Estudiantes paseando bajo el Pabellón de Padres Jóvenes (Estudiantado) |
Cuando uno mira hacia atrás, desde la atalaya
de los sesenta, los recuerdos se edulcoran de manera proporcional al paso de
los años. Cuanto más alejadas en el tiempo, más sedosas y redondeadas se tornan
las memorias. Caramelizadas por el transcurrir de los lustros. Desde la
distancia de los decenios, apenas si quedan cicatrices de los sucesos que en su
momento tantas desazones nos produjeron. Por desaparecer, desaparecen hasta los
rasguños y arañazos de la primera juventud.
Al final, los recuerdos, de los treinta
años para atrás, quedan arropados por una neblina tornasolada, un azucarado
nirvana de imágenes en tono pastel. Lo que un amigo mío, abducido por la
exuberante luminosidad malagueña, califica, con feliz expresión, de rebaba de
la nostalgia. Yo prefiero calificarlo como el asidero evanescente de la vida,
la que se nos escurre entrelazada a la monotonía del paso de las estaciones ya
inexistentes y los sueños que jamás se cumplirán.
Sea como fuere, sea por la empalagosa
dilución de los tiempos y los espacios, o quizá porque en último término
preferimos desterrar las huellas de las heridas mal curadas y erosionar las puyas
que la vida nos inflige, lo cierto es que considero aquellos años, y así lo
afirmo rotundamente, siempre que me lo preguntan, como los mejores años de mi
vida. Al menos hasta el momento presente. Es cierto, habitábamos en una burbuja
confortable, muy levemente opresiva. Flotábamos, pompas de inconsciencia, sobre
el paso de los semestres académicos aderezados con el suave ondular del
calendario litúrgico, como si no existiera un mañana.
Aquel presente, memorable e
incandescente, desde mediada la década de los setenta, hasta que llegó a su fin
con estrépito en febrero de 1981. Aposentados en espacios etéreos, fruto de una,
con ella soñábamos, eterna juventud. Plena de ideales insobornables. Aunque a
la postre se convirtieran en ilusorios y efímeros. Una época donde confundíamos
el apasionado celo por un mundo mejor con los preceptivos ceremoniales de
exposiciones del Santísimo, la plegaria de maitines y las letanías de vísperas.
Íbamos a redimir el mundo, en su
totalidad. Desde las cercanas chabolas de Valdebebas hasta las distantes aldeas
en los arrozales del Tonkín. Todos en la misma copa salvífica, aquella extraña
mezcla de piadosos actos devocionales, acrisolados a través de los siglos, con
el cedazo liberador de todos los explotados de la Tierra, embebidos por el eco rescatador
de la Conferencia de Medellín.
Fuera del claustro, el franquismo se
derrumbaba en fácil paralelismo con la agonía del Caudillo en La Paz, apenas a
tres kilómetros de donde el P. Bienvenido Turiel, damnificado del tomismo más
rancio y espeso, sobrevivía con los apuntes de ciclostil, tan añejos como la
manivela de la máquina que los escupía. Tan desgastada como los argumentos de
las Cinco Vías del Aquinense para probar la existencia divina.
El ruido del siglo fluía a borbotones
por la magnífica vidriera azulada de la iglesia de D. Miguel Fisac. La
marabunta política se dejaba sentir, pura contradicción como la vida misma, en
la revista de Fuerza Nueva que ocupaba un lugar de honor en los estantes de
entrada de la biblioteca, y al mismo tiempo, en las ediciones de El País que,
disimuladamente, algunos padres, de los que podían ya comer huevos, por edad o
carácter, se las apañaban para requisar, antes de que llegase a la hora del
café y el Alvear. Para que, eso pensaban ellos, los estudiantes veinteañeros no
nos encamináramos por la senda de la perdición.
No era un problema de edad. Era una
cuestión de brújula y nortes, en un mundo decididamente desorientado, cuando no
confuso y caótico. Entre los estudiantes, muchos terminaron encontrando a sus primeras
novias, en algunos casos esposas, en mítines anarquistas. Mientras, otros
resolvían sus disquisiciones ideológicas haciendo cola para ofrecer sus últimos
respetos al Generalísimo, “in corpore insepulto”, en el Palacio de Oriente.
Entre los padres, había algunos que consideraban que la parusía estaba a punto
de producirse, una vez que aquel apocalipsis que se palpaba, según ellos, en
los barrios obreros del extrarradio de Madrid o en la cárcel concordataria de
Zamora, rebosante de curas rojos, estallase por las cuatro costuras. A modo de
consuelo, recurrían a las apariciones de la Virgen en El Escorial o a la
literalidad más rigurosa en la lectura del Evangelio de la Infancia.
Otros, más sensatos, o quizá más
viajados, antiguos estudiantes allende los Pirineos, resultaban ser muchos más
cautos. Teñidos por el impío laicismo gabacho, experimentado en La Saulchoir o
Friburgo, nos citaban a Marie-Dominique Chenu O.P. o Edward Cornelis
Florentius Alfonsus Schillebeeckx O.P como los nuevos campeones de la fe. Los
deberes académicos que nos asignaron no versaban sobre abstrusas disquisiciones
aristotélicas sino sobre el sentido del dolor y la culpa en el Diario de Anna
Frank.
Lo que resultaba meridianamente claro,
incluso en aquellos volátiles años yo creo que todos éramos más o menos conscientes,
era que ni el siglo, ni la orden dominicana, volverían a ser lo que habían sido
en las décadas precedentes. Es cierto que a partir de la década de los sesenta,
con el Vaticano II, se había entreabierto una rendija en el mundo eclesial. También
en los dominicos. Aunque en España, la cerrazón ideológica seguía campando a
sus anchas. Los temas tabúes, desde la propia sexualidad a la infalibilidad
papal, constituían un extenso índice, apenas recortado sobre los decenios
precedentes. Poco a poco, el mundo, nuestro mundo, tomó dos velocidades. Una
realidad vertiginosa, la del cambio político y social, apenas pasada la imaginaria
frontera de la carretera de Burgos y, la otra, “intramuros”, entró en punto
muerto, apenas soliviantada por los acelerones y frenazos de algunos profesores
más audaces.
De hecho, en el ámbito académico se
había consolidado una doble vía. Las clases en torno al tomismo más huero se
intercalaban con estupendas disertaciones sobre el marxismo, la ética
relativista o el análisis de los sueños del mismísimo Sigmund Freud. Sin
embargo, aquella dicotomía, bien palpable, hacía que, hasta los profesores más
avezados en las nuevas tendencias del siglo, les resultara complicado asumir
que se anunciaban tiempos radicalmente nuevos en los estudios bíblicos o que
comenzaran a tambalearse los pilares de la moral tradicional. Que el alboroto
en el exterior fuera en aumento, aunque tranquilizado de alguna manera con las
primeras elecciones de 1977, no hacía sino conducirnos a todos, una comunidad
tan diversa y heterogénea, a un espacio de compleja convivencia donde el bueno
de Engels hubiera hecho su agosto, perorando dialécticamente sobre la ley de la
unidad y la lucha de sus contrarios.
En el estudiantado, todavía resistían ¿cómo
no calificarlo con este vocablo? cursos de abundante cosecha, rondando la
quincena de estudiantes, con otras añadas donde el número de candidatos al
orden sacerdotal comenzaba a disminuir de manera alarmante. El nuestro que,
inicialmente se acercaba a la decena, terminó por quedarse con seis. Aunque
portábamos el nombre propio de Estudiantes y el espacio se denominara
Estudiantado, la verdad es que estudiábamos más bien poco. Valga como anécdota
que durante la hora de maitines entrábamos a escondidas en la habitación del P.
Turiel para robarle el “quorum”, las preguntas que nos iba a poner en el
examen. En media hora, alumnos aventajados y ventajistas, eso sí, preparábamos las
respuestas precisas a preguntas ininteligibles. Sobresalientes.
Tan pronto montábamos piezas de teatro,
estudiábamos cine o practicábamos con la emisora de radio como enseñábamos los
secretos del método Ogino-Knaus a las adolescentes gitanas de Hortaleza o leíamos
la cartilla de la pobreza evangélica, parábola del rico Epulón y el pobre
Lázaro, a los pudientes de La Moraleja. Por hacer, hasta hicimos una huelga. Para
celebrar que Francisco Franco Bahamonde había pasado, previsiblemente, a mejor
vida. Bien que durara no más de media hora. Hasta que el P. Regente de Estudios,
José Montero, nos conminó a entrar en la clase o coger el bus, creo que era la
línea P-28, que nos dejaría a pie enjuto en la estación de Chamartín. Camino de
nuestros pueblos y aldeas. A tiempo, todavía, de recoger las patatas en las
vegas palentinas, Pisuerga arriba.
Vivimos entre 1975 y 1980 una época montaraz
y bravía, rozando la frontera de la cordura. Sin embargo, deben de quedar claras
dos cosas: éramos fieles adictos, salvo alguna rara excepción, a todas las
devociones habidas y por haber (aunque teníamos la ventaja de que Completas se
adelantaba para ver al Madrid jugar la Champions). Y la segunda es que no había
doblez en nosotros. Era una época de candor e ingenuidad, propio de quienes
creíamos que el mundo, y el futuro, no sólo estaban en el porvenir, sino que,
además, nos pertenecía.
Mi compañero Teodoro Martín, que pasó
por aquellos mismos parajes unos años antes, comenta que “con frecuencia he pensado en el papel que desempeñaron los maestros
espirituales o de estudiantes. En alguna ocasión fui crítico, tal vez
injustamente, de su actuación. En realidad, la crítica debiera ser para
aquellos que les dieron tal responsabilidad. No les dieron preparación alguna
para desempeñar tal cargo. Nada fácil, por cierto. ¿Cómo tratar a un grupo de
hombres, más bien adolescentes con un retraso cronológico? Y, en el mismo
periodo emocional, ¿cómo impartir una dimensión espiritual con un sentido
realista? Tareas nada fáciles. Recuerdo muy vívidamente que uno de nuestros
maestros me pregunto en una ocasión, qué pensábamos los estudiantes de su
trabajo como maestro. La pregunta me pilló de sorpresa. No supe cómo
reaccionar. Fue él quien respondió: Fr. Martin, yo hago lo que puedo. ¿Qué más
se puede pedir a nadie? Recuerdo que mi hijo en una ocasión me pregunto sobre
mi papel como padre. No dude en responder: hijo, hice lo mejor que pude (I did the
best I could). Me parece la postura más humana en cualquier responsabilidad en
nuestra vida”.
Mis connovicios -llegamos muy modositos del noviciado en
verano del 74- nos encontramos con un primer Maestro de Estudiantes, el P. Claudio
García Extremeño. Un hombre recio y como dicen en Castilla, era burgalés, muy
recto y exigente. Poco o nada dado a las confidencias y siempre marcando las
distancias con sus discípulos. Era un maestro a la antigua usanza, ferviente
defensor del cumplimiento de las reglas y deberes al milímetro, entre las que ocupaban
un lugar primordial, ¡cómo no!, las devocionales.
Sus charlas, muy preparadas y estructuradas, eran, en
realidad, bajo un leve barniz espiritual, una continuación de las clases de Sacramentos
que impartía en el aula. Especializado en dogma, más específicamente en el
sacramento de la Eucaristía, el cumplimiento de toda la normativa ritual constituía,
según él, nuestra tabla de salvación, el pilar esencial para consolidar nuestro
aspirantado al orden sacerdotal. Algo sobre lo que no pocos de entre nosotros,
por comodidad o rebeldía, discrepábamos. Si alguien, por holgar o cansancio no
acudía a la plegaria matutina, otras habría al cabo del día, las semanas y los
meses que la suplieran, nos decíamos. Esto representaba, para el P. Claudio, una
pirueta en el vacío, uno de los peores y más visibles signos de que la vocación
en ciernes del estudiante dormilón comenzaba a perderse en el laberinto de la
pereza y la ociosidad.
Pese a su porte adusto, no era una persona exenta de
humor, aunque sólo lo manifestara en contadas ocasiones ("¿Si os quedáis sin vino en medio de la jungla, podríais consagrar con Coca Cola?"). En su verbalidad,
estaba dotado de una prominente mandíbula, recalcaba, como si las estuviera masticando,
las consignas con las que subrayaba nuestro destino en lo universal. Recién
llegados del noviciado, nuestro curso obedecía sin rechistar el prolijo listado
de normas y obligaciones en vigor. No obstante, los de los cursos mayores
comenzaron a buscarle las vueltas, de manera más bien frontal, con
notificaciones y advertencias de diversa índole que colocaban, no sin cierto
descaro, en el tablón de anuncios. Al
lado mismo de la nota con el horario de los rezos diarios.
En realidad, resultó ser un segundo maestro de novicios,
tras el P. Jesús Santos en Ocaña, dotado de una excelente formación académica,
para nada preparado para tratar con casi cincuenta jóvenes, en su mayoría,
desbrujulados. O quizá su mundo pertenecía ya a otra época. No pudo o no supo
buscar el equilibrio entre la rigurosidad de sus planteamientos y el
imprescindible colchón de aire libre que los tiempos en que vivíamos demandaban.
Era más partidario del palo que de la zanahoria y, aunque no recuerdo los
detalles, terminó por hacer mutis por la puerta trasera. No que no le
guardáramos aprecio y cariño en los años que siguió impartiendo su magisterio
académico.
El P. Jesús Villarroel, bastantes años más joven, era
también un excelente profesor. Habiendo estudiado en Alemania, aportó bocanadas
de aire fresco al estudiantado y percibió que los tiempos estaban moviéndose a
velocidad de vértigo. Era un hombre, leonés de la montaña, mucho más cercano,
tanto en el trato con la comunidad estudiantil como a nivel individual. Profesor
de filosofía, especializado en la fenomenología y Husserl, su maestría del
estudiantado -gestión, que se diría ahora- la llevaba a cabo sin estridencias y
no poca mano izquierda.
Sabía hacer la vista gorda en los “pecata minuta”, pero
también plantar sus reales cuando nos desmandábamos, cosa que no era
infrecuente. Aunque por aquella época ya éramos excesivamente difíciles de
controlar. Las idas y venidas a Madrid, fueran por apostolado, reuniones de
solidaridad con la clase obrera, o simplemente regodearnos con alguna película
prohibida, eran cotidianas. Imposible concentrarse en las celebraciones
eucarísticas.
Desde el punto de vista espiritual pronto se apuntó al
Movimiento Carismático, lo cual nos descolocó a no pocos. Aquello de cantar a grito
pelado las loas del Espíritu Santo en un batiburrillo de seglares, monjas y
jóvenes en busca de su propia identidad religiosa fue un extenso tema de debate,
no exento, ocasionalmente, de una cierta burla. Algunos le siguieron por esa
senda. La mayoría nos choteábamos de aquella nueva religiosidad tan bullanguera
y alejada de la austeridad que nos habían inculcado en el noviciado. De todos
modos, o quizá por todo lo que acabo de decir, Chus Villarroel nos imbuyó, y
aquel fue su principal legado, el concepto y la importancia de la
responsabilidad individual. Cada uno responde de sus actos.
En numerosas charlas en la Comunidad de Estudiantes nos
repetía, incansablemente, que no era cuestión de normas, constitución o reglas.
La salvación no estaba en la letra, sino en el espíritu de los que asumían su
compromiso personal sobre lo que la letra dictaba. Ahora se diría compromiso
personal, pero él siempre usaba el vocablo responsabilidad. No necesitábamos
policías. Cada uno asumía sus acciones. Esto que ahora puede parecer una
banalidad, acostumbrados como estábamos en el convento a vivir por y para la
regla, constituyó una novedad absoluta, tintada de un cierto carácter
revolucionario.
El tercer y último maestro que tuvimos fue un palentino,
el P. Vicente Borragán. Excelente profesor de Biblia, nosotros le admirábamos
porque contaban de él, lo que era cierto, que había pasado malos ratos y algún
que otro trauma posbélico en la Escuela Bíblica de Jerusalén, durante la Guerra
de los Seis Días, en junio de 1967. El voto de obediencia entre los religiosos
tiene sus pros y sus contras. Si al superior le funciona la intuición (o si se
prefiere la iluminación divina) acierto pleno, si no ¿cómo puede uno
convertirse de la noche a la mañana, por arte de birlibirloque, en maestro
espiritual de 50 candidatos al sacerdocio, lamiéndose las heridas de la onda
sociológica vocacional que sacudió la Meseta en la posguerra?
No estoy seguro de que el P. Borragán asumiera el cargo
de buen grado, ni siquiera creo que ese fuera el papel que le tocaba
desempeñar. Tengo la impresión de que lo suyo era la academia y que aquello le
llegó porque alguien tenía que apechugar con el oficio de Maestro de
Estudiantes en aquellos tiempos convulsos. Bingo monacal. No por ello fue un
mal Maestro. Al contrario. Fue, sin duda, el más cercano a nosotros, siempre
dispuesto a escuchar y con orientaciones y consignas basadas en el sentido
común. Tenía bien asumido que corrían tiempos revueltos y que nada volvería a
ser como había sido.
En realidad, se vio obligado a limitar los daños de
aquella montura descabalgada en que se había convertido el Estudiantado a
finales de los setenta. Algunos de mi curso prefirieron pasarse con armas y bagajes
a los nuevos movimientos espirituales tan “à la mode” entonces en Madrid:
neocatecumenales, focolares et alia.
Otros, simplemente, tiraron por el camino del medio y se calzaron las alpargatas
de la vida laica para convertirse en excelentes maestros o aguerridos
sindicalistas.
Los nuevos cursos que llegaban apenas aportaban media
docena de novicios y alguna que otra vocación tardía. Por comparación a las
nuestras que eran extra tempranas. Mi curso, nos conocíamos desde los 11 años
en Arcas Reales, conformábamos un conjunto muy diverso en los caracteres
individuales pero dotados de una cierta homogeneidad en base a los casi 15 años
de convivencia en el internado. Los que venían detrás eran completamente
dispares, una extraña mezcolanza de edades, cursos repetidos y vocaciones
intemporales.
A medida que progresábamos en los estudios teológicos, nuestros
ideales vocacionales –comoquiera que con toda la buena intención los
concebíamos- no disminuían, antes bien se hacían más robustos. Vigorosos, y,
sin embargo, se mecían en un vacío intangible que no éramos capaces de advertir.
El vacío generado por las fuerzas centrífugas de un espejismo que nos habían dibujado,
magia y fantasía, nuestras familias y nuestros profesores a lo largo de los
años. Porque no era su papel o porque, simplemente, no le tocaba, el P.
Borragán tampoco supo pinchar aquella inflación de idealismo tan exacerbado
como fatuo.
Jugaba con nosotros a baloncesto o nos recriminaba con
suavidad algunos de los disparates, lindando la desfachatez, que cometíamos.
Pero dados los tiempos y la época, ni el más avezado de los maestros de
estudiantes hubiera sido capaz de controlarnos. En cualquier caso, más allá de
la guía espiritual que con mayor o menor destreza ejercía, siempre mostró una
exquisita preocupación por nuestro futuro como personas, más allá de nuestra
vocación religiosa.
Por ello, inquieto por nuestros progresos académicos,
siempre insistía, a tiempo y a destiempo, en que teníamos que convertirnos en
traperos del tiempo. Era nuestro deber, afirmaba, no desperdiciar ni un solo
instante de nuestras vidas. Este énfasis, en el aprovechamiento de las horas,
resulta un poco esotérico cuando se tienen veintitrés años. Pero puedo asegurar
que, aunque apenas recuerdo alguno de los principios metafísicos de la lógica,
lo de traperos del tiempo me ha perseguido, para bien, allí dondequiera que he
vivido, estudiado y trabajado. Que no fuéramos agradecidos en aquel momento no
quiere decir que no lo fuéramos más tarde. Nos disculpa el que estuviéramos
disfrutando los mejores años de nuestras vidas. El tiempo era, precisamente,
una de nuestras preocupaciones más ínfimas.
Me dice mi compañero Teodoro Martín que “quiero enviar una nota de sincero agradecimiento
a nuestros maestros de estudiantes, la mayoría aún están entre nosotros, por su
labor. Gracias porque desempeñasteis vuestra responsabilidad lo mejor que
sabíais”. Yo me sumo a la misma nota de agradecimiento. Fueran el P.
Claudio, el P. Chus o el P. Borragán, se vieron superados por los
acontecimientos, no que ellos fueran culpables de verse desbordados por los
tiempos en que les correspondió ejercer su magisterio.
Los japoneses, tan dados a venerar la enseñanza de los
maestros espirituales (sensei) afirman que, si tras muchos años te acuerdas de
una sola frase del tuyo, esa será la mejor señal de que destacaron por su
excelencia. Aunque los frutos no los recogieran como ellos creían que iban a
recogerlos. En forma de osados misioneros, santos varones o predicadores excelsos.
Por lo que a mí concierne, me acuerdo de, al menos, tres
frases. En lo que respecta al P. Claudio, imposible olvidarse la intensidad que
ponía para explicarnos la sinrazón de la transustanciación. La importancia que
atribuía al sujeto, al verbo y al predicado en las palabras de la Última Cena: “Essssssste
es mi cueeeeeeeeerpo”. Y en ello le iba la vida, fé ciega de que estaba
forjando misioneros indómitos.
“Asumid vuestra propia responsabilidad, nadie es responsable
de vuestros actos. Sólo vosotros. Seréis verdaderos hombres si vuestra
responsabilidad, y no la letra de las normas, es la que guía vuestras vidas”,
nos aseguraba el P. Chus, creyendo firmemente que así nos convertiríamos en canes
guardianes de la ortodoxia.
“Aprovechad cada minuto de vuestra vida, sed traperos de
vuestro propio tiempo. No perdáis un minuto en aquello que no sea esencial”,
repetía una y otra vez el P. Borragán, a la espera de que nuestra predicación
no tuviera nada que envidiar a la de N.P Santo Domingo en tierras albigenses
Al final, no hemos terminado siendo ni misioneros, ni
predicadores, ni guardianes de la fe. Al menos más de la mitad, no. Esto podría
interpretarse que como maestros espirituales no cosecharon demasiado éxito. Sin
embargo, no se puede negar que lo tuvieron como maestros para la vida. Y eso ya
es mucho. Estoy plenamente convencido de que “They did the best they could”
(hicieron lo mejor que pudieron).