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P. Pablo Sánchez-Fuentes Pérez 1936-2015 (Imagen: El Norte de Castilla) |
Los primeros días, recién llegados a las
Arcas Reales en primero de bachillerato, principios del otoño, se tornaban en
una exploración continua de clases, pasillos, patios y campos de deporte. Hasta
toparnos con la frontera infranqueable del pinar de Antequera, en el fondo sur del Pabellón
de Menores. Incluso aunque ya hubiéramos pasado allí unos días en agosto,
durante el cursillo, el comienzo del curso era algo completamente diferente. Se
acabaron los juegos que duraban casi toda la jornada. Ahora, nada más dejar la
maleta de cartón en el dormitorio corrido, se repartían los libros de texto y,
con once años, nos enfrentábamos a un mundo completamente desconocido, tan
diferente del de los ocres páramos castellanos o los empinados prados
asturianos. Exultantes por haber sido admitidos, expectantes por lo que nos
deparaba el futuro inmediato y ojo avizor para reconocer donde estaban marcados
los confines que podíamos habitar.
Naturalmente, la inspección se extendía
rápidamente a los dimes y diretes que los alumnos de los cursos mayores nos
iban transmitiendo a los recién aterrizados, finales de septiembre de 1967.
Rápidamente clasificábamos a los profesores en dos categorías separadas y
estancas. A unos como huesos duros de roer, mayormente antipáticos, de sopapo fácil y tendentes a no calificar más allá del suficiente raspado. Otros,
según decían, eran cercanos y amables con los alumnos, propensos a puntuar por
arriba en las notas de los exámenes. En
conversaciones más susurradas nos iban llegando los motes, transmitidos de
curso en curso. De esta manera se establecía un ágil, aunque no siempre veraz, encasillado
de todos aquellos que -más pronto o más tarde- iban a entrar en contacto con
nosotros en las aulas. Los profesores iban cambiando a medida que se avanzaba
en el currículo académico, así que si aguantabas los cuatro años en Arcas
Reales se terminaba por tener de profesor, antes o después, a casi todos los
buenos padres.
Como el P. Pablo no impartía la docencia ni en
primero ni segundo, el contacto con él fue mínimo durante los dos primeros cursos.
Aunque a las pocas semanas ya todos sabíamos que aquel padre joven, apenas
debía rondar la treintena en aquella época, enhiesto y huesudo, de rostro
anguloso, que caminaba siempre tan envarado, con el hábito impecable e
inmaculado, hacía honor a su apodo, el P. Chopo. Los apodos, que algunas veces
reflejaban la ironía, a veces cierta inquina de los alumnos contra algunos
profesores, era, en este caso, meramente descriptivo. Ciertamente no era de los
más simpáticos y cercanos, antes bien era riguroso, al decir de los mayores, en
las clases de matemáticas que impartía a partir de tercero, marcadamente austero
en el trato y buen guardián de las distancias.
Algo que pudimos comprobar durante las
semanas previas a la fiesta de Santo Tomás, cuando nos hacía repetir las tablas
de gimnasia, una y otra vez, con las que dejaríamos boquiabiertos a nuestros
padres. Así que los dos primeros años, mi contacto con él fue lejano y puntual
y, creo recordar, imbuido de un más que notable temor. Que los interminables
ensayos de las tablas de gimnasia se practicaran bajo la mirada atenta, en
aquellos años grises e inanes del franquismo, de un uniformado y bigotudo coronel
del destacamento aéreo de Villanubla, no ayudaban que el P. Chopo, quiero decir
el P. Pablo, fuera incluido por los alumnos en el grupo de los padres bonachones,
aquellos con los que se podía bromear tirándoles del escapulario del hábito por
detrás o sonsacarles, a la hora del recreo, narraciones sobre misteriosas
aventuras misioneras en el lejano Tonkín.
A partir de tercero de bachillerato, el
temor se acrecentó hasta convertirse en lo más parecido al pánico, cuando me
tocó como profesor de matemáticas. Esto no hubiera tenido mayor importancia.
Había profesores tan estrictos o más que él. Sin embargo, en mi caso, el
problema se tornó en grave, dada mi problemática, por no decir traumática,
relación con los números. En primero y segundo sobreviví, supongo que gracias a
la bondad inconmensurable del P. Regino y a que mal que bien las operaciones de
álgebra era capaz de sacarlas para adelante con los modestos conocimientos
adquiridos de mi admirado maestrescuela de la aldea, Don Tino.
Todo esto cambió en tercero. Para
empezar el libro era un trabalenguas absolutamente incomprensible para mis
limitadas capacidades lógicas sobre “Inecuaciones lineales con dos incógnitas”
o “Correspondencia y relación binaria”. Para más inri, en el prólogo, el equipo
editorial de Luis Vives afirmaba que “aunque no tengas afición a las
matemáticas, te diremos que también las entenderás con poco esfuerzo: hemos
procurado evitarte las dificultades y hacerte agradable la asignatura”. No fue
cierto. Lo pasé fatal. Rematadamente mal.
Otra cosa es que terminara sacando un
sobresaliente. Hecho prodigioso en mi historial académico, jamás repetido
después, y que sólo fue atribuible a los méritos pedagógicos del P. Pablo.
Supongo que algo puse de mi parte, pero si no llega a ser por su infinita
paciencia y experimentada didáctica, es muy posible que tercero se hubiera
convertido en mi particular Waterloo. Derrotado por los conjuntos y los cosenos.
Excelencia académica o no, lo cierto es que el temor, ahora convertido en
pavor, ante la presencia mucho más cercana del P. Pablo en las aulas, tres o
cuatro días a la semana, no desapareció. Antes bien, se incrementó al año
siguiente, en cuarto.
Esta vez la culpa no fue de las
matemáticas, sino de la clase de Educación Física. Larguirucho y desgarbado,
carente de la mínima musculatura, nunca fui sobresaliente en ninguna actividad
deportiva. Incluso aunque no estaba en la parte baja de la tabla por lo que
concernía a la actividad deportiva y pese a que en los deportes por equipos, gracias
a mi altura, llegué a destacar algo, no mucho, en baloncesto. Aunque esto era
una minucia para el obstáculo insuperable, un hándicap irresoluble, incluso más
complicado que lo del producto cartesiano de dos conjuntos matemáticos: la
gimnasia con aparatos. Especialmente con el potro –genuina tortura- o el
plinton. Duro
de cerviz como yo era, incapaz de doblar el cuello, menos aún la columna
vertebral, el terminó por catearme en cuarto. Aquello fue un drama familiar
y, sobre todo personal. Que te llegaran las notas del internado al pueblo,
cuando la Rosa, la cartera, te encontraba mientras dabas vueltas a la trilla con las vacas,
abrieras el sobre con ansia, sabiendo que ibas a tener unas notas excelentes y
observaras la mácula insuperable de la Educación Física en la parte inferior
del boletín, un ominoso 4, se transformó, ipso
facto, en una llorera imparable ante la que la oronda cartera se quedó de
piedra.
Mis padres recurrieron a nuestro buen
vecino y paisano el P. Félix Salvador. Con sus buenos oficios convenció al P.
Pablo de que me aprobara. Aunque fuera duro de cogote, lo importante – P. Félix
dixit- eran los sobresalientes en Lengua Española, Inglés, incluso en Religión.
Después de todo, en las misiones, los futuros paganos a los que íbamos a
convertir los actuales aspirantes a misioneros dominicos, lo lograríamos porque
les convenceríamos por nuestra persuasión y recto proceder. Nada que ver con
ser capaces de dar tres volteretas seguidas en la colchoneta o hacer el cristo
en las anillas. Al poco tiempo llegó una carta manuscrita del P. Felipe Pérez,
tutor de cuarto, afirmando que todo se había debido a un error tipográfico. Era
mi último año en Arcas. En cualquier caso, todo sea dicho, aquel fue de los
pocos malos recuerdos que guardo del internado, posiblemente el peor. Quedó
grabado a sangre y fuego en mi memoria y en la carta amarillenta por el tiempo
que todavía conservo.
Pasaron los años. Exactamente cuarenta.
Volví a contactar con el P. Pablo para que me dejara el listado de alumnos de
aquel infausto año donde rocé la tragedia académica por un quítame aquí un
salto. Tantos años y tantos alumnos después, para nada recordaba la
misericordiosa intervención del P. Calabaza y mucho menos la carta. Se echó a reír
cuando se la enseñé. Conversamos largo y tendido en su celda, cómo no,
impecablemente ordenada e impoluta. Ya estaba retirado. Aunque en el aspecto
físico exterior no había cambiado tanto como los años daban a entender, estaba
claro que la enfermedad, que tan digna y temperadamente soportaba, comenzaba a
cobrarse su peaje. Lo que más me sorprendió, sin duda ninguna, era la pasión –digo
bien, pasión- que seguía mostrando, tras tantos años y alejado ya del circuito
escolar, por la enseñanza y por el colegio.
Conversando con él sobre la enseñanza particular
de las matemáticas, la conversación fácilmente derivó a lo que significaba para
él la enseñanza en general, fueran las matemáticas, la lengua y, ¿por qué no? la
educación física: responsabilidad y compromiso, a partes iguales, por parte del
profesor y del alumno. Y más, si cabe, por parte del primero, para formar a los
adolescentes en el deber y la ética. Si estaba teñida de elementos religiosos,
tanto mejor, pero no obligatoriamente. Su obsesión, tiene un libro al respecto,
es, era, que los jóvenes no se acomodaran. ¡Que fueran rebeldes!
Durante aquellas dos horas,
escuchándolo, me sentí de nuevo el alumno de tantos decenios atrás. Incluso se
me pasó por la cabeza que de un momento a otro me explicaría como hacer el pino
contra la pared de la exigua celda, puesto que para las matemáticas estaba claramente
desahuciado. Pese a los años transcurridos, seguía mostrando un aprecio y un
cariño inconmensurable por la labor pedagógica y un afecto inefable, dotado de
una excelente memoria, por decenas de alumnos que, agradecidos, habían vuelto a
visitarlo, convertidos en hombres de provecho. No, no me pidió que hiciera
cabriolas en el terrazo, aunque le faltó tiempo, con más que legítimo orgullo,
para mostrarme los libros de matemáticas de los que era autor y que había
editado de manera más o menos artesanal. Sin embargo, con diferencia, de lo que
se sentía más satisfecho era de su tomo sobre didáctica y pedagogía en el
deporte: Polimaion. Además, gran aficionado a la fotografía, disponía de una
excelente colección de las actividades deportivas de centenares de internos a
lo largo de una decena de lustros. Otros tantos álbumes fotográficos perfectamente
anotados y encuadernados por cursos, disciplinas o festivales atléticos. Una inestimable
memoria gráfica del internado a lo largo de los más de cincuenta años que vivió
en Arcas Reales.
Es difícil enumerar cuánto bien hizo por
el colegio, fue director en varios períodos, aparte de profesor. De lo que no
cabe duda es que fue un precursor en la promoción e impulso de la cultura
deportiva, no por sí misma, sino como herramienta para que sus alumnos se
superaran, se fijaran metas, se imbuyeran de la cultura del esfuerzo, mediante
el entrenamiento y la preparación, y de esta manera alcanzar metas en la vida.
Las deportivas, claro, pero más que nada, convertirse en adultos consecuentes y
coherentes, dotados de un profundo sentido ético de la vida, respetando siempre
a los demás. Tal y como se hace en el deporte que tanto promovió.
No creo exagerar para nada –ahora rodeados
de mercantilismo deportivo y transmisiones atléticas a todas horas nos puede
parecer algo banal- al afirmar que fue un auténtico pionero en la enseñanza
deportiva. En aquella época algo absolutamente novedoso, más aún en un
internado religioso, algo por lo que tantos alumnos le estaremos por siempre
agradecidos. Aunque algunos sufriéramos por ello. Todo lo que hizo, desde
principios de los sesenta, por introducir el deporte en la vida académica es,
desde mi punto de vista, el mejor legado que dejó en Arcas Reales y en aquellos
que pasamos por el internado. La enseñanza quedó ahí. Está presente en los que
tuvimos la suerte de ser sus alumnos. No sólo en aquellas modalidades más comunes
como el fútbol, sino con otra serie de disciplinas más novedosas, especialmente
el atletismo. ¿En qué colegio español se enseñaba a lanzar el martillo en 1964?
Hasta nuestros padres se asustaban de vernos entrenar con aquellos artilugios.
Pese a la edad estaba dotado de una gran
curiosidad por todo aquello que le pudiera servir para seguir gestionando sus
escritos, sus fotos, sus propuestas pedagógicas. Tenía, raro para frailes de su
edad, incluso entre otros más jóvenes, un interesante blog en Wordpress, ya
desde 2007, donde iba vertiendo los comentarios y pensamientos más diversos.
Una buena parte, claro está relacionado con asuntos de pedagogía académica,
dominicanismo y enseñanza religiosa. Recuerdo que en ese reencuentro le enseñé mi
iPad, la primera versión que acaba de salir en España, para explicarle cómo
gestionar fotografías. No paró de preguntarme cómo funcionaba y si le serviría
para guardar fotos. Al poco me envió un correo diciendo que le habían regalado
uno y que era una maravilla.
Unos meses después, con la paciencia que
le era inherente, se había molestado en escanear, y poseía centenares, su
extraordinaria colección de fotos. Se la ofreció a todos los alumnos que
quisieran pedirle el DVD. Muchos nos volvimos a reencontrar, más calvos, más
gordos, más canosos, pero más felices, en aquellas imágenes, en blanco y negro,
de cincuenta años atrás. Sin hacer distinciones de ninguna clase, decenas de
nosotros somos testigos, cualesquiera fueran las sendas por las que la vida nos
había llevado, siempre acogió con cariño y excelente memoria a todo el que se
presentaba por la portería. Avisando o sin avisar, poco importaba. Si habías
sido alumno, tenías las puertas abiertas. Aunque hubieran pasado decenios y a
muchos las canas y las arrugas nos hacían difícilmente reconocibles. Asistió,
con el mismo entusiasmo que los propios interesados, a la primera reunión de
los alumnos del curso del 67, la reunión inaugural propiciada por el listado de
matemáticas de tercero que él mismo nos pasó. Habló con todo el mundo,
recordando los viejos tiempos. Hablando de su familia en Alemania, de sus
predicaciones en el Cristo de Arenas de San Pedro, de las montañas nevadas en
la Sierra de Gredos, de las tablas de gimnasia de antaño. Y de matemáticas,
claro.
Por ello no me he quedado sorprendido,
en lo más mínimo, de los numerosos elogios que tras su fallecimiento han puesto
sus ex alumnos en el muro de Facebook. Me quedo y asumo la idea que transpiran
muchos de ellos: gran maestro, justo y ecuánime. Enseñó a generaciones de
alumnos, con rigurosidad y sin aspavientos, a que le imitáramos y fuéramos
personas justas, honradas y responsables. Cabales, aunque no supiéramos hacer
piruetas en el plinton o las matemáticas nos trajeran por la calle de la
amargura.
Querido P. Chopo, que la tierra te sea
leve. Por todo lo que hiciste por nosotros. Mejor, por todo lo que nos
enseñaste. Pero sobre todo, porque Él es la resurrección y la vida; el que
cree en Él, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en Él, vivirá para
siempre. (Juan 11, 25)