Ni siquiera el gran
Anthony Mann parecía que pudiera salvarnos, a mi amigo Catón y a mí, de aquella
tarde de domingo aciaga. La proyección de “Los héroes de Telemark” estaba a
punto de comenzar en la cavernosa sala oscura del teatro, el edificio aislado,
al lado de la piscina, que casi todos los domingos por la tarde constituía
nuestro principal espacio de ocio. Y de no poca libertad. Aunque estuviera
anclada a las duras butacas de madera del salón de actos: teatro a veces, cine
con frecuencia, televisión, es decir, fútbol, casi siempre. Poco antes del rezo
del rosario vespertino (o quizá fuera antes), en una diminuta televisión,
situada sobre el escenario, apenas visible desde las filas de atrás, el partido
de liga (¡peligro en La Condomina,
penalti a favor de la escuadra pimentonera¡ gritaba Matías Prats desde la
pantalla en blanco y negro, con una recepción penosa, repleta de interferencias).
Y antes, a la hora de la siesta, en domingos alternos, la película de cine por
la que la inmensa mayoría de internos suspirábamos durante buena parte de la
semana. Anthony Mann –no teníamos acceso al mundanal ruido, pero quien más
quien menos sabía que había sido marido de Sarita Montiel- debía de ser uno de
los directores favoritos del P. Isidro Rubio, incansable aficionado cinéfilo de
la comunidad de padres, encargado de elegir las proyecciones. La selección, con
marcados tintes evangelizadores, no faltaba de perlas cinematográficas que con
el paso de los tiempos se convertirían en clásicas. O quizá había sido pura
casualidad. El caso es que durante aquel curso se sucedían sus obras, las de
Anthony Mann: Quo Vadis, Cimarrón, La caída del imperio romano y ahora Los héroes de Telemark.
Antes de que comenzara la
sesión, única e irrepetible –seguro que el hermano lego, cuyo nombre se me
escapa de la memoria, el mismo que conducía la furgoneta que nos recogía tras
las vacaciones en la estación de Campogrande, estaba ya a punto de colocar las
bovinas en el proyector- teníamos una inquieta hora de estudio. Cuando llegaba
la primavera, fuere por la hora intempestiva, tras el recreo posterior a la
comida, quizá la adolescencia que bien que mal comenzaba a hervirnos la sangre,
muy a nuestro pesar, o acaso nos volvíamos alérgicos a la pelusa de los chopos que bordeaban el campo
de fútbol desprendiéndose en flotantes nubecillas blancas por delante de las
cristaleras, el resultado era que la modorra inevitable se desperezaba en un
santiamén y el aula de modélico estudio en silencio se tornaba un pequeño
torbellino de cuchicheos. En cuanto el padre inspector se alejaba por el
pasillo para vigilar la siguiente clase, que había pasado a una fase más
alborotadora que la nuestra. En cuestión de segundos en el pequeño cuchicheo se
entremezclaban discusiones sobre si Kirk Douglas era el protagonista de Espartaco
y, cómo no, si el Real Madrid derrotaría al gallito de la temporada, el Real
Murcia. El bisbiseo subía de volumen inopinadamente hasta transformarse en algo
muy cercano al patio de recreo donde los más osados se levantaban de sus
pupitres para ir a admirar los cromos más preciados de animales y
plantas (el
álbum se denominaba Vida y Color) que eran el no va más aquel año. (Gil, ¿Tienes el 43?) El cuarenta y tres,
que Gil no tenía, era una espectacular imagen doble, de un león en la sabana
africana con el Kilimanjaro como decorado.
Hasta el momento exacto
en que volvían a oírse los pasos del P. Félix Salvador que venía de poner orden
en la Clase B. Se hacia el silencio y como si nada pasara, aunque todos
sabíamos la jarana que venía de silenciarse, incluido el P. Félix, volvíamos a
aplicarnos a Espronceda o a los quebrados (¿se llamaban quebrados todavía a
finales de los sesenta o tenían ya otros fantasiosos nombres?). El P. Félix,
con su impecable hábito blanco, los domingos era el día del cambio de muda,
hasta para los padres, con sus zapatos de puntera acharolados, iba caminando
por entre las cinco filas de pupitres, haciendo una ese perfecta al final de
cada una de ellas para retomar la otra en sentido contrario. Casi nada más dar
la vuelta para girarse hacia la siguiente, Catón, mi buen amigo del pupitre
delantero tuvo la genial idea de meterse el dedo en la boca, ahuecar el
carrillo y con el índice hacer un rotundo ruido con la carrillada entrechocando
en el interior de su boca contra las encías.
Hay que reconocer que era
una artista en la práctica de semejante gesticulación. Parece una maniobra
sencilla, pero no resultaba tan fácil extraer aquel sonoro ruido, casi un
latigazo, que practicábamos durante largos minutos, nadie lo conseguía como él,
en las tardes aburridas de lluvia, cuando no podíamos salir de la galería
cubierta. La sonoridad que obtenía era extraordinaria. Capaz de oírse desde el
pasillo y, ciertamente, con la clase en el silencio absoluto que la presencia
del padre Félix acaba de imponer, retumbó como un estallido. Todos levantamos
la cabeza, asombrados de la osadía y conteniendo la risa, aunque el ruruneo era
inevitable.
Como el padre Félix
acababa de pasar, sólo le basto girarse y sin saber con precisión quien había
sido el causante de tan desmedida alevosía, le señaló –acertó a la primera- con
el dedo. Quizá para no equivocarse de culpable, estábamos el tercero y cuarto
de la fila, por detrás de Durántez y Candanedo, nos mandó poner de pie, a él y
a mí, de forma inmediata. Sin mediar palabra, firmes, nos ordenó salir al
estrado. En ese año de semiadolescencia, rondando los catorce años, no debíamos
ser mucho más bajos que él, se las arregló para sacudirle un buen sopapo con la
derecha y a mí, que no tenía ni arte ni parte en la broma, inocente al
completo, con la izquierda. Moviendo su cuerpo como un péndulo. Plás y plás.
Acertó de pleno en su mejilla y en la mía. Aguantamos sin pestañear, como dos
hombretones que éramos. En algunos de mis compañeros se adivinaba el temor a
que continuara con el resto de la fila. Lo que no hubiera sido nada extraordinario.
A veces los castigos se parecían a las penas decimales aplicadas por las
legiones romanas que intentábamos traducir en la Guerra de las Galias. Ya no era
que pagaran justos por pecadores. Es que pagaban diez por uno. Pero el asunto
terminó allí. Para el resto, no, desgraciadamente, para mi colega Catón y para un
servidor. “Y ahora os quedáis toda la
tarde estudiando”. Aparte del orgullo renqueante por el tortazo encajado delante
de todos nuestros compañeros, a mí me preocupaba sobremanera, que en las
siguiente vacaciones fuera con el cuento a mi madre y, antes que nada y sobre
todo, lo peor, con diferencia, era quedarme sin “Los héroes de Telemark”.
Ambos teníamos una enorme
afición por los tebeos de Hazañas Bélicas y devorábamos los libros de la
biblioteca que hablaban del armamento de la II Guerra Mundial, con más holgura
que las aventuras de Julio Verne. Así que allí estábamos cariacontecidos, sin
levantar la cabeza, los compañeros ya estaban camino del teatro, esperando
pasar la tarde lo mejor posible con la clasificación de los invertebrados entre
ceja y ceja. Por alguna razón desconocida -la mayoría de los profesores también
iban al cine y tenían butacas reservadas con más espacio en las filas del
centro- el padre Félix no se movía del estrado, plantado delante de nosotros,
vigilándonos como si estuviéramos a punto de asaltar un banco. Los minutos pasaban inexorablemente, el
alboroto de los compañeros camino del teatro se estaba apagando, lo que sólo
significaba que todos se habían acomodado y que la sesión estaba a punto de
empezar.
Adiós a Richard Harris y
a los odiados oficiales nazis, sayonara
a los fiordos noruegos y a las inerminables filas de tubos que destilaban el
agua pesada. Sin que nadie rechistara, el P. Félix que poseía bastante más
benignidad que mala uva nos dijo: “No se
lo digáis a nadie, id al teatro pero poneos en la última fila”. Es lo que
tenía la herencia de los Salvadores. P. Félix cuando le daba la ventolera y sin
mucho criterio te arreaba dos guantadas de padre y señor mío, como a Nano le
daba por jurar por la corte celestial. Posiblemente, en su fuero interno, apenas
unos segundos después parecía arrepentido de sus desmesuras, de haberse puesto
como se ponía y a su manera, tampoco era cuestión de pedir perdón, mucho menos
a unos mocosos como nosotros, nos mandaba en secreto al cine.
De hecho su extremada
bondad, salvando aquellos instantes volcánicos, tan puntuales, se manifestaba
de manera simpar en la enfermería. Era el jefe del servicio médico –por
llamarlo de alguna manera- del colegio, auxiliado por un hermano cooperador. La
enfermería estaba conformada por unas habitaciones en la planta baja de una de
las alas del colegio, la que estaba al lado de la cancha de tenis. Había un
utillaje médico de primera necesidad con botiquín y pocas cosas más. Allí
ejercía sus funciones curativas el padre Félix. No tenía formación, cómo la iba
a tener si su padre era panadero, así que lo mismo que a otros les nombraban
prefecto de disciplina o sacristán mayor, a él le habían designado como
enfermero en virtud de la santa obediencia. Y cumplía su papel a las mil
maravillas.
Ser admitido en la
enfermería era un privilegio, un premio, y no sólo por los desvelos del bueno
del padre Félix, sino por otros efectos benéficos que se obtenían como
consecuencia de las enfermedades. La enfermería era un espacio mítico del que
muchos habían oído hablar pero que pocos conocían. Allí sólo se iba en
condiciones relativamente graves y bajo permiso expreso del padre prefecto. Los
catarros del día al día se curaban en el dormitorio corrido, aguantando a pie
firme los inviernos pucelanos en aquella nave industrial que hacía las veces de
dormitorio. Así que ir a la enfermería ya representaba una prebenda. Sólo se
iba en las grandes ocasiones, cuando había algún temor serio de contagio
generalizado: paperas, sarampión o similares.
Tenía dos grandes
ventajas, aparte de los ánimos y el cariño que mostraba el P. Félix, no se
acudía a clase y las hermanas dominicas de la cocina, estaba situada muy cerca
del comedor de los pequeños, siempre tan solícitas se las arreglaban para endulzar
con algún caldo especial o alguna golosina a los internados en aquella especie
de UVI conventual. Allí, jamás, el padre Félix sacaba a relucir el genio
heredado de los Salvadores, siempre dando ánimos a los sufrientes, sin que le
faltara la ironía con los que tras varios días comenzaban a espabilarse pero
intentaban por todos los medios alargar las vacaciones escolares. (“Vaya cuento que tienes, Valcabado, tú
deberías estar ya en clase con tus compañeros, le decía medio en broma a Luis,
así no aprenderás nunca el ablativo”).
Lo que más pronto que tarde terminaba
por ocurrir. Los vasos extras de Colacao no duraban más de tres o cuatro días.
Allí, en las aulas, al
padre Félix le volvía a relucir la
genética familiar. Como profesor de latín que de muchos fue, en primero y
segundo, también se le iba la olla con facilidad. Salvando a algunos más
ilustrados, la mayoría no teníamos ni idea de la lengua de Virgilio al empezar
el internado. Ni mención del vocativo en la Enciclopedia Álvarez. Repetir de
carrerilla, sin pestañear, pero sin tener idea del significado, menos aún del
genitivo posesivo, el santus, en
respuesta a las exhortaciones del párroco en la iglesia de la aldea pueblo no
contaba. Así que encontrarnos, de golpe, sin previo aviso, con declinaciones y casos
no era, al menos para la mayoría, tarea fácil. Aunque por línea general no se
nos atragantaba tanto con las matemáticas, no faltaban las veces en que las
declinaciones se tornaban laberínticas y confusas. Incluso para el bueno de
Durántez, un compañero brillante, que “chispeaba” (como se decía de los que
destacaban en clase) también a veces se le atragantaban las terminaciones
verbales. Y allí estaba el P. Félix en su mejor versión de los “Salvadores” del
pueblo. En cuanto Durántez se quedaba ligeramente dudoso sobre la desinencia
verbal, le faltaba tiempo al P. Félix, entre las carcajadas generales de todos
los compañeros, para decir: “Cero por no
saberlo, cero por equivocarte (en realidad no se había equivocado, no había
abierto ni la boca) y cero porque me da a mí la gana”. Esta era una
expresión favorita, “porque me da a mí la gana” cuando, como solían decir en el
pueblo, “se le encendía la chimenea”. Y acto seguido te encasquetaba tres ceros
lo que hacía que a final de mes te las vieras y desearas para levantar aquella
losa en las traducciones de Julio César, salvo que el P. Calabaza (cero por no
saberlo, cero por…) te dijera, y solía hacerlo, al final de la clase (No se lo digas a nadie, pero te quito los tres ceros).
Durante los recreos,
sobre todo a principios de verano, cuando el calor comenzaba a arreciar no era
raro verlo pasear, junto con el P. Pinto, su primo carnal, aunque de estatura
mucho mayor, conformando aquella extraña pareja, tan dispar en altura y en carácter.
El padre Pinto solía llevar la capa negra, paseaban por el camino que llevaba a
las monjas francesas, bordeando el pinar que delimitaba los campos de fútbol, envueltos
en una interminable conversación gesticulante. Uno desde las alturas abriendo y
juntando las palmas de las manos, como suelen hacer los italianos para expresar
hartura, el otro mirando hacia arriba, la diferencia era notable, con
aspavientos exagerados, imitando el gesto de tirar una caña para la pesca. Muy
posible debían de estar discutiendo del mejor cebo para poner en los reteles,
el mismo río pasaba por el pueblo de uno y otro, el mismo valle enmarcaba sus
vacaciones veraniegas.
En cuanto a mí, aun
sabiendo que los Héroes de Telemark no estaría, como yo discutí después con
Catón entre las mejores películas de la historia, aunque a mí aquella tarde de
domingo me lo pareció, todavía me veo acurrucado en las butacas traseras del
teatro, absorto, admirando la destreza de Kirk Douglas que desciende raudo y
veloz las nevadas colinas de Telemark, perseguido por la patrulla alemana a la
que guía un traidor noruego. Sólo se oye el ruido de los esquís deslizándose
sobre la nieve. Chis, chas, chis chas.