Aquellas lecturas poco edificantes, después de todo El Capitán Trueno
o El Jabato vivían en un mundo sin Dios ni santos, y si juraban lo hacían en
nombre de los paganos Tor y Odín, no duraban mucho tiempo en nuestras manos.
Tampoco se puede decir que la violencia exacerbada de yankis y nazis en la
batalla por Creta, durante la II Guerra Mundial, terminara por convertir las
Hazaña Bélicas, apaisadas en la forma, en santificadas en el fondo. Así pues,
para principios de octubre, aquellos pequeños tesoros, conseguidos con las
ínfimas propinas de algún tío soltero generoso, en los tenderos ambulantes de
la fiesta del pueblo o, para los más capitalinos, en el quiosco de la vallisoletana
estación de Campogrande, terminaban en algún insondable cajón del Prefecto de
Disciplina o de alguno de los padres ayudantes que, ángeles de la guardia,
desde las habitaciones, uno a cada lado, del inmenso dormitorio corrido,
velaban sobre nuestros sueños preadolescentes.
Así pues, para colmar aquellas modestas congojas de lectura nuestros
recursos eran, por así decirlo, apenas existentes. Asunto pedagógico que no
formaba parte, en cualquier caso, ni de lejos, de las prioridades docentes de
la mayoría de los profesores, enfrascados machaconamente en sus interminables y
laberínticos juegos de memoria. La excelencia académica se alcanzaba por la
repetición incesante. Había entre los profesores honrosas excepciones, claro,
pero nadie, hablando en términos generales, apostaba por incentivar la
iniciativa de los alumnos. Ni siquiera se puede decir que el énfasis en las
epopeyas memorísticas fuera un aspecto recurrente y exclusivo de nuestro
querido internado.
En realidad, conformaba la médula esencial del sistema educativo de
aquellos tiempos y, me pregunto, si no ha perdurado hasta bien entrado el siglo
presente. Aprender los diez mandamientos, los siete sacramentos, las cuatro
virtudes cardinales, las tres teologales, con la fiereza de los papagayos y el
orgullo de los loritos, era el sino de los tiempos. Los laureles académicos
siempre terminaban por reposar en las sienes de quienes se aprendían, como se
decía, “de pe a pa”, las batallas de cartagineses contra romanos hasta llegar
al lago Trasimeno, sin atisbo de tartamudeo, o enumeraban los autos
sacramentales de Calderón de la Barca, sin entender muy bien, lo que era un
auto sacramental. Recitábamos de carrerilla lo de “Al olmo viejo/ hendido por
el rayo/ y en su mitad podrido, /con las lluvias de abril y el sol de mayo
/algunas hojas verdes le han salido”, sin rememorar el abandono perenne de
Castilla ni la tragedia vital de Don Antonio y las dos Españas. Por lo tanto, contextualizarlo
en su drama personal o extraer aviesas parábolas sobre su triste muerte y
exilio en Colliure, ni se nos pasaba por la cabeza. No digo ya la nuestra, ni
siquiera la de nuestros egregios enseñantes.
Quizá por esa obcecación en las virtudes de la retentiva suprema, la
lectura tenía tan escasos nichos en nuestro aprendizaje. La letra con la letra
entraba, pero sólo con la letra de los libros de texto, sin desviaciones, ni
recovecos supuestamente estériles a los que nos podía conducir una lectura
mínimamente liberadora, incluso aunque fuera adaptada, vía la Editorial
Juventud o Bruguera, para con nuestra temeridad infantil, apenas desterrada de
robledales y barbechos. No es de extrañar, pues, que la lectura, tan
potencialmente agitadora de conciencias, incluso en épocas plomizas como la que
habitábamos, se localizara allende nuestras fronteras mentales.
Las únicas migajas de lectura las recogíamos de los libros de texto.
Tras la Enciclopedia
Álvarez, tan austera y compacta ella, teníamos el extraordinario lujo de contar
con un libro de texto por asignatura. Hasta había un libro específico para las
manualidades. Innecesario, por lo demás, para algunos de entre nosotros que
habíamos venido al mundo, como quien dice, con una chaira, por modesta que ésta
fuera, bajo el brazo. Salvo algunos nacidos entre pisos y hospitales
provinciales, en contraposición a los nacidos en la habitación vecina a la
cuadra del ganado, la mayoría éramos plenamente competentes fuera para sacar un
silbato, algunos toda una flauta, de una ramita de chopo en primavera, fuese
para recoser los hexágonos que conformaban el balón de cuero del fútbol. Sin
profesor, ni libro de texto.
Los primeros días de curso, cuando nos iban entregando los montoncitos
de volúmenes, siempre nos resultaba apasionante examinar con suma curiosidad
las pastas con sus novedosos diseños. En una esquina, 1º, 2º, 3º curso,
dependiendo del año que nos correspondía. Con escritura barroca y retorcida nos
recreábamos en tomar posesión de nuestros libros mediante el simple
procedimiento de escribir nuestros nombres y apellidos. Era importante no
olvidar ninguno de los dos, algunos hasta el cuarto, en la página de guarda.
Después pasábamos con fruición las hojas. Lo primero era discutir si el que
fuera menos grueso o más delgado podría tener alguna significación especial en
la importancia, menor o mayor, de la asignatura. Rápidamente calculábamos por
el número de páginas y lecciones hasta donde llegaríamos en junio. La historia
casi siempre se paraba en los aledaños de la Guerra de la Independencia y la
lengua española llegaba, exhausta de horas y ligera de conocimientos, a los
hermanos Bécquer. El rito más importante, salvo en el libro de matemáticas,
obviamente, era descubrir los “santos”. Las imágenes de los reptiles africanos
en el de Ciencias Naturales, los engolados retratos del Manco de Lepanto en el
de literatura o la escena, ficticia, de Viriato acribillado en su lecho por Adax,
Ditalcos y Minuros, los traidores a quienes Roma no paga.
Algunos libros, sobre todo el de historia y lengua suplantaban, aunque
fuera de forma puntual y a retazos, la ausencia de lecturas más sólidas y
vigorosas. El manual de historia era siempre una base inicial, aunque informal,
de lectura con la que empezar a descifrar las batallas libradas por Carlos V de
Alemania y primero de España, o soñar con la Italia medieval a la vista de los
sofisticados artistas del Renacimiento. ¿Cómo no recordar las delicadas reproducciones
a todo color, aunque éste fuera más bien mate, de “La Virgen entre dos ángeles”
de Filippo Lippi? Con los pies de texto de “Las lanzas” de Velázquez comenzamos
a admirar, -más adelante, en otras épocas más políticamente correctas,
aprendimos que acaso no debiéramos haberlo hecho- cómo los tercios de Flandes
avasallaban, a golpe de pica y arcabuz, media Europa. Las hazañas de Pizarro o
los intrincados vericuetos de las guerras napoleónicas, por muy resumidos que
aparecieran en nuestro manual, los leíamos una y otra vez, hasta casi saberlos
de memoria, mientras mirábamos con los ojos abiertos de par en par la osada
carga de sus lanceros gabachos contra los mamelucos otomanos a la sombra de la
pirámide de Guiza mandada construir por Kheops.
Nuestras lecturas estaban, literalmente, entrecomilladas. Los libros
de texto no eran, todavía, tan complejos como los actuales: sobrecargados de
titulares, diagramas, frases célebres, retazos de textos, extractos de
discursos, recortes de periódicos, de modo y manera que al final no se sabe muy
bien donde está el meollo de lo que se quiere aprender o enseñar. El contexto,
pendularmente al revés de hace cuarenta y cinco años, desborda claramente el
texto. En aquella época las lecciones tenían un principio claro, un desarrollo
meridiano y un final nítido. La orografía patria y sus secuencias lógicas
formaban parte indisociable de la geografía del P. Benito Varela: los ríos
comenzaban por el Miño, y siguiendo el contorno de la península Ibérica, al
revés que las agujas del reloj, terminaban en el Ebro, que nace en Fontibre,
provincia de Santander, autonómicamente conocida como Cantabria. Las vertientes
eran laderas de sistemas montañosos y no cuencas hidrográficas
multiautonómicas, no había subsistemas, ni subsistemas de subsistemas, y el
Guadiana daba en la mar a la altura de Ayamonte.
Si la lección 6 se titulaba: “América durante el reinado de Carlos I”,
los subcapítulos eran una narración lineal, clara y transparente, que
fácilmente transformábamos en lectura. Sin pausas, ni anuncios publicitarios.
En algunas de las páginas, las imágenes, fueran el plano de Tenochtitlán
copiado de un códice de la época, o las escarpadas ruinas de Machu-Pichu,
arrastraban nuestras miradas curiosas que, invariablemente, terminaban en los
amplios pies de texto. “Dicen los cronistas que era muy bella, se levantaba en
medio de unos islotes, con sus calles rectas y sus canales, tenía 300.000
habitantes”. Apenas descendidos de las montañas altas de Castilla, aquellas
entradillas, como acompañamiento de las imágenes, constituían el umbral con el
que satisfacíamos nuestra enorme curiosidad, la puerta para empezar a divagar
con las gestas de Orellana y Cabeza de Vaca.
Ocasionalmente, se añadían algunos fragmentos de textos literarios de
la época: “Hay algunos pueblos grandes y bien concertados, las casas en las
partes que alcanzan piedra son de cal y canto”, narraba Hernán Cortés en
“Cartas de relación de la conquista de México”. Después venía Pizarro, la
fundación de Buenos Aires y en perfecto orden cronológico, Miguel López de
Legazpi colonizaba las islas Filipinas. Leer y releer una y otra vez aquellas
lecciones del libro de historia, a falta de pastos más abundantes, era un
menesteroso pero sólido consuelo, carentes de otras lecturas que, posiblemente,
para que, loor a la doble negación, no nos pervirtiéramos no se nos ofrecían.
Sin radio, ni televisión, ni prensa, ni Capitán Trueno, sólo nos
quedaba la lectura y relectura de los libros de texto. Para quienes eran
aficionados a la lectura, y éramos muchos, la curiosidad era uno de los escasos
patrimonios de nuestras exiguas existencias, sobrevivíamos con aquella escasa
pitanza.
En aquel minúsculo y soterrado contrabando de tebeos e historietas,
cualquier hoja en letra impresa que caía en nuestras manos era carne de
lectura. Hasta una mismísima biblia protestante, en su versión de Reina Valera.
Como los senderos del Señor eran, también entonces, inescrutables, alguien,
ciertamente ignorante de la herejía que propagaba con su mera posesión, se
había hecho con un ejemplar. Estábamos en segundo curso y el ecumenismo del
Vaticano II, del que no teníamos ni la más remota idea, no había alcanzado
aquellos lares. Alguien, ingenuo o ignorante, o ambas cosas a la vez, tuvo la
genial ocurrencia de mostrarla en clase al profesor de religión. Orgulloso de
poder disponer de una biblia. Ni más ni menos. Porque en la tónica
acostumbrada, la religión no se estudiaba con la biblia, sino línea por línea, con
el libro de texto.
El profesor que, seguramente, sabía tanto del ejercicio ecuménico de
los padres conciliares como nosotros, es decir nada, comprendió de inmediato
que aquel libro, sin notas explicativas al pié de página, no era trigo limpio,
rápidamente armó un auto de fe. Alboroto de alumnos, juicio sumarísimo del P.
Prefecto, amenazas de expulsión, interrogatorio con el cuerpo del delito al
lado de la pizarra, “¿de dónde la ha sacado Ud.?”. Buena pregunta porque si ya
era raro encontrarla fuera, en el siglo, que hubiera llegado hasta las aulas de
aquel internado católico, apostólico y romano, superaba claramente los límites
del escándalo y entraba de lleno en el campo contumaz de la herejía. Lo
siguiente era la hoguera. ¡Era la biblia, por Dios! Aunque fuera protestante.
Inmejorable texto, en cualquier caso, insuperable, desde el punto de vista
literario, plenamente válido para travestirse en la piel de villanos
(Nabucodonosor, el faraón, los hermanos de José) o la de los héroes (el mismo
José, Josué, Daniel entre los leones). Etcétera, etcétera.
Al final, tras la pertinente requisición de tan innoble instrumento
religioso, todos terminamos en la capilla, expiando colectivamente la culpa individual
de algún candoroso compañero. En lugar de aprovechar para deleitarnos con
alguna de las brillantes narraciones del Libro de Samuel, por poner un ejemplo,
terminamos recitando los misterios dolorosos del Santísimo Rosario. Como era de
esperar, de memoria.