Saturday, March 5, 2016

JUVENTUD EN EL CLAUSTRO, por Magín Borrajo (2 de 2)

Estudiantes en Ávila, principios '60 (Imagen: Antonio Luciano López)
Después de hacer los votos religiosos en junio de 1955, me trasladaron al Monasterio de Santo Tomás, en Ávila, tierra de «santos y cantos», tierra de Santa Teresa y de San Juan de Cruz, grandes místicos. (ENLACE A PRIMERA PARTE DEL RELATO)

Viví en el Monasterio de Santo Tomás tres años, en un ambiente cerrado, aislado del mundo, dedicado a la oración y al estudio.

Las asignaturas principales eran: lógica, psicología racional, cosmología, metafísica, pedagogía, historia de la filosofía antigua y moderna.

Los profesores eran todos dominicos, tradicionales, enraizados en el tomismo y la filosofía escolástica, o “Philosophia Perennis”, sospechosos de todas las corrientes de pensamiento moderno.

Las clases eran en latín, que habíamos aprendido en los años de colegiatura o bachillerato. Se decía que una buena educación filosófica se consideraba la mejor base para una preparación teológica, necesaria para defender la fe y la iglesia católica contra el modernismo y otras corrientes de pensamiento moderno que acechaban los fundamentos del cristianismo.

Las principales corrientes del pensamiento moderno eran: el materialismo, evolucionismo, marxismo, existencialismo.

Antes de comenzar la docencia, los profesores dominicos tenían que hacer el juramento anti-modernista.
          
 Durante esos tres años en Ávila, tampoco mantuvimos contacto alguno con el mundo exterior o con personas ajenas al monasterio. Estaba prohibido salir a la ciudad, a no ser que tuviésemos que ir al médico o al dentista, y en esos casos nos acompañaba un religioso pedagogo o chaperón.

Querían protegernos de las malas influencias del ambiente laico y no confiaban en nosotros. Se permitían visitas de nuestros padres y hermanos, que sólo podían venir durante las vacaciones de Navidad o Semana Santa.

Estas visitas tenían lugar dentro del monasterio y estaba prohibido acompañarles a la ciudad. Con dificultad nos permitían regresar a la familia, solamente si había una defunción del padre o la madre.

Recuerdo circunstancias en que compañeros míos al fallecer sus padres no asistieron al funeral.

Durante estos años de formación se seguía valorando la disciplina personal, la dedicación al estudio, la espiritualidad, el espíritu de sacrificio y los deportes.

La rutina de cada día era meditar, rezar el oficio divino, estudiar y participar en los deportes.

Motivado por el espíritu de sacrificio, a veces estudiaba de rodillas y además de las horas comunes de rezo, añadía privadamente largas horas de meditación.

Las comidas eran frugales pero nos daban un vaso de vino. Para mortificarme, yo no siempre lo tomaba o le echaba agua.

Los dominicos tenían la buena costumbre de comenzar a servir la comida a los religiosos más jóvenes, siendo los superiores los últimos.

Los cocineros eran conscientes de esta costumbre y se preocupaban por que hubiese suficiente comida y que no faltase a los superiores.

Comíamos en silencio, escuchando una lectura. Se decía que teníamos que alimentar al mismo tiempo el cuerpo, la mente y el espíritu.
          
Después de esos tres años de bombardeo filosófico, sin considerar ninguna alternativa, éramos invitados a renovar de modo permanente los votos de pobreza, castidad y obediencia.

Si algunos de los compañeros dejaban el monasterio, se les consideraba débiles de carácter, fracasados y rechazados por Dios. Salían del monasterio secretamente, a horas intempestivas, sin permitirnos despedirnos de ellos.

Renové permanentemente mi voto de pobreza, obediencia y castidad convencido de que tomaba la mejor decisión de mi vida. Tenía 21 años.

Era consciente de que encontraría dificultades y peligros a lo largo del camino, pero no tenía miedo, pues me convertía en instrumento de Dios y Él era poderoso y con su gracia y ayuda, siempre triunfaría.
          
 Durante esos años de formación, se cultivaba la inteligencia y la razón pero nunca nos hablaron de la afectividad, la sexualidad humana, ni de la identidad personal.

Los sentimientos no eran importantes. Si se reconocían, teníamos que olvidarlos, sublimarlos y someterlos a la razón.

Se prohibían lo que llamaban las «amistades particulares». En aquella época no entendía el porqué. Se prohibía frecuentar la amistad con una misma persona y pasear de a dos. Si salíamos de paseo teníamos que ir mínimo tres.

Estaba completamente prohibido entrar en la habitación de nadie. Todas las dependencias del monasterio, excepto la iglesia, eran de «clausura», lo que quería decir que estaba prohibida la entrada a las mujeres.

A los seminaristas o estudiantes tampoco se nos permitía compartir la iglesia con los seglares. Rezábamos y meditábamos en el coro, donde la gente que participaba en el culto no nos veía.
          
En el verano de 1958 me trasladaron a la Facultad de Teología de los Dominicos en Alcobendas, a las afueras de Madrid. También allí estaba prohibido ir a la ciudad. Los profesores continuaban siendo sacerdotes. Durante ese año comenzamos a tener algún conferenciante seglar, como Laín Entralgo, rector de la Universidad Central, médico y filósofo; o el profesor Zubiri, famoso filósofo; Pérez Lozano y otros.

Comenzamos a tener algún cine fórum, dirigido por cineastas importantes. Continuaba el índice de libros prohibidos, pero teníamos más acceso a revistas, periódicos y televisión.

Ese año comencé a leer algunos libros de literatura. Seguía siendo obediente, estricto conmigo mismo, fiel a la enseñanza y tradición dominicana y no me atrevía a cuestionar las enseñanzas de los profesores.

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Por cortesía de Magín Borrajo, publicamos el capítulo III de su libro "BUSCANDO SER HUMANO", Palibrio, Bloomington 2014. Puedes adquirir el texto completo en Amazon 

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