Estudiantes en Ávila, principios '60 (Imagen: Antonio Luciano López) |
Después de hacer los votos religiosos en junio de 1955,
me trasladaron al Monasterio de Santo Tomás, en Ávila, tierra de «santos y
cantos», tierra de Santa Teresa y de San Juan de Cruz, grandes místicos. (ENLACE
A PRIMERA PARTE DEL RELATO)
Viví en el Monasterio de Santo Tomás tres años, en un
ambiente cerrado, aislado del mundo, dedicado a la oración y al estudio.
Las asignaturas principales eran: lógica, psicología
racional, cosmología, metafísica, pedagogía, historia de la filosofía antigua y
moderna.
Los profesores eran todos dominicos, tradicionales,
enraizados en el tomismo y la filosofía escolástica, o “Philosophia Perennis”,
sospechosos de todas las corrientes de pensamiento moderno.
Las clases eran en latín, que habíamos aprendido en los
años de colegiatura o bachillerato. Se decía que una buena educación filosófica
se consideraba la mejor base para una preparación teológica, necesaria para
defender la fe y la iglesia católica contra el modernismo y otras corrientes de
pensamiento moderno que acechaban los fundamentos del cristianismo.
Las principales corrientes del pensamiento moderno eran:
el materialismo, evolucionismo, marxismo, existencialismo.
Antes de comenzar la docencia, los profesores dominicos
tenían que hacer el juramento anti-modernista.
Durante esos tres
años en Ávila, tampoco mantuvimos contacto alguno con el mundo exterior o con
personas ajenas al monasterio. Estaba prohibido salir a la ciudad, a no ser que
tuviésemos que ir al médico o al dentista, y en esos casos nos acompañaba un
religioso pedagogo o chaperón.
Querían protegernos de las malas influencias del ambiente
laico y no confiaban en nosotros. Se permitían visitas de nuestros padres y
hermanos, que sólo podían venir durante las vacaciones de Navidad o Semana Santa.
Estas visitas tenían lugar dentro del monasterio y estaba
prohibido acompañarles a la ciudad. Con dificultad nos permitían regresar a la
familia, solamente si había una defunción del padre o la madre.
Recuerdo circunstancias en que compañeros míos al
fallecer sus padres no asistieron al funeral.
Durante estos años de formación se seguía valorando la
disciplina personal, la dedicación al estudio, la espiritualidad, el espíritu
de sacrificio y los deportes.
La rutina de cada día era meditar, rezar el oficio
divino, estudiar y participar en los deportes.
Motivado por el espíritu de sacrificio, a veces estudiaba
de rodillas y además de las horas comunes de rezo, añadía privadamente largas
horas de meditación.
Las comidas eran frugales pero nos daban un vaso de vino.
Para mortificarme, yo no siempre lo tomaba o le echaba agua.
Los dominicos tenían la buena costumbre de comenzar a
servir la comida a los religiosos más jóvenes, siendo los superiores los
últimos.
Los cocineros eran conscientes de esta costumbre y se
preocupaban por que hubiese suficiente comida y que no faltase a los
superiores.
Comíamos en silencio, escuchando una lectura. Se decía
que teníamos que alimentar al mismo tiempo el cuerpo, la mente y el espíritu.
Después de esos tres años de bombardeo filosófico, sin
considerar ninguna alternativa, éramos invitados a renovar de modo permanente
los votos de pobreza, castidad y obediencia.
Si algunos de los compañeros dejaban el monasterio, se
les consideraba débiles de carácter, fracasados y rechazados por Dios. Salían
del monasterio secretamente, a horas intempestivas, sin permitirnos despedirnos
de ellos.
Renové permanentemente mi voto de pobreza, obediencia y
castidad convencido de que tomaba la mejor decisión de mi vida. Tenía 21 años.
Era consciente de que encontraría dificultades y peligros
a lo largo del camino, pero no tenía miedo, pues me convertía en instrumento de
Dios y Él era poderoso y con su gracia y ayuda, siempre triunfaría.
Durante esos años
de formación, se cultivaba la inteligencia y la razón pero nunca nos hablaron
de la afectividad, la sexualidad humana, ni de la identidad personal.
Los sentimientos no eran importantes. Si se reconocían,
teníamos que olvidarlos, sublimarlos y someterlos a la razón.
Se prohibían lo que llamaban las «amistades
particulares». En aquella época no entendía el porqué. Se prohibía frecuentar
la amistad con una misma persona y pasear de a dos. Si salíamos de paseo
teníamos que ir mínimo tres.
Estaba completamente prohibido entrar en la habitación de
nadie. Todas las dependencias del monasterio, excepto la iglesia, eran de
«clausura», lo que quería decir que estaba prohibida la entrada a las mujeres.
A los seminaristas o estudiantes tampoco se nos permitía compartir
la iglesia con los seglares. Rezábamos y meditábamos en el coro, donde la gente
que participaba en el culto no nos veía.
En el verano de 1958 me trasladaron a la Facultad de
Teología de los Dominicos en Alcobendas, a las afueras de Madrid. También allí
estaba prohibido ir a la ciudad. Los profesores continuaban siendo sacerdotes.
Durante ese año comenzamos a tener algún conferenciante seglar, como Laín
Entralgo, rector de la Universidad Central, médico y filósofo; o el profesor
Zubiri, famoso filósofo; Pérez Lozano y otros.
Comenzamos a tener algún cine fórum, dirigido por
cineastas importantes. Continuaba el índice de libros prohibidos, pero teníamos
más acceso a revistas, periódicos y televisión.
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Por cortesía de Magín Borrajo, publicamos el capítulo III de su libro "BUSCANDO SER HUMANO", Palibrio, Bloomington 2014. Puedes adquirir el texto completo en Amazon
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