Cercenadas quedaban, pues, las oportunidades de la lectura, dado que tan complicado resultaba para los buenos padres dominicos someterlas a un control radical y exhaustivo. Resultaba, posiblemente, más eficaz y rápido eliminarlas de un plumazo de nuestra rutinaria vida escolar, que expurgar los tomos de los clásicos, tarea por lo demás imposible. Los amoríos de Don Melón y Doña Endrina, en la pluma del Arcipreste de Hita, no eran, precisamente, un dechado de virtudes morales. Y eso para empezar. Porque la literatura liberal y, ocasionalmente, impúdica del XVIII y XIX, quedaba completamente fuera de nuestro alcance. El realismo mágico latinoamericano estaba en mantillas, aunque del lirismo del Rubén Darío, unas cuantas exuberantes e incomprensibles metáforas salpicaron nuestro devenir, a caballo entre Pío Baroja y Benito Pérez Galdós. De hecho, éramos más dados a la poesía, previsiblemente porque sus contenidos eran más encorsetados y fáciles de controlar, de entender, que a la prosa. Nuestras lecturas homologadas, por así decirlo, componían una reducidísima biblioteca rácana en cantidad, e ínfima en calidad.
Una estantería de ocasión en una sala que no era, ni de lejos, una biblioteca, contenía todo nuestro angosto horizonte literario. Unos cuantos libros de aventuras manoseados por la hilera de cursos precedentes, salpicados por las inevitables vidas de santos y las hagiografías de mártires y vírgenes diversas conformaban nuestro reducido ámbito de lecturas. Otros pluses y otros privilegios se nos donaron en aquella educación calificable de elitista, al menos para lo que se estilaba en la época, pero el acicate de la lectura brilló por su ausencia. Como si con la letra escrita, las páginas numeradas y los tomos encuadernados corriéramos el riesgo, temerosos enseñantes y enseñados, de que nos tragara algún ignoto huracán de moral laxa, agazapada entre la sintaxis barroca de Quevedo y las provocativas escenas de El Decamerón.
Nos quedaba la escritura. Como si en algún claustro de profesores hubieran decidido que todo lo que saliera de nuestra ingenua imaginación no podía sino ser bueno, al contrario que con la lectura, se nos incitaba a que diéramos rienda suelta a nuestras incipientes anhelos literarios mediante nuestras propias creaciones. Y no sólo en las consabidos y rutinarias redacciones sobre la llegada de la primavera, la vendimia del otoño o los nevados campos invernales. Sin olvidar, claro está, el clásico y enternecedor cuento navideño donde siempre aparecía un niño pobre que terminaba por encontrar holgado consuelo delante del portal de Belén.
Los profesores de literatura, tales el P. Llanos y, sobre todo el P. Rubio, mimaban e impulsaban los brotes verdes de nuestras ínfulas literarias. Efectivamente, nos espoleaban a que diéramos rienda suelta a nuestra imaginación, por lo demás muy limitada, a que saliéramos de los páramos y barbechos que habíamos mamado durante nuestra corta existencia. Nos olvidáramos de las choperas en las riberas de nuestros ríos y las chimeneas humeantes sobre los tejados escarchados de nuestras aldeas. Nos apremiaban a buscar mundos misteriosos de junglas impenetrables, universos de arena y palmeras, sólo visibles en nuestra imaginación o en la lección sobre Guinea Ecuatorial, capital Rio Muni, cuando era española. A escribir sobre un mar que no habíamos visto, sobre naúfragos en islas que sólo cabían en nuestra imaginación.
Había concursos, veladas literarias, lecturas en voz alta delante del resto de compañeros de la clase, declamaciones poéticas al aire libre, aprovechando el mes de María. Quien más, quien menos tenía su propio cuaderno de espiral de alambre dedicado en exclusiva a estas justas literarias. Casi medio siglo después, lo importante no era el valor de las hojas emborronadas, sino el hecho de que fuera el germen para que en años venideros tomáramos aprecio por lecturas sólidas y, viniendo desde el fondo de aquellos años plomizos, saltaran, ocasionales, las chispas de modestas creaciones literarias.
Los medios eran escasos, pero la osadía inconmesurable. De modo y manera que hasta teníamos nuestra propia revista “CUMBRE”. No era un pasquín al uso de la época, monocroma y redundante. Antes bien, portada a todo color, excelente imitación del huecograbado, páginas interiores con trazos de diseño contemporáneo, envueltas en una colorida y caótica tipografía, con editorial, claramente moralizante, sin firma pero claramente escrito por el director del Colegio y un variopinto contenido que iba –la portada era la Virgen del Rosario reposando sobre una nube de tul- desde comentarios místicos sobre “la sombra de Dios”, pasando por críticas de cine, la insoslayable crónica deportiva sobre las inenarrables hazañas del Club DAR, hasta llegar a reseñas sobre diversas actividades escolares. Disponer, realizar y publicar CUMBRE en aquella época, con aquellos medios, no era hazaña menor.
La publicación, su salida al patio de recreo y el inevitable envío a nuestros padres, que la leían con fruición, era todo un acontecimiento. Los tres o cuatro números que se publicaban al año eran esperados por compañeros y profesores con inusitada expectación. La tarea de sacarla no era manca, en aquellos tiempos tan en blanco y negro, que raramente pasaban a grises, la revista era tirada a todo color. La portada no tenía nada que envidiar a prestigiosas publicaciones en huecograbado.
El ciclóstil usado para tales menesteres estaba, embadurnado de tinta por todas partes, menos por una, la manivela que lo hacía girar, en un desvencijado espacio, escondido entre el salón de actos y los vestuarios de la piscina. Por el suelo había papeles carbón, el esténcil, de las primeras copias manuscritas, decenas de hojas sueltas inutilizadas porque la tinta se había corrido antes de que, mismamente, pudiera secarse el titular. Pura artesanía, pues aunque en teoría el mimeógrafo, inventado ni más ni menos que por Thomas A. Edison, era una herramienta para hacer sencillas copias en blanco y negro de textos (justamente, en aquellos años, era la gran época de la máquina usada en la clandestinidad por partidos y sindicatos, aunque, obviamente, nosotros ni habíamos oido hablar de ellos), algunos habilidosos compañeros a fuerza de probar y equivocarse lograban encajar, aproximadamente, eso sí, dibujos en color sobre el hueco dejado a propósito en una previa impresión del texto literario. Cuando en una misma página se combinaba texto, cuadros, diseños y colores diferentes, la precisión de los apañados operarios, siempre pertrechados de un delantal entintado, superaba con creces las expectativas que en el polígrafo hubiera puesto el mismísimo Edison.
Fuere como fuese la máquina de ciclostil terminaba siempre chorreando tinta por todos los rulos y manivelas que la componían. Los operarios, y serlo era todo un privilegio y un honor, incluso más que redactar los artículos, pringadas las manos y la cara de tinta. Cierto, los márgenes salían descuadrados, los colores aparecían o demasiado brillantes o demasiado difusos, la tipografía era daliniana y los contenidos variopintos hasta lo inimaginable. Pero CUMBRE era un logro del que todos nos sentíamos orgullosos: los manipuladores del embadurnado mimeógrafo, los avezados redactores y, ¡cómo no!, nuestros profesores de literatura.
El contenido tipo estaba compuesto por un editorial, “otra importantísima novedad es la categoría de nuestro Colegio… ello nos permite poner en marcha la nueva orientación que hace tiempo veníamos planeando: la admisión de alumnos externos”. Hasta la revista CUMBRE se hacía eco del fin de una era. El editorialista, previsiblemene el director, reseñaba, además una crónica de eventos y daba ánimos al alumnado para los meses siguientes. En la segunda página una necrológica. En el ejemplar de mayo del 71, de Fray Eugenio Martínez Fernández, recién fallecido. Seguía una poesía a las manos de Santo Tomás de Aquino, mejor, a las de la estatua de Lapayese en la iglesia. De nuevo sin firma. Seguramente, no por mala conciencia de la calidad del poema, sino por el acendrado sentido de la humildad que se nos obligaba a profesar. Firmar algo era sobresalir por encima del resto, fueran o no poetas, y no se trataba de eso (“Tomás, maestro y amigo, quiero besarte las manos. Y espero que tu me des, con ellas, tu bendición y tu abrazo”).
Había un test psicológico, una reseña del mundo de los animales, una entrevista con el director, en este caso el P. Félix Gil, esta sí, firmada por Rafael (Rafael Sánchez López?) y Rubio, quien con mucha prudencia respondía a la insidiosa pregunta de los jóvenes periodistas: “¿Cree que llegaremos muchos a vestir el hábito blanco de los dominicos?”. “Eso sólo Dios lo sabe….”, respondía con vaticana cautela el director. Hizo bien, de los 120 alumnos que conformaban el curso de los jóvenes periodistas sólo se vistieron de blanco seis. Más poesías a la madre, al padre, un relato sobre la audaz fuga de Rocaseca de Santo Tomás de Aquino, quien aparentemente, por la extensión del texto publicado y el tono literario usado tenía toda la pinta de haberse convertido en héroe del autor (igualmente, sin firma): “La hazaña se ha consumado. Tomás huye rescatado, para ser luz de la Iglesia, Maestro de sabios y santos, Patrono de Estudiantes”. Recuerdo, como en una nebulosa, o quizá me lo he imaginado, las felicitaciones del P. Intxausti por el tono entrecortado de la redacción, frases cortas que se suceden con rapidez, a modo de una crónica periodística: “Mitad del siglo XIII… No existían los periódicos, ni la radio, ni la televisión”, comienza el texto. Pero teníamos “CUMBRE”.
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