Una nueva etapa.
El tiempo de formación se jalonaba por etapas como una competencia ciclista. La
fiesta de llegada a una meta coincidía con el punto de partida de la otra. El
tercer año se cursaba en una pequeña villa de Segovia, Santa María de
Nieva. Allí había un colegio más viejo, más solitario y penumbroso que el claro
ambiente de la Mejorada. Tres años de estudios medios ya más exigentes y más
completos. Se estudiaban las humanidades en forma privada y en clara
orientación clerical. Salvando pocas excepciones de mérito, no tuve el
privilegio de buenos profesores. Ahora comprendo que no es fácil disfrutar este
privilegio. Posiblemente ya no existen. Muchas materias se entregaban a
misioneros recién expulsados de Vietnam ajenos totalmente a la tarea docente.
El clima religioso era, sin mucha razón, el criterio de las evaluaciones, Una
"buena" conducta era la mejor recomendación para amortiguar las malas
notas. El santoral ofrece altos ejemplos de santidades eximias en hombres de limitados
conocimientos. Y allí también "la fe hacía milagros".
Después de Santa María
de Nieva quedaba el obstáculo del noviciado. Catecumenado, prueba y puerta de
entrada a la vida religiosa. El clima ambiental español de la época estaba
marcado por una más intensa religiosidad y una moralidad impuesta que se
reflejaba en todas las manifestaciones culturales del momento. Mi formación
religiosa se había iniciado en la escuela de Medos, en las horas de catecismo
dominical, en la práctica religiosa familiar que dirigía mi abuela a pesar de
la escasa credulidad de mis tíos,
Yo no dudaba de la
vigilancia protectora de aquellas imágenes inmóviles de la iglesia
que parecían vivas existencia de un mundo protegido y cuidado, sobrenaturales e
invisibles, seres que observaban por las acciones buenas y malas de los
hombres para darle luego su premio o castigo. Era lo más normal del mundo.
El ser humano, sobre
todo en los años en la primera infancia, asimila con mucha facilidad
la influencia de medio social con un gran instinto mimético defensivo sin
demasiado análisis y sin mucha reflexión. Las prácticas religiosas diarias,
charlas, conferencias y sermones, la indiscutible bondad de unos valores
sociales triunfantes, la fascinante aventura de las tierras de misiones de los
libros que llenaban la biblioteca del colegio, los relatos de muchos intrépidos
misioneros en tierras del Extremo Oriente, rodeados con la aureola de poderosas
virtudes cristianas, enardecían la imaginación calenturienta de nuestra
juventud. Acepté con toda fidelidad las enseñanzas de la religión y fue
entonces cuando decidí embarcarme plenamente en la heroica aventura apostólica
con el mismo entusiasmo de los héroes de los relatos misionales de mis lecturas
y la misma ilusión que llevó al Hidalgo Manchego recorrer los campos y tierras
de España. No hubo engaño, ni violencia, ni miedo. Elección personal mía dentro
de las circunstancias. Parecía un buen negocio a corto y a largo plazo.
"Ciento por uno es esta vida y la felicidad eterna en la otra".
Con el tiempo las cosas
tomarían otro color. Pero de momento el tema religioso, el sentimiento místico,
la interpretación eterna del mundo, era el medio natural que yo respiraba.
Valía la pena correr la aventura religiosa. Estudiar y cumplir el ciclo de
estudios eclesiásticos. Me gustaba el estudio de las ciencias de la
naturaleza y la sociología humana. Sobre todo, las ciencias. Disfrutaba con las
matemáticas. Obtuve premios de distinción en materias científicas, en
Física, en Química. Me gustaban esas ciencias seguramente porque ofrecían una
evidencia que no encontraba en los temas religiosos. Pero estas materias
estaban devaluadas dentro de los seminarios. Por aquel tiempo incorporaron
a la enseñanza de estas materias unos profesores seglares especialistas en asignaturas
profanas que todavía estimularon más mi entusiasmo juvenil por las ciencias de
la naturaleza. Hoy guardo simpatía por el espíritu científico que ellos me
contagiaron y nunca tuve oportunidad de prolongar en mi formación
posterior.
Antes de comenzar las
vacaciones cumplíamos un deber cívico en los campamentos al aire libre que
organizaba la Falange. Originalmente estos campamentos tenían toda la impronta
marcial del militarismo reciente; más tarde se reconvirtieron en las
Organizaciones Juveniles ya mucho menos politizadas. Eran veinte días de
intenso ejercicio físico y mental, en la sierra aledaña a la población de San
Rafael, en Segovia, en el fresco ambiente de la montaña, con el ritmo de
hierro de la disciplina militar y el necesario adoctrinamiento cívico y
religioso que exigían los tiempos. Tiendas de campaña bajo la sombra de los
pinares, a orilla de los ríos gélidos que escurrían las últimas nieves del
Guadarrama, con asistencia de orgullosos jefes de campamento que exhibían todos
los trofeos, hasta las heridas recibidas en campaña, como excombatientes de la
guerra civil.
La vida en el
campamento se desenvolvía bajo el signo militarista que se respiraba fuera y
dentro de los seminarios. Misa mañanera celebrada por el capellán del
campo, honores rigurosos a la bandera, instrucción militar y gimnasia,
desfiles y marchas, canciones marciales a la victoria reciente. Allí, al
bordear la sierra estaba el puerto de montaña, Alto de los Leones recuerdo
reciente de triunfos nacionales, con sus trincheras de cemento armado, con
miles de cruces siniestras sobre los huesos anónimos de víctimas
inocentes, con los cascos belicosos que no protegieron las cabezas ni los
corazones de nadie, numerosos pinos exmochados por las bombas. Todo
aquello enardecía más mi sensibilidad juvenil en forma que resultaba difícil
aceptar la maniquea dicotomía de los españoles que lucharon en una contienda
fraterna en dos bandos los buenos y los malos. Al fin y al cabo, la mística
religiosa tiene muchas coincidencias con el misticismo patriótico y
militarista.
Las guerras todas son
malas. Los muertos son las víctimas silenciosas de los rencores de los vivos
que ya no pueden defenderse ni vengar la injusticia de los jefes que los
llevaron obligados al matadero. Las manchas rojas de sangre que allí quedaron
son tan inútiles las que cayeron entre los acordes del "cara al sol"
como las que cayeron cantando la "marsellesa". El hombre se
parcializa, como los animales gregarios, en torno a los líderes que tratan de
imponer sus ideales por un fácil instinto de proximidad y cercanía. Pocas veces
deciden las ideas. Unos eran de derechas porque quedaron atrapados en zona
insurgente y otros eran de izquierda porque estaban en la zona roja. Cuestión
de geografía. Las diferencias están solo en la mente de sus dirigentes
mucho más que en la conciencia individual de los ejércitos que van a la muerte
como legiones de esclavos.
Irónicamente van
incluso cantando con el triste orgullo que cantan los que van a
morir. En una marcha religioso militar recorrimos aquel larguísimo viacrucis
marcado en piedra desde el Alto de los Leones al Valle de los
Caídos pétrea memoria de los vencedores y humillación amarga de
vencidos excavada en el corazón de la sierra.
Pero la juventud recibe
fácilmente las enseñanzas de sus maestros y la inteligencia humana se
prostituye al servicio de los ideales más dispares. Allí había dos bandos. Las
mismas razones que empleaban unos para justificar el heroísmo de su empresa las
invocaban los otros en el bando contrario. Los ideales de unos no eran
diferentes a los ideales de sus rivales. La única diferencia estaba en la
sangre inútil que se derramaba en toda la geografía española, Unos años más
tarde, ya con responsabilidad religiosa, terminada la carrera de maestro
nacional, en unas vacaciones de verano, repetiría la experiencia en un
campamento volante en la Sierra de Gredos sobre la tierra húmeda de las últimas
nevadas del pasado invierno. Volvería a repetir la vida del campamento al año
siguiente, con las Organizaciones Juveniles y capellán del grupo, en el
Castillo de San Servando en Toledo, evocación de reencuentros reales con
díscolos y valientes campeadores y de heroicos cantares de gesta.
"iQué buen vasallo si hubiera buen señor!" De esa vida campestre
guardaría la afición al campamento que todavía ahora con mis años encima, a mi
retorno de la aventura venezolana, practico en los campamentos de verano de
esta nueva España democrática.
Quince días en el
pueblo. Sólo quince días con la familia se ofrecían como un gesto de gran
generosidad de la congregación. Peligrosa competencia debía ser el afecto
familiar frente al desarraigo que impone la profesión religiosa. Cada julio
llegaba el sueño de quince escasos días con la familia. Los gallegos, una
docena que estábamos en distintos cursos, hacíamos el recorrido en el mismo
tren desde Castilla a Sanclodio. Unos eran de Sanclodio,
otros de Torbeo, y otros de la comarca de Caldelas, entre Lugo y Orense,
recuerdo a algunos de esos compañeros gallegos que estudiamos, rezamos y jugamos
juntos en los primeros años de carrera. Gerardo Rivera, Alejandro Álvárez, Aldo
Rodríguez, Eugenio Álvarez, Dionisio Roca. También sus nombres entran en
la órbita de mi aventura religiosa, en un círculo de experiencias humanas más
dilatado y consciente que el reducido radio de vivencias de la aldea, ya en
pleno corazón de la estepa castellana. Y los evoco con cariño porque justos
recorrimos, casi al ritmo de un desfile marcial y al son implacable del toque
de campanas monásticas, largos años de nuestra juventud, los inmarcesibles
ideales que infunde la religión en las almas jóvenes y los hondos latidos de
vida en común que poco a poco comenzarían a divergir y separarse. La vida rompe
pronto los planes originales de las personas y arroja a cada uno por senderos
diferentes. Nadie tenía entonces mayores razones para demostrar la bondad de
una elección frente a las otras. No hay ni fracasos ni deserciones. Hay caminos
diferentes, circunstancias diferentes. A veces pausas, a veces atajos, a veces
encrucijadas, desvíos en todas direcciones, acaso algunos errores que deben
corregirse en la marcha. Las soluciones todas igualmente válidas y al fondo
simplemente el hombre en lucha con su propio destino.
Los viajes en los
trenes incómodos de entonces suponían, después de un largo año de encierro
monacal, una excursión liberadora a través de geografía española y una aventura
llena de emociones de gentes y paisajes y escenarios nuevos. Sanclodio era el
punto de destino. Es decir, la estación de tren más cercana a los pueblos que
habitábamos. Yo desde allí debía completar el viaje de varios quilómetros a pie
por una mala carretera hasta el pueblo de Medos. El ascenso a la Moá en
compañía de los familiares que esperaban en el andén hacía olvidar el
ardor de la reseca meseta castellana. Hoy esas ascensiones sólo se realizan en
cómodos viajes en coche por una siempre peligrosa carretera de asfalto. ¡Las
vacaciones no daban tiempo a visitar a los familiares y recorrer los
entrañables rincones del pueblo emocionantes al mismo tiempo que tristes
vacaciones! Cuando empiezas a tomar gusto de nuevo a la vida del pueblo ya
debes preparar el retorno. Pero no había alternativas y la disciplina se
imponía a los sentimientos más cordiales. Las pequeñas cosas caseras se
recubren de mayor encanto cuando permanecen menos accesibles y más
lejanas.
Medos, a través de las
largas ausencias, comenzó a ser para mí la querencia entrañable de la infancia
que se perdía definitivamente en la neblina de los recuerdos. Aún hoy lo sigue
siendo, a pesar del tiempo. Medos, Galicia, España, tres círculos concéntricos
del mismo sentimiento patrio sin antagonismos ni exclusiones. No entiendo los
rebrotes nacionalistas excluyentes y racistas de hoy. En su mala entraña late
la misma irracionalidad de las viejas supersticiones que pertenecen al género
de las creencias y nutre el fanatismo de sectas destructivas. Puro suspiro
alucinado, de nigromantes y profetas de mundos que nunca existieron, soñadores
de fantasías con resonancias ultraterrenas y en el mejor de los casos
buscadores de ideales rotos, frustrados, perdidos o no existentes, en el
cementerio de los fracasos ruinosos de sus presuntos edenes inexistentes. Falso
profetismo, Sabiendo que los seres humanos todos tienen la misma sangre que la
mía, sabiendo que el noroeste gallego sólo es un punto insignificante y
entrañable en la superficie de la tierra y que, a mi lado, en el mismo tiempo,
en el mismo planeta tierra existen muchas realidades culturales diferentes,
otras costumbres y otras personas en regiones distantes igualmente acoge
doras y amables, lejos de la asfixia racista que es narcisismo mitológico,
disfruto con orgullo el placer del oleaje versal y unitario que mece
serenamente la cultura global.
La vida en vacaciones
se desarrollaba bajo el mismo ritmo religioso que se vivía en el internado.
Todo permanecía bajo la rígida vigilancia de la propia conciencia. Misa diaria
todas las mañanas en Villardá donde residía entonces el cura que atendía la
parroquia de Medos, un pequeño dosier de prácticas religiosas que afectaban más
al mundo ritual de los compromisos individuales que a las vivencias. Había que
cumplir y presentar una memoria de la gestión. No había fiestas de verano, no
había diversiones profanas y se imponía ya desde entonces una pose de adusta
gravedad clerical a los comportamientos que marcaría ya para siempre el perfil
humano que se estaba formando. La veda no afectaba a las ferias de Castro
Caldelas y la justa participación en las tareas agrícolas de verano. De nuevo
el viaje de retorno. Aquel regreso aún hoy me evoca la imagen paciente de
mi madre que mucho antes que yo, empezaba a sentir el desgarro de la
separación. Con ese pesimismo dolorido propio del alma gallega, que ella
reproducía perfectamente, todos los años me hacia una despedida que ella
siempre imaginaba la última. Lo repetía siempre y sólo resultó cierto muchos
años después cuando yo viajé a Caracas. Ahogaba sus lágrimas en silencio y yo
sufría intensamente contagiado de su dolor. En realidad, yo me liberaba
completamente, al día siguiente, cuando la máquina de vapor comenzaba a
serpentear la ribera del Sil dirigiendo el convoy hacia tierras leonesas.
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*** Publicado con la amable autorización de autor: CLAUSTRO dentro y fuera, Arsenio González Cereijo, Cultiva Comunicación SL Madrid 2009 [El texto corresponde a una sección del capítulo II titulado "La Aventura religiosa"] El libro está dedicado "A mi familia. A mis amigos. A los que, como yo, han sido crédulos, ingenuos, soñadores y han pretendido, en vano, cambiar el camino del tiempo y la ruta de las estrellas. Mi otra familia"