Era un momento único de expectación, nerviosismo y si el Padre Prefecto gritaba tu nombre, señal inequívoca de que tenías una carta, instante inenarrable de una intensa y contenida alegría. Comenzaba entonces, con la entrega al destinatario, uno de los pocos momentos íntimos que se nos permitía en la Escuela Apostólica. Tras la comida era el tiempo de recreo. Algunos se ejercitaban jugando al pingpong, otros a bordear –en una oval interminable- las estrictas fronteras de nuestra geografía infantil. De la galería, al pinar que limitaba con el campo de fútbol de arriba y retorno bajo la sombra de la hilera de chopos que separaban el campo de abajo con la huerta. Como estaba terminantemente prohibido pasar al pabellón de mayores, proscrita la subida a los dormitorios, el patio central vedado, intransitable la zona destinada a enfermería, sólo nos restaba la galería y los campos de deportes.
Aunque fuera difícil escabullirse, siempre había un rinconcito más discreto para mirar y remirar la carta que, a los afortunados de la jornada, acababa de entregar el padre prefecto. Retirados tras alguna de las columnas de la galería, al amparo de la magra sombra que ofrecía la valla de cipreses que delimitaba la piscina, hasta servía como refugio, el desnudo bajo de la escalera de subida a los dormitorios. Discretos, dentro de lo que cabía, aquellos espacios de la geografía preadolescente, se acomodaban como improvisado cobijo para leer y releer varias veces las misivas paternales. Para ser precisos, maternales. Eran nuestras madres, por lo general, las más dadas a la comunicación escrita, bien que ésta fuera escasa.
Lo primero era mirar el remite para conocer la procedencia. No que pudiera haber decenas de remitentes. Ciertamente los padres inquiriendo por la nota en Conducta, ocasionalmente el párroco, preocupado por si en las vacaciones de Semana Santa volveríamos a nuestro impagable desempeño de tocar las campanillas para atraer la atención de los hombres del coro durante la consagración; aprovechaba la circunstancia para exhortarnos a que nos portáramos bien. Quien más quien menos, también solía disfrutar de las epístolas de algún tío carnal culto, afortunado esquivo de la gleba, dedicado a alguna profesión liberal: médico, maestro (“pórtate bien para que te conviertas en hombre de provecho”); acaso de una tía segunda, emigrada a alguna capital del norte, en buena posición económica, emocionada de repente con nuestra incipiente vocación sacerdotal. Sorpresa, sorpresa, su carta terminaba con aquello de “rezo todos los días a la Virgen de Begoña para que te portes bien”. El comportamiento, el bueno, evidentemente, como madre de todas lasa conductas, principio y final de todos los escritos.
Obviamente, las cartas de nuestros padres eran las más esperadas y queridas. Una vez asegurados por el remite –en clase de lengua el P. Llanos nos había explicado detalladamente una larga serie de abreviaciones y Rmt. era una de ellas- que procedía de nuestros progenitores, dábamos vuelta al sobre en la palma de la mano, observadores avariciosos de nuestro tesoooooro. Manoseo el sello, la solapa trasera, los bordes del basto papel. Mi madre, seguramente, había pedido al cartero los sobres más baratos. Mientras volteo la carta, acurrucado en el soporte metálico de la canasta de baloncesto, imagino el camino que ha seguido. A la inversa. El P. Prefecto de Disciplina la ha recogido en el pabellón de los padres. Allí la ha depositado, poco antes de la comida, el hermano lego que, los días laborables, se acerca en la furgoneta a la estación de tren de Valladolid para recoger la valija. Hasta allí, ha llegado en un tren similar al que hacía menos de un mes me ha traido a mí desde Palencia. Hasta Palencia “tierra de mantas, vivero de guapas”, ha sido acarreada por el “correo de Osorno”, la furgoneta verde de D. Eduardo, que siempre llega puntual a las 10,30 cada mañana y se detiene delante del bar del señor Abundio. Estamos hablando ya del día anterior sino de antes de ayer.
A don Eduardo, el del correo de Osorno se la ha entregado el Sr. Isidoro, el cartero del pueblo, que tras ir en su yegua parda a recoger y repartir en los pueblos vecinos cartas para los emigrantes, ha recogido la de mi madre. Con un golpe seco, ha estampado el tampón redondo con el nombre de la aldea y la provincia entre paréntesis (Palencia), tan desgastado que apenas se lee la fecha de salida sobre el sello. Este pertenece a uno de mis series preferidas, la de castillos de España. El de Jarandilla de la Vera. Por 1 peseta tengo entre mis manos todo el aroma que, con certeza, ha acarreado mi madre con la carta mientras va y viene a sus labores habituales: el del nogal del patio mientras apalea las nueces resistentes a las primeras heladas, el manzano de la huerta que, según el abuelo Basilides, había aguantado una banda de desharrapados carlistas y, más recientemente, el acoso de una escuadrilla de falange, impecables en sus camisas azules mientras vendimiaban a golpe de culata de fusil. De la solapa del sobre se desprende el inconfundible perfume a la ribera del río, vecino a la casa, con sus zarzas rebosantes de suculentas moras en este final de octubre. El olor a humo de los primeros troncos de roble que templan la gloria que caldea el piso bajo de la casa. Puedo , perfectamente, ver a mi madre escribiendo la carta, una vez ordeñadas las vacas, cada línea ceremoniosamente deletreada para no torcerse –objetivo a medias logrado- en lo que para ella, con toda seguridad, constituye una inmensidad de papel en blanco. Con los primeros fríos de la meseta, bien adentrado el otoño, en la trébede de la cocina, mientras mi padre termina de descargar el carro de patatas en un rincón de la tinada a la luz de un tembloroso candil.
“Querido hijo: Espero que al recibo de la presente estés bien, como nosotros lo estamos. Tu padre ya ha terminado de recoger las patatas de la vega. No sé si este año no nos pasará como hace dos y tendremos que tirárselas a los gochos. Valen una miseria. Vamos a quitar mañana las peras de cuchillo de la huerta del otro lado del río. Si la Lauren va a ver a su hijo a Valladolid, como trabaja en la fasa, te enviaremos media docena por ella. Tu tía Fili ya ha salido del hospital y aunque está todavía muy pachucha, el domingo pasado ya fue a misa. Quien está bastante mal es la señora Eufrosina. Han venido sus hijos desde Barcelona así que es muy posible que no llegue a San Andrés. Ha empezado a helar y no sé ni como vamos a sacar la remolacha, queríamos llevarla a Monzón para la Inmaculada pero si no llueve no se ablandará la tierra de los linares y tendremos que arrancarla con la horca. El párroco me preguntó el último día de la novena de la Virgen del Rosario si eras aplicado en tus estudios. Si no ya sabes lo que te espera por aquí. Fidel se encabezonó en dejarlo y ahora anda con su padre gradeando los quiñones del monte. Bueno, hijo, aprovecha el tiempo y pórtate bien. Tu madre, Juliana”. (Continuará...)