Como se suele decir en antropología,
el cambiar del Pabellón de Menores al de Mayores en Arcas Reales, a finales de
los sesenta, constituía un genuino rito de pasaje. En sentido literal y
figurado. Había una frontera invisible trazada del ábside de la maravillosa iglesia
de Miguel Fisac al centro de la piscina, pasando por el pasillo central de la
fila de butacas en el teatro. De alguna manera, instalarse en el Pabellón de
Mayores, con trece años, es decir 3º de bachillerato, refrendaba nuestra
entrada en la pre adolesciencia. O, más bien, la salida de la infancia.
Aunque tan simétrico
era el internado, comedor, dormitorios, disciplina, clases, que las diferencias
apenas eran perceptibles. Entre otros cambios también llegaba el atenerse a un
nuevo Prefecto de Disciplina, una figura central en nuestras vidas cotidianas,
pues era ángel y guardián, quizá más lo segundo, para salvaguardar nuestra
actitud en las devociones diarias, las filas rectas para acceder al comedor y
la supervisión final de cada día antes de caer rendidos sobre los camastros. El
Prefecto de Disciplina hacía de padre, madre y tío. Vamos, que era la familia,
sin serlo, que teníamos más cerca, sustituto de los seres queridos que tan
lejos estaban.
A nuestro curso nos
tocó, en suerte, nunca mejor dicho, el P. Félix Rodríguez, ya en la cuarentena,
con una calva incipiente que se adentraba desde las sienes, gafas de pasta, un
tipo altísimo desde nuestra perspectiva de los 13 años. Persona educadísima,
recta, notablemente estricta y pese a todo cercana. Posiblemente, en otra época
y en otra situación no hubiera sido prefecto de disciplina. Podría haber sido
un buen maestro de pueblo. Acaso, lo más parecido a un tutor británico en un colegio
de la pérfida Albión a finales del XIX. Serio pero encantador, severo pero
amable, riguroso pero capaz de hacer la vista gorda ante nuestros “peccata
minuta” de imberbes.
¿Dije lo de educado y
cortés? Con razón. Fue nuestro maestro en una asignatura que ahora sería
impensable y que, sugiero, debería ser obligatoria: Normas de Urbanidad. Que,
además, tenía su libro de texto, no muy grueso, pero libro de texto al fin y al
cabo. En el Salón de Estudios, pues era una clase común para todo el curso al
completo, nos introducía en las artes sibilinas -para nosotros aldeanos- de los
saludos, las actitudes respetuosas y el buen comer. En el sentido de con
educación. Entre otras muchas fórmulas de cortesía.
Obviamente no nos venía
nada mal. Trasplantados desde aldeas perdidas en los páramos castellanos o desde
los riscos astur leoneses, de lo que menos sabíamos nosotros era de cómo se
cortaba un filete con tenedor y cuchillo (la chaira se usaba en nuestra
infancia para tallar ramas de los chopos de la ribera y si cuchillo había era
uno común para toda la familia). O cómo se desdoblaba la servilleta al iniciar la
cena. Otra novedad que en nuestras mesas familiares era inexistente. Pasamos de
la basta rodea a la distinguida servilleta.
Así que no me cabe
ninguna duda de que aprendimos, directamente, del P. Félix, en persona,
presencialmente, cómo ceder el paso en cualquier puerta que nos encontráramos a
lo largo de nuestras vidas. De su boca y sus gestos aprendimos cómo saludar a
desconocidos o cómo no hurgarse la nariz (al menos, no en público). Con el paso
de los años, uno olvida qué maestros, acumulados durante décadas, nos han
enseñado a usar el genitivo sajón o cuál es la capital de Indonesia. Pero de
quien aprendí a limpiarme delicadamente la boca con la servilleta, eso sí sé de
quien fue. De hecho, calculo que cerca del 90% de las normas de educación y
cortesía que, ahora con más o menos frecuencia practico, me las enseñó el P.
Félix. ¡Loado sea por ello!
Como buen pedagogo que
era, acudía a su clase de Normas de Urbanidad con la parafernalia y el atrezzo
necesario para impartir su enseñanza. Por ejemplo, el filete en un plato plano,
el cuchillo y el tenedor. Allí, delante de los más de sesenta alumnos
boquiabiertos, nos hacía demostraciones de como trinchar con el tenedor y seccionar
con el cuchillo. En cierta ocasión, supongo que no sería la misma que la del
filete, o quizá sí, para que todos viéramos mejor su exhibición práctica se
subió a una pequeña escalera. Por alguna razón, trastabilló en uno de los
banzos y fue a dar con su larguirucho corpachón, entre un extraño ruido de
metales, contra las baldosas. Entre la algarabía general del alumnado. Aparentemente,
el P. Félix tenía problemas de espalda y por debajo del hábito su tórax estaba
sostenido, parcialmente, por un artilugio ortopédico. Deduzco que esa era la
razón por la cual entre, más que crueles, bromistas alumnos, era conocido con
el apodo del “P. Cacharra”.
Más allá de meter en la
vereda de la caballerosidad, casi hasta de la elegancia y finura, a decenas de
asilvestrados alumnos, que no fue poco, el P. Félix fue, ese mismo año de 1969,
un excelente profesor de lo que entonces se denominaban Ciencias Naturales. Es
cierto que contaba con el apoyo de un magnífico libro de texto, rebosante de extraordinarias
ilustraciones, como también es cierto, de ahí su enorme mérito, que nos hizo
apreciar, entender y disfrutar de las cuatro partes de aquella ciencia que,
nosotros, al venir la gran mayoría de pueblos conocíamos de sobra. Aunque sólo por
fuera. El P. Félix nos empujó a traspasar la frontera entre el exterior y el
interior del cuerpo humano (Anatomía) de los animales (zoología), de las
plantas (botánica) y de los minerales (geología). Que se dice pronto.
¡Qué de misterios nos
descubrió y cómo íbamos nosotros a saber, con la somera Enciclopedia Álvarez, la
importancia de los conos y los bastones en el globo ocular o la gran variedad
de nubes (cirros, estratos, cúmulos, etc.) que conformaban las diversas clases
de nubes que, desde pequeños, habíamos visto navegar por encima de los campos
de Castilla la Vieja! Por poner un par de ejemplos. Una de las lecturas del
texto, donde se intercalaban ejercicios en forma de crucigrama, trazados sobre
siluetas de peces o animales salvajes, se titulaba “Pronto, a la luna”.
Justamente un par de meses antes de que Amstrong diera su pequeño paso para el hombre,
pero gran paso para la humanidad. ¿Cómo no íbamos a quedar deslumbrados por
aquella asignatura que nos adelantaba el futuro? Aunque sólo fuera por unas
semanas.
Un servidor, poco
aficionado a las matemáticas y las ciencias exactas, quedó obnubilado por aquel
profesor, aquel libro de texto y aquella enseñanza que me hacía entender que una
judía verde no es meramente una judía verde. Maravilla de la botánica, aquella
planta, que cultivaba mi padre desde principios de mayo, también tenía
pericarpio, mesocarpio, endocarpio y, eso, sin usar el microscopio.
Y cuando llegaba el Día
de las Familias, allí estaba el P. Félix poniendo en práctica, con nuestros
modestos y humildes padres, en el Patio Central de Arcas Reales, toda la
cortesía de la que era capaz, acogiéndolos y despidiéndolos como parte insoslayable
de nuestra familia que él asumía, con sus gestos, actitudes, normas de
urbanidad, que era la suya también.
Hace tres o cuatro
años, con el cabello cano, perfectamente lúcido, con buena memoria y volvimos a
rememorar, en el comedor de la Comunidad, aquellas maravillosas clases de
ciencias naturales. El pequeño grupo de frailes restantes, también entrados en
años, le trataba con enorme deferencia y cortesía. Como si fuera el momento de
que alguno de entre nosotros, incluido un servidor, pudiéramos demostrarle que
no todo lo que enseñó cayó en saco roto. Ni mucho menos. Modesto y afable, como
siempre, él no daba importancia a lo que había hecho durante tantos años de
enseñanza. Como si todas aquellas semanas, meses, lustros haciendo de nosotros
hombres de provecho hubiera sido lo más natural del mundo. Su mayor mérito,
como suele pasarles a los grandes maestros, es el haberlo conseguido, sin darse
cuenta, sin apercibirse de ello, sin engreimiento ni jactancia. Como él mismo
nos insistía, cuarenta años atrás, a discurrir por la vida con sus normas de
urbanidad.
Reabro el libro de
Ciencias Naturales y observo que a un crucigrama encastrado en un pez tropical
me faltan dos líneas horizontales. Algún día habrá que completarlo, P. Félix.
Sit tibi terra levis, descanse usted en paz, P. Félix, maestro de urbanidad y de las ciencias naturales. ¡Ah, y feliz cumpleaños, hoy, con sus bien cumplidos 93 años,dondequiera que usted se encuentre!
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