Monday, January 6, 2014

El padre Calabaza (1 de 2)

Desde que era monaguillo en la aldea, más o menos cuando comencé a tener uso de razón, recuerdo al padre Calabaza. Era el mayor de tres hermanos, los tres frailes dominicos, hijos de Honorato, panadero de profesión. El mayor, el padre Agapio, aparecía por el pueblo muy raramente. Algo que no era de extrañar puesto que toda la vida fue misionero en las Filipinas, profesor en la afamada Universidad Santo Tomás de Manila. De los tres era el más chaparro, teniendo fama de jocoso y dicharachero, incluso entre el vecindario, quien por lo demás tenía un respeto extremo por los tres hermanos. Cuando cada media docena de años llegaba en las vacaciones de verano, tenía la costumbre, el hábito blanco en aquella época siempre lo llevaba puesto, de ponerse una boina, lo que a mí me resultaba chocante y hasta cómico, no sólo por el contraste de la inmaculada vestimenta dominicana con la redondeada boina, en su vertiente pamplonica, negra como el carbón, con borlita en el centro, sino porque yo siempre, de manera unívoca, la había identificado con la indumentaria de mi abuelo o los de su quinta, no con un docto profesor en una universidad de Extremo Oriente.

El segundo, en edad, aunque mucho más fortachón que los otros dos, algo cargado de espaldas, era el padre Emiliano, un hombre relativamente adusto, aunque la bonhomía no le había sido extirpada del todo por una formación académica exquisita. Así que si se le presentaba la ocasión no evitaba las conversaciones con los vecinos, sobre todo cuando salía de celebrar, invariablemente a las diez de la mañana, la santa misa, sobre asuntos que para él debían de resultar banales: “¿Qué tal el centeno del monte, Lides?”, inquiría de mi abuelo. Nada que ver con el canon 1.141 sobre los diversos aspectos de disolución del matrimonio rato y no consumado.  Porque además de profesor en la Universidad Santo Tomás, popularmente conocida como el Angélico, en Roma, era también consultor en asuntos de derecho canónico en el Vaticano. Este particular le otorgaba un aura especial de misterio, teñido de un cierto exotismo. Que a mediados de los sesenta alguien de un sitio tan remoto de Castilla, donde la autoridad más ínclita era el obispo, cuando de Pascuas a Ramos aparecía para la visita pastoral, estuviera implicado –nadie sabía con certeza lo que significaba ser un consultor en derecho canónico- con las altas autoridades eclesiales, era un signo de excelencia y distinción extrema. Incluso para el párroco, Don Ovidio, más versado en los intríngulis eclesiales aquello le resultaba misterioso y trataba al padre Emiliano como si portara el capelo cardenalicio. Cuando bajaba del autobús de línea siempre lo hacía con una cartera de cuero negra con cremallera plateada. Allí, sospechábamos los chiguitos, portaba los secretos más recónditos de la Curia. Hasta los remotos páramos de Castilla la Vieja.

Finalmente estaba el padre Félix, como todos le conocían en el pueblo, quien solía decir la misa algo más pronto, a eso de las nueve de la mañana. Así que cuando los tres coincidían en el pueblo, a los que cada tres años se sumaba un cuarto dominico, el padre Ceferino, misionero en Japón, más el párroco, el repique de las primeras, segundas y terceras duraba toda la mañana. Creando no poco desconcierto entre las feligresas sobre si tocaban para la misa de uno o del otro. El P. Félix, el más joven de los tres hermanos, era también el más bajo y, ciertamente, el más campechano de ellos. Siempre entablaba conversación con el señor Honorino, el molinero, a la puerta de la iglesia, a veces con el señor Sulpicio, y hasta que se murió con el señor Isidoro, el cartero que hacía las veces de sacristán y respondía en latinajos a los misereres que entonaba al final de la santa misa por los difuntos que el año precedente habían pasado, previsiblemente, a mejor vida.  

El padre Félix, nada más llegar de vacaciones, a principios de julio, hacia su particular visita pastoral a las familias de los alumnos internos en las Arcas Reales. En realidad sólo hablaba con las madres, los hombres estaban ocupados en la siega o simplemente se descargaban de esa responsabilidad. Durante los sesenta, todos los años había no menos de cinco muchachos -algún curso llegaron a coincidir una decena- de la aldea internos en el colegio de los dominicos. Así que se pasaba todo su primer día de vacaciones de progenitora inquieta a progenitora preocupada por el devenir de sus vástagos. A los que seguían para darles ánimos, que continuaran con sus esfuerzos económicos para pagar la pensión (unas 580 pesetas al mes), aunque la cosecha de trigo no hubiera sido del todo buena, o una peste se hubiera llevado todo el gallinero por delante. “Señora Judit, no se preocupe, que al chico le hayan suspendido en Educación Física no es el fin del mundo, lo importante es que haya sacado buenas notas en las otras asignaturas, ya hablaré yo con el padre Pablo, usted tranquila”, le decía a mi madre.

Efectivamente, yo me había llevado un buen berrinche al recibir la carta con las notas. Que me supiera de memoria quienes eran los arquitectos de Santa Sofía en Constantinopla (Isidoro de Mileto y Artemio de Tralles) o la fecha en que las huestes de Alfonso X conquistaron Cartagena (1245) a las hordas moras había propiciado un sobresaliente con el padre Reyero en Historia. El que fuera duro de cerviz, por utilizar una expresión bíblica, y hubiera sido incapaz de doblar el espinazo como se debía en el plinton del padre Pablo había sido una mácula imperdonable para mis padres. Ellos no hacían mucha diferencia entre la disciplina física y la excelencia académica. Lo que veían, como reverberando sobre el boletín de notas anual, era aquel 4,5 (¡por Dios, padre Pablo!, ¿cuántos segundos menos en las tres vueltas al campo de fútbol para llegar al 5 pelao?). Así que allí estaba el padre Félix, de cuya casa familiar nos separaba una tapia de adobe con el tejadillo típico de la zona, brezo y césped entrelazado, intentando explicar lo inexplicable a mi madre asustada. “Y ¿si no le dejan volver para cuarto?”. Con un afecto y una cercanía impagables en una época donde el clero tenía ademanes de casta distinguida y alcurnia casi ennoblecida, como se veía incluso en los mismos párrocos –no en todos- que bien que sabían guardar las distancias con los fieles.

El padre Félix era un gran aficionado a la pesca de cangrejos. No había tarde, muchos años antes de que se extinguieran por alguna ignota enfermedad, que no saliera con su cesta de mimbre, sus reteles, la horcaja –un bastón terminado en uve con el que se ayudaba para tirar de la cuerda y sacarlos del río- y su secreto mejor guardado: el cebo. Algo que según él le permitía cada tarde llevarse tres o cuatro docenas de crustáceos del riachuelo para que los cocinara su hermana soltera, la señora Davídica. No solía ir a buscar recovecos escondidos en el río Negro (el grande) para echar los aros metálicos artesanales a los que iban enganchadas las redes, muchos atardeceres –según él la hora ideal para que picaran- solía venir al pozo formado por una pequeña curva del río, a la sombra de los salces y de un viejo puente de madera de roble, que estaba al lado de mi casa. Tan cerca que el remanso, un pequeño recodo con un par de metros de profundidad, se llamaba, por mi bisabuela, el pozo de la señora Catalina. A veces la señora Valentina se le adelantaba, así que el padre Félix tranquilamente, con la cesta de mimbre, se alejaba por el camino del arroyal hasta el puente de piedra, unos doscientos metros más arriba. Con su cebo misterioso, su horcaja y sus reteles.

Algunas veces me llevaba a mí de ayudante, sobre todo cuando con el paso de los años se le hacía menos llevadero andar por entre los juncales que cubrían la ribera del río. Por eso sé cuál era su cebo misterioso: cierto tipo de pececillos, de escamas bruñidas cuando se ponían panza arriba con el calor del verano en las correnteras del río que bordeaban el cementerio. Ésa era otra de sus aficiones inveteradas, la pesca con caña. Desde que terminaba la santa eucaristía hasta la hora de comer. Aparentemente los adobaba con algún mejunje para que los cangrejos pudieran olerlos desde más lejos, pero para mí que, simplemente, dejaba que se pudrieran dos o tres días en la tahona abandonada de su padre para que atufaran más. Pócimas o podredumbre,  al echar los reteles en las pozas del río, hedían a demonios.

Así que el padre Félix se pasaba las vacaciones entre sus aficiones pescadoras, mañana y tarde; sus devociones, aparte de la misa, a media tarde se sentaba en la parte trasera de su casa a recitar el breviario, donde yo lo veía a la sombra de un manzano, desde la ventana de la parte alta en casa, por encima del tapial de adobe y brezo, y a confortar a las madres que suspiraban porque sus hijos se convirtieran en hombres de provecho. De otro modo, como le había pasado a mi vecino Fidel, un poco más mayor que yo, tras tres años en el internado, terminaría echando la piedra lipe en la avena de la sementera para preparar la siembra. Sin jamás de los jamases poder llegar a distinguir las diferencias entre el orden jónico, el dórico y el corintio.

En el pueblo, los tres eran mentados como los frailes. Han venido los frailes, se han ido los frailes, he visto a los frailes. Los adjetivos de la congregación o la orden no eran citados nunca. Eran los frailes, a secas. Como mucho, muy raramente, “los Salvadores”, por el apellido del padre. Al señor Honorato, el padre, yo ya no lo conocí, aunque durante muchos años –ahora ya ha desaparecido- la entrada a la tahona se conservó perfectamente, con un par de pequeños bancos adosados en un diminuto soportal,  debajo de un tejadillo donde, muy probablemente, en invierno, las amas de casas esperaban a que el panadero terminara de hornear la masa. El señor Honorato procedía de otro pueblo más al sur, Castrillo, así que en el pueblo la familia de los frailes lo era por parte de madre. En esa parte de la familia materna, la dicotomía era absoluta. Por un lado estaba el señor Agapito, el carpintero que ejercía de carretero, herrero, magnífico artífice en la fragua que estaba al lado de la escuela mixta. Un hombre generoso, de acendradas creencias religiosas, bonachón a más no poder. Siempre dispuesto a echar una mano al labrador que no podía pagarle la reparación de las ruedas del carro hasta después de haber recogido la cosecha o desplazarse hasta el potro para echar una mano en el herrado de una mula levantisca. Un santo varón que no faltaba a misa ni los domingos, ni fiestas de guardar, ni los otros.

Por otro lado, estaba, el señor Emiliano, aunque todos le conocían por Nano, un falangista empedernido, seguramente no por convicción ideológica, sino por la inercia de los tiempos. Le recuerdo todavía con la camisa azul en una de las primeras manifestaciones en la capital –pre organizada, de las de autobús y bocadillo, por el mismísimo gobierno civil franquista- lanzando soflamas en favor de un pantano que nunca llegó a construirse en la montaña. Había sido alcalde por imposición, puesto desde el que había mangoneado no poco: que si ahora la concentración parcelaria se hace de esta forma, que si el regadío se comienza por tal lado… En realidad, manipulaciones insignificantes pero que hacía que la mitad del pueblo estuviera en su contra. Mientras la otra mitad le adulaba hasta que no les quedaba otro remedio que pasarse a primera mitad. Todo ello era de difícil oposición, menos, si cabe, a mediados de los sesenta, y en cualquier caso resultaba irrelevante para el padre Félix.

Lo que realmente le traía a mal traer era que Nano, familiar directo, al menor signo de contrariedad, real o imaginada en su cabeza, por parte de un paisano indócil o de un animal de labranza indómito comenzara a resoplar, empezando a jurar por el estamento más bajo de la corte celestial para, a la vez que en el tono de la voz, ir ascendiendo los escalones jerárquicos de beatos, santos y doctores de la santa madre Iglesia, repasando la letanía de todos los canonizados y terminar jurando por lo más sagrado y lo más alto. Hasta por las cosas más nimias. “Cagüen San Pedrín, otra vez tengo las patatas llenas de escarabajos”. Y de ahí para arriba. Como se solía decir, le llevaban los demonios. Algo que, seguramente, las beatas que acudían religiosamente a la celebración matutina del padre Félix se tomaban al pie de la letra.

Su primo Nano era escandaloso, no sólo para las beatas, el párroco, también para los mozos más curtidos que a veces también se descarriaban en blasfemias y juramentos. Sobre todo para los menores de edad. De niños le teníamos no poco pavor y cuando comenzaba a renegar de santos y vírgenes echábamos a correr para no escuchar sus blasfemas imprecaciones. El cura nos tenía bien avisados de que hasta el simple hecho de oír aquellos perjuros a pie firme y sin moverse constituía pecado. Y no de los pequeños (me acuso de haberme pegado con mi hermano, de haber dicho una mentira al maestro). Así que empezar a jurar el primo del padre Félix y ver correr a los chavales por las esquinas todo era uno.

Para más inri, Nano llevaba todas las tardes de verano las vacas a beber al río que pasaba lamiendo la casa familiar de los frailes. Los animales tenían la mala tendencia, en las tardes extremadamente calurosas de agosto, de dar espantadas y echar a correr en todas las direcciones. Las ha picado la mosca, decían en el pueblo. Nano echaba a correr tras ellas, en su boca todas las letanías posibles y todos los juramentos imaginables. Como sólo sabe jurar la gente muy religiosa, la de los pueblos católicos, apostólicos y romanos. Naturalmente, Nano iba a misa todos los domingos, aunque era uno de los últimos en entrar, cuando el “confiteor” ya había finalizado y el cura se disponía a entonar el “kirieleisón”. Siempre se subía al coro, en la parte de los hombres. El padre Félix que acababa de cerrar su devocionario y se aprestaba para atar el cebo en los reteles no podía menos que oír, su casa estaba a unos diez metros del río, aquel cúmulo de improperios y disparates procedentes de su lenguaraz familiar. “Este Nano se va a condenar”, decía algunas veces, medio en broma, medio en serio.

El padre Félix, un par de veces cada verano, llamaba al orden a Nano para reconvenirle a  que moderara sus ímpetus blasfemos, aunque sólo fuera por respeto a los vecinos y a la familia tan religiosa a la que pertenecía. Nano que -raramente- dejaba de estar enfurecido, si no con las vacas, era con otro vecino, con la cosecha o con lo que se terciase, asumía de buen grado las amonestaciones. Hasta la tarde siguiente que a las vacas les picara otro tábano.


El mal genio debía ser una cuestión genética, de familia. El padre Félix lo tenía, claro, pero más amaestrado. Bueno, hasta que –como bien sabíamos los internos, incluso los que le ayudábamos a pescar cangrejos- se le cruzaban los cables al recitar las declinaciones en la clase de latín o en las inspecciones de estudio las tardes de domingo, antes de la sesión de cine con “Los héroes de Telemark”. Incluso al padre Félix, en medio de su infinita bondad también se le iba la olla. Y uno de los apodos con el que le conocíamos, el de padre Cacharra, debía de hacer alusión a su carácter, ocasionalmente intempestivo. (CONTINUARÁ…)

1 comment:

  1. Television en el teatro? Vaya lujo (no existia en el 1964). Carlos Castilla (Nueva York)

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