Saturday, November 25, 2017

ASPIRANTES A DOMINICOS DE ARCAS REALES 1963*** (II), por Rafael Martínez Bernardo

Proseguimos con los profesores: P. Virgilio en Griego, quien luego sería director en el colegio de Ávila, P. Llanos en Música, sustituyendo al P. Gil, et. alt. No debemos olvidar la pareja de asturianos: el Padre Chema, pelirrojo, y el Padre Rogelio, pelo moreno, peinado para atrás y muy estirado. No nos daban clase, pero vigilaban el estudio en primero y segundo en la Nevera, sobre todo la última hora antes de cenar y las tardes de los domingos. Alguna chuleta se escapaba para los que hablaban. El padre Chema los domingos llevaba un transistor escondido y era visible el auricular para escuchar los partidos en las aburridas tardes de domingo. 

El padre Reyero, leonés, nos enseñaba Historia e historias hay que contar sobre él: tenía el hombre la costumbre de rascarse sus sagradas partes con cacahuetes que metía en el bolsillo y luego nos los regalaba, qué asco, por eso decíamos que eran “cascahuetes”; producía demasiada saliva y estaba constantemente haciendo ruidos de “miamiamia” con la boca, de ahí que cuando nos explicaba la literatura aljamiada, lo imitábamos llamándola “aljamiamiamiada” con matices salivares; quien más lo sufrió fue Policarpo Albarrán, que había negado copiar en un examen y lo retó a hacer un examen oral delante del director P. Agripino, el muchacho aceptó y salió victorioso.

Al final de cada mes, una tarde, entraban tres frailes con grandes cuadernos bajo el brazo, imponentes, tipo inquisidores, para leer las notas, nos levantábamos cual reo esperando que el juez dictase sentencia, y los compañeros copiaban las notas, tú no podías ni moverte. Después publicaban una lista llamada Cuadro de Honor, era un prestigio estar en él, sobre todo a la hora de escribir a nuestros padres y comunicarles que aparecías allí.

Al final de curso aquellos alumnos que tuviesen tres suspensos no volvían en septiembre. Es curioso que estudiásemos inglés cuando tan poca gente lo hacía: obedecía al hecho de que pertenecíamos a la provincia de Filipinas, en contraposición con la provincia de España (como la Virgen del Camino en León) y allí los dominicos tenían la universidad de Santo Tomás en Manila; el Padre Igelmo, P. Felices, y otros habían estado en ella, también provenían de Vietnam o de Formosa (la actual Taiwán) como el P. Conde. Nos contaban historias y soñábamos con otros mundos, era enriquecedor, luego salimos viajeros, toda vez que habían sembrado la semilla viajera en nuestras mentes  inocentes y soñadoras.

El recreo a media mañana era bienvenido y salíamos al patio con gran alboroto, claro, solo ensombrecido para los que le tocara el temido “campo a través” aquellas mañanas de niebla pisuergana que taladraba la laringe, había que correr un par de kilómetros por la finca de los frailes. El resto nos distribuíamos para jugar o pasear, siempre bajo la supervisión de un fraile. En el pabellón de los pequeños discurríamos juegos infantiles, teníamos entre 11-12 años, unos niños, y así jugábamos a “declaro la guerra a… un país” y se clavaba en el suelo un objeto afilado y se quitaba un trozo de país; al balón-tiro, a ver quién acercaba unas piedras tirándolas, a correr, etc.

Había unas palabras peculiares que solíamos decir y que pusieron de moda como “me cago en la India”, posteriormente nos la prohibieron con el mensaje de “imaginaros que alguien se caga en España”, y más en la de Franco, argumento convincente; otra era “asaz”, que resulta que existía para sustituir en lenguaje culto con el significado de “bastante”; “transportín” con el significado directo de culo: “te voy a dar una patada en el transportín”. Los juegos serios eran por la tarde. Una clase más e íbamos a comer en el llamado refectorio, que era una gran sala con mesas corridas donde ya teníamos asignado el asiento para todo el año, platos de porcelana y vasos de latón de diferentes colores.

Continuando con la marcha del día, al acabar el período de los deportes, teníamos una hora (¿hora y media?) de estudio, tampoco podíamos hablar y siempre había un fraile vigilando, de vez en cuando se oía algún tortazo: un día me tocó recibir uno a mí de parte del P. Igelmo porque creía que estaba distrayéndome dibujando líneas absurdas, jaja, y estaba dibujando un mapa para la clase de Geografía, siempre fui un gran artista abstracto incomprendido.

La comida era breve o “eterna”, depende de la versión consultada, como decía el Buscón de Quevedo: “no tenía ni principio ni fin”; añadía el famoso pícaro: “hacía unas ollas tísicas de puro flacas, unos caldos que, a estar cuajados, se podían hacer sartas de cristal de ellos (…), llegó la hora de cenar – pasóse la merienda en blanco – y cenamos mucho menos”. Palabras que muy bien servirían para describir nuestras comidas, aunque las nuestras eran un poco mitigadas y el hambre no llegaba a esos extremos.

Los siguientes platos harían hoy las delicias de cualquier chef de cocina y nosotros nunca le dimos la más que merecida fama: unas lentejas con piedras y cebada dignas de cualquier exquisito paladar (una tarde tuve que volver al acabar la clase a media tarde a comer las lentejas que no había terminado a mediodía, eran mi fobia); los “pochenchos” (patatas) inexplicablemente duras, el pez sable (resulta que todavía existe), las bacaladillas de retorcido porte, una sopa de fideos casi sólida: como era obligatorio comer todo, Generoso y yo comíamos lo de dos o tres vecinos, otros tiraban un poco por el agujero de la calefacción; el saltarín chorizo de rojas alas, por lo duro que resultaba al cortar y que más de una vez salía disparado al plato del vecino o al suelo cuando intentabas clavarle el tenedor. Los platos estrella en la comida eran: dos huevos duros partidos por la mitad en salsa verde, caballa en aceite y las tres salchichas de Frankfurt los días de fiesta grande.

Con este régimen espartano de las comidas nos hicimos férreos en el yantar, es por ello que hoy día podemos comer desde una langosta marina a una terrestre. Era obligatorio el silencio, hubo un tiempo en que un compañero leía historias que nos encantaban; otras veces algún fraile vigilante más tolerante nos dejaba hablar, pero tan grande era el alboroto que al poco tiempo nos obligaba al silencio de nuevo: el P. Villarroel era el “prefecto” de los pequeños y de los mayores era el P. Félix (alias policía o paraguas), con este último no nos movíamos porque se decía que “veía para atrás” en el reflejo de sus gafas de sol. Decíase, en  cuarto y en quinto, que en las comidas nos echaban el mítico bromuro para que no se nos despertase la libido. Pobrecitos de nosotros: si estábamos en pañales,  éramos unos completos ignorantes en esos temas “tan prohibidos”.

Después de la comida, salíamos al patio de nuevo y no hacíamos otra labor que jugar al fútbol con bolas de papel recubiertas de plástico imitando balones o pelotas hasta las 4, hora en la que teníamos una clase de una hora y media, después de lo cual tomábamos un ligero y breve ágape, en teoría se llamaba merienda, pero en la práctica no llegaba a esa categoría: cada día de la semana se cambiaba el menú, era muy variado: bocadillo de mortadela (el peor), una naranja, (nos decían que la piel alimentaba mucho y algunos la comíamos, al menos llenaba el estómago, pronto aparecerá como un superalimento en cuanto una actriz de Hollywood alabe sus excelencias), pan con chocolate (los primeros días de mi estancia yo los guardaba en el cajón del pupitre para llevarlos para mis padres, hasta que me di cuenta de la sinrazón y de las llantos de mi estómago), bocadillo de margarina, una manzana…


Los que tenían el oficio de jardineros eran obsequiados con una merienda especial los jueves, bocadillo de chorizo; Paco García Berdón y yo éramos “paqueteros”: íbamos a buscar los paquetes al pabellón de los mayores, y eso mejoraba un poquillo el estatus merendil.  Yo recibía un paquete por Navidades, los de Valladolid y otros más pudientes los recibían a menudo. 

Al acabar la merienda, comenzaban las actividades deportivas: el padre Pablo era el encargado de ellas y elegía unos capitanes de equipo, los mejores atletas, y éstos elegían a los miembros de sus equipos para los deportes de fútbol, baloncesto, balonmano y balón volea o vóleibol, como lo llaman ahora; personalmente nunca fui bueno en ninguno de ellos, solo me gustaba correr y jugar al pingpong. Ponían música que se oía en todos los campos para animar a hacer deporte, sonaban “Aline”, “My vie”, “Capri, c’est finie”, el solo de trompeta… eran avanzados los dominicos. Cuando accedimos al pabellón de los mayores, habían montado una especie de cuadrilátero o cubo gigantesco formado por largos tubos soldados entre sí y de los que colgaban las anillas, el mástil, la cuerda lisa (mis favoritos), la cuerda con nudos y la escala marina. 
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*** Título original del texto: BREVE Y SUCINTA HISTORIA DE LO QUE PUDO HABER SIDO Y NO FUE, DE LO QUE FUE Y PUDO NO HABER SIDO Y OTROS SUCESOS QUE ACONTECIERON A LOS ASPIRANTES A DOMINICOS DE ARCAS REALES 1963


Friday, November 17, 2017

IN MEMORIAM: P. FÉLIX GIL (1921-2017)

Revista "Cumbre" (Mayo 1971)
Noventa y seis años, toda una vida, dan lugar a infinidad de imágenes. Desde las Tierras del Burgo (Castillejo de Robledo), en Soria, hasta sus últimos días, la semana pasada, en el Real Monasterio de Santo Tomás de Ávila, por el casi centenar de años del P. Félix Gil han desfilado millones. Sin embargo, en la retina de las decenas de estudiantes de Arcas Reales, que tuvieron el privilegio de tenerlo como profesor y maestro en los años de internado durante más de dos décadas, desde principios de los sesenta, hay una que resta imborrable por encima de todas: el padre Gil, inmaculado en su hábito blanco dominicano, el rosario colgando de su cinturón negro, ya empezaba a apreciarse una ligera calva -fotografiado ligeramente de perfil, desde las butacas del teatro  del colegio o en los concursos navideños de villancicos, en la SER de Valladolid- dirigiendo, con ceremoniosa pausa e inconfundible estilo, a la soberbia coral Virgen del Rosario. 

Con las palmas de las manos ligeramente entreabiertas, antebrazos a la altura de los hombros, dirigiendo una de las melodías ensayadas durante semanas, casi hasta el agotamiento. Ejecutada a la perfección por los adolescentes y niños cantores, uniformados de jerséis azul marino o blanco, según las voces, y pantalones cortos grises, que tienen la vista clavada en los gestos sosegados del director del coro.

Tomás Luis de Victoria, Cristóbal Halfter, cancionero popular vasco o melodías del folklore asturiano o castellano conformaban un repertorio tan exigente como amplio que hacía las delicias de nuestros asombrados progenitores en el teatro, el Día de las Familias, o maravillaba a los espectadores en sitios alejados como Santiago de Compostela, Madrid o Loreto, en Italia. Hubo antes y después otros directores, pero, que nadie se ofenda por la aseveración, ninguno imprimió en la coral una marca tan indeleble como la que dejó con sus conocimientos y estilo el P. Gil.

El P. Félix Gil estaba en el grupo de religiosos circunspectos, serios, tan mesurado que acaso hasta se le podría tildar de severo en el porte. Pero, a la vez, equilibrado y sensato. Recto, en el sentido más tradicional del término. Poco dado a las familiaridades y la complicidad que otros padres, por su carácter o forma de ser, prodigaban con los alumnos de Arcas Reales a finales de aquella década. Esto en las distancias largas y en su cargo de director de Arcas Reales, que lo fue de 1970 a 1973.

Que fuera así, al menos a nuestros ojos, tenía todo el sentido del mundo, si se piensa en el contexto de la época y que, como director, tenía que gestionar un internado de cuatro centenares de asilvestrados aspirantes venidos de los puntos más remotas de la meseta norte, Asturias y Galicia, amén de desde algunas otras regiones limítrofes. En aquel escenario y en aquella época, el director de un colegio religioso orientado al reclutamiento de vocaciones dominicanas, además de parecerlo tenía que demostrarlo. En la disciplina, en la pose, en la solemnidad con la que se dirigía a los alumnos en las grandes celebraciones litúrgicas o a los padres en las grandes festividades escolares.

Sin embargo, en las distancias cortas era una persona sumamente cortés, respetuosa y afable. Corrigiendo los yerros de los alumnos con delicadeza y sin las estridencias a las que algunos otros padres eran más propensos, extremadamente educado con nuestros padres y familiares, recibiéndoles, uno por uno,  a su llegada en el Patio Central los días de fiesta y esperando a que el último coche abandonara el recinto tras haberse despedido de todos y cada uno de ellos. Sin ningún tipo de distingo fueran quienes fueran y vinieran de donde viniesen.

Aunque los padres y profesores ya imponían respeto y marcaban las distancias por las características del internado y la radical separación física que existía con la comunidad de profesores, éstos vivían en el Pabellón de los Padres, en mi clase se daba la circunstancia de que nuestro compañero de pupitre, Fernando, era sobrino carnal suyo. Algo que a nuestros ojos adolescentes, acostumbrados a los estrechos lazos familiares de nuestros pueblos, permitía una cierta familiaridad. Pero esto sólo eran ideas nuestras.

[Cortesía Raymon MI, vía Antonio Luciano López Encina]
Que yo recuerde y su sobrino me corrija si no es así, siempre siguió mostrando una ecuanimidad absoluta con todos los alumnos por igual. Empezara su apellido con la ge, la ce o la uve. Pero que conociéramos a dos personas de Soria, una tierra que, para la mayoría de nosotros, pese a su cercanía, Duero arriba, por alguna extraña razón nos resultaba exótica y a trasmano, nos sirvió para situar la provincia en nuestro entorno más cercano y en nuestros libros de Geografía. ¡Qué cosas, Soria existía, más allá del imaginario geográfico por donde atravesaban los cordeles del Concejo de la Mesta! Y, por supuesto, en los de literatura: “Es la tierra de Soria árida y fría. / Por las colinas y las sierras calvas, / verdes pradillos, cerros cenicientos, / la primavera pasa / dejando entre las hierbas olorosas / sus diminutas margaritas blancas”.

Porque además de gran músico, el P. Gil fue para muchos de nosotros un excelente profesor de literatura. Riguroso que, sin chanzas o bromas, nos explicaba las églogas dramáticas de Juan de la Encina en cuarto de bachillerato como podría haber explicado la trigonometría o la orografía de la península Ibérica. Este es el perfil que desde el fondo de la memoria surge, serio y sobrio pero justo, paciente y pedagógico hasta límites insospechados. Su amor a la literatura iba más allá de la enseñanza, concursando y ganando diversos premios en la Pucela de los sesenta. Sus textos eran utilizados, a su vez, en las clases del P. Isidro Rubio, para enseñarnos más literatura: “Bolita de nieve - medianoche clara- murmullo, vagido de infante - un beso en el aire perdido - y Dios que ha nacido”.

Aunque, como se ha dicho antes,  el recuerdo del P. Gil va sobre todo asociado a la Coral Virgen del Rosario. Varias generaciones de alumnos, a lo largo de lustros conformaron un coro de una categoría única. Sin duda ninguna, durante esos años, la rigurosidad y la paciencia que eran las señas de identidad de su carácter fueron los cimientos, tan necesarios como esenciales, que conformaron tanto la calidad de la coral como, y no es menos importante, la educación musical de decenas de alumnos que muchos decenios después le recuerdan por haberla dirigido con éxito (ganadora de numerosos premios en concursos de villancicos en Valladolid), pero también viajera a Santiago de Compostela, Roma y otros muchos lugares.

El que esto suscribe, infradotado para las artes musicales, nunca pudo acceder a formar parte del selecto grupo cantor, así que le recuerdo, sobre todo, por alentarnos y animarnos, en 4º de bachillerato, cuando ya era director, para que publicáramos la revista escolar “Cumbre” de trabajoso parto en ciclostil, en los locales existentes entre la piscina y el teatro. En uno de esos números (Mayo 1971 ¡con la portada a todo color!) aparece una entrevista con él: “Hemos observado que a Ud. Le gusta que nosotros demos nuestra opinión en algunas cosas, ¿por qué?" La respuesta: "Siempre son interesantes vuestros puntos de vista, tanto por lo que tienen de positivo y acertado, como la oportunidad que nos ofrecéis de poder ayudaros a rectificar si no lo son tanto. En todo caso es un modo de manifestar vuestra personalidad incipiente, vuestros criterios, gustos, exigencias, estado de ánimo, etc. etc. que el educador debe conocer, respetar, valorar y dirigir convenientemente en sus alumnos”. Insisto: estamos hablando de 1971.

En resumen: innovador en la didáctica de la clase de literatura, música y poesía. Pudimos conocer y disfrutar gracias a su innovación de toda la música clásica. [Además de] director de la Coral, buen predicador y, sobre todo, gran persona, buen educador y pedagogo. 

Cincuenta años después, en una reunión de los compañeros de mi curso, volvimos a encontrarlo, ya tenía problemas de audición, en San Pedro Mártir. Pese a las numerosas responsabilidades que a lo largo de los años posteriores llegó a tener, entre otros Vicario en España de la Provincia del Santo Rosario, recordaba con sumo cariño aquellos tiempos de internado, durante los que ayudó a construir con canciones y literatura nuestra adolescencia. Por sus gestos y sonrisas, yo diría que había perdido la seriedad de aquellos años tan lejanos, se había convertido en un abuelo nonagenario con una memoria excelente y no falto de humor. Amable, cariñoso y comprensivo.

Descanse en paz el director de la coral, profesor, vicario y buen religioso. Sin duda, seguirá dirigiendo algún coro celestial.

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Con aportaciones de Pablo García Gañán, Oscar Bernardo y Faustino Martínez García, José Rubio, Rafael Sánchez e Isidro Rubio