Medio siglo
después, los cuatro años con sus penas y alegrías que pasamos en el internado,
a mediados de los sesenta, son recordados como un instante tan lejano como
fugaz, ahora que avanzamos, sobradamente, por encima de la barrera de la cincuentena. Sin duda,
el paso del tiempo, suele suceder, ha tornado nuestros recuerdos, que en no
pocos momentos fueron ásperos y, para algunos, notablemente dolorosos, en un
espacio sedoso y nostálgico, como un placebo que atempera las aristas más rugosas
de nuestra memoria. Aquel período evanescente, ocasionalmente idílico, de la
adolescencia que transcurrió por nuestras vidas sin que apenas supiéramos que tal
edad existía.
Para la inmensa mayoría
de nosotros representó, desde la perspectiva académica, un auténtico trampolín,
el resorte -inexistente en nuestros pueblos perdidos de Castilla la Vieja o en las
aldeas remotas de Asturies patria querida- que sentó las bases para una carrera
profesional de rango medio: profesores de instituto, funcionarios de futuras
autonomías, empleados de bancos fusionados y absorbidos. En fin, las Arcas
Reales, como gran parte de colegios religiosos de la época en España,
prosperaba –fruto de la época gris a punto de acabar en la que había surgido-
con un horizonte académico constreñido por el sólo y único propósito de captar
vocaciones apostólicas, sin alzar la vista, carente de las sofisticadas
ambiciones elitistas que hubieran hecho de sus alumnos, de nosotros, genuinos
líderes en sus futuros ámbitos laborales.
Nos educaron, con
rigurosidad pero sin alardes, para formar parte de la creciente clase media que
un par de décadas más tarde vivió exultante y mansa la llegada de la
democracia, la imposición del IVA, la entrada en la Unión Europea. Quizá
excesivamente sumisos, o como nos diría pocos años más tarde nuestro maestro de
estudiantes de teología, “pasados todos por el mismo patrón borreguil”, sin que
tuviéramos el punto de rebeldía necesario que genera el hervor de donde surgen
las personas con capacidad de liderazgo. Para hacer algo nuevo y diferente. O
quizá lo tuvimos, pero cuatro años de internado terminaron por amansar la fiera
que llevábamos dentro. Veníamos de parameras sin horizontes a la vista, de
valles interminables entre montañas, pero terminamos, metafórica y físicamente,
encerrados entre cuatro paredes.
A la postre,
cierto, los buenos padres terminaron por convertirnos en hombres de provecho.
Pero nada más. Me pregunto si era la época y el lugar, o acaso nosotros no
teníamos la impronta genética, para haber transformado aquella formación de notable
relumbrón en algo más productivo para la sociedad y nuestro futuro que el mero
hecho de convertirnos en engranajes de la vida laboral vulgar y ordinaria –tan rutinaria
como segura- en cualquier oficina gubernamental, aula de colegio concertado o funcionario
con prejubilación anticipada. Al menos, para mayor gloria de nuestros
profesores de la época, podemos recordar, ante el asombro de nuestros colegas
de hoy, algunas frases de Cicerón, las cinco declinaciones (¿o eran cuatro?)
del latín, y que el Duero nace en los picos de Urbión, provincia de Soria.
Cuarenta años después del ayer.
Acaso este
reduccionismo de miras en nuestras ambiciones profesionales y humanas haya sido
producto de los espacios limitados, las pocas decenas de metros cuadrados por
los que discurrieron los cuatro años de internado en el colegio. Salvo algunos
privilegiados deportistas que eran llevados a competir a Pucela y, en ocasiones
muy especiales, a Salamanca o Bilbao, el resto habitábamos nuestra existencia cotidiana
entre cuatro paredes. Esto es literal, si bien conviene matizar ligeramente
esos espacios geográficos y multiplicarlos por cinco. Cuatro paredes de la
maravillosa capilla de Miguel Fisac, cuatro paredes del comedor, cuatro paredes
del dormitorio corrido, cuatro paredes de los campos de deportes (no había
paredes físicas, pero los límites del pinar, el pabellón de menores y la
chopera eran lo mismo) y las cuatro paredes de la galería.
La galería, fuera
la del pabellón de menores o la del de mayores, constituía el espacio
neurálgico de nuestras idas y venidas hacia los otros cuatro: hacia las clases,
hacia el campo de fútbol, a la capilla, para subir al dormitorio o para acceder
al comedor. También era lo primero que pisábamos al volver de vacaciones y lo
último para aquellos que, ¡ay llanto y crujir de dientes en las familias
concernidas!, eran expulsados. Si exceptuamos el patio central donde aparcaba
el taxi o el novedoso turismo del familiar con posibles, aunque allí, al patio
central sólo se nos permitía el acceso para esos tránsitos puntuales y raudos.
Bueno, y en el Día de las Familias donde las fronteras desaparecían en medio
del jolgorio de los reencuentros matinales y los lloros de las despedidas
vespertinas.
El arquitecto había
concebido la galería no sólo como un espacio de tránsito, sino también de
recreo. Especialmente para los días de lluvia. No es de extrañar que a los
antiguos alumnos sea uno de los lugares que con más facilidad les viene a la
memoria. En parte por dos elementos arquitectónicos bien notables. La fila de
columnas central, pintadas de beige (algunos creemos recordarlas de amarillo),
que soportaban los dos dormitorios de cada pabellón y las dos cristaleras,
luminosas y amplísimas, que abarcan las dos paredes laterales, con sus marcos
pintados y repintados de verde, por donde los días de tormenta se colaba la
lluvia. Y, cómo no, aunque no puestas por el arquitecto, las mesas de ping-pong,
un deporte que a quienes nos habíamos criado con el juego del aro o de la pita
nos resultaba tan exótico como el P. Ibáñez atacando desmelenado
–es un decir- una fuga de Bach en el coro de la iglesia.
La galería era el
espacio donde formábamos filas para todo. Cuando teníamos que entrar a la
capilla, filas en silencio. Otro tanto cuando teníamos que ponernos firmes para
entrar en el comedor, también en silencio. A las clases y al dormitorio
solíamos acceder algo más disgregados, aunque cuando por alguna razón éramos
castigados en grupo, también se nos obligaba a formar filas en la galería. Si
aquello hubiera sido un campamento militar, alguna semejanza había, podríamos
decir, exagerando un poco, que la galería era nuestro campo de entrenamiento
para adiestrarnos en el paso de la oca.
Al fondo de la
galería, a finales de los sesenta, después fue transformada parcialmente en
gimnasio, había una gran sala que hacía las veces de salón de actos. Era el
espacio más grande que un aula, así que cuando se trataba de reunir a más de
una clase, allí cabíamos todo el curso completo, generalmente conformado por
tres o cuatro clases, como unos ochenta alumnos. Por ejemplo, las clases de
Normas de Urbanidad, impartidas por el P. Félix Rodríguez, donde nos
aleccionaba sobre cómo coger el tenedor o limpiarnos con la servilleta. En un
momento determinado, la primera televisión en blanco y negro que, inicialmente,
estaba en el teatro, donde en medio una neblina electrónica impenetrable apenas
percibíamos al equipo pimentonero disputar el esférico al Gijón en La Condomina,
se pasó a ese salón. Algún partido del mundial de Méjico, con Pelé, Rivera,
Teófilo Cubillas, pese a que coincidió con los exámenes de final de curso, lo vimos allí. Poco a poco, a medida que de
alguna forma, seguramente con la llegada de padres más jóvenes al claustro
académico, las normas se flexibilizaron, a la entrada del salón, colocaron un mueble donde podíamos leer, con retraso de uno o dos días,
los periódicos vallisoletanos.
Mientras que un
lateral de los ventanales, fuera en uno u otro pabellón, estaba orientado al
campo de baloncesto, en el otro lateral, por el lado de la iglesia, estaban los
vestuarios deportivos, más bien almacenes cerrados a cal y canto donde se
guardaba utillaje deportivo, como los balones de reglamento y las camisetas de
fútbol. La llave la tenían los encargados, una denominación de preeminencia y
prestigio, compañeros que considerábamos enchufados por disponer de tal
privilegio. En un receso, ya en el corredor de acceso a la capilla, el despacho
que usaba el Padre Reyero para entregarnos el material de escritorio que le
solicitábamos de uno en uno, con la inevitable fila y la no menos inevitable
frase: ¡El siguiente, al padre Reyero!. En el pabellón de menores, la variante
era un despacho para el confesor o director espiritual al que el penitente o
dirigido notificaba de su llegada mediante un timbre colocado nada más traspasar
el umbral desde la galería.
En los días de
lluvia, cuando los doscientos y pico alumnos nos guarecíamos de manera obligada
en las horas de recreo, el alboroto era ensordecedor. Aparte del eco generado
por las cuatro paredes -quien no jugaba al pilla pilla lo hacía al escondite,
otros paseaban en grupitos y paso acelerado de un lado para otro- los tantos
ganadores al ping-pong se celebraban con inusitada algarabía. El padre prefecto
correspondiente, en aquellos tiempos el P. Félix Rodríguez o el P. Juvencio Hospital
se las veían y deseaban para encauzar tanta energía. El P. Félix, que además
ejercía como profesor de ciencias naturales, bondadoso de carácter, aprovechaba
la ocasión para disertar, ante un pequeño círculo de curiosos, sobre la
extraordinaria la vida animal en las islas Galápagos, mientras el P. Juvencio,
redoblaba como entrenador de baloncesto, contaba aventuras de su estancia en
las Filipinas.
El padre Reyero, maestro de la historia de España con su hilera
interminable de fechas, nos mostraba su impresionante colección de sellos:
castillos, trajes regionales, conmemorativos del Día de la Victoria, pintores
del Siglo de Oro. ¡Padre, padre, ese sello se le ha dado la vuelta!. Y el P.
Reyero se precipita, con un nerviosismo evidente, la hoja de celofán se le
adhiere a los dedos, a dar la vuelta a la hoja. En sus clases de historia hemos
aprendido, eso sí, a hurtadillas, que donde Goya pintó la Maja Vestida, siempre
hay una Maja Desnuda. Aunque esté vientre abajo. El P. Reyero respira aliviado,
ha conseguido tornar la página y ahora empieza la sección de monumentos
mozárabes. Fuera, mediados de abril ventoso, la tormenta arrecia contra los
cristales de la galería.
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