Thursday, July 15, 2010

Cinematógrafo

Posiblemente no fuera la primera película que ví en mi vida, debió de haber antes otras más fugaces y menos duraderas pero, desde luego, es la primera de la que tengo clara memoria. Como los perfumes y los sonidos asociados de por vida a un espacio físico concreto, “King-Kong”, la clásica, la de 1933, quedó indefectiblemente asociada a las duras butacas de madera del teatro de Arcas y los 400 niños aspaventados de ver a Fay Wray en las garras del aterrador gorila. El cine de los domingos constituía, circa 1968, al menos una vez al mes, para alguien que como mucho había disfrutado únicamente de precarias exhibiciones cinematográficas ambulantes en una sábana ondulante colgada de la pared de adobe del ayuntamiento de mi pueblo, la entrada en un mundo fantástico, irreal y, sobre todo, rebosante de placer y novedades.

La televisión apenas existía para nosotros en el internado, salvo algunos programas pedagógicos (“Cesta y Puntos”) y el partido de los domingos a las 8 de la tarde. Siempre en el mismo teatro, una diminuta pantalla en blanco y negro apenas visible colocada sobre el escenario, cuanto menos las imágenes. Así que los alaridos de los salvajes indígenas delante de la empalizada de Skull Island y King Kong encaramado al Empire State, en una pantalla gigantesca, resultaron un descubrimiento sorprendente e inolvidable. Con toda nitidez, recuerdo las explicaciones técnicas del P. Isidro Rubio intentando hacernos comprender a 400 preadolescentes recién desertados de siegas y sementeras los trucos que el director Merian C. Cooper –cuyo nombre por lo demás no aparece en los créditos- había utilizado para asustarnos: que si una transparencia por aquí, que si una maqueta por allá. Creo que no entendí ni palota, como solía decir nuestro bondadoso profesor de matemáticas, el P. Regino. Fuera como fuese, hubiera o hubiese un antes o un después, “King-Kong” en las apabullantes imágenes en blanco y negro fui mi bautizo cinematográfico cuasi sacramental. De los que imprimen carácter.

Después vinieron, por ejemplo, “Los héroes de Telemark”, una historia de sabotaje anti nazi en algún país nórdico, que al verla recientemente en algún canal de películas añejas produce ese curioso efecto de una memoria infantil completamente obliterada que de repente, como cuando se ve una foto de la infancia, surge de la niebla espesa de la memoria y comienzas a recordar cada detalle como si estuvieras allí de por vida, gracias a la foto, aunque en realidad no recuerdas absolutamente nada. ¿Por qué misterioso misterio algunas películas, entre las decenas de ellas, quedaron grabadas para siempre –como la del montón recién citada- en nuestra nebulosa adolescencia, mientras otras pasaron delante de nuestros ojos sin dejar ni una sóla huella?

El cuadro de exhibiciones, obviamente, dada la época, lugar y circustancias donde estábamos se limitaba a proyecciones, no necesaria o solamente piadosas, que también, como “Fray Escoba” o “Marcelino pan y vino”, con un supuesto valor ético (¿moralizante?) y, sobre todo, ejemplarizante. No tengo ni idea quién era el selector (¿quizá el P. Rubio?),, ni a que criterios se atenía, pero el elemento pedagógico era ominpresente y el cine, después de todo se supone que los dominicos eran abanderados en la vanguardia intelectual de la Iglesia, era el no va más como modernísimo método de adoctrinamiento. No podían, pues, faltar “El séptimo sello” de Ingmar Bergman, las diversas variantes de Juanas de Arco que en los anales cinematográficos han sido, o alguna osada proyección de Pasolini (no exageremos: “El Evangelio según S. Mateo”). Que Anne Darrow la protagonista de “King Kong” destilara –incluso, o quizá por eso- en blanco y negro una sensualidad exuberante o que nuestro amigo Pier Paolo llevara una vida poco evangélica mientras se encaminaba al matadero de Ostia, escapaba a toda nuestra comprensión infantil adobada en el posbarbecho castellano. Para muchos, justicia geográfica sea hecha, pospradera verdeante asturiana, leonesa o gallega.

Tal era el atractivo de las proyecciones dominicales, a eso de las 4 de la tarde, que el mayor castigo, al menos para mí, que durante la semana pudiera aniquilarte del temido inspector de estudios o del mismísimo prefecto de disciplina (esto si que es una denominación nítida de las responsabilidades jerárquicas y nada de las zarandajas actuales como “coordinador de derechos ciudadanos escolares”, por ejemplo) era la de desheredarte sin la película los domingos. Sin recreo a media mañana, pasable, dar tres vueltas en pleno enero al campo de fútbol con los sabañones a punto de reventar, vale, pero sin cine… Padre Félix, padre Félix que yo no he sido. El P. Félix, el P. Pablo y el P. Llanos y todos sus austeros colegas sabían perfectamente lo que representaba para nosotros disfrutar cuando rugía el león de la Metro o la antena de radio de la RKO resplandecían en la pantalla del nostálgico teatro de las Arcas Reales.

Así que las advertencias “que te quedas sin cine el domingo”, eran el recurso definitivo para que agacháramos la cerviz y nos concentráramos en recordar los nombres de los arquitectos de Santa Sofía en Constantinopla. Isidoro de Mileto y Artemio de Tralles. Esos eran los dos arquitectos de Santa Sofía. Imborrables en la memoria, hasta el punto que me acuerdo del lugar, hora y sitio exacto cuando me salvé “in extremis” del castigo del P. Reyero. Sería por el temor a quedarme sin ver “Harakiri”, aquí los buenos padres –posiblemente porque venía avalada por algún premio en el pecaminoso Cannes- hicieron la vista gorda y el ritual del suicidio quedó grabado tan hondamente como Richard Widmark esquiando airosamente por los fiordos nórdicos para sabotear el agua pesada nazi. Algo que tampoco es de extrañar dado que una vez vendida la katana para sostener a su familia inmersa en la más extrema pobreza, el samurai protagonista se ve obligado a rajarse la tripa con una rama de bambú afilada. Todo ello arrodillado, vestido de inmaculado blanco, inmenso contraste en el marco del fondo negro de las imágenes. 

Sólo 10 años después, todas las mañanas, durante muchos meses seguidos, esta imagen recurrente no dejaba de venirme a la mente cuando camino de mi escuela de japonés bordeaba el Cuartel General de la Fuerzas Armadas niponas, en el mismísimo centro de la capital nipona, donde más o menos por las fechas en que asistíamos horrorizados al ritual suicida y ficiticio de Hanshiro Tsugumo en la película en Arcas, Yukio Mishima se había destripado, pero esta vez de manera real. ¿Qué extraña asociación de imágenes me trasladaba, desde el centro de Tokio, día tras día, a los ásperos butacones de madera chapada del teatro en Arcas? ¿Se trata del mismo mecanismo mental que me hace recordar que la batalla de las Navas de Tolosa acaeció en 1212, sin cuya fácil memorización quizá habría tardado años en sobresaltarme con los cuervos acosadores de Tippi Hedren en “Los pájaros” de Hitchcock?

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