Era un internado, claro. Estábamos a finales de
los sesenta y con las cosas de leer no se juega. Había que mantener, costara lo
que costara, las almas, y no digamos los cuerpos, de aquellas centenas de
adolescentes en ciernes, incólumes a toda depravación espiritual. ¡Vade retro el
maligno!, imprecaban los buenos padres dominicos. La mayoría de ellos acunados
en el nacionalcatolicismo rancio y gris de las primeras hornadas vocacionales de
la posguerra. Ante el mínimo tufo, tal como ellos los concebían, de los
apartamientos de la recta senda, no cabían las medias tintas. Por banal que
fuera el extravío del camino derecho, marcado por una concepción de la moral antediluviana,
resultaba de rigor amputar, por lo sano y sin aspavientos, la desviación. Y eso
que sí, que estamos hablando de media docena de años, después del Concilio Vaticano
II.
Cualesquier aspecto considerado como desliz de la asfixiante
concepción moralizante de la vida cotidiana, de los criterios ideológicos y,
por supuesto, de los doctrinales, era terreno vedado. Por insignificantes que
fueren. En ese sentido, los buenos padres consideraban la lectura como un más
que inquietante foco de descarrío. Así que la palabra escrita se reducía a los
libros de texto, algún devocionario en la iglesia y las pías jaculatorias de fervorosas
estampas. Ni un renglón más. En la mejor tradición conventual, eso sí, las
lecturas, cuando las había, fueran en la capilla o en el refectorio, eran un
acto público. Las menos, muy restringidas y seleccionadas, escasísimas, sobre
asuntos del siglo, las hacía un lector, en voz alta, en el comedor. Las más
comunes procedían de una selección de las vidas de santos, y ciertos textos
piadosos de autores religiosos, preferiblemente del ramo, dominicos.
Este empecinamiento en limitar las lecturas de los
alumnos no dejaba de ser una contradicción flagrante. Se trataba de un colegio
académicamente notable, sobresaliente en la mayoría de los casos, según qué
profesores, pero no había biblioteca. Ni siquiera una que hubiera estado
limitada a unas cuantas enciclopedias de referencia, quizá algunos diccionarios
de la lengua, o acaso algunos libros de aventuras juveniles, expurgadas de todo
tipo de culpa y pecado. Nada de nada. Ni un libro que echarse a los ojos. Por alguna extraña razón, la lectura era
considerada como algo pernicioso. Al menos la lectura en privado.
La contradicción era extrema, además, si se
consideraba que, para los estándares de la época –ojalá cincuenta años después
muchos institutos pudieran tener ese curriculum escolar del que gozábamos en las Arcas
Reales- teníamos la inestimable oportunidad de aprovecharnos de lo que hoy en día se denomina,
educación integral. Y a fé que lo era. ¿En cuántos institutos se representará este
año una obra tan revolucionaria, he escrito bien el adjetivo: revolucionaria, como
“Escuadra hacia la muerte” de Alfonso Sastre? O ¿cuántos estudiantes de qué IES
español podrán tener alguien que les explique, antes del verano, la técnica
cinematográfica de King-Kong, la clásica y original de Mercian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack ? Por citar algunos ejemplos. Que podían seguir
con una más que notable formación atlética, competiciones corales por toda
España, sin olvidarnos de clases de música instrumental (“los pianos de la
piscina”) o la banda de bandurrias y laúdes.
A veces, he pensado que esta reprobación por la
lectura tenía que ver con una obsoleta
cultura dominicana donde es fácil
establecer un enlace metafórico, al menos, con el famoso cuadro de Pedro
Berruguete. Nuestro Padre Santo Domingo echando un pulso a los albigenses heréticos
para certificar que libros consumía (o no) el fuego. Algo inconcebible, incluso
en el tardofranquismo, porque mientras a nosotros se nos negaban las lecturas
más ingenuas, los estudiantes de filosofía y teología, hacia donde nos
encaminaba la escuela apostólica, disponía de una de las mejores bibliotecas
españolas, tampoco me he equivocado de adverbio, sobre filosofía y teología. Y
allí, media docena de años más tarde, nadie se escandalizaba por tener los
libros más heréticos sobre los que uno pudiera poner la vista. Y las manos.
Posiblemente esa animadversión tuviera que ver,
más que con la mentalidad de los buenos padres, con la del contexto
sociocultural que ellos mismos habían padecido. La lectura, es bien sabido, constituye un mundo individualizado de fantasía y libertad. Absolutamente único, intransferible
y personal. Nadie puede controlar lo que pasa por la mente de un adolescente,
crecido entre páramos ásperos y valles recónditos, cuando de repente se sumerge
en las junglas de Malasia o navega –nosotros, todos de tierra
bien firme- con los piratas de las Antillas, de la pluma de Emilio Salgari. Lo
dicho: ¡Vade retro el maligno! Obviamente, otro tanto se podría decir de lo que
se nos ocurría cuando veíamos a Fay Wray en las garras del gorila o Pedro,
Andrés, Alfonso, Javier y Luis asesinando, tal cual, al Cabo Gobán, según la
versión de Alfonso Sastre. Previsiblemente, la percepción pedagógica del
claustro era, aunque no fuera cierta, que de alguna manera aquella censura era mucho
más manejable al exhibirse delante de todo el conjunto de alumnos, desde 11 a
16 años, reunidos en el mismo teatro.
Lo que sigue ocurrió en Segundo Curso, Sección A, invierno
de 1968. Un compañero, quien sabe por qué extraños vericuetos, se había hecho
con un Nuevo Testamento. Con doce años, no podía estar más ufano con aquella
posesión que le hacía único y diverso. Los demás teníamos idénticos libros de
religión, geografía, historia y demás. Él, un librito del todo original. No
se le ocurrió otra cosa que, en clase de literatura, mostrárselo al profesor.
El profesor, tan excelente para imbuir a los alumnos un más que admirable
interés en la literatura, soy testigo de ello, desde Esopo a Gabriel y Galán,
los dos poetas extremeños, pasando por los juglares occitanos, y hasta los
clásicos, con autores tan difíciles para púberes como Goethe y Cervantes, rápidamente advirtió
que aquel diminuto Nuevo Testamento era de unas dimensiones, cuando menos,
sospechosas.
Bastó que lo abriera para que gritara, o casi, ¡a
la hoguera! En efecto, se trataba de un Nuevo Testamento sin notas, es decir,
una versión protestante, monda y lironda, de los cuatro santos evangelios. Para
más inri, una versión de Reina Valera. Naturalmente, en clase de religión, ya
nos habían advertido de que la mejor señal para husmear el azufre de los
herejes, protestantes, albigenses o como se denominaran, consistía en advertir que
el Nuevo Testamento no llevara notas explicativas. Pues allí se acabó la clase
sobre Lope de Vega. Durántez fue llevado, “ipso facto”, ante el Prefecto de Disciplina
que le amonestó severamente y, cómo no, en el mismo paquete le amenazó con la expulsión. Con que el
hermano lego le iba a llevar de inmediato a la Estación de Campo Grande para
tomar el tren a Palencia. Al final se salvó porque era el alumno que más “chispeaba”,
según el argot de entonces, el más listico, de la clase. Ciertamente, el bueno
de Durántez, si alguna vez más, un Nuevo Testamento cayó entre sus manos, hojearía
tembloroso los pies de página. Tal debió de ser el susto. Y de Peribáñez y el Comendador
de Ocaña seguro que no se ha olvidado, dondequiera que esté.
Con catorce años, ya en el Pabellón de Mayores, se
comenzó a hacer un esbozo de biblioteca, donde estaba el laboratorio de química
(otra buena muestra de que en 1967 nuestra educación era integral). Aparecieron
tímidamente algunas enciclopedias, libros de la editorial Juventud, con Julio
Verne a la cabeza: “Miguel Strogoff”, “Cinco semanas en globo” y hasta es
posible que algunas novelas de Zane Grey sobre el oeste que tan cerca estaba de
nuestros anhelos culturales con las películas de los domingos en el Salón de
Actos. También algunas colecciones sobre hazañas deportivas ante las cuales nos
quedábamos boquiabiertos observando a los gigantes negros de la NBA en saltos
imposibles.
Incluso algún profesor, seguramente violando todas
las normas de conducta del internado, comenzó a pasarnos a escondidas libros
que leíamos a la sombra de las choperas o en las partes menos frecuentadas, al
final de los pasillos. El P. Reyero, el mismo que me hacía memorizar quienes habían sido los
arquitectos de Santa Sofía (Artemio de Tralles e Isidoro de Mileto), tuvo la
gentileza de pasarme una biografía sobre "Franco...ese hombre". Sí, ya
sé que biblioteca o no biblioteca, el tomito, una hagiografía en toda regla del
dictador, no se salía para nada de la ortodoxia y dejaba poco espacio a la
imaginación. Bueno, quizá la campaña del Tercio en Tetuán se podía asimilar, de
alguna manera, a las hazañas de Miguel Strogoff en la inmensa estepa rusa. Pero
menos era más.
El caso es que lo devoré durante los recreos, en cuatro
o cinco días. El P. Reyero nunca creyó que me lo hubiera leído de cabo a rabo. Pero
sí, puedo confesar y confieso, me acuerdo perfectamente, que lo leí de la A la
Z. Tal era el hambre de lectura que pensábamos que cualquier letra impresa se convertía, por el hecho de deletrearse en dignísima lectura. Incluso aunque en la portada del libro (autores Jose
María Sánchez Silva y Jose Luis Sáenz de Heredia) apareciera Francisco con
Adolf. ¡Vade retro el maligno! ¡Cómo para no acordarse!