El autor, hace unos años, en su celda |
Pero volvamos a mis
años de estudiante de filosofía y teología en Madrid. Como he dicho antes, la
revista Oriente fue el primer pedestal de mi pensamiento escrito. Era una
revista interna de los estudiantes, pero se imprimía y publicaba como
cualquiera otra revista abierta a todos los públicos. De hecho, disfrutaba de
prestigio entre las revistas de su género y en la práctica era leída con el
mismo interés o mayor que otras de mayor rango institucional. Nunca he sabido
quién tuvo la iniciativa de crear dicha revista, pero con el paso del tiempo es
claro que la iniciativa fue digna de todo elogio. Para mí fue un estímulo
permanente durante la época de estudiante. Yo no había recibido ninguna
formación literaria, pero tuve pronto conciencia de la importancia de la
comunicación escrita y de la que hablaré en algún momento más adelante. De ahí
mi agradecimiento a quienes me facilitaron ese medio para entrenarme en los
avatares de la comunicación escrita de mi pensamiento.
En Madrid terminé el
curso tercero institucional de filosofía con el título de Bachiller. Más tarde
obtuve también el título de Licenciado en Filosofía. Pero antes tuve que
superar cinco cursos institucionales de teología y me interesa mucho hablar
aquí del significado que tuvo para mí el paso de los estudios institucionales
de filosofía pura, como se decía entonces, al estudio de la teología. Por
aquella época los estudios filosóficos institucionales en la Orden dominicana
duraban tres años bien aprovechados y que en nuestro Centro culminaban con el
título de Bachillerato en Filosofía. Conviene resaltar que durante esos tres
años no se mezclaban disciplinas teológicas y filosóficas, con las cuales la
mente era sometida a un ejercicio racional riguroso para acostumbrarse al
manejo de los datos científicos y de las argumentaciones racionales relegando a
un segundo plano los argumentos inspirados o motivados por la autoridad moral.
Al pasar de los
estudios filosóficos a los estudios teológicos se producía una crisis muy
comprensible porque la metodología teológica invierte el orden de factores
atribuyendo valor decisivo a la autoridad de la revelación cristiana dejando en
segundo plano a las razones científicas y argumentaciones inspiradas en la sola
luz de la razón humana. Y como no todos los profesores de teología sabían
encontrar el equilibrio deseado entre esos dos niveles de conocimiento, los
alumnos acusábamos inmediatamente el golpe, lo que daba lugar a discusiones
interesantes y clarificadoras, pero también a confusiones lamentables debido a la
confrontación metodológica en la manera de abordar los problemas.
Para mí este choque
psicológico resultó muy positivo y fecundo gracias al contacto directo con la
Suma Teológica de Santo Tomás. Pronto me di cuenta de que el presunto conflicto
entre los postulados de la fe cristiana y los postulados de la ciencia y de la
reflexión filosófica era más imaginario que real, debido a intereses ajenos a la
búsqueda de la verdad y a falsos planteamientos del problema por parte de los
académicos. Con el paso del tiempo el tradicional problema fe/razón se fue
desvaneciendo ante mi convencido de que una cosa es la realidad y otra la
percepción que cada uno tiene de la misma.
Por otra parte, la
calidad pedagógica dominante del profesorado, con honrosas excepciones, y de
los responsables religiosos del Centro no era, en mi opinión, la más
recomendable, pero se respetaba la libertad interior y la autonomía inteligente
y respetuosa de las personas, que no era poco. Yo me acogí a ese respeto y me
fue muy bien. Con el avance en los estudios y la propia experiencia personal
cada vez sentí menos la necesidad de consultar con las autoridades de turno
sobre mis problemas personales, lo cual me dio buenos resultados. Este carácter
independiente fue, creo yo, una de las causas por las que yo era ya objeto de
fobias y simpatías al mismo tiempo entre los profesores y educadores oficiales
del Centro. Según me informó una autoridad académica, que me profesaba gran
aprecio, el proyecto de que yo fuera enviado a terminar la carrera de teología
en Alemania fue boicoteado por el profesor de metafísica y sus afines que no se
fiaban de mí.
La discusión en el
Consejo de profesores debió ser tensa, pero llegaron a un acuerdo retrasando
ese proyecto para más tarde en atención a mi estado de salud que convenía no
forzar. La autoridad académica, Miguel Crescente, que me informó de lo
ocurrido, trató de restar importancia a lo ocurrido y se mostró esperanzado en
que llegara pronto el momento oportuno para que me enviaran a terminar mis
estudios de teología en París.
Yo no di importancia al
incidente y lo interpreté después como algo providencial ya que el estado de mi
salud se fue deteriorando y el traslado a Alemania no hubiera contribuido a
mejorar mi situación personal. Así las cosas, con el Bachillerato en Filosofía
en mis manos y un año de teología bien aprovechado volví a Ávila. La historia
de estos cambios entre Ávila y Madrid pertenece a otro capítulo de carácter
administrativo y al nuevo clima creado por el Concilio Vaticano II que algunas
autoridades religiosas y académicas no terminaban de comprender en su justa
medida. Ese nuevo clima dio lugar a muchas confusiones, pero para mí fue
favorable.
Los cursos académicos
1960/1961 y 1961/1962 tuvieron lugar en Ávila
Santo Tomás de Ávila, fachada de la iglesia |
Desde el punto de vista
de mi evolución intelectual no hubo grandes novedades, pero sí algunas
experiencias dignas de recuerdo. Por una parte, me sentía cada vez más
satisfecho de mis progresos intelectuales pero mi salud se deterioraba
sensiblemente. Uno de los profesores de Teología, que Hipólito Fernández se
llamaba, se percató de mi eficiencia intelectual y del estado precario de mi
salud. Por ello no dudó en dejar a mi libre albedrío y responsabilidad la
decisión de asistir o no asistir a sus clases cuando yo lo considerara
conveniente.
Por otra parte, alguien
me había informado de que el profesor de Derecho Canónico sostenía una opinión
sobre la disciplina de las Horas Canónicas que me afectaba directamente y con
la que yo, por sentido común, no estaba de acuerdo. Cuando tocó el turno
académico le propuse hacer una investigación sobre el c.135 del antiguo Ius
Canonicum, lo cual le pareció muy bien. Leyó atentamente el trabajo y lo
galardonó con la máxima calificación. Pero yo no le dije que había elegido ese
tema intencionadamente con la esperanza de desautorizar su opinión. Conocida su
forma de ser y pensar me pareció que lo más prudente era no confesarle mis
intenciones.
El primer año al
regreso de Madrid los estudiantes vivíamos en el antiguo, ruinoso y desangelado
pabellón mientras se terminaba de construir uno nuevo. El traslado se produjo pronto,
pero ello no contribuyó nada a mejorar mi salud a la deriva. Algunas noches, al
terminar la cena, le decía confidencialmente a mi compañero más cercano que si
por la mañana del día siguiente no aparecía a la hora normal, entrara en mi
habitación para cerciorarse de que yo estaba todavía vivo. Muchas noches me
retiraba a dormir con la convicción de que podía ser la última. Las cosas
fueron a más y un día decidí marchar a Madrid en busca de mejor suerte y la
tuve porque me encontré con el Dr. D. Enrique García Ortiz, todo un caballero y
cardiólogo cirujano de vanguardia. Ya había operado a un compañero mío en
situación crítica y no dudé en dirigirme a él.
Fue un encuentro feliz
porque, además de salvar médicamente aquella situación extrema, se convirtió en
uno de mis mejores amigos. Durante algún tiempo no cobró nada por las consultas
que le hacía. Más tarde, cuando su situación económica vino a menos, sólo
cobraba el cincuenta por ciento de la tarifa establecida. Prologó un pequeño
libro mío y me in- vitaba con su esposa a cenar para mantener viva nuestra amistad
y mutua admiración. En una ocasión me habló abiertamente de la situación
crítica en que me encontró el primer día que me recibió en su consulta. De
hecho, algunas señoras que esperaban el turno de su visita en la sala de espera
me miraban compasivas y comentaban en voz baja: "¡Mira ese joven, qué malito
debe estar"!
Como recuerdo
nostálgico de esa época me agrada hacer saber que siempre conservé la afición
por la música y el manejo del órgano si bien eran más las ganas que yo tenía de
aprender a tocarlo que mis dotes para ello, como se demostró después con el
tiempo. Pero esta es otra historia. Lo cierto es que había en la isabelina
Iglesia del convento de Santo Tomás un antiquísimo órgano de tubos abandonado.
Durante un duro invierno otro estudiante y yo nos dedicamos a repararlo durante
los tiempos de descanso sin que nadie lo supiera hasta que un buen día
sorprendimos a todos haciéndolo sonar.
Mi compañero daba aire
manualmente con el fuelle y yo tocaba. Fue como si un muerto hubiera resucitado
para alegría de todos. Pero todo nuestro gozo en un pozo. Durante mi estancia
en Valencia restauraron el coro y desguazaron el viejo órgano, el cual, aunque
no sonara, era una belleza decorativa en el conjunto arquitectónico isabelino.
Cuando vuelvo por allí no puedo evitar que mis ojos queden fijos en el lugar
del que fueron arrancados sin compasión aquellos preciosos tubos de los que en
tiempos pasados habían salido tan agradables sonidos.
Un buen día de
septiembre de 1962 me comunicaron que debía trasladarme al Estudio General de
Valencia para continuar allí mis estudios. Después supe que antes de esta
decisión por parte de las autoridades religiosas y académicas, se había tomado
otra, según la cual debía trasladar- me a la Universidad de Santo Tomás de Roma
(Angelicum). De hecho, allí estaba reservada ya mi habitación. La decisión de
que fuera a Valencia provenía de España y esta es la que se cumplió.
En todo este asunto
tuvieron presente, por una parte, mi vocación intelectual y, por otra, mi
estado de salud precario. Por ello mis autoridades en España descartaron París
y Roma y me mandaron al Estudio General de Valencia. Una decisión que con el
paso del tiempo se consolidó como la mejor de todas ya que por aquellas
calendas yo me encontraba condicionado principalmente por la evolución de mi
estado de salud.
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