Nuestra vida cotidiana estaba distribuida
de la siguiente manera. Estudio, deporte, oración y descanso.
Los planes de estudios eran
los mismos que en el Bachillerato laico, con la inclusión más intensa de horas
de latín y posteriormente de griego. El resto de asignaturas era el mismo: Literatura,
Matemáticas, Ciencias Naturales, Gramática, Geografía, Dibujo, Música,
Urbanidad, Religión y Buena Conducta.
Nuestro curso, en Primero,
fuimos pioneros para estrenar Profesoras: Tres Monjas Dominicas. Creo que fue
por la escasez de profesorado masculino. Las Hermanas se llamaban: Amada,
Sagrario y Celina. La Madre Amada nos impartía clases de Matemáticas. No sé si
la asignatura imprimía carácter, lo cierto es que el recuerdo que tengo de ella
era el de una mujer seca, seria, enérgica y muy exigente. No explicaba mal pero
hacía que odiásemos las Matemáticas por su carácter.
La Madre Sagrario era muy
tímida. Se ponía colorada en seguida. Nos impartía Gramática y Literatura
Española. Algunos de los alumnos más desarrollados y con más tablas por ser de
ciudad siempre le ponían en dificultades con sus preguntas o comentarios de
doble sentido.
La Madre Celina nos impartió
Geografía. Era muy guapa y de carácter alegre. Sabía que era guapa y además
coqueta, pero sabía mantenerse en su estatus. Lo pasamos bien con ella y
aprendimos. Aunque mirábamos más su rostro que algunos mapas.
Estuvieron unos años
impartiendo clase y después las destinaron a otros menesteres y ya no tuvimos
noticias de ellas. No sé si también influyó algún tema de faldas o sexualidad. La
madre Celina tenía siempre moscones a su alrededor en los tiempos de recreo.
Uno de los más asiduos era el P. Alfonso. De hecho, algunos alumnos sacaron el
eslogan:” Huina, huina, huina, huele a chamusquina, entre el P. Alfonso y la
Madre Celina”.
Recuerdo una tarde que
estábamos jugando a balonmano y el P. Alfonso estaba conversando muy animado
con la Madre Celina detrás de la portería de balonmano. Galán, uno de los
mayores de nuestro curso, consiguió que perdiéramos el partido porque cada vez
que tiraba hacia la portería lo hacía en dirección a donde estaba la Madre
Celina para ver si le levantaba el hábito. No había forma de marcar un gol.
Hasta que el P. Alfonso se dio cuenta de que salían muy desviados los tiros y
se alejaron más del campo de balonmano, pero ya no nos dio tiempo a remontar el
marcador.
El primer contacto con el latín
fue algo desconcertante. Tuve varios profesores. El primero fue el P. Ortega.
Persona paciente donde las haya para intentar meter en nuestras cabezas
aquellas jergas tan raras. Le llamábamos el P. Vírgula, porque de esa manera se
dice como en latín. El siempre que nos hacía algún dictado, en vez de decir,
coma, siempre decía vírgula. Así se ganó el mote o apodo. Tenía siempre a mano
el borrador de tiza de los encerados, que era un trozo de madera con tres filas
de paño de fieltro que hacía de bayeta para limpiar la pizarra. Algún coscorrón
recibimos con el borrador cuando nos sobrepasábamos en nuestra algarabía.
También nos servía el borrador como dispensador de moléculas de tiza en la cara
o ropa de nuestros compañeros de clase con las toses y jolgorios
correspondientes.
Otro de ellos fue el P. Félix
Salvador, de Polvorosa (Palencia). Me parecía muy raro eso de rosa, rosae. Las declinaciones, tan diferentes a lo que
conocíamos de nuestro castellano. Aquí empezaron a desarrollarse nuestras
neuronas memorísticas. Casi todo nos lo teníamos que aprender de memoria. Nos
enseñaban poco a razonar. Desde luego, pocas actividades grupales o trabajos de
investigación y compilación de datos. La Memoria era la reina de los estudios.
Recuerdo una anécdota muy
graciosa que nos ocurrió en clase de latín con el Padre Salvador, Padre Zumba,
le llamábamos; no porque tuviese la costumbre de pegar sino por una frase en su
boca muy repetida, zúmbale: quería decir, adelante, habla, según el contexto de
que se tratase.
A lo que iba. Estábamos ya en
tercero y nos dedicábamos a traducir Las Églogas de Virgilio. En uno de los
párrafos se trataba de la vida en el campo con la cría de animales, entre ellos,
las cabras. La frase tenía el verbo “pareo”. Mi compañero de
curso, Chemi, era el que tenía que traducir en voz alta el párrafo, no tenía
claro tener que traducir que las cabras estuviesen preñadas ni que hubiesen
otras cabras paridas, pero la traducción literal del verbo era ésa. Al fin se
soltó y tradujo: La oveja o cabra estaba embarazada.
Las risotadas de la clase
fueron unánimes, más cuando el P. Salvador empezó a remedar la voz de Chemi y
decir a voz en grito: “Abuelito, la gallina ha dado a luz un huevo”.
El P. Félix era un peligro
cuando tenía catarro o algún acceso de alergia por el polvo de la tiza del
encerado. Enseguida comenzaba a estornudar o toser y sacaba un gran pañuelo de
paño y lo extendía con las dos manos delante de la cara, pero… casi siempre los
miasmas iban a parar a los alumnos que estaban en los primeros pupitres y el
pañuelo quedaba sobre su cabeza muy limpito porque no coincidían en el tiempo y
espacio con el estornudo.
Anécdotas de todo tipo
ocurrían frecuentemente, dependiendo mucho del talante del profesor, que
generalmente no eran muy propensos a la alegría y la cháchara, al menos en
clase. Otra traducción que hizo historia, hoy le diríamos leyenda urbana,
porque no puedo asegurar que existiese como tal, fue cuando a un alumno se
manda traducir una frase: “In diebus illis dixit Cicero”. La traducción más o
menos creativa del chico fue: Cicerón dijo de día que aquello tenía busilis. La
quinta declinación no le debía sonar mucho y unió “el bus” con “el illis” y se
quedó ya como un referente entre nosotros. Cuando un tema era dificultoso o no
se comprendía bien aquello tenía “busilis”, es decir, el nudo gordiano del
asunto.
Uno de los profesores que
también nos dejó alguna impronta por sus dichos fue el Padre Díaz. Tenía una
forma un tanto peculiar de arrastrar algunas vocales cuando hablaba y era un
tanto socarrón. Solía comentarnos: “Chiiiico,
tienes la inteligencia más roooma que la punta de un colchoooón”. O “ Mens tua est tanquam tábula rasa in qua nihil est
depictum”. Es decir, que teníamos la mente en blanco, no teníamos ni idea
de lo que se estaba cociendo en aquel texto de latín.
Otras asignaturas eran más
amenas o al menos eran explicadas con más alegría y nosotros participábamos con
más energía y dedicación. Una de ellas era la asignatura de Geografía, que en
segundo de bachillerato nos impartía el P. Alfonso.
Para motivarnos ideó una clase
con puestos por orden de resultados en las respuestas a sus preguntas en clase
sobre la materia cada día. Todos estudiábamos con ahínco para copar las
primeras plazas porque había premio. Un atlas mundial con todas las banderas de
los países. A mí siempre me gustó la geografía y estudiaba con todas mis
fuerzas para llevarme el atlas. Un contrincante fuerte en el tema era mi
compañero Villacorta. Cada semana casi nos alternábamos con el primer y segundo
puesto según el resultado en las sesiones de respuestas acertadas.
Cuando faltaban dos semanas
para la evaluación trimestral y estando yo el primero de la clase me perdió mi
espíritu de Jaimito. Preguntó el P. Alfonso ejemplos de roedores. Villacorta
puso como ejemplo un conejo. Otro ejemplo, pidió el P. Alfonso. Veloz como el
rayo, contesté: Otro conejo.
Me miró y me dijo: Rufino,
vete hasta la puerta de la clase, abre con el picaporte y cierra la puerta
desde el pasillo exterior. Fue una forma muy sibilina de expulsarme de clase.
Lo peor era que por el pasillo solía pasear el Prefecto de Disciplina y a los
que se alojaban en él, aunque fuese temporalmente, les añadía algún castigo
más, como perderse la salida de los jueves o quedarse sin merienda. De propina
solía llevarse un par de bofetadas que tenía en su zurrón con profusión y
largueza.
A mí lo que más me dolió fue
que en los días que faltaban para el examen final no pude mantener el primer
lugar y el atlas se lo llevó Villacorta, que lo merecía tanto o más que yo,
pero que yo se lo puse en bandeja por gracioso. Siempre he recordado con dolor
este pasaje.
Había otras materias un tanto
chocantes como Urbanidad. Teníamos un librito de texto en el que nos explicaban
detalladamente desde cómo pelar con cuchillo y tenedor la fruta hasta cómo
teníamos que pasear por un lugar a cubierto desde dos personas hasta cinco y
cómo darse la vuelta sin perder la cara del resto de acompañantes. También
dependía del rango de los acompañantes para girarse y situarse a su derecha o
izquierda.
Lo más paradójico era que la
utilización de cuchillos y tenedores para comer era todo teórico. Hoy se diría
virtual. No veíamos un bistec en todo el año, como para saber cortarlo y
comerlo. Para qué queríamos tanta técnica si conocíamos de antemano que no lo
podríamos practicar en el comedor nunca.
Todavía recuerdo alguna frase
del librito de marras que nos hacía aprender de memoria el P. Villarroel: “Dice muy poco en su favor la persona que
lleva las punteras y talones de los zapatos despintados”.
Algunas de estas enseñanzas
las puedo aprovechar ahora porque en aquella época con unas chirucas, unas
bambas y unos zapatos para las grandes ocasiones, teníamos que arreglarnos.
Otras normas ni se pueden aplicar por obsoletas y trasnochadas.
De las matemáticas casi mejor
es no hablar. No teníamos profesorado cualificado para enseñarlas y siempre
tuvimos dificultades para entenderlas. Desde cualquier curso salíamos
cojitrancos con las mismas e íbamos acumulando el déficit hacia el resto de los
cursos.
De hecho, cuando fuimos a
examinarnos por libre al Instituto Zorrilla de Valladolid, para que nos
convalidasen los estudios de Bachillerato Elemental, la Dirección del Colegio
contrató durante varios meses a dos profesores ajenos al claustro de frailes
para que nos impartiesen clases de matemáticas y de física. Ellos mismos tenían
la certeza que las enseñanzas no eran muy buenas en estas materias.
En los diversos cursos tuve
varios profesores. Recuerdo, entre otros, a la madre Amada, el P. Gil, el P.
Alberto. Cada uno tenía su impronta, pero quien se llevaba la palma en el
recuerdo amargo de las matemáticas fue el P. Alberto. No podía ser que tuviese
dos roles tan ingratos. Profesor de Matemática en cuarto de bachiller y
Prefecto de Disciplina. Él mismo, muchas veces, no distinguía entre ambos
papeles y en clase castigaba faltas de disciplina. A veces juzgaba a un alumno
por el concepto que tenía de él como buen chico y no por sus conocimientos de
la materia.
Era cruel en clase con muchos
alumnos. Los sacaba al encerado y se mofaba de ellos. Muchas veces les golpeaba
la cabeza contra el encerado para demostrar si se podía o no, extraer una
cifra, incógnita o quebrado de un paréntesis. Si se podía cambiar de signo a
una proposición, etc. Tenía tal método de terror en la enseñanza que nuestra
única esperanza era que no nos preguntara o sacara al estrado para explicar
cualquier problema o supuesto matemático.
-
¿Alguien no ha entendido lo
que he dicho?
Si alguno en un arrebato de
valentía levantaba la mano y decía que no, la respuesta, casi siempre era: A ver, sal a la pizarra. Explica lo que no
entiendes.
-Padre, no he entendido nada o
casi nada.
-Eres tonto de capirote!, te
espetaba
Ya habías quemado tus naves.
No había más supuesto que tú no estabas atento y que no escuchabas sus
explicaciones. No se planteaba nunca que él no explicaba bien o que la forma y
modo de explicar nos tenía tan atemorizados que no podíamos abrir nuestra mente
a la explicación sino a pasar desapercibidos.
Una de las clases más
sangrientas que recuerdo, y digo sangrientas porque así fue literal y
físicamente, fue cuando se enzarzó con Maté, un chico bastante inteligente que
comprendía bien las matemáticas y que para mayor redundancia era sobrino carnal
suyo. Le discutió una solución a un problema por un error en el cambio de signo
de una cantidad teniendo razón el alumno.
Los golpes, cabezazos contra
la pared, puñetazos y bofetadas fueron de verdadero ring de boxeo. No sé qué le nubló la mente, pero aquello
fue algo irreal. Maté sangraba por la nariz y la ceja y los gritos y jadeos de
uno y otro eran atroces. Los demás estábamos encogidos en nuestros pupitres y
nos sobraba la mitad del asiento. No recuerdo exactamente lo que duró. Lo que
sí recuerdo que pasado el momento larguísimo del asalto unilateral debió ver la
sangre y salió con su sobrino hacia la enfermería y nosotros no nos atrevíamos
a salir para ir al refectorio.
No sé si se disculpó con su
sobrino, pero al día siguiente tenía moretones por la cara y brazos, algún
esparadrapo en la cara y el P. Alberto estuvo muy calmado durante varias
semanas. Pero lo genético es lo genético y al poco tiempo la metodología de que
la letra (en este caso los números) con sangre entra se aplicaba a pies
juntillas.
Tengo que reconocer que,
aunque yo no era un dechado de buena conducta, según su criterio, al menos en
la consideración académica del P. Alberto, en sus clases, tuve una cierta
tolerancia. Me habían avisado que, por mi nombre, Rufino, procurase estudiar
bien el teorema de Ruffini, porque era su gracieta para sacarme a la pizarra.
Gracias a los buenos oficios de algunos compañeros del curso y del curso
superior, como Vecina, que me explicaron bien el problema y salí airoso del
paso, tuve una relativa tranquilidad.
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