Monday, January 20, 2014

El padre Calabaza (2 de 2)

Ni siquiera el gran Anthony Mann parecía que pudiera salvarnos, a mi amigo Catón y a mí, de aquella tarde de domingo aciaga. La proyección de “Los héroes de Telemark” estaba a punto de comenzar en la cavernosa sala oscura del teatro, el edificio aislado, al lado de la piscina, que casi todos los domingos por la tarde constituía nuestro principal espacio de ocio. Y de no poca libertad. Aunque estuviera anclada a las duras butacas de madera del salón de actos: teatro a veces, cine con frecuencia, televisión, es decir, fútbol, casi siempre. Poco antes del rezo del rosario vespertino (o quizá fuera antes), en una diminuta televisión, situada sobre el escenario, apenas visible desde las filas de atrás, el partido de liga (¡peligro en La Condomina, penalti a favor de la escuadra pimentonera¡ gritaba Matías Prats desde la pantalla en blanco y negro, con una recepción penosa, repleta de interferencias). Y antes, a la hora de la siesta, en domingos alternos, la película de cine por la que la inmensa mayoría de internos suspirábamos durante buena parte de la semana. Anthony Mann –no teníamos acceso al mundanal ruido, pero quien más quien menos sabía que había sido marido de Sarita Montiel- debía de ser uno de los directores favoritos del P. Isidro Rubio, incansable aficionado cinéfilo de la comunidad de padres, encargado de elegir las proyecciones. La selección, con marcados tintes evangelizadores, no faltaba de perlas cinematográficas que con el paso de los tiempos se convertirían en clásicas. O quizá había sido pura casualidad. El caso es que durante aquel curso se sucedían sus obras, las de Anthony Mann: Quo Vadis, Cimarrón, La caída del imperio romano y ahora Los héroes de Telemark.

Antes de que comenzara la sesión, única e irrepetible –seguro que el hermano lego, cuyo nombre se me escapa de la memoria, el mismo que conducía la furgoneta que nos recogía tras las vacaciones en la estación de Campogrande, estaba ya a punto de colocar las bovinas en el proyector- teníamos una inquieta hora de estudio. Cuando llegaba la primavera, fuere por la hora intempestiva, tras el recreo posterior a la comida, quizá la adolescencia que bien que mal comenzaba a hervirnos la sangre, muy a nuestro pesar, o acaso nos volvíamos alérgicos a  la pelusa de los chopos que bordeaban el campo de fútbol desprendiéndose en flotantes nubecillas blancas por delante de las cristaleras, el resultado era que la modorra inevitable se desperezaba en un santiamén y el aula de modélico estudio en silencio se tornaba un pequeño torbellino de cuchicheos. En cuanto el padre inspector se alejaba por el pasillo para vigilar la siguiente clase, que había pasado a una fase más alborotadora que la nuestra. En cuestión de segundos en el pequeño cuchicheo se entremezclaban discusiones sobre si Kirk Douglas era el protagonista de Espartaco y, cómo no, si el Real Madrid derrotaría al gallito de la temporada, el Real Murcia. El bisbiseo subía de volumen inopinadamente hasta transformarse en algo muy cercano al patio de recreo donde los más osados se levantaban de sus pupitres para ir a admirar los cromos más preciados de animales y
plantas (el álbum se denominaba Vida y Color) que eran el no va más aquel año. (Gil, ¿Tienes el 43?) El cuarenta y tres, que Gil no tenía, era una espectacular imagen doble, de un león en la sabana africana con el Kilimanjaro como decorado.

Hasta el momento exacto en que volvían a oírse los pasos del P. Félix Salvador que venía de poner orden en la Clase B. Se hacia el silencio y como si nada pasara, aunque todos sabíamos la jarana que venía de silenciarse, incluido el P. Félix, volvíamos a aplicarnos a Espronceda o a los quebrados (¿se llamaban quebrados todavía a finales de los sesenta o tenían ya otros fantasiosos nombres?). El P. Félix, con su impecable hábito blanco, los domingos era el día del cambio de muda, hasta para los padres, con sus zapatos de puntera acharolados, iba caminando por entre las cinco filas de pupitres, haciendo una ese perfecta al final de cada una de ellas para retomar la otra en sentido contrario. Casi nada más dar la vuelta para girarse hacia la siguiente, Catón, mi buen amigo del pupitre delantero tuvo la genial idea de meterse el dedo en la boca, ahuecar el carrillo y con el índice hacer un rotundo ruido con la carrillada entrechocando en el interior de su boca contra las encías.

Hay que reconocer que era una artista en la práctica de semejante gesticulación. Parece una maniobra sencilla, pero no resultaba tan fácil extraer aquel sonoro ruido, casi un latigazo, que practicábamos durante largos minutos, nadie lo conseguía como él, en las tardes aburridas de lluvia, cuando no podíamos salir de la galería cubierta. La sonoridad que obtenía era extraordinaria. Capaz de oírse desde el pasillo y, ciertamente, con la clase en el silencio absoluto que la presencia del padre Félix acaba de imponer, retumbó como un estallido. Todos levantamos la cabeza, asombrados de la osadía y conteniendo la risa, aunque el ruruneo era inevitable.

Como el padre Félix acababa de pasar, sólo le basto girarse y sin saber con precisión quien había sido el causante de tan desmedida alevosía, le señaló –acertó a la primera- con el dedo. Quizá para no equivocarse de culpable, estábamos el tercero y cuarto de la fila, por detrás de Durántez y Candanedo, nos mandó poner de pie, a él y a mí, de forma inmediata. Sin mediar palabra, firmes, nos ordenó salir al estrado. En ese año de semiadolescencia, rondando los catorce años, no debíamos ser mucho más bajos que él, se las arregló para sacudirle un buen sopapo con la derecha y a mí, que no tenía ni arte ni parte en la broma, inocente al completo, con la izquierda. Moviendo su cuerpo como un péndulo. Plás y plás. Acertó de pleno en su mejilla y en la mía. Aguantamos sin pestañear, como dos hombretones que éramos. En algunos de mis compañeros se adivinaba el temor a que continuara con el resto de la fila. Lo que no hubiera sido nada extraordinario. A veces los castigos se parecían a las penas decimales aplicadas por las legiones romanas que intentábamos traducir en la Guerra de las Galias. Ya no era que pagaran justos por pecadores. Es que pagaban diez por uno. Pero el asunto terminó allí. Para el resto, no, desgraciadamente, para mi colega Catón y para un servidor. “Y ahora os quedáis toda la tarde estudiando”. Aparte del orgullo renqueante por el tortazo encajado delante de todos nuestros compañeros, a mí me preocupaba sobremanera, que en las siguiente vacaciones fuera con el cuento a mi madre y, antes que nada y sobre todo, lo peor, con diferencia, era quedarme sin “Los héroes de Telemark”.

Ambos teníamos una enorme afición por los tebeos de Hazañas Bélicas y devorábamos los libros de la biblioteca que hablaban del armamento de la II Guerra Mundial, con más holgura que las aventuras de Julio Verne. Así que allí estábamos cariacontecidos, sin levantar la cabeza, los compañeros ya estaban camino del teatro, esperando pasar la tarde lo mejor posible con la clasificación de los invertebrados entre ceja y ceja. Por alguna razón desconocida -la mayoría de los profesores también iban al cine y tenían butacas reservadas con más espacio en las filas del centro- el padre Félix no se movía del estrado, plantado delante de nosotros, vigilándonos como si estuviéramos a punto de asaltar un banco.  Los minutos pasaban inexorablemente, el alboroto de los compañeros camino del teatro se estaba apagando, lo que sólo significaba que todos se habían acomodado y que la sesión estaba a punto de empezar.

Adiós a Richard Harris y a los odiados oficiales nazis, sayonara a los fiordos noruegos y a las inerminables filas de tubos que destilaban el agua pesada. Sin que nadie rechistara, el P. Félix que poseía bastante más benignidad que mala uva nos dijo: “No se lo digáis a nadie, id al teatro pero poneos en la última fila”. Es lo que tenía la herencia de los Salvadores. P. Félix cuando le daba la ventolera y sin mucho criterio te arreaba dos guantadas de padre y señor mío, como a Nano le daba por jurar por la corte celestial. Posiblemente, en su fuero interno, apenas unos segundos después parecía arrepentido de sus desmesuras, de haberse puesto como se ponía y a su manera, tampoco era cuestión de pedir perdón, mucho menos a unos mocosos como nosotros, nos mandaba en secreto al cine.

De hecho su extremada bondad, salvando aquellos instantes volcánicos, tan puntuales, se manifestaba de manera simpar en la enfermería. Era el jefe del servicio médico –por llamarlo de alguna manera- del colegio, auxiliado por un hermano cooperador. La enfermería estaba conformada por unas habitaciones en la planta baja de una de las alas del colegio, la que estaba al lado de la cancha de tenis. Había un utillaje médico de primera necesidad con botiquín y pocas cosas más. Allí ejercía sus funciones curativas el padre Félix. No tenía formación, cómo la iba a tener si su padre era panadero, así que lo mismo que a otros les nombraban prefecto de disciplina o sacristán mayor, a él le habían designado como enfermero en virtud de la santa obediencia. Y cumplía su papel a las mil maravillas.

Ser admitido en la enfermería era un privilegio, un premio, y no sólo por los desvelos del bueno del padre Félix, sino por otros efectos benéficos que se obtenían como consecuencia de las enfermedades. La enfermería era un espacio mítico del que muchos habían oído hablar pero que pocos conocían. Allí sólo se iba en condiciones relativamente graves y bajo permiso expreso del padre prefecto. Los catarros del día al día se curaban en el dormitorio corrido, aguantando a pie firme los inviernos pucelanos en aquella nave industrial que hacía las veces de dormitorio. Así que ir a la enfermería ya representaba una prebenda. Sólo se iba en las grandes ocasiones, cuando había algún temor serio de contagio generalizado: paperas, sarampión o similares.

Tenía dos grandes ventajas, aparte de los ánimos y el cariño que mostraba el P. Félix, no se acudía a clase y las hermanas dominicas de la cocina, estaba situada muy cerca del comedor de los pequeños, siempre tan solícitas se las arreglaban para endulzar con algún caldo especial o alguna golosina a los internados en aquella especie de UVI conventual. Allí, jamás, el padre Félix sacaba a relucir el genio heredado de los Salvadores, siempre dando ánimos a los sufrientes, sin que le faltara la ironía con los que tras varios días comenzaban a espabilarse pero intentaban por todos los medios alargar las vacaciones escolares. (“Vaya cuento que tienes, Valcabado, tú deberías estar ya en clase con tus compañeros, le decía medio en broma a Luis, así no aprenderás  nunca el ablativo”).  Lo que más pronto que tarde terminaba por ocurrir. Los vasos extras de Colacao no duraban más de tres o cuatro días.

Allí, en las aulas, al padre Félix  le volvía a relucir la genética familiar. Como profesor de latín que de muchos fue, en primero y segundo, también se le iba la olla con facilidad. Salvando a algunos más ilustrados, la mayoría no teníamos ni idea de la lengua de Virgilio al empezar el internado. Ni mención del vocativo en la Enciclopedia Álvarez. Repetir de carrerilla, sin pestañear, pero sin tener idea del significado, menos aún del genitivo posesivo, el santus, en respuesta a las exhortaciones del párroco en la iglesia de la aldea pueblo no contaba. Así que encontrarnos, de golpe, sin previo aviso, con declinaciones y casos no era, al menos para la mayoría, tarea fácil. Aunque por línea general no se nos atragantaba tanto con las matemáticas, no faltaban las veces en que las declinaciones se tornaban laberínticas y confusas. Incluso para el bueno de Durántez, un compañero brillante, que “chispeaba” (como se decía de los que destacaban en clase) también a veces se le atragantaban las terminaciones verbales. Y allí estaba el P. Félix en su mejor versión de los “Salvadores” del pueblo. En cuanto Durántez se quedaba ligeramente dudoso sobre la desinencia verbal, le faltaba tiempo al P. Félix, entre las carcajadas generales de todos los compañeros, para decir: “Cero por no saberlo, cero por equivocarte (en realidad no se había equivocado, no había abierto ni la boca) y cero porque me da a mí la gana”. Esta era una expresión favorita, “porque me da a mí la gana” cuando, como solían decir en el pueblo, “se le encendía la chimenea”. Y acto seguido te encasquetaba tres ceros lo que hacía que a final de mes te las vieras y desearas para levantar aquella losa en las traducciones de Julio César, salvo que el P. Calabaza (cero por no saberlo, cero por…) te dijera, y solía hacerlo,  al final de la clase (No se lo digas a nadie, pero te quito los tres ceros).

Durante los recreos, sobre todo a principios de verano, cuando el calor comenzaba a arreciar no era raro verlo pasear, junto con el P. Pinto, su primo carnal, aunque de estatura mucho mayor, conformando aquella extraña pareja, tan dispar en altura y en carácter. El padre Pinto solía llevar la capa negra, paseaban por el camino que llevaba a las monjas francesas, bordeando el pinar que delimitaba los campos de fútbol, envueltos en una interminable conversación gesticulante. Uno desde las alturas abriendo y juntando las palmas de las manos, como suelen hacer los italianos para expresar hartura, el otro mirando hacia arriba, la diferencia era notable, con aspavientos exagerados, imitando el gesto de tirar una caña para la pesca. Muy posible debían de estar discutiendo del mejor cebo para poner en los reteles, el mismo río pasaba por el pueblo de uno y otro, el mismo valle enmarcaba sus vacaciones veraniegas.

En cuanto a mí, aun sabiendo que los Héroes de Telemark no estaría, como yo discutí después con Catón entre las mejores películas de la historia, aunque a mí aquella tarde de domingo me lo pareció, todavía me veo acurrucado en las butacas traseras del teatro, absorto, admirando la destreza de Kirk Douglas que desciende raudo y veloz las nevadas colinas de Telemark, perseguido por la patrulla alemana a la que guía un traidor noruego. Sólo se oye el ruido de los esquís deslizándose sobre la nieve. Chis, chas, chis chas.


Monday, January 6, 2014

El padre Calabaza (1 de 2)

Desde que era monaguillo en la aldea, más o menos cuando comencé a tener uso de razón, recuerdo al padre Calabaza. Era el mayor de tres hermanos, los tres frailes dominicos, hijos de Honorato, panadero de profesión. El mayor, el padre Agapio, aparecía por el pueblo muy raramente. Algo que no era de extrañar puesto que toda la vida fue misionero en las Filipinas, profesor en la afamada Universidad Santo Tomás de Manila. De los tres era el más chaparro, teniendo fama de jocoso y dicharachero, incluso entre el vecindario, quien por lo demás tenía un respeto extremo por los tres hermanos. Cuando cada media docena de años llegaba en las vacaciones de verano, tenía la costumbre, el hábito blanco en aquella época siempre lo llevaba puesto, de ponerse una boina, lo que a mí me resultaba chocante y hasta cómico, no sólo por el contraste de la inmaculada vestimenta dominicana con la redondeada boina, en su vertiente pamplonica, negra como el carbón, con borlita en el centro, sino porque yo siempre, de manera unívoca, la había identificado con la indumentaria de mi abuelo o los de su quinta, no con un docto profesor en una universidad de Extremo Oriente.

El segundo, en edad, aunque mucho más fortachón que los otros dos, algo cargado de espaldas, era el padre Emiliano, un hombre relativamente adusto, aunque la bonhomía no le había sido extirpada del todo por una formación académica exquisita. Así que si se le presentaba la ocasión no evitaba las conversaciones con los vecinos, sobre todo cuando salía de celebrar, invariablemente a las diez de la mañana, la santa misa, sobre asuntos que para él debían de resultar banales: “¿Qué tal el centeno del monte, Lides?”, inquiría de mi abuelo. Nada que ver con el canon 1.141 sobre los diversos aspectos de disolución del matrimonio rato y no consumado.  Porque además de profesor en la Universidad Santo Tomás, popularmente conocida como el Angélico, en Roma, era también consultor en asuntos de derecho canónico en el Vaticano. Este particular le otorgaba un aura especial de misterio, teñido de un cierto exotismo. Que a mediados de los sesenta alguien de un sitio tan remoto de Castilla, donde la autoridad más ínclita era el obispo, cuando de Pascuas a Ramos aparecía para la visita pastoral, estuviera implicado –nadie sabía con certeza lo que significaba ser un consultor en derecho canónico- con las altas autoridades eclesiales, era un signo de excelencia y distinción extrema. Incluso para el párroco, Don Ovidio, más versado en los intríngulis eclesiales aquello le resultaba misterioso y trataba al padre Emiliano como si portara el capelo cardenalicio. Cuando bajaba del autobús de línea siempre lo hacía con una cartera de cuero negra con cremallera plateada. Allí, sospechábamos los chiguitos, portaba los secretos más recónditos de la Curia. Hasta los remotos páramos de Castilla la Vieja.

Finalmente estaba el padre Félix, como todos le conocían en el pueblo, quien solía decir la misa algo más pronto, a eso de las nueve de la mañana. Así que cuando los tres coincidían en el pueblo, a los que cada tres años se sumaba un cuarto dominico, el padre Ceferino, misionero en Japón, más el párroco, el repique de las primeras, segundas y terceras duraba toda la mañana. Creando no poco desconcierto entre las feligresas sobre si tocaban para la misa de uno o del otro. El P. Félix, el más joven de los tres hermanos, era también el más bajo y, ciertamente, el más campechano de ellos. Siempre entablaba conversación con el señor Honorino, el molinero, a la puerta de la iglesia, a veces con el señor Sulpicio, y hasta que se murió con el señor Isidoro, el cartero que hacía las veces de sacristán y respondía en latinajos a los misereres que entonaba al final de la santa misa por los difuntos que el año precedente habían pasado, previsiblemente, a mejor vida.  

El padre Félix, nada más llegar de vacaciones, a principios de julio, hacia su particular visita pastoral a las familias de los alumnos internos en las Arcas Reales. En realidad sólo hablaba con las madres, los hombres estaban ocupados en la siega o simplemente se descargaban de esa responsabilidad. Durante los sesenta, todos los años había no menos de cinco muchachos -algún curso llegaron a coincidir una decena- de la aldea internos en el colegio de los dominicos. Así que se pasaba todo su primer día de vacaciones de progenitora inquieta a progenitora preocupada por el devenir de sus vástagos. A los que seguían para darles ánimos, que continuaran con sus esfuerzos económicos para pagar la pensión (unas 580 pesetas al mes), aunque la cosecha de trigo no hubiera sido del todo buena, o una peste se hubiera llevado todo el gallinero por delante. “Señora Judit, no se preocupe, que al chico le hayan suspendido en Educación Física no es el fin del mundo, lo importante es que haya sacado buenas notas en las otras asignaturas, ya hablaré yo con el padre Pablo, usted tranquila”, le decía a mi madre.

Efectivamente, yo me había llevado un buen berrinche al recibir la carta con las notas. Que me supiera de memoria quienes eran los arquitectos de Santa Sofía en Constantinopla (Isidoro de Mileto y Artemio de Tralles) o la fecha en que las huestes de Alfonso X conquistaron Cartagena (1245) a las hordas moras había propiciado un sobresaliente con el padre Reyero en Historia. El que fuera duro de cerviz, por utilizar una expresión bíblica, y hubiera sido incapaz de doblar el espinazo como se debía en el plinton del padre Pablo había sido una mácula imperdonable para mis padres. Ellos no hacían mucha diferencia entre la disciplina física y la excelencia académica. Lo que veían, como reverberando sobre el boletín de notas anual, era aquel 4,5 (¡por Dios, padre Pablo!, ¿cuántos segundos menos en las tres vueltas al campo de fútbol para llegar al 5 pelao?). Así que allí estaba el padre Félix, de cuya casa familiar nos separaba una tapia de adobe con el tejadillo típico de la zona, brezo y césped entrelazado, intentando explicar lo inexplicable a mi madre asustada. “Y ¿si no le dejan volver para cuarto?”. Con un afecto y una cercanía impagables en una época donde el clero tenía ademanes de casta distinguida y alcurnia casi ennoblecida, como se veía incluso en los mismos párrocos –no en todos- que bien que sabían guardar las distancias con los fieles.

El padre Félix era un gran aficionado a la pesca de cangrejos. No había tarde, muchos años antes de que se extinguieran por alguna ignota enfermedad, que no saliera con su cesta de mimbre, sus reteles, la horcaja –un bastón terminado en uve con el que se ayudaba para tirar de la cuerda y sacarlos del río- y su secreto mejor guardado: el cebo. Algo que según él le permitía cada tarde llevarse tres o cuatro docenas de crustáceos del riachuelo para que los cocinara su hermana soltera, la señora Davídica. No solía ir a buscar recovecos escondidos en el río Negro (el grande) para echar los aros metálicos artesanales a los que iban enganchadas las redes, muchos atardeceres –según él la hora ideal para que picaran- solía venir al pozo formado por una pequeña curva del río, a la sombra de los salces y de un viejo puente de madera de roble, que estaba al lado de mi casa. Tan cerca que el remanso, un pequeño recodo con un par de metros de profundidad, se llamaba, por mi bisabuela, el pozo de la señora Catalina. A veces la señora Valentina se le adelantaba, así que el padre Félix tranquilamente, con la cesta de mimbre, se alejaba por el camino del arroyal hasta el puente de piedra, unos doscientos metros más arriba. Con su cebo misterioso, su horcaja y sus reteles.

Algunas veces me llevaba a mí de ayudante, sobre todo cuando con el paso de los años se le hacía menos llevadero andar por entre los juncales que cubrían la ribera del río. Por eso sé cuál era su cebo misterioso: cierto tipo de pececillos, de escamas bruñidas cuando se ponían panza arriba con el calor del verano en las correnteras del río que bordeaban el cementerio. Ésa era otra de sus aficiones inveteradas, la pesca con caña. Desde que terminaba la santa eucaristía hasta la hora de comer. Aparentemente los adobaba con algún mejunje para que los cangrejos pudieran olerlos desde más lejos, pero para mí que, simplemente, dejaba que se pudrieran dos o tres días en la tahona abandonada de su padre para que atufaran más. Pócimas o podredumbre,  al echar los reteles en las pozas del río, hedían a demonios.

Así que el padre Félix se pasaba las vacaciones entre sus aficiones pescadoras, mañana y tarde; sus devociones, aparte de la misa, a media tarde se sentaba en la parte trasera de su casa a recitar el breviario, donde yo lo veía a la sombra de un manzano, desde la ventana de la parte alta en casa, por encima del tapial de adobe y brezo, y a confortar a las madres que suspiraban porque sus hijos se convirtieran en hombres de provecho. De otro modo, como le había pasado a mi vecino Fidel, un poco más mayor que yo, tras tres años en el internado, terminaría echando la piedra lipe en la avena de la sementera para preparar la siembra. Sin jamás de los jamases poder llegar a distinguir las diferencias entre el orden jónico, el dórico y el corintio.

En el pueblo, los tres eran mentados como los frailes. Han venido los frailes, se han ido los frailes, he visto a los frailes. Los adjetivos de la congregación o la orden no eran citados nunca. Eran los frailes, a secas. Como mucho, muy raramente, “los Salvadores”, por el apellido del padre. Al señor Honorato, el padre, yo ya no lo conocí, aunque durante muchos años –ahora ya ha desaparecido- la entrada a la tahona se conservó perfectamente, con un par de pequeños bancos adosados en un diminuto soportal,  debajo de un tejadillo donde, muy probablemente, en invierno, las amas de casas esperaban a que el panadero terminara de hornear la masa. El señor Honorato procedía de otro pueblo más al sur, Castrillo, así que en el pueblo la familia de los frailes lo era por parte de madre. En esa parte de la familia materna, la dicotomía era absoluta. Por un lado estaba el señor Agapito, el carpintero que ejercía de carretero, herrero, magnífico artífice en la fragua que estaba al lado de la escuela mixta. Un hombre generoso, de acendradas creencias religiosas, bonachón a más no poder. Siempre dispuesto a echar una mano al labrador que no podía pagarle la reparación de las ruedas del carro hasta después de haber recogido la cosecha o desplazarse hasta el potro para echar una mano en el herrado de una mula levantisca. Un santo varón que no faltaba a misa ni los domingos, ni fiestas de guardar, ni los otros.

Por otro lado, estaba, el señor Emiliano, aunque todos le conocían por Nano, un falangista empedernido, seguramente no por convicción ideológica, sino por la inercia de los tiempos. Le recuerdo todavía con la camisa azul en una de las primeras manifestaciones en la capital –pre organizada, de las de autobús y bocadillo, por el mismísimo gobierno civil franquista- lanzando soflamas en favor de un pantano que nunca llegó a construirse en la montaña. Había sido alcalde por imposición, puesto desde el que había mangoneado no poco: que si ahora la concentración parcelaria se hace de esta forma, que si el regadío se comienza por tal lado… En realidad, manipulaciones insignificantes pero que hacía que la mitad del pueblo estuviera en su contra. Mientras la otra mitad le adulaba hasta que no les quedaba otro remedio que pasarse a primera mitad. Todo ello era de difícil oposición, menos, si cabe, a mediados de los sesenta, y en cualquier caso resultaba irrelevante para el padre Félix.

Lo que realmente le traía a mal traer era que Nano, familiar directo, al menor signo de contrariedad, real o imaginada en su cabeza, por parte de un paisano indócil o de un animal de labranza indómito comenzara a resoplar, empezando a jurar por el estamento más bajo de la corte celestial para, a la vez que en el tono de la voz, ir ascendiendo los escalones jerárquicos de beatos, santos y doctores de la santa madre Iglesia, repasando la letanía de todos los canonizados y terminar jurando por lo más sagrado y lo más alto. Hasta por las cosas más nimias. “Cagüen San Pedrín, otra vez tengo las patatas llenas de escarabajos”. Y de ahí para arriba. Como se solía decir, le llevaban los demonios. Algo que, seguramente, las beatas que acudían religiosamente a la celebración matutina del padre Félix se tomaban al pie de la letra.

Su primo Nano era escandaloso, no sólo para las beatas, el párroco, también para los mozos más curtidos que a veces también se descarriaban en blasfemias y juramentos. Sobre todo para los menores de edad. De niños le teníamos no poco pavor y cuando comenzaba a renegar de santos y vírgenes echábamos a correr para no escuchar sus blasfemas imprecaciones. El cura nos tenía bien avisados de que hasta el simple hecho de oír aquellos perjuros a pie firme y sin moverse constituía pecado. Y no de los pequeños (me acuso de haberme pegado con mi hermano, de haber dicho una mentira al maestro). Así que empezar a jurar el primo del padre Félix y ver correr a los chavales por las esquinas todo era uno.

Para más inri, Nano llevaba todas las tardes de verano las vacas a beber al río que pasaba lamiendo la casa familiar de los frailes. Los animales tenían la mala tendencia, en las tardes extremadamente calurosas de agosto, de dar espantadas y echar a correr en todas las direcciones. Las ha picado la mosca, decían en el pueblo. Nano echaba a correr tras ellas, en su boca todas las letanías posibles y todos los juramentos imaginables. Como sólo sabe jurar la gente muy religiosa, la de los pueblos católicos, apostólicos y romanos. Naturalmente, Nano iba a misa todos los domingos, aunque era uno de los últimos en entrar, cuando el “confiteor” ya había finalizado y el cura se disponía a entonar el “kirieleisón”. Siempre se subía al coro, en la parte de los hombres. El padre Félix que acababa de cerrar su devocionario y se aprestaba para atar el cebo en los reteles no podía menos que oír, su casa estaba a unos diez metros del río, aquel cúmulo de improperios y disparates procedentes de su lenguaraz familiar. “Este Nano se va a condenar”, decía algunas veces, medio en broma, medio en serio.

El padre Félix, un par de veces cada verano, llamaba al orden a Nano para reconvenirle a  que moderara sus ímpetus blasfemos, aunque sólo fuera por respeto a los vecinos y a la familia tan religiosa a la que pertenecía. Nano que -raramente- dejaba de estar enfurecido, si no con las vacas, era con otro vecino, con la cosecha o con lo que se terciase, asumía de buen grado las amonestaciones. Hasta la tarde siguiente que a las vacas les picara otro tábano.


El mal genio debía ser una cuestión genética, de familia. El padre Félix lo tenía, claro, pero más amaestrado. Bueno, hasta que –como bien sabíamos los internos, incluso los que le ayudábamos a pescar cangrejos- se le cruzaban los cables al recitar las declinaciones en la clase de latín o en las inspecciones de estudio las tardes de domingo, antes de la sesión de cine con “Los héroes de Telemark”. Incluso al padre Félix, en medio de su infinita bondad también se le iba la olla. Y uno de los apodos con el que le conocíamos, el de padre Cacharra, debía de hacer alusión a su carácter, ocasionalmente intempestivo. (CONTINUARÁ…)