Mártires en Vietnam (Santo Domingo, Ocaña) obra del P. Julio Ibáñez |
Conozco,
como la palma de la mano, las colinas ondulantes del sur de la dulce Francia.
He recorrido, una y mil veces, los caminos medievales que, sorteando sembrados
y arroyos, enlazan Carcasona con Albi y Tolosa. En sueños, la mayor parte de
las veces, salvo una. Eso fue hace
seis años. Pese a la fugacidad del trayecto, una y otra vez me venían a la
memoria las legendarias epopeyas que el abnegado P. Fueyo nos contaba en el
noviciado de Ocaña a principios de la década de los setenta.
Entre
retortijón y retortijón del santo cilicio que, al decir de los novicios más
veteranos, estrujaba el muslo de su pierna derecha, loaba las inconmensurables
gestas de Nuestro Padre Domingo por estos mismos parajes al norte de los
Pirineos. Corría el inicio del siglo XIII, la voz ampulosa y embovedada del P.
Fuuuueeeeyo, nos guía por los bucólicos caminos del Languedoc. Nuestro Padre
fundador, acompañante del obispo Diego de Azevedo, camino de tierras danesas
para concertar una boda real, atraviesa la Occitania por primera vez.
Pronto se dará cuenta de que, narra el P. Fueyo, las predicaciones bajo palio, tejido con hilos de oro, de los legados papales, no sólo no convencen a los recalcitrantes cátaros, antes bien agudizan su oposición a la Suprema Verdad. Domingo, el antiguo estudiante en ciencias bíblicas de la Universidad de Palencia, capaz de vender sus pergaminos para socorrer a los pobres, rápidamente entiende que, para convertirlos a la verdadera fe, hay que ser, si cabe, más radical que ellos. Sí cabe. En pocos años la orden mendicante, he aquí la palabra mágica, fundada en el sur de Francia, será una mancha de aceite extendiéndose por el orbe cristiano.
Pronto se dará cuenta de que, narra el P. Fueyo, las predicaciones bajo palio, tejido con hilos de oro, de los legados papales, no sólo no convencen a los recalcitrantes cátaros, antes bien agudizan su oposición a la Suprema Verdad. Domingo, el antiguo estudiante en ciencias bíblicas de la Universidad de Palencia, capaz de vender sus pergaminos para socorrer a los pobres, rápidamente entiende que, para convertirlos a la verdadera fe, hay que ser, si cabe, más radical que ellos. Sí cabe. En pocos años la orden mendicante, he aquí la palabra mágica, fundada en el sur de Francia, será una mancha de aceite extendiéndose por el orbe cristiano.
El discurso
devocional de nuestro vicemaestro de novicios, maestro lo es el P. Jesús
Santos, cala rápido y hondo en el limo virginal de nuestra vocación dominicana.
Presunta, claro está. Aunque nosotros la creemos bien sólida, recién estrenada,
asentada no en arenas movedizas, por el contrario, en roca, sólidos sus
cimientos. Hace apenas unas semanas nos han investido con el glorioso hábito
blanco dominicano. Sí, con su sobrepelliz y su capa negra, la misma que le
servía a Nuestro Padre para protegerse de la áspera tramontana en las cercanías
de Narbona. Nos hemos convertido, por intermediación de una vistosa liturgia,
oficiada en la presencia lacrimógena de nuestros familiares, en canes de la Santa
Madre Iglesia. Voraces hacia la desfachatez del siglo, intransigentes con las
injusticias del mundo, apenas intuidas desde la ingenua altura de nuestros
dieciséis años recién cumplidos, levemente atisbadas tras los muros de este
pacífico convento sito en la llanura manchega y que tantos misioneros envió, no
mucho ha, a la conquista espiritual del Lejano Oriente.
Ya sé. En
esta época y cuarenta años después, es fácil calificar aquel ímpetu juvenil
como la consecuencia ineludible de un banal lavado de cerebro. Poco
sofisticado, por lo demás. Pero entonces, éramos sólo lo que éramos –más precisamente,
lo que las circunstancias nos habían dejado ser, merci beaucoup, Ortega- y bebíamos absortos la radicalidad que
emanaba de las piadosas hagiografías narradas en el salón de la primera planta
del noviciado, adaptado para ésas y otras cimentaciones espirituales, en el
terreno virginal de nuestras tiernas almas post adolescentes, huecas, para más
inri, hacia toda adolescencia.
Por
ignorancia o presciencia, el P. Fueyo nos hurtaba, en aquellos encendidos
relatos históricos, cualquier entrometimiento en las procelosas aguas de la
crítica histórica, por ínfima que esta fuera. Que en 1973 huyera, por así
decirlo, como de la peste negra, de sencillos, pero más que evidentes
indicadores de que la lucha en el Midi francés era, ante todo, una lucha de
clases, los nobles sacando las adargas de las alforjas contra el absolutismo
monárquico, era comprensible. Que no insinuara, ni de pasada, la tan honda como
extendida corrupción existente en todos los ámbitos eclesiales, comenzando por
el papado, era de entender. Ni oste ni moste sobre la no menguada contribución
que Nuestro Padre, o al menos sus seguidores, predecesores nuestros, al
desarrollo, cuando no liderazgo, del tan temible como temido Santo Oficio.
Al P. Fueyo,
a nosotros también, lo que le interesaba era imbuirnos de aquel espíritu
evangelizador, claramente fundamentalista, meridianamente fanático. Eso sí, en
consonancia con los tiempos y apabullarnos con la previsible esperanza de que
al acabar el año, tras deletrear las vidas y milagros de Nuestro Padre Santo
Domingo, del Beato Jordán de Sajonia y las decenas de santos y mártires que
siguieron sus huellas, nosotros hiciéramos otro tanto de lo mismo. Pisada a
pisada. Seguramente no en los senderos insidiosos de los albigenses, pero sí
entre chinos, vietnamitas y otras etnias con los ojos de almendra. Por doquier,
allá por donde la provincia esencialmente misionera del Santísimo Rosario
ejercía, como entonces se decía, su ministerio consagrado.
En aquel
contexto tan abrumadoramente proselitista, nada más fácil que asimilar a los
malvados comunistas contemporáneos del tío Mao con los pérfidos descendientes
medievales de Ramón Roger Trencavel. Paralelismos ajenos a siglos y a las
kilométricas distancias. A nadie le importaba que, desde luego no a nosotros,
ni al P. Fueyo, que la lucha contra aquellos herejes empedernidos hubiera
estado teñida por la ignominia de varias cruzadas impulsadas desde la
sacrosanta Roma, el expolio, a sangre y espada de Montsegur ejecutado con
alevosía por las huestes católicas, o que todo aquello terminara, el penúltimo
drama de aquella historia no tan lineal como nos quería hacer creer el piadoso
submaestro de novicios, en el Prado de los Quemados. Con 200 cátaros ardiendo
en la pira del fuego y la intransigencia.
Prulla, centro imagen, desde las murallas de Fanjeaux |
Aquella
lucha sin tregua contra el sectarismo y la heterodoxia, en cuanto jóvenes
novicios, nos enardecía. Incluso mediados tantos siglos. Asimilar la fogosidad
de Nuestro Padre, al que de forma natural en sermones, novenarios y ejercicios
espirituales se le recubría de incontables virtudes adicionales: paciencia,
castidad, elocuencia y un largo etcétera, no nos resultaba complicado. No fue
el caso, pero si después de alguno de aquellos ardientes florilegios el P.
Maestro nos hubiera soltado en alguna de las encrucijadas que partían de la
Villa del Comendador, digamos, camino de Tembleque o Noblejas, por poner un ejemplo,
seguro que alguno de nosotros hubiera terminado evangelizando los confines de
la Tierra.
Tal era la
dimensión de nuestro brío, la potencialidad de nuestro arrebato. De hecho, más
de alguno de nosotros, al año siguiente, ya en las tierras de misión del
extrarradio madrileño, sin llegar a los extremos de Nuestro Padre, aunque no
anduvimos muy lejos, disfrutamos de esa vehemencia propia de los conversos. ¿No
nos hicimos fieles admiradores de Jerónimo Savonarola, Giordano Bruno y Vicente
Ferrer, mientras, aunque sólo fuera en discusiones teóricas, rechazábamos la
molicie ofrecida por la Comunidad de Alcobendas y mantuviéramos interminables
discusiones sobre si disponer (o no) de la novedosa televisión en color
atentaba contra nuestro intangible voto de pobreza?
En nuestras
austeras celdas del noviciado nos conformábamos con poner encima de la mesilla
la estampa de Santo Domingo, la que le representaba con el perfil reconstruido,
una estrella a la altura de su frente, mirando a la nada o al cielo, al lado de
otra, una reproducción de una tabla de Pedro Berruguete, donde acompañado de un
correligionario, quizá Pedro Sella, miran dulcemente como en el suelo arde una
hoguera formada por una montonera de libros. Heréticos, por supuesto.
Aquel
extremismo radical de la primera hora nos azuzaba en las horas de meditación y
el P. Fueyo, que en gloría esté, era plenamente consciente de ello. Una serie
de elementos, más tarde en clase de teología nos enseñaron a conceptualizarlos
como el carisma del fundador, nos resultaban ilusamente atractivos. Predicar en
cualquier plaza de mercado, recorrer aldeas y villorrios a la buena de Dios,
aprovisionarse con lo que las buenas gentes nos ofrecieran en los pórticos de
las iglesias, no nos resultaba, entonces, tan descabellado, último cuarto del
siglo XX, como pudiera parecer. Esencia de mendicantes.
Durante
aquellos meses, y algunos posteriores, discutimos si en realidad los grandiosos
conventos de la Orden, las prebendas acomodaticias en las que vivían nuestras
comunidades no eran una copia exacta de los palios bajo los que predicaban los
embajadores de Roma, y que, con ferocidad, había combatido nuestro héroe de
Caleruega. En nuestra ingenuidad, tan etérea
como manifiesta, durante algunas semanas del noviciado, el ardor misionero,
nuestro inconmensurable deseo de devenir inmaculadamente puros en cada
cajoncito de nuestra incendiaria conciencia, nos había transformado, curiosa y
aunque sólo fuera epidérmicamente, en cátaros.
El bendito
P. Fueyo, por así decirlo, y con la brevedad con la que discurren los
propósitos de la juventud, en sus insondables deseos de santificarnos, nos
había convertido en efímeros herejes. Dispuestos a socavar los cimientos de la
secular orden a partir de nuestros modestos poderes de quintacolumnistas. En
realidad, aquellos afanes revolucionarios duraron bien poco. Exactamente, hasta
unos días después de entrar en la comunidad estudiantil de Alcobendas, donde
las supuestamente firmes aspiraciones transformadoras se diluyeron en otros
empeños y pasiones más mundanas. Aunque quedó una traza de ellas. A alguna
hoguera, tan anodina como la caldera de la calefacción que atizaba el áspero
invierno manchego de nuestras celdas, fue a parar un drama teatral que
elaboramos en las horas muertas, las pocas en las que no estábamos inmersos en
rezos, devociones, novenarios o triduos. El guion argumental, creo recordar,
contaba como a unos misioneros de nuevo cuño, apenas recién llegados a tierras
del Tonkín, les rebanaban el pescuezo altivos mandarines opuestos a la fe. A la
verdadera. Esto es, a la suya, a la que ellos portaban.
Segunda
peregrinación, en cuerpo y alma, a principios de esta década. En esta parte de la geografía francesa, Camino
de Santiago, vertiente allende los Pirineos, en el recorrido de la senda procedente
del Piamonte, las colinas se desdoblan en cotas de media montaña. Pese a todo, en
el clima ardiente en esta intratable canícula del estío gabacho, los bosques de
hayedos y robledales ascienden hasta cubrir toda la falda de las colinas, salvo
la pequeña veleta de la cumbre. Montsegur y el Camp de Cremats se pierde detrás
de la carretera ondulante, aunque no el epitafio de los inmolados el 16 de
marzo de 1244: «Als catars, als martirs del pur amor crestian.»
Tras
cuarenta kilómetros hacia el norte, no lejos de Carcasona, las colinas se ablandan,
se multiplican los campos de trigo y cebada, a punto de cosecha en este
principio de agosto. Tras frondosas líneas de plataneros, una vez pasado el
pequeño pueblo de Fanjeux, aparece la mole del Convento de Prulla. Según el P.
Fueyo, aquí comenzó todo. En esto, hasta la Wikipedia le da la razón. En 1206,
con la primera comunidad femenina, “unas cuantas mujeres cátaras, convertidas
por su predicación y su ejemplo”. Tras rechazar tres mitras episcopales: Conserans,
Béziers y Comminges. La iglesia rebosa de fieles, hoy, lunes, 8 de agosto, se
celebra precisamente la fiesta de Santo Domingo. Las dominicas de clausura
están en pleno rezo de las horas litúrgicas. En mi francés semidescapacitado,
pergeño algunos de los textos que lee en voz alta el predicador. Una vez más,
el eco del P. Fueyo desgranando la vida y milagros de Nuestro Padre Domingo de
Guzmán y Garcés “llevaba siempre consigo el evangelio de San Mateo y las cartas
de San Pablo”.
Aquí y
ahora, solemnemente disculpo, mejor, exculpo al P. Jesús Fueyo O. P. por su
acriticidad histórica. Ocho centurias no son nada en la eternidad del tiempo y
el correcto contraste entre las fuentes históricas. Es más, a falta de
pergaminos, pero siempre en su honor, prometo en la cuna de Prulla, ofrecer
todos los libros que todavía conservo, un buen puñado con no poco de polvo,
desde la lejana época de mis estudios, en la Ciudad Eterna, para obtener el
doctorado en las ciencias bíblicas.
No creo que
con ellos se salven muchos pobres de la hambruna, pero si al menos a alguien le
sirve para encontrar un cachito de la vocación dominicana que en algún recoveco
de la vida perdí. Preciso, que yo no encontré, para algo útil habrán servido.
Me pregunto, no obstante, lo que le pasará por la cabeza, al joven estudiante,
tez de ébano, del Seminario Mayor de Bamako, en Mali, cuando abra el imponente
tomo, 1127 páginas de nada, de “A Hebrew
and English Lexicon of the Old Testament, based on the Lexicon of William
Gesenius”. As translated by Edward Robinson. Por poner un ejemplo. El ex
libris, con mi nombre, Roma y una fecha:
14-X-1985. Debajo: “En consideración y respeto del P. Fueyo”. Fechado:
cualquier día de éstos. En recuerdo de aquellos.
Largo, pero muy grato, artículo evocando nuestra residencia en el noviciado y aquel nuestro Padre Maestro. Recuerdo siempre la alcoba, a la izquierda según se entraba en la sala de novicios, donde se hallaba una mioscelánea de libros...
ReplyDeletey mi furtiva lectura de pasajes sobre el pecado(aprovechando que no estuviera el Padre Fierro), pues me había entrado un obsesivo deseo de aspirante a santo. Casi al final del noviciado, la comunidad de padres, alarmada por mi efervescencia cristiana, decidió enviarme a un psiquiatra de Madrid (Vallejo Nájera, creo) que, afortunadamente, sólo vio en mí una neurosis obsesiva pasajera que, al dejar el hábito, se esfumó... Tras la catársis religiosa, todo conocimiento me atrajo. En mi estancia en Francia, trabajando en fábrica, hostelería y tocando el piano, vi por primera vez diccionarios con la transcripción fonética internacional (que no tenía nuestros obsoletos diccionarios en España). También a grupos de música pop (en España, conjuntos músico-vocales) y leí varios libros sobre la Occitania, como "Le trésor cathare" y "L'or de Rennes", ambos de Gérard de Séde. En este último, el protagonista era un sacerdote (Bérenguer Saunière)... de cual, el autor de "El código Da Vinci" lo pone de Conservador del Museo del Louvre y otras infatuaciones librescas "confundiendo Roma con Santiago". El problema es que, en Españ, hay mucha gente que desconoce lo que pasó en Rennes-le-Château. Incluso el que suscribe al no haber estado ahí. Mis saludos, Sergio de Cabo (alias "Panizo")