Corpus Cristi, 31 may 1959 (Cortesía Antonio López) |
El
curso académico 1954/1955 en Arcas Reales fue decisivo. [Enlace a su paso por Arcas] No fue pacífico pero sí
interesante y fructífero en experiencias. El ambiente era arquitectónicamente
muy bello y conveniente para albergar a jóvenes in- quietos y llenos de ilusión
ante la vida. La disciplina, en cambio, era poco o nada pedagógica. Como he
dicho antes, había profesores que crearon un ambiente de coacción moral y
física lo cual no contribuía a la maduración de mi proyecto de vida. A pesar de
todo salí adelante resolviendo solo mis problemas personales y no dudé en pedir
el ingreso en el histórico convento-noviciado de Ocaña en la provincia de
Toledo. Allí fuimos un grupo de jóvenes ilusionados, pero con cautelas. El año
de noviciado iba a ser un año de prueba viviendo en una comunidad de frailes
dominicos con vistas a seguir adelante o dar marcha atrás después de conocer el
terreno "in situ".
Aquel
verano, en lugar de ir de vacaciones a casa de nuestros padres, fuimos a La
Mejorada [Enlace de su etapa en La Mejorada] a disfrutar durante un par de semanas del ambiente agradable que allí
se respiraba con el río Adaja, la piscina, los pinares y el ambiente natural
reinante al margen de los convencionalismos ciudadanos. Pero el viaje desde
Arcas Reales a La Mejorada pudo haber cambiado nuestra historia personal. Yo,
consciente de mis limitaciones de salud, hice el viaje en un coche de casa,
pero el resto de mis compañeros optaron por hacerlo deportivamente a pie
alternando la carretera polvorienta con la travesía de pinares y atajos.
Durante la travesía se desencadenó una tormenta impresionante de truenos, agua
y pedrisco y pudo ocurrir lo peor. Afortunadamente llegaron todos sanos y
salvos a La Mejorada pero no se habló nunca más de la imprudencia por todos
cometida en este arriesgado viaje. Pero olvidemos este incidente y sigamos
adelante.
A
pesar de las tensiones surgidas en Arcas Reales, una vez finalizado el curso
académico obtuvimos el visto bueno para dirigirnos a Ocaña y pedir formalmente
el ingreso en la Orden de Santo Domingo. La llegada fue cualquier cosa menos
agradable. Llegamos en dos grupos separados el mismo día, pero a distinta hora.
El grupo más numeroso llegó primero y el resto llegamos en tren más tarde. Era
el mes de agosto de un verano seco y castigador. No recuerdo si alguien salió a
recibirnos a la estación del tren al llegar a Ocaña. De lo que sí recuerdo es
que tuvimos que caminar buen trecho por un camino polvoriento en plena hora de
calor, respirando el tamo de las eras, en plena época de trilla, para acceder
al convento de Sto. Domingo.
Llegados
por fin a nuestro destino, no entramos por la puerta principal sino por la
trasera que daba al jardín donde nos esperaban los otros compañeros. Uno de
ellos me dio la bienvenida con estas palabras: "Niceto, esto significa una
ilusión menos". El recibimiento no fue el adecuado para un grupo de
jóvenes que buscábamos despejar el horizonte de nuestra vida de una manera
noble y esperanzada. Nos mirábamos unos a otros como si nos hubiéramos
equivocado.
De
hecho, alguno comentó con humor: ¿Nos volvemos a casa? Al cabo de unos quince
minutos aproximadamente apareció el denominado Maestro de novicios el cual, sin
saludarnos ni presentarse, nos urgió a que le siguiéramos por un corredor oscuro
hasta la puerta del comedor. Al llegar allí tuvimos la sensación de que
habíamos encontrado un refrescante oasis en medio del desierto y algunos se
apresuraron a arrebatar los botijos manchegos repletos de agua fresca que
aparecieron a nuestra vista.
Pero
el misterioso Maestro hizo un gesto de aparente disgusto y nos pidió que nos
abstuviéramos de beber agua. Grande fue nuestro estupor, pero pronto se despejó
el enigma. Dio media vuelta y en menos de lo que canta un gallo volvió
sonriente y feliz, dispuesto servirnos él mismo con unas jarras repletas de
leche fresca para agasajarnos. Era la sorpresa que nos tenía reservada para
refrescar nuestros cuerpos fatigados por el calor. Con el tiempo fuimos
constatando que tenía formas muy originales de hacernos la vida grata y
llevadera. Esta anécdota no fue más que el comienzo.
Para presentarnos en el
convento había llegado un fraile joven de Arcas Reales, el P. Felipe Pérez, por
el que todos sentíamos profundo respeto y admiración por su forma de ser y el
buen recuerdo que teníamos de sus clases de griego y ciencias naturales. Cuando
se despidió de nosotros yo me sentí como perdido en una comunidad de frailes de
edad muy avanzada y un Maestro de novicios que me desconcertaba. Pero no era cuestión
de tirar la toalla por estas primeras impresiones. Yo había intuido que la
Orden de Predicadores era una institución muy seria en la que se ofrecía un
futuro de vida noble y había que seguir superando obstáculos e impresiones
pasajeras para no errar.
A
medida que fueron pasando las horas y los días nuestras primeras impresiones
desagradables mejoraban sensiblemente y cada cual iba sacando sus conclusiones
como yo las mías. ¿Dar marcha atrás? De momento, no. Había que quemar todos los
cartuchos conociendo todas las posibilidades de futuro que se ofrecían en la
Orden de Predicadores. Aquellos jóvenes estudiantes de teología que yo había
conocido en Ávila eran gente muy inteligente y tuve la impresión de que eran
también felices preparándose para convertirse en buenos profesores,
predicadores y misioneros, incluso en tierras lejanas, respaldados por siglos
de historia y vidas ejemplares.
En las vacaciones de verano yo había leído con
verdadero gozo artículos de misioneros dominicos en Extremo Oriente en la
revista Misiones Dominicanas que posteriormente se llamó Ultramar. Y lo que allí
se leía no eran relatos novelados sino historias de la vida real de unos
hombres que habían pasado por los mismos trámites que yo estaba iniciando. Por
otra parte, a medida que pasaban los días se creó en el noviciado un clima de
buen humor y buena convivencia que ayudaba mucho a olvidar los fallos
pedagógicos y aspectos menos agradables de la vida diaria. Por ello me resulta
particularmente grato recordar algunos aspectos positivos durante aquel año de
prueba o noviciado en el convento de Santo Domingo de Ocaña.
La
figura clave era la persona del oficialmente conocido como el Maestro de
Novicios. Se llamaba Ricardo Rodrigo. Era un hombre de 68 años de edad,
intelectualmente nada brillante tirando a corto, pero con mucho sentido común y
bueno de corazón. Además, causaba la impresión de ser un fraile feliz y se
sentía orgulloso de nosotros. Una vez puesta en marcha la vida normal del
noviciado le pedí una entrevista para darle a conocer mi estado de ánimo y
hacerle algunas preguntas relativas a la nueva vida que trataba de abrazar. Me
escuchó estoicamente sin pestañear, pero no respondió a nada de lo que le
pregunté. El escucharme con atención lo interpreté como un gesto de profundo
respeto personal. Pero el silencio por respuesta me causó la impresión de que
aquel hombre no estaba intelectualmente preparado para guiar a un grupo de
jóvenes como el que le habían encomendado.
En
consecuencia, no volví a hablar más con él para informarle de mis
preocupaciones y problemas personales. Me pareció que no estaba a la altura de
los problemas que se nos planteaban a unos jóvenes despiertos e inquietos en la
plenitud juvenil. Pero tampoco ponía él obstáculos para que cada cual
consultara o se asesorara con cualquiera otro fraile de la comunidad, lo cual
era muy de agradecer. En este ambiente de respetuosa libertad un buen día
expuse una serie de cuestiones a un veterano misionero de China, que vivía en
la comunidad y quedé gratamente sorprendido.
Después
de escucharme con gran atención e interés me dijo que mis planteamientos sobre
las normas religiosas vigentes y su cumplimiento eran totalmente correctos,
añadiendo unas matizaciones que me invitaban a ser realista en la vida sin
dejarme llevar por los idealismos. Para corroborar su consejo me propuso unos
ejemplos prácticos tomados de su larga experiencia de vida religiosa. Este
hombre se llamaba Félix Calle y siempre he recordado con agradecimiento el
mensaje clarificador que me dejó en el curso de aquella entrevista.
A
pesar de las deficiencias pedagógicas que por aquellas calendas estaban en
vigor en la casa de noviciado, el balance final fue positivo y no dudé en
comprometerme formalmente con la Orden Dominicana por dos años, siguiendo la
normativa canónica en vigor, antes de hacer la opción de vida de una forma
definitiva. Durante aquel año conocí más a fondo la entraña de la Orden de
Predicadores como proyecto de vida y las imperfecciones y debilidades de las
personas me parecían meras anécdotas para contar.
Ese
proyecto de vida estaba sabiamente diseñado en las Constituciones que yo leía y
escudriñaba con placer en lengua latina sin olvidar el testimonio histórico de
hombres y mujeres pertenecientes a la Orden Dominicana que a lo largo de la
historia contribuyeron a lo mejor y más noble de cuanto existe en la
civilización occidental. Domingo de Guzmán, Alberto Magno, Tomás de Aquino y
una legión de misioneros y mártires que por amor dejaron el pellejo predicando
el Evangelio de Cristo era todo un patrimonio de humanidad que estaba en mis
manos y valía la pena hacer cualquier sacrificio para no perderlo. Esto es lo
positivo y decisivo que quedó en mí de aquel año experimental en Ocaña quedando
todo lo demás reducido al capítulo de las anécdotas, graciosas unas y prosaicas
otras.
El
balance positivo de esta etapa de mi vida está vertebrado por algunos
descubrimientos importantes. Por ejemplo, el descubrimiento de la sabiduría de
la naturaleza en contacto directo con ella. Aquella zona geográfica de la
sierra de Gredos fue para mí una escuela de sabiduría sin darme cuenta de ello.
El contraste de las estaciones, el murmullo de los arroyos, la siembra, cultivo
y recolección de los productos básicos de la tierra para sobrevivir, las
montañas y los valles, los lobos y las ovejas, los mugidos de las vacas, el
canto y los graznidos de toda suerte de pájaros y aves silvestres constituyeron
una fuente permanente de sabiduría pegada a la realidad.
Sin
olvidar el espectáculo de las nevadas y de las tormentas, o de los incendios
que asolaban los cerros sin piedad. La naturaleza invitaba lo mismo a la
esperanza que a la desilusión. El tiempo favorable para los pastos y las buenas
cosechas invitaba a la esperanza. Pero las tormentas con truenos, rayos y
pedrisco infundían miedo y desconsuelo. En medio de esos contrastes de la
naturaleza aprendí a meditar sobre la vida y la muerte, a razonar y comprender
la realidad, todo lo cual me ayudó a buscar el sentido último de la vida en los
supremos valores de la trascendencia más allá de horizontes meramente
terrenales y efímeros.
El
contacto directo con la naturaleza en aquella zona montañosa de la sierra de
Gredos, bajo la amorosa tutela familiar, y el apoyo de la Iglesia como
referente de la trascendencia me curtió con un baño permanente de realidad. Por
eso tal vez yo necesitaba salir de aquel recinto estrecho en busca de esa parte
de realidad que echaba de menos. Mis padres hicieron un sacrificio generoso
para satisfacer mis nobles aspiraciones y me ofrecieron la oportunidad de
probar ventura en la Orden de Predicado- res fundada por Santo Domingo de
Guzmán en el siglo XIII.
Durante
los años de estudiante en los colegios descubrí el valor de la persona humana
amenazada por sistemas educativos en masa y despersonalizados. Por otra parte,
el ambiente político y social de la época no favorecía el tipo de educación que
yo necesitaba y buscaba. Con el paso del tiempo he comprendido que aquellos
profesores y educadores eran también ellos víctimas del contexto sociocultural
del momento. Por ello nunca he dudado de su buena voluntad ni he tenido que hacer
mucho esfuerzo para entender y disculpar sus limitaciones pedagógicas. Descubrí
también a la Orden de Predicadores como el nuevo hogar en el que se iban a
realizar mis mejores sueños. A la edad de setenta y siete años me siento feliz
de haber escalado lo más importante de la cuesta de mi vida como miembro vivo
de la Orden de Predicadores al servicio incondicional de quienes han requerido
de mí orientación en la búsqueda del sentido de la vida, o simplemente alivio y
consuelo para vivir con un mínimo de felicidad y dignidad personal en este
mundo.
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* Por cortesía del autor, adelantamos el capítulo 2 de "Así fue mi vida", editado para este blog en tres partes. ASÍ FUE MI VIDA. Recuerdos y pensamientos. Tomo I. Niceto Blázquez, O.P. © 2015 Editorial: Liber Factory.