Desde que era monaguillo
en la aldea, más o menos cuando comencé a tener uso de razón, recuerdo al padre
Calabaza. Era el mayor de tres hermanos, los tres frailes dominicos, hijos de
Honorato, panadero de profesión. El mayor, el padre Agapio, aparecía por el
pueblo muy raramente. Algo que no era de extrañar puesto que toda la vida fue
misionero en las Filipinas, profesor en la afamada Universidad Santo Tomás de
Manila. De los tres era el más chaparro, teniendo fama de jocoso y dicharachero,
incluso entre el vecindario, quien por lo demás tenía un respeto extremo por
los tres hermanos. Cuando cada media docena de años llegaba en las vacaciones
de verano, tenía la costumbre, el hábito blanco en aquella época siempre lo
llevaba puesto, de ponerse una boina, lo que a mí me resultaba chocante y hasta
cómico, no sólo por el contraste de la inmaculada vestimenta dominicana con la
redondeada boina, en su vertiente pamplonica, negra como el carbón, con borlita
en el centro, sino porque yo siempre, de manera unívoca, la había identificado con
la indumentaria de mi abuelo o los de su quinta, no con un docto profesor en
una universidad de Extremo Oriente.
El segundo, en edad,
aunque mucho más fortachón que los otros dos, algo cargado de espaldas, era el
padre Emiliano, un hombre relativamente adusto, aunque la bonhomía no le había
sido extirpada del todo por una formación académica exquisita. Así que si se le
presentaba la ocasión no evitaba las conversaciones con los vecinos, sobre todo
cuando salía de celebrar, invariablemente a las diez de la mañana, la santa
misa, sobre asuntos que para él debían de resultar banales: “¿Qué tal el
centeno del monte, Lides?”, inquiría de mi abuelo. Nada que ver con el canon
1.141 sobre los diversos aspectos de disolución del matrimonio rato y no
consumado. Porque además de profesor en
la Universidad Santo Tomás, popularmente conocida como el Angélico, en Roma,
era también consultor en asuntos de derecho canónico en el Vaticano. Este
particular le otorgaba un aura especial de misterio, teñido de un cierto
exotismo. Que a mediados de los sesenta alguien de un sitio tan remoto de
Castilla, donde la autoridad más ínclita era el obispo, cuando de Pascuas a
Ramos aparecía para la visita pastoral, estuviera implicado –nadie sabía con
certeza lo que significaba ser un consultor en derecho canónico- con las altas
autoridades eclesiales, era un signo de excelencia y distinción extrema.
Incluso para el párroco, Don Ovidio, más versado en los intríngulis eclesiales
aquello le resultaba misterioso y trataba al padre Emiliano como si portara el
capelo cardenalicio. Cuando bajaba del autobús de línea siempre lo hacía con
una cartera de cuero negra con cremallera plateada. Allí, sospechábamos los
chiguitos, portaba los secretos más recónditos de la Curia. Hasta los remotos
páramos de Castilla la Vieja.
Finalmente estaba el
padre Félix, como todos le conocían en el pueblo, quien solía decir la misa
algo más pronto, a eso de las nueve de la mañana. Así que cuando los tres
coincidían en el pueblo, a los que cada tres años se sumaba un cuarto dominico,
el padre Ceferino, misionero en Japón, más el párroco, el repique de las
primeras, segundas y terceras duraba toda la mañana. Creando no poco
desconcierto entre las feligresas sobre si tocaban para la misa de uno o del
otro. El P. Félix, el más joven de los tres hermanos, era también el más bajo
y, ciertamente, el más campechano de ellos. Siempre entablaba conversación con
el señor Honorino, el molinero, a la puerta de la iglesia, a veces con el señor
Sulpicio, y hasta que se murió con el señor Isidoro, el cartero que hacía las
veces de sacristán y respondía en latinajos a los misereres que entonaba al
final de la santa misa por los difuntos que el año precedente habían pasado,
previsiblemente, a mejor vida.
El padre Félix, nada más
llegar de vacaciones, a principios de julio, hacia su particular visita
pastoral a las familias de los alumnos internos en las Arcas Reales. En
realidad sólo hablaba con las madres, los hombres estaban ocupados en la siega
o simplemente se descargaban de esa responsabilidad. Durante los sesenta, todos
los años había no menos de cinco muchachos -algún curso llegaron a coincidir
una decena- de la aldea internos en el colegio de los dominicos. Así que se
pasaba todo su primer día de vacaciones de progenitora inquieta a progenitora
preocupada por el devenir de sus vástagos. A los que seguían para darles ánimos,
que continuaran con sus esfuerzos económicos para pagar la pensión (unas 580
pesetas al mes), aunque la cosecha de trigo no hubiera sido del todo buena, o
una peste se hubiera llevado todo el gallinero por delante. “Señora Judit, no
se preocupe, que al chico le hayan suspendido en Educación Física no es el
fin del mundo, lo importante es que haya sacado buenas notas en las otras asignaturas,
ya hablaré yo con el padre Pablo, usted tranquila”, le decía a mi madre.
Efectivamente, yo me
había llevado un buen berrinche al recibir la carta con las notas. Que me
supiera de memoria quienes eran los arquitectos de Santa Sofía en Constantinopla
(Isidoro de Mileto y Artemio de Tralles) o la fecha en que las huestes de
Alfonso X conquistaron Cartagena (1245) a las hordas moras había propiciado un
sobresaliente con el padre Reyero en Historia. El que fuera duro de cerviz, por
utilizar una expresión bíblica, y hubiera sido incapaz de doblar el espinazo
como se debía en el plinton del padre Pablo había sido una mácula imperdonable
para mis padres. Ellos no hacían mucha diferencia entre la disciplina física y
la excelencia académica. Lo que veían, como reverberando sobre el boletín de
notas anual, era aquel 4,5 (¡por Dios, padre Pablo!, ¿cuántos segundos menos en
las tres vueltas al campo de fútbol para llegar al 5 pelao?). Así que allí
estaba el padre Félix, de cuya casa familiar nos separaba una tapia de adobe
con el tejadillo típico de la zona, brezo y césped entrelazado, intentando
explicar lo inexplicable a mi madre asustada. “Y ¿si no le dejan volver para
cuarto?”. Con un afecto y una cercanía impagables en una época donde el clero
tenía ademanes de casta distinguida y alcurnia casi ennoblecida, como se veía
incluso en los mismos párrocos –no en todos- que bien que sabían guardar las
distancias con los fieles.
El padre Félix era un
gran aficionado a la pesca de cangrejos. No había tarde, muchos años antes de
que se extinguieran por alguna ignota enfermedad, que no saliera con su cesta
de mimbre, sus reteles, la horcaja –un bastón terminado en uve con el que se
ayudaba para tirar de la cuerda y sacarlos del río- y su secreto mejor
guardado: el cebo. Algo que según él le permitía cada tarde llevarse tres o
cuatro docenas de crustáceos del riachuelo para que los cocinara su hermana
soltera, la señora Davídica. No solía ir a buscar recovecos escondidos en el
río Negro (el grande) para echar los aros metálicos artesanales a los que iban
enganchadas las redes, muchos atardeceres –según él la hora ideal para que
picaran- solía venir al pozo formado por una pequeña curva del río, a la sombra
de los salces y de un viejo puente de madera de roble, que estaba al lado de mi
casa. Tan cerca que el remanso, un pequeño recodo con un par de metros de
profundidad, se llamaba, por mi bisabuela, el pozo de la señora Catalina. A
veces la señora Valentina se le adelantaba, así que el padre Félix
tranquilamente, con la cesta de mimbre, se alejaba por el camino del arroyal
hasta el puente de piedra, unos doscientos metros más arriba. Con su cebo
misterioso, su horcaja y sus reteles.
Algunas veces me llevaba
a mí de ayudante, sobre todo cuando con el paso de los años se le hacía menos
llevadero andar por entre los juncales que cubrían la ribera del río. Por eso
sé cuál era su cebo misterioso: cierto tipo de pececillos, de escamas bruñidas
cuando se ponían panza arriba con el calor del verano en las correnteras del
río que bordeaban el cementerio. Ésa era otra de sus aficiones inveteradas, la
pesca con caña. Desde que terminaba la santa eucaristía hasta la hora de comer.
Aparentemente los adobaba con algún mejunje para que los cangrejos pudieran
olerlos desde más lejos, pero para mí que, simplemente, dejaba que se pudrieran
dos o tres días en la tahona abandonada de su padre para que atufaran más. Pócimas
o podredumbre, al echar los reteles en las
pozas del río, hedían a demonios.
Así que el padre Félix se
pasaba las vacaciones entre sus aficiones pescadoras, mañana y tarde; sus
devociones, aparte de la misa, a media tarde se sentaba en la parte trasera de
su casa a recitar el breviario, donde yo lo veía a la sombra de un manzano,
desde la ventana de la parte alta en casa, por encima del tapial de adobe y
brezo, y a confortar a las madres que suspiraban porque sus hijos se
convirtieran en hombres de provecho. De otro modo, como le había pasado a mi
vecino Fidel, un poco más mayor que yo, tras tres años en el internado,
terminaría echando la piedra lipe en la avena de la sementera para preparar la
siembra. Sin jamás de los jamases poder llegar a distinguir las diferencias
entre el orden jónico, el dórico y el corintio.
En el pueblo, los tres eran
mentados como los frailes. Han venido los frailes, se han ido los frailes, he
visto a los frailes. Los adjetivos de la congregación o la orden no eran citados
nunca. Eran los frailes, a secas. Como mucho, muy raramente, “los Salvadores”,
por el apellido del padre. Al señor Honorato, el padre, yo ya no lo conocí,
aunque durante muchos años –ahora ya ha desaparecido- la entrada a la tahona se
conservó perfectamente, con un par de pequeños bancos adosados en un diminuto
soportal, debajo de un tejadillo donde,
muy probablemente, en invierno, las amas de casas esperaban a que el panadero terminara
de hornear la masa. El señor Honorato procedía de otro pueblo más al sur,
Castrillo, así que en el pueblo la familia de los frailes lo era por parte de
madre. En esa parte de la familia materna, la dicotomía era absoluta. Por un
lado estaba el señor Agapito, el carpintero que ejercía de carretero, herrero,
magnífico artífice en la fragua que estaba al lado de la escuela mixta. Un
hombre generoso, de acendradas creencias religiosas, bonachón a más no poder.
Siempre dispuesto a echar una mano al labrador que no podía pagarle la
reparación de las ruedas del carro hasta después de haber recogido la cosecha o
desplazarse hasta el potro para echar una mano en el herrado de una mula levantisca.
Un santo varón que no faltaba a misa ni los domingos, ni fiestas de guardar, ni
los otros.
Por otro lado, estaba, el
señor Emiliano, aunque todos le conocían por Nano, un falangista empedernido,
seguramente no por convicción ideológica, sino por la inercia de los tiempos.
Le recuerdo todavía con la camisa azul en una de las primeras manifestaciones
en la capital –pre organizada, de las de autobús y bocadillo, por el mismísimo gobierno
civil franquista- lanzando soflamas en favor de un pantano que nunca llegó a construirse
en la montaña. Había sido alcalde por imposición, puesto desde el que había
mangoneado no poco: que si ahora la concentración parcelaria se hace de esta
forma, que si el regadío se comienza por tal lado… En realidad, manipulaciones
insignificantes pero que hacía que la mitad del pueblo estuviera en su contra.
Mientras la otra mitad le adulaba hasta que no les quedaba otro remedio que
pasarse a primera mitad. Todo ello era de difícil oposición, menos, si cabe, a
mediados de los sesenta, y en cualquier caso resultaba irrelevante para el
padre Félix.
Lo que realmente le traía
a mal traer era que Nano, familiar directo, al menor signo de contrariedad,
real o imaginada en su cabeza, por parte de un paisano indócil o de un animal
de labranza indómito comenzara a resoplar, empezando a jurar por el estamento
más bajo de la corte celestial para, a la vez que en el tono de la voz, ir
ascendiendo los escalones jerárquicos de beatos, santos y doctores de la santa
madre Iglesia, repasando la letanía de todos los canonizados y terminar jurando
por lo más sagrado y lo más alto. Hasta por las cosas más nimias. “Cagüen San
Pedrín, otra vez tengo las patatas llenas de escarabajos”. Y de ahí para
arriba. Como se solía decir, le llevaban los demonios. Algo que, seguramente,
las beatas que acudían religiosamente a la celebración matutina del padre Félix
se tomaban al pie de la letra.
Su primo Nano era
escandaloso, no sólo para las beatas, el párroco, también para los mozos más
curtidos que a veces también se descarriaban en blasfemias y juramentos. Sobre
todo para los menores de edad. De niños le teníamos no poco pavor y cuando
comenzaba a renegar de santos y vírgenes echábamos a correr para no escuchar
sus blasfemas imprecaciones. El cura nos tenía bien avisados de que hasta el
simple hecho de oír aquellos perjuros a pie firme y sin moverse constituía
pecado. Y no de los pequeños (me acuso de haberme pegado con mi hermano, de
haber dicho una mentira al maestro). Así que empezar a jurar el primo del padre
Félix y ver correr a los chavales por las esquinas todo era uno.
Para más inri, Nano llevaba
todas las tardes de verano las vacas a beber al río que pasaba lamiendo la casa
familiar de los frailes. Los animales tenían la mala tendencia, en las tardes extremadamente
calurosas de agosto, de dar espantadas y echar a correr en todas las
direcciones. Las ha picado la mosca, decían en el pueblo. Nano echaba a correr
tras ellas, en su boca todas las letanías posibles y todos los juramentos
imaginables. Como sólo sabe jurar la gente muy religiosa, la de los pueblos católicos, apostólicos y romanos. Naturalmente, Nano iba a misa todos los domingos, aunque era uno de
los últimos en entrar, cuando el “confiteor” ya había finalizado y el cura se
disponía a entonar el “kirieleisón”. Siempre se subía al coro, en la parte de
los hombres. El padre Félix que acababa de cerrar su devocionario y se
aprestaba para atar el cebo en los reteles no podía menos que oír, su casa
estaba a unos diez metros del río, aquel cúmulo de improperios y disparates
procedentes de su lenguaraz familiar. “Este Nano se va a condenar”, decía
algunas veces, medio en broma, medio en serio.
El padre Félix, un par de
veces cada verano, llamaba al orden a Nano para reconvenirle a que moderara sus ímpetus blasfemos, aunque
sólo fuera por respeto a los vecinos y a la familia tan religiosa a la que
pertenecía. Nano que -raramente- dejaba de estar enfurecido, si no con las
vacas, era con otro vecino, con la cosecha o con lo que se terciase, asumía de
buen grado las amonestaciones. Hasta la tarde siguiente que a las vacas les
picara otro tábano.
El mal genio debía ser
una cuestión genética, de familia. El padre Félix lo tenía, claro, pero más
amaestrado. Bueno, hasta que –como bien sabíamos los internos, incluso los que
le ayudábamos a pescar cangrejos- se le cruzaban los cables al recitar las
declinaciones en la clase de latín o en las inspecciones de estudio las tardes
de domingo, antes de la sesión de cine con “Los héroes de Telemark”. Incluso al
padre Félix, en medio de su infinita bondad también se le iba la olla. Y uno de
los apodos con el que le conocíamos, el de padre Cacharra, debía de hacer alusión a su
carácter, ocasionalmente intempestivo. (CONTINUARÁ…)
Television en el teatro? Vaya lujo (no existia en el 1964). Carlos Castilla (Nueva York)
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