Cerramos y abrimos los ojos en
este juego apenas descubierto, queriendo acompasar el momento de la apertura al
situamos a la altura de uno de los proyectores, los cerramos de nuevo, hasta
que creemos estar, justamente, en la vecindad del siguiente. Incluso con los
párpados cerrados sentimos con toda nitidez el raudo desfile de los focos por
el lateral derecho de nuestras cabezas, alumbrando con regularidad, aunque sea
un instante fugaz, nuestras sienes apoyadas en las cortinillas del autobús.
Una buena forma, como otra
cualquiera, para algunos, poco acostumbrados a los largos trayectos por
carretera, total la distancia entre el pueblo y la capital de provincia no
supera los 80
kilómetros , de rehacernos en nuestros asientos una vez
que del Cola Cao con leche del desayuno no resta ni la menor gota en nuestros
estómagos. La boca ácida, con sabor a paja, reseca. Por no tener, no tenemos ni
una vulgar bolsa de plástico donde verter lo que nos queda de los higadillos y,
sobre todo, la vergüenza de hacerlo enfrente de camaradas más valerosos. Así
que para evitar males peores, a la altura de Adanero ya tenemos, por fin,
cerrado el pestillo de la ventanilla. Por donde hemos sacado, tanto como
posible, nuestras cabezas mareadas, para que el mal olor y el bochorno queden diluidos
entre los cánticos ininterrumpidos de los compañeros más ruidosos y estoicos. Una
bocanada de aire refrescante de la mañana castellana, a modo de biodramina
milagrosa. Ahora sobrevivimos, retorcidos y pálidos, acurrucados contra el
pegajoso “eskai” de nuestros asientos, hacia la parte central del bus. Asturias,
patria querida y Rianxeira suenan, machaconamente, a voz en grito, hasta
desafinar (¡saludos cordiales, amigos tiples de la afamada Coral Virgen del
Rosario!), desde los agitados asientos traseros.
El autocar, de los de baca interminable,
reborde de varillas toscamente soldadas sobre todo el perímetro del techo, y
tubo de escape renqueante, se apresura, fruto de la inercia, cuesta abajo, una
vez traspasada la mitad del túnel. La aceleración que toma no hace sino multiplicar
el curioso efecto de las luces desfilando en hileras, cada vez más veloces, como
en un silbido, a nuestro lado. Es la primera vez que la mayoría de nosotros nos
internamos en un túnel de carretera tan vasto. Algunos, a decir verdad, es la
primera vez que atravesamos, sencilla y llanamente, un túnel. Cualquiera. ¿Qué galerías
necesitaríamos los terracampinos para vadear, llanura infinita, los campos
góticos desde Melgar de Fernamental hasta Benavente?. Cierto, algunos colegas
de la cornisa cantábrica ya son auténticos veteranos en los del ferrocarril.
Aunque éstos son siempre más oscuros y, sobre todo, mucho más arcaicos. Ni de
lejos, tan pulcros como el que estamos dejando atrás. Hemos abandonado Castilla
la Vieja y, para todos los que procedemos de la meseta norte, se trata de la
primera ocasión en que nos adentramos hacia lo que nuestro libro de geografía
denomina Castilla la Nueva. Y eso incluye la mismísima provincia de Madrid,
asociada a regiones tan manchegas como Cuenca y Ciudad Real. Albacete todavía,
en esta década preautonómica, conforma con Murcia una extraña pareja
orográfica.
El túnel de Guadarrama, obra
loada como uno de los logros espectaculares de la ingeniería franquista,
pantanos aparte, queda, finalmente, a nuestras espaldas. Admiramos la boca
negra de la entrada, semicírculo perfecto protegido por una arcada de hormigón,
horadada por debajo de los pinos y entre los salientes de granito. De repente,
a nuestra derecha, en medio de la inmensa mancha verdeante de vegetación, la
imponente cruz de Cuelgamuros sobresale por encima de las primeras estribaciones
de la sierra madrileña. Más al fondo, por unos segundos, hemos percibido la formidable
mole rectangular de El Escorial. Para unos cuantos de nuestros compañeros de
clase, como Juan “el peseta” y Jose Luis, oriundos de estos pagos, es como si
volvieran a casa, aunque el destino de todos los excursionistas es, única y
exclusivamente, el Valle de los Caídos.
Su perfil nos resulta fácilmente
reconocible. Aparece en las últimas páginas del libro de historia y en las penúltimas
del texto de Formación del Espíritu Nacional, las páginas donde el profesor no
llega nunca porque el curso se dispersa por otros meandros de la conquista de
América. Las hazañas de Hernán Cortés siempre nos resultan más atractivas que
los siempre confusos movimientos de trincheras en la Guerra Civil. O quizá el
P. Reyero se ha extendido en demasía narrando las argucias que el Cura Merino
ha empleado contra las tropas napoleónicas en la Guerra contra el Francés, como
la denominan en Catalunya. Pero la mayoría de nosotros, por no decir todos, de
natural despierto y curiosidad insaciable, sobre todo cuando se trata de ojear
las estampas de los libros, ya hemos llegado a los últimos capítulos, los de la
España contemporánea, y hemos memorizado la perspectiva diáfana de esta cruz desmesurada,
dominadora del paisaje con su extraña y perfecta geometría.
Hasta nuestros padres nos han
hablado de este lugar de peregrinación -a medio camino entre el culto a los
muertos, supuestamente reconciliados en el más allá, y la ideología de Cruzada-
por el que muchos de ellos han pasado, un alto en el camino hacia la Feria del
Campo en Madrid. Cuando las Hermandades Sindicales de Labradores y Ganaderos,
los sindicatos verticales de agricultores, capilarizados por toda la Castilla
tradicional, -rara avis el modesto
minifundista de trigos y centenos que osara proclamarse poco afecto al Régimen-
empaquetaban, en una jornada interminable de ida y vuelta jornalera, a todos
los pequeños propietarios de la aldea, y las doce limítrofes, en el mismo
autobús de los Herreros camino de la capital del estado uno, grande y libre,
rompeolas de las Españas.
Nosotros, obviamente, dada
nuestra tierna edad, salvo que a fin de curso nos manden recoger las mantas, evidente
presunción de que la sementera siguiente empezaremos a pagar el sello de la
Hermandad al convertirnos en co-cultivadores de pagos y barbechos, no
pertenecemos a ninguna agrupación franquista. Preciso, algunos de los alumnos
mayores sí que han sido flechas. Más, probablemente, por disfrutar de las
playas de Castro Urdiales o San Vicente en los campamentos veraniegos que por riguroso
convencimiento ideológico. Se puede decir que nuestra adolescencia política y
los años que la precedieron estaban vírgenes, por inexistencia, mayormente, de todo
credo político. Si acaso, éramos, francófonos –entendido como filia hacia el
Generalísimo- por la inercia y el vacío existente. Preparándonos para la Transición
donde ese vortex doctrinal arrastró nuestras benditas almas por los más
dispares rincones doctrinales, desde troskistas teóricos, hasta instigadores,
aunque sólo fuera mentales, de las supuestas hazañas de los Guerrilleros de
Cristo Rey. Pero 10 años antes de todo ese “tohu babohu”, nuestra visita al
Valle de los Caídos, está desprovista de cualquier caracterización ideológica.
No, ciertamente, en la
concepción de nuestros tutores y profesores, superada la cuarentena, para
quienes el franquismo es caldo de cultivo en el ideario de la rutina cotidiana.
Que una de nuestras primeras visitas culturales tenga como terminus Cuelgamuros y no la arquitectura herreriana, tan próxima,
no es fruto de la casualidad. Postura, por lo demás, fácilmente explicable y,
si se permite la licencia, justificable. Su memoria histórica resulta demasiado
reciente. Muchos de ellos han nacido en los años treinta o al inicio de la
posguerra. Han vivido, sufrido, para ser exactos, de primera mano los desmanes de los milicianos, especialmente cercanos y sangrientos, contra compañeros de
hábito. Algunos profesores más veteranos, seguro que son conscientes de haberse
convertido en supervivientes, fruto del azar, ellos dirán Providencia, por no
haber estado asignados por el P. Provincial, en determinadas fechas del verano
del ’36, al convento de Ocaña o a otros de Madrid. No hay, pues, que
sorprenderse de que nuestra primera excursión, allende las fronteras de la
Castilla la Vieja, tuviera como destino aquel lugar, cuya historia tan polémica
como sectaria ignoramos.
Así que aquí estamos, en la
inmensa explanada, mientras el P. Alfonso nos explica, con todo lujo de
detalles, las heroicidades de la construcción, minus la identidad real de muchos cientos, de miles de obreros.
Pavor ante el larguísimo corredor, pasadizo interminable que nos conduce a la
cripta donde los famosos niños de la escolanía, con los que de forma
instantánea simpatizamos por ser de nuestra cuerda por partida doble: por internos
y por melodiosos como los de nuestra insigne coral, están practicando la Salve
Regina. La misma que nosotros entonamos, bien que sin tanto garbo, tras el
rosario vespertino, cada tarde de octubre. Curiosidad y sorpresa ante la
sencillez de la tumba de Jose Antonio, el primer jefe nacional de la FE y de
las JONS, siglas cuya pronunciación nos resultan cómicas en la clase de
adoctrinamiento político. Al que todos y cada uno de nosotros ya conocemos por
su nombre de pila, bien firme y presente en las lápidas por los caídos
(algunos) que adornan las fachadas y pórticos de nuestras iglesias
parroquiales. Pero una cosa es el mármol plano, con la letanía de apellidos
familiares, en la plaza del pueblo y otra, incluso con 11 años, asumir que allí
mismo, a nuestros pies, están los huesos de uno de los héroes de la Guerra
Civil. ¡Qué importa que fuera un fanático, por lo demás, uno más entre miles de
ellos!
Es la primera vez que estamos
ante los restos mortales, o lo que quede de ellos –el P. Alfonso comenta que
viene de otro traslado funerario desde el monasterio de Felipe II- de un
personaje tan famoso y conocido. No nos importa mucho que lleve tantos años
bajo las frías losas. Ya podemos anunciar, en la postal Escudo de Oro que
enviaremos a nuestros padres, cuando estemos de vuelta en las Arcas Reales, que
hemos estado presentes ante la mismísima tumba de Jose Antonio, fundador de la
Falange. No te digo nada cuando se entere Nano, el único camisa azul recalcitrante
de la aldea. Pero casi mejor que no lo sepa mi abuelo, que se tiró todo el mes
de julio y agosto de aquel verano, hasta que entraron los fríos, durmiendo por
la noche en el monte, por temor, bien real, a que le requisaran, mientras
segaba los centenos con la hoz (¡ironía del instrumento¡), alguna de las bandas
volantes que, como él decía, subían algunas tardes a pegar unos tiros, deporte
de temporada alta, en la montaña palentina.
De todos modos, más que la austera
tumba de El Ausente, que la grandiosa explanada o que la cruz colosal, la más
alta de la cristiandad, el P. Alfonso “dixit”, lo que indudablemente nos
apabulla son las gigantescas estatuas de Juan de Ávalos, al pié de la misma.
Tanto que algunos compramos las cuatro postales de los cuatro evangelistas,
impresionados por sus extraordinarias dimensiones, una mano es más grande que
uno entero de nosotros. Aquellos a los que el peculio se lo permite, prefieren las
postales engarzadas en forma de fuelle. Si en lugar de cinco, hay un grupo de
diez, mucho mejor para la diversión, estirándolas y recogiéndolas delante de
las narices de algunos sorprendidos compañeros. Algunos, los más pudientes, por
denominar sus magras riquezas de alguna forma, se dan el lujo de adquirir hasta
un banderín, como los que se intercambian los equipos de fútbol al inicio de
los partidos, sólo que éste queda encabezado por la insignia de la laureada de
san Fernando, las cuatro espadas y el laurel, ilustrando una panorámica de la
columnata de acceso a la basílica, demasiado lóbrega para nuestros gustos.
Ya sólo nos queda hacernos la
foto de rigor. El P. Cándido Pérez siempre aparece puntual en estos momentos,
acompañado con su mini Leica, pintiparada para estas ocasiones. Él mismo
revela, la calidad no va muy allá, sus propias tomas, así que tras muchos años
en cajones olvidados, muchos compadres rescatarán varias imágenes idénticas.
¡Ah, esa manchita en la esquina superior izquierda, replicada una y otra vez
por no dejar el negativo a secar correctamente!. En la escalinata de acceso
aparecemos como si de un día de fiesta se tratara, desde que nos pusimos al
alba la corbata, reservada para las grandes ocasiones. Ojo con deshacer el
nudo, que no sabríamos cómo volver a trenzarlo. Así que esta noche lo
aflojaremos lo suficiente para poder sacar la cabeza y guardarla con cuidado en
nuestro aparador del dormitorio corrido, hasta que nos la tengamos que poner de
nuevo el Día de las Familias.
Efectivamente, la excursión es
una auténtica fiesta, un escalón, será por la distancia recorrida, incluso por
encima de los asuetos bimensuales a Simancas o Puente Duero. Falta, tras la
corbata, la foto, el rito del almuerzo festivo. Ya de regreso hacia la carretera
de La Coruña, en un prado con muretes de pizarra, a la sombra de un par de
frondosas encinas a cuyo tronco, bromeamos, Felipe II seguro que amarró sus
corceles, el P. Prefecto de Disciplina despliega todas sus capacidades
logísticas y en un santiamén todos tenemos en nuestras manos los platos de
plástico amarillos o naranjas, depende de la tanda, con la tortilla de diez
centímetros de grosor, marca registrada de Don Miguel. Lo servidores de esa
semana pasan entre los compañeros con sus aparatosas cántaras de aluminio
repartiendo el curioso refresco anaranjado de las excursiones. Posiblemente
agua edulcorada con algún polvo mágico, pero que nosotros asimilamos
ineludiblemente a las jornadas de holganza y a la fanta a la que en los días
del santo patrón, en la aldea, nos convida el tío que trabaja en los altos
hornos del País Vascongado.
Se ha hecho tarde y por encima
de las encinas descubrimos omnipresente, los ominosos brazos de la cruz más
grande de la cristiandad. Una sombra que acarrearemos durante todo el viaje de
vuelta. El regreso lo hacemos por arriba, por el Alto de los Leones de
Castilla, como entonces se denomina, donde el P. Alfonso todavía tiene tiempo,
mientras el autobús serpentea hacia la cima del puerto, de mostrarnos los
búnkeres, los restos que quedan, de la Guerra Civil. Al pasar por Los Ángeles
de San Rafael, comenzamos a rezar el rosario, ofrecido en esta ocasión por el
eterno descanso del alma de la madre de un compañero, Carlos, fallecida en el
hundimiento de unas instalaciones hoteleras durante una convención de la firma
Spar. Algo que conocemos de cerca y que nos ha chocado sobremanera, pues Carlos,
tan jocoso compañero como excelente defensa central, es apenas dos cursos mayor.
Nos resulta incomprensible que una madre, referencia esencial en la vida de
todos y cada uno de nosotros, pueda morir de una forma tan estúpida. Por que se caigan unas vigas.
¡Bienaventurada la ingenuidad de nuestros once años!.
Acabada la devoción vespertina,
ni la grandiosidad de la cruz (¿dije que era la más alta de la cristiandad?),
ni la monumental Piedad de Juan de Ávalos, menos aún las rosas rojas en la
tumba del falangista de pro, no bastan para apesadumbrar, o al menos calmar,
nuestros bulliciosos espíritus. Todo el autobús, hasta el circunspecto P.
Alfonso, se suma a los cánticos. Desde Adanero hasta Olmedo, mientras la noche
se ha extendido sobre los páramos abulenses, a grito pelado hemos vuelto a
desgranar lo de Asturias, patria querida; el La, la, la; Cerca de ti, Señor;
Por el monte corren las sardinas… Cuando nos acercamos a Laguna de Duero, ya
estamos balanceándonos con el nonagésimo elefante en la cuerda de una araña.
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