. Estábamos a finales de los sesenta y con las cosas de leer no se juega. Había que mantener, costara lo que costara, las almas, y no digamos los cuerpos, de aquellas centenas de adolescentes en ciernes, incólumes a toda depravación espiritual. ¡Vade retro el maligno!, imprecaban los buenos padres dominicos. La mayoría de ellos acunados en el nacionalcatolicismo rancio y gris de las primeras hornadas vocacionales de la posguerra. Ante el mínimo tufo, tal como ellos los concebían, de los apartamientos de la recta senda, no cabían las medias tintas. Por banal que fuera el extravío del camino derecho, marcado por una concepción de la moral antediluviana, resultaba de rigor amputar, por lo sano y sin aspavientos, la desviación. Y eso que sí, que estamos hablando de media docena de años, después del Concilio Vaticano II.

Cualesquier aspecto considerado como desliz de la asfixiante concepción moralizante de la vida cotidiana, de los criterios ideológicos y, por supuesto, de los doctrinales, era terreno vedado. Por insignificantes que fueren. En ese sentido, los buenos padres consideraban la lectura como un más que inquietante foco de descarrío. Así que la palabra escrita se reducía a los libros de texto, algún devocionario en la iglesia y las pías jaculatorias de fervorosas estampas. Ni un renglón más. En la mejor tradición conventual, eso sí, las lecturas, cuando las había, fueran en la capilla o en el refectorio, eran un acto público. Las menos, muy restringidas y seleccionadas, escasísimas, sobre asuntos del siglo, las hacía un lector, en voz alta, en el comedor. Las más comunes procedían de una selección de las vidas de santos, y ciertos textos piadosos de autores religiosos, preferiblemente del ramo, dominicos.

Este empecinamiento en limitar las lecturas de los alumnos no dejaba de ser una contradicción flagrante. Se trataba de un colegio académicamente notable, sobresaliente en la mayoría de los casos, según qué profesores, pero no había biblioteca. Ni siquiera una que hubiera estado limitada a unas cuantas enciclopedias de referencia, quizá algunos diccionarios de la lengua, o acaso algunos libros de aventuras juveniles, expurgadas de todo tipo de culpa y pecado. Nada de nada. Ni un libro que echarse a los ojos. Por alguna extraña razón, la lectura era considerada como algo pernicioso. Al menos la lectura en privado.

La contradicción era extrema, además, si se consideraba que, para los estándares de la época –ojalá cincuenta años después muchos institutos pudieran tener ese curriculum escolar del que gozábamos en las Arcas Reales- teníamos la inestimable oportunidad de aprovecharnos de lo que hoy en día se denomina, educación integral. Y a fé que lo era. ¿En cuántos institutos se representará este año una obra tan revolucionaria, he escrito bien el adjetivo: revolucionaria, como “Escuadra hacia la muerte” de Alfonso Sastre? O ¿cuántos estudiantes de qué IES español podrán tener alguien que les explique, antes del verano, la técnica cinematográfica de King-Kong, la clásica y original de Mercian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack ? Por citar algunos ejemplos. Que podían seguir con una más que notable formación atlética, competiciones corales por toda España, sin olvidarnos de clases de música instrumental (“los pianos de la piscina”) o la banda de bandurrias y laúdes.

A veces, he pensado que esta reprobación por la lectura tenía que ver con una obsoleta
cultura dominicana donde es fácil establecer un enlace metafórico, al menos, con el famoso cuadro de Pedro Berruguete. Nuestro Padre Santo Domingo echando un pulso a los albigenses heréticos para certificar que libros consumía (o no) el fuego. Algo inconcebible, incluso en el tardofranquismo, porque mientras a nosotros se nos negaban las lecturas más ingenuas, los estudiantes de filosofía y teología, hacia donde nos encaminaba la escuela apostólica, disponía de una de las mejores bibliotecas españolas, tampoco me he equivocado de adverbio, sobre filosofía y teología. Y allí, media docena de años más tarde, nadie se escandalizaba por tener los libros más heréticos sobre los que uno pudiera poner la vista. Y las manos.

Posiblemente esa animadversión tuviera que ver, más que con la mentalidad de los buenos padres, con la del contexto sociocultural que ellos mismos habían padecido. La lectura, es bien sabido, constituye un mundo individualizado de fantasía y libertad. Absolutamente único, intransferible y personal. Nadie puede controlar lo que pasa por la mente de un adolescente, crecido entre páramos ásperos y valles recónditos, cuando de repente se sumerge en las junglas de Malasia o navega  –nosotros, todos de tierra bien firme- con los piratas de las Antillas, de la pluma de Emilio Salgari. Lo dicho: ¡Vade retro el maligno! Obviamente, otro tanto se podría decir de lo que se nos ocurría cuando veíamos a Fay Wray en las garras del gorila o Pedro, Andrés, Alfonso, Javier y Luis asesinando, tal cual, al Cabo Gobán, según la versión de Alfonso Sastre. Previsiblemente, la percepción pedagógica del claustro era, aunque no fuera cierta, que de alguna manera aquella censura era mucho más manejable al exhibirse delante de todo el conjunto de alumnos, desde 11 a 16 años, reunidos en el mismo teatro.

Lo que sigue ocurrió en Segundo Curso, Sección A, invierno de 1968. Un compañero, quien sabe por qué extraños vericuetos, se había hecho con un Nuevo Testamento. Con doce años, no podía estar más ufano con aquella posesión que le hacía único y diverso. Los demás teníamos idénticos libros de religión, geografía, historia y demás. Él, un librito del todo original. No se le ocurrió otra cosa que, en clase de literatura, mostrárselo al profesor. El profesor, tan excelente para imbuir a los alumnos un más que admirable interés en la literatura, soy testigo de ello, desde Esopo a Gabriel y Galán, los dos poetas extremeños, pasando por los juglares occitanos, y hasta los clásicos, con autores tan difíciles para púberes como Goethe y Cervantes, rápidamente advirtió que aquel diminuto Nuevo Testamento era de unas dimensiones, cuando menos, sospechosas.

Bastó que lo abriera para que gritara, o casi, ¡a la hoguera! En efecto, se trataba de un Nuevo Testamento sin notas, es decir, una versión protestante, monda y lironda, de los cuatro santos evangelios. Para más inri, una versión de Reina Valera. Naturalmente, en clase de religión, ya nos habían advertido de que la mejor señal para husmear el azufre de los herejes, protestantes, albigenses o como se denominaran, consistía en advertir que el Nuevo Testamento no llevara notas explicativas. Pues allí se acabó la clase sobre Lope de Vega. Durántez fue llevado, “ipso facto”, ante el Prefecto de Disciplina que le amonestó severamente y, cómo no, en el mismo paquete le amenazó con la expulsión. Con que el hermano lego le iba a llevar de inmediato a la Estación de Campo Grande para tomar el tren a Palencia. Al final se salvó porque era el alumno que más “chispeaba”, según el argot de entonces, el más listico, de la clase. Ciertamente, el bueno de Durántez, si alguna vez más, un Nuevo Testamento cayó entre sus manos, hojearía tembloroso los pies de página. Tal debió de ser el susto. Y de Peribáñez y el Comendador de Ocaña seguro que no se ha olvidado, dondequiera que esté.

Con catorce años, ya en el Pabellón de Mayores, se comenzó a hacer un esbozo de biblioteca, donde estaba el laboratorio de química (otra buena muestra de que en 1967 nuestra educación era integral). Aparecieron tímidamente algunas enciclopedias, libros de la editorial Juventud, con Julio Verne a la cabeza: “Miguel Strogoff”, “Cinco semanas en globo” y hasta es posible que algunas novelas de Zane Grey sobre el oeste que tan cerca estaba de nuestros anhelos culturales con las películas de los domingos en el Salón de Actos. También algunas colecciones sobre hazañas deportivas ante las cuales nos quedábamos boquiabiertos observando a los gigantes negros de la NBA en saltos imposibles.

Incluso algún profesor, seguramente violando todas las normas de conducta del internado, comenzó a pasarnos a escondidas libros que leíamos a la sombra de las choperas o en las partes menos frecuentadas, al final de los pasillos. El P. Reyero, el mismo que me hacía memorizar quienes habían sido los arquitectos de Santa Sofía (Artemio de Tralles e Isidoro de Mileto), tuvo la gentileza de pasarme una biografía sobre "Franco...ese hombre". Sí, ya sé que biblioteca o no biblioteca, el tomito, una hagiografía en toda regla del dictador, no se salía para nada de la ortodoxia y dejaba poco espacio a la imaginación. Bueno, quizá la campaña del Tercio en Tetuán se podía asimilar, de alguna manera, a las hazañas de Miguel Strogoff en la inmensa estepa rusa. Pero menos era más.

El caso es que lo devoré durante los recreos, en cuatro o cinco días. El P. Reyero nunca creyó que me lo hubiera leído de cabo a rabo. Pero sí, puedo confesar y confieso, me acuerdo perfectamente, que lo leí de la A la Z. Tal era el hambre de lectura que pensábamos que cualquier letra impresa se convertía, por el hecho de deletrearse en dignísima lectura. Incluso aunque en la portada del libro (autores Jose María Sánchez Silva y Jose Luis Sáenz de Heredia) apareciera Francisco con Adolf. ¡Vade retro el maligno! ¡Cómo para no acordarse!


No comments:

Post a Comment