Sunday, July 4, 2010

Día de las Familias


Para preadolescentes tan arraigados como nosotros a nuestras familias, a nuestros pueblecitos, al campar a nuestras anchas por monte y barbecho, asumir la disciplina del colegio, sobre todo las primeras semanas no era tarea nada fácil. De ahí que no pocos aprovecharan las Navidades para retornar a su terruño. Para el Prefecto de Disciplina era una ocasión pintiparada para decirles a los más díscolos o a los más torpes que se llevaran las mantas –sí, el ajuar del internado incluía- al pueblo, signo inequívoco de que ya no volverían en enero.

Así que los que llegaban al Día de las Familias, a punto de pasar el ecuador del año escolar, salvo catástrofe tenían grandes posibilidades de llegar a junio y, por consiguiente, “más lejos en la vida, hijo mío”. En los primeros años, el Día de las Familias coincidía con la fiesta de Santo Tomás de Aquino, cuando ésta todavía se celebraba el 7 de marzo. Posteriormente, supongo que en razón de la climatología, se cambió a mayo. La imagen adjunta parece confirmar que la primavera todavía no había llegado a orillas del Pisuerga. Pese a todo parece un buen día, soleado, los asistentes van abrigados, pero no en exceso, incluso algún alumno corre en pantalón corto. Los chopos desnudos del Pabellón de Mayores no dejan lugar a dudas de que la intensa niebla de los pinares pucelanos ha dado hoy un respiro. Posiblemente sea marzo del 69, quizá del 70.

Estamos en el Pabellón de Mayores, un lugar mítico para los alumnos del de Menores, donde debe estar todavía Pepe, mi hermano, con su chaquetilla a cuadros y su jersey de cuello de cisne. Era de los pocos días al año, eso que estaban separados por apenas 20 metros, donde los de primero y segundo se juntaban con los de tercero y cuarto. De hecho la prohibición era absoluta. Posiblemente por algún malentendido prejuicio de tipo moral, tipo: los mayores pueden corromper a los pequeños. Corrupción relacionada con temas absolutamente tabú como la sexualidad en general o la homosexualidad en particular.

No obstante, nosotros discurráimos nuestros trucos para pasarnos los mensajes familiares (“mama me ha escrito”, “se ha muerto la Eudovigis”). Bien nos veíamos, a escondidas, por supuesto, a la hora del recreo en la gravera, no muy lejos de donde está tomada la foto o bien, lo que requería una notable sutilidad, aprovechábamos los rezos vespertinos. Al entrar en la iglesia para el rosario de la tarde, los pequeños que entraban más tarde, pasaban al lado de los mayores que ya estábamos sentados. Al adentrarse en la iglesia y llegar a la altura del banco donde yo o alguien de confianza se encontraba, en un abrir y cerrar de ojos, nos intercambiábamos mensajes escritos, las cartas de mi madre o, en casos más osados, la mitad de la pastilla de chocolate que nos había llegado en un ansiado y esperado paquete postal desde Renedo.

Pero el Día de las Familias, no había que jugar a los espías ni confiar –lo de confiar no es banal, ya que algunos aprovechaban para ganar puntos chivándose de nuestro ardid al Prefecto- en los compañeros de banco. Ese día, todos estábamos revueltos en medio de un notable jolgorio. En el campo de fútbol, la tabla de gimnasia o el partido de fútbol está a punto de comenzar, los padres, amigos y familiares esperan la actividad deportiva que nosotros hemos preparado durante semanas bajo un intenso frío. El P. Pablo Fuentes, temido profesor de matemáticas, popularmente conocido entre los alumnos como “El Chopo”, de rostro adusto y larguirucho, era el organizador de aquellas pequeñas olimpiadas, seguidas con notable atención por visitantes y alumnos.

Yo aparezco extrañamente encorbatado lo que me da qué pensar. La siguiente corbata que recuerdo es una muchos años después, en 1990, el día de mi boda, cuando el P. Fonso me enseñó a hacerme el nudo del invento. Deduzco, pues que nunca aprendí a hacerlo, así que mi corbata de adolescente es de las que nunca quitábamos el nudo, simplemente nos limitábamos a apretarlo y a soltarlo, como si de una simple soga se tratara.

Los dos aparecemos con el mismo peinado a raya, aprendido, casi con toda seguridad, en unas clases inolvidables llamadas de “Normas de Urbanidad”, donde aprendíamos un poco de todo, desde como asearnos hasta la manera de coger el cuchillo para cortar el filete de carne. Bastante salvajes como éramos, de donde veníamos, sólo sabíamos usar la navaja, y eso más bien para hacer silbatos con las ramas de los fresnos, la carne, si la había, la solíamos cortar con el único “cuchillo gordo” existente en nuestras cocinas pueblerinas.

Las americanas, reservadas para los días de fiesta como éste, nos otorgan un aire de improbable elegancia, y eso que los “Almacenes Olmedo” de Palencia donde fueron compradas no debían estar a la última moda. En todo caso, comparados con los jerseys sempiternos tejidos por nuestras madres, heredados casi de generación en generación, la chaqueta era un elemento de modernidad que añadido a la elegante curvatura de las fuentes diseñadas por Fisac en las que nos apoyamos parece transportarnos a una veintena de años después.

El Día de las Familias continuaría con el almuerzo campero, conocidos y familiares del mismo pueblo se solían agrupar, como si de una romería se tratara, en las mismas mesas de piedra o en los bancos dispersos por las instalaciones. El punto final lo ponía la velada de la tarde. Casi todos participábamos de una forma u otra. La afamada Coral del Rosario era siempre uno de los momentos estelares de la velada, apreciadísima por todos los asistentes que aplaudían a rabiar sus interpretaciones de cantos religiosos y populares. Otro tanto pasaba con la obra de teatro representada por los cursos mayores. Según los años las obras elegidas, consciente o inconscientemente, hacían caso omiso de las barreras ideológicas. Un año tocaba una comedia, aparentemente inocua, de Mihura, y acaso al año siguiente se descolgaban con una obra de amarga crítica social de Sastre. En todo caso, para muchos de nuestros padres y familiares, cuyo acceso a la cultura se restringía a los feriantes que vagaban ocasionalmente por las aldeas de Castilla, caso de “Barbaché y el Hombre Foca”, aquellas “comedias”, como ellos siempre las llamaban, aunque fueran dramas durísimos como ‘Escuadra hacia la muerte’, siempre causaban una impresión extraordinaria.

Concluida la representación teatral –fueron sin duda la pequeña y muy apreciable semilla que sirvió para plantar numerosas inquietudes culturales en los años venideros- llegaba la hora desoladora de las despedidas. En el patio central los taxis y vehículos desfilaban para volver a sus hogares, mientras muchos más que menos lloraban abiertamente; los más tímidos procuraban esconder sus lágrimas por los rincones de los pabellones ahora silenciosos y desiertos. Para aligerar la carga emocional, se nos dispensaba del estudio nocturno. El griterío habitual del comedor durante la cena se convertía en un silencio sepulcral. A la hora de acostarse más de uno, volvía a soñar con los nidos en los salces de la ribera del río, agarrado con desesperación a la pastilla de chocolate que le habían regalado sus padres. Al sonar el timbre, siete de la mañana del día siguiente, las sábanas eran puro cacao.

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