Friday, January 13, 2017

EL AÑO EN QUE LA VOCACIÓN, FINALMENTE, ME ENCONTRÓ

Mártires en Vietnam (Santo Domingo, Ocaña) obra del P. Julio Ibáñez
Conozco, como la palma de la mano, las colinas ondulantes del sur de la dulce Francia. He recorrido, una y mil veces, los caminos medievales que, sorteando sembrados y arroyos, enlazan Carcasona con Albi y Tolosa. En sueños, la mayor parte de las veces, salvo una. Eso fue hace seis años. Pese a la fugacidad del trayecto, una y otra vez me venían a la memoria las legendarias epopeyas que el abnegado P. Fueyo nos contaba en el noviciado de Ocaña a principios de la década de los setenta.

Entre retortijón y retortijón del santo cilicio que, al decir de los novicios más veteranos, estrujaba el muslo de su pierna derecha, loaba las inconmensurables gestas de Nuestro Padre Domingo por estos mismos parajes al norte de los Pirineos. Corría el inicio del siglo XIII, la voz ampulosa y embovedada del P. Fuuuueeeeyo, nos guía por los bucólicos caminos del Languedoc. Nuestro Padre fundador, acompañante del obispo Diego de Azevedo, camino de tierras danesas para concertar una boda real, atraviesa la Occitania por primera vez. 

Pronto se dará cuenta de que, narra el P. Fueyo, las predicaciones bajo palio, tejido con hilos de oro, de los legados papales, no sólo no convencen a los recalcitrantes cátaros, antes bien agudizan su oposición a la Suprema Verdad. Domingo, el antiguo estudiante en ciencias bíblicas de la Universidad de Palencia, capaz de vender sus pergaminos para socorrer a los pobres, rápidamente entiende que, para convertirlos a la verdadera fe, hay que ser, si cabe, más radical que ellos. Sí cabe. En pocos años la orden mendicante, he aquí la palabra mágica, fundada en el sur de Francia, será una mancha de aceite extendiéndose por el orbe cristiano.

El discurso devocional de nuestro vicemaestro de novicios, maestro lo es el P. Jesús Santos, cala rápido y hondo en el limo virginal de nuestra vocación dominicana. Presunta, claro está. Aunque nosotros la creemos bien sólida, recién estrenada, asentada no en arenas movedizas, por el contrario, en roca, sólidos sus cimientos. Hace apenas unas semanas nos han investido con el glorioso hábito blanco dominicano. Sí, con su sobrepelliz y su capa negra, la misma que le servía a Nuestro Padre para protegerse de la áspera tramontana en las cercanías de Narbona. Nos hemos convertido, por intermediación de una vistosa liturgia, oficiada en la presencia lacrimógena de nuestros familiares, en canes de la Santa Madre Iglesia. Voraces hacia la desfachatez del siglo, intransigentes con las injusticias del mundo, apenas intuidas desde la ingenua altura de nuestros dieciséis años recién cumplidos, levemente atisbadas tras los muros de este pacífico convento sito en la llanura manchega y que tantos misioneros envió, no mucho ha, a la conquista espiritual del Lejano Oriente.

Ya sé. En esta época y cuarenta años después, es fácil calificar aquel ímpetu juvenil como la consecuencia ineludible de un banal lavado de cerebro. Poco sofisticado, por lo demás. Pero entonces, éramos sólo lo que éramos –más precisamente, lo que las circunstancias nos habían dejado ser, merci beaucoup, Ortega- y bebíamos absortos la radicalidad que emanaba de las piadosas hagiografías narradas en el salón de la primera planta del noviciado, adaptado para ésas y otras cimentaciones espirituales, en el terreno virginal de nuestras tiernas almas post adolescentes, huecas, para más inri, hacia toda adolescencia.

Por ignorancia o presciencia, el P. Fueyo nos hurtaba, en aquellos encendidos relatos históricos, cualquier entrometimiento en las procelosas aguas de la crítica histórica, por ínfima que esta fuera. Que en 1973 huyera, por así decirlo, como de la peste negra, de sencillos, pero más que evidentes indicadores de que la lucha en el Midi francés era, ante todo, una lucha de clases, los nobles sacando las adargas de las alforjas contra el absolutismo monárquico, era comprensible. Que no insinuara, ni de pasada, la tan honda como extendida corrupción existente en todos los ámbitos eclesiales, comenzando por el papado, era de entender. Ni oste ni moste sobre la no menguada contribución que Nuestro Padre, o al menos sus seguidores, predecesores nuestros, al desarrollo, cuando no liderazgo, del tan temible como temido Santo Oficio.

Al P. Fueyo, a nosotros también, lo que le interesaba era imbuirnos de aquel espíritu evangelizador, claramente fundamentalista, meridianamente fanático. Eso sí, en consonancia con los tiempos y apabullarnos con la previsible esperanza de que al acabar el año, tras deletrear las vidas y milagros de Nuestro Padre Santo Domingo, del Beato Jordán de Sajonia y las decenas de santos y mártires que siguieron sus huellas, nosotros hiciéramos otro tanto de lo mismo. Pisada a pisada. Seguramente no en los senderos insidiosos de los albigenses, pero sí entre chinos, vietnamitas y otras etnias con los ojos de almendra. Por doquier, allá por donde la provincia esencialmente misionera del Santísimo Rosario ejercía, como entonces se decía, su ministerio consagrado.

En aquel contexto tan abrumadoramente proselitista, nada más fácil que asimilar a los malvados comunistas contemporáneos del tío Mao con los pérfidos descendientes medievales de Ramón Roger Trencavel. Paralelismos ajenos a siglos y a las kilométricas distancias. A nadie le importaba que, desde luego no a nosotros, ni al P. Fueyo, que la lucha contra aquellos herejes empedernidos hubiera estado teñida por la ignominia de varias cruzadas impulsadas desde la sacrosanta Roma, el expolio, a sangre y espada de Montsegur ejecutado con alevosía por las huestes católicas, o que todo aquello terminara, el penúltimo drama de aquella historia no tan lineal como nos quería hacer creer el piadoso submaestro de novicios, en el Prado de los Quemados. Con 200 cátaros ardiendo en la pira del fuego y la intransigencia.

Prulla, centro  imagen, desde las murallas de Fanjeaux
Aquella lucha sin tregua contra el sectarismo y la heterodoxia, en cuanto jóvenes novicios, nos enardecía. Incluso mediados tantos siglos. Asimilar la fogosidad de Nuestro Padre, al que de forma natural en sermones, novenarios y ejercicios espirituales se le recubría de incontables virtudes adicionales: paciencia, castidad, elocuencia y un largo etcétera, no nos resultaba complicado. No fue el caso, pero si después de alguno de aquellos ardientes florilegios el P. Maestro nos hubiera soltado en alguna de las encrucijadas que partían de la Villa del Comendador, digamos, camino de Tembleque o Noblejas, por poner un ejemplo, seguro que alguno de nosotros hubiera terminado evangelizando los confines de la Tierra.

Tal era la dimensión de nuestro brío, la potencialidad de nuestro arrebato. De hecho, más de alguno de nosotros, al año siguiente, ya en las tierras de misión del extrarradio madrileño, sin llegar a los extremos de Nuestro Padre, aunque no anduvimos muy lejos, disfrutamos de esa vehemencia propia de los conversos. ¿No nos hicimos fieles admiradores de Jerónimo Savonarola, Giordano Bruno y Vicente Ferrer, mientras, aunque sólo fuera en discusiones teóricas, rechazábamos la molicie ofrecida por la Comunidad de Alcobendas y mantuviéramos interminables discusiones sobre si disponer (o no) de la novedosa televisión en color atentaba contra nuestro intangible voto de pobreza?

En nuestras austeras celdas del noviciado nos conformábamos con poner encima de la mesilla la estampa de Santo Domingo, la que le representaba con el perfil reconstruido, una estrella a la altura de su frente, mirando a la nada o al cielo, al lado de otra, una reproducción de una tabla de Pedro Berruguete, donde acompañado de un correligionario, quizá Pedro Sella, miran dulcemente como en el suelo arde una hoguera formada por una montonera de libros. Heréticos, por supuesto.

Aquel extremismo radical de la primera hora nos azuzaba en las horas de meditación y el P. Fueyo, que en gloría esté, era plenamente consciente de ello. Una serie de elementos, más tarde en clase de teología nos enseñaron a conceptualizarlos como el carisma del fundador, nos resultaban ilusamente atractivos. Predicar en cualquier plaza de mercado, recorrer aldeas y villorrios a la buena de Dios, aprovisionarse con lo que las buenas gentes nos ofrecieran en los pórticos de las iglesias, no nos resultaba, entonces, tan descabellado, último cuarto del siglo XX, como pudiera parecer. Esencia de mendicantes.

Durante aquellos meses, y algunos posteriores, discutimos si en realidad los grandiosos conventos de la Orden, las prebendas acomodaticias en las que vivían nuestras comunidades no eran una copia exacta de los palios bajo los que predicaban los embajadores de Roma, y que, con ferocidad, había combatido nuestro héroe de Caleruega.  En nuestra ingenuidad, tan etérea como manifiesta, durante algunas semanas del noviciado, el ardor misionero, nuestro inconmensurable deseo de devenir inmaculadamente puros en cada cajoncito de nuestra incendiaria conciencia, nos había transformado, curiosa y aunque sólo fuera epidérmicamente, en cátaros.

El bendito P. Fueyo, por así decirlo, y con la brevedad con la que discurren los propósitos de la juventud, en sus insondables deseos de santificarnos, nos había convertido en efímeros herejes. Dispuestos a socavar los cimientos de la secular orden a partir de nuestros modestos poderes de quintacolumnistas. En realidad, aquellos afanes revolucionarios duraron bien poco. Exactamente, hasta unos días después de entrar en la comunidad estudiantil de Alcobendas, donde las supuestamente firmes aspiraciones transformadoras se diluyeron en otros empeños y pasiones más mundanas. Aunque quedó una traza de ellas. A alguna hoguera, tan anodina como la caldera de la calefacción que atizaba el áspero invierno manchego de nuestras celdas, fue a parar un drama teatral que elaboramos en las horas muertas, las pocas en las que no estábamos inmersos en rezos, devociones, novenarios o triduos. El guion argumental, creo recordar, contaba como a unos misioneros de nuevo cuño, apenas recién llegados a tierras del Tonkín, les rebanaban el pescuezo altivos mandarines opuestos a la fe. A la verdadera. Esto es, a la suya, a la que ellos portaban.

Segunda peregrinación, en cuerpo y alma, a principios de esta década. En esta parte de la geografía francesa, Camino de Santiago, vertiente allende los Pirineos, en el recorrido de la senda procedente del Piamonte, las colinas se desdoblan en cotas de media montaña. Pese a todo, en el clima ardiente en esta intratable canícula del estío gabacho, los bosques de hayedos y robledales ascienden hasta cubrir toda la falda de las colinas, salvo la pequeña veleta de la cumbre. Montsegur y el Camp de Cremats se pierde detrás de la carretera ondulante, aunque no el epitafio de los inmolados el 16 de marzo de 1244: «Als catars, als martirs del pur amor crestian.»

Tras cuarenta kilómetros hacia el norte, no lejos de Carcasona, las colinas se ablandan, se multiplican los campos de trigo y cebada, a punto de cosecha en este principio de agosto. Tras frondosas líneas de plataneros, una vez pasado el pequeño pueblo de Fanjeux, aparece la mole del Convento de Prulla. Según el P. Fueyo, aquí comenzó todo. En esto, hasta la Wikipedia le da la razón. En 1206, con la primera comunidad femenina, “unas cuantas mujeres cátaras, convertidas por su predicación y su ejemplo”. Tras rechazar tres mitras episcopales: Conserans, Béziers y Comminges. La iglesia rebosa de fieles, hoy, lunes, 8 de agosto, se celebra precisamente la fiesta de Santo Domingo. Las dominicas de clausura están en pleno rezo de las horas litúrgicas. En mi francés semidescapacitado, pergeño algunos de los textos que lee en voz alta el predicador. Una vez más, el eco del P. Fueyo desgranando la vida y milagros de Nuestro Padre Domingo de Guzmán y Garcés “llevaba siempre consigo el evangelio de San Mateo y las cartas de San Pablo”.

Aquí y ahora, solemnemente disculpo, mejor, exculpo al P. Jesús Fueyo O. P. por su acriticidad histórica. Ocho centurias no son nada en la eternidad del tiempo y el correcto contraste entre las fuentes históricas. Es más, a falta de pergaminos, pero siempre en su honor, prometo en la cuna de Prulla, ofrecer todos los libros que todavía conservo, un buen puñado con no poco de polvo, desde la lejana época de mis estudios, en la Ciudad Eterna, para obtener el doctorado en las ciencias bíblicas.

No creo que con ellos se salven muchos pobres de la hambruna, pero si al menos a alguien le sirve para encontrar un cachito de la vocación dominicana que en algún recoveco de la vida perdí. Preciso, que yo no encontré, para algo útil habrán servido. Me pregunto, no obstante, lo que le pasará por la cabeza, al joven estudiante, tez de ébano, del Seminario Mayor de Bamako, en Mali, cuando abra el imponente tomo, 1127 páginas de nada, de “A Hebrew and English Lexicon of the Old Testament, based on the Lexicon of William Gesenius”. As translated by Edward Robinson. Por poner un ejemplo. El ex libris, con mi nombre, Roma y una fecha: 14-X-1985. Debajo: “En consideración y respeto del P. Fueyo”. Fechado: cualquier día de éstos. En recuerdo de aquellos.

1 comment:

  1. Largo, pero muy grato, artículo evocando nuestra residencia en el noviciado y aquel nuestro Padre Maestro. Recuerdo siempre la alcoba, a la izquierda según se entraba en la sala de novicios, donde se hallaba una mioscelánea de libros...
    y mi furtiva lectura de pasajes sobre el pecado(aprovechando que no estuviera el Padre Fierro), pues me había entrado un obsesivo deseo de aspirante a santo. Casi al final del noviciado, la comunidad de padres, alarmada por mi efervescencia cristiana, decidió enviarme a un psiquiatra de Madrid (Vallejo Nájera, creo) que, afortunadamente, sólo vio en mí una neurosis obsesiva pasajera que, al dejar el hábito, se esfumó... Tras la catársis religiosa, todo conocimiento me atrajo. En mi estancia en Francia, trabajando en fábrica, hostelería y tocando el piano, vi por primera vez diccionarios con la transcripción fonética internacional (que no tenía nuestros obsoletos diccionarios en España). También a grupos de música pop (en España, conjuntos músico-vocales) y leí varios libros sobre la Occitania, como "Le trésor cathare" y "L'or de Rennes", ambos de Gérard de Séde. En este último, el protagonista era un sacerdote (Bérenguer Saunière)... de cual, el autor de "El código Da Vinci" lo pone de Conservador del Museo del Louvre y otras infatuaciones librescas "confundiendo Roma con Santiago". El problema es que, en Españ, hay mucha gente que desconoce lo que pasó en Rennes-le-Château. Incluso el que suscribe al no haber estado ahí. Mis saludos, Sergio de Cabo (alias "Panizo")

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