Estrictamente
hablando, esto es, escribiendo, no es una historia de las Arcas Reales. Hacía
ya siete años que habíamos dejado el internado y recorrido un largo camino de
latines y reválidas, caminábamos ya encauzados en la aparente –y
ciertamente aburrida- buena senda de la metafísica tomista, bendito P. Turiel,
tras haber dejado atrás algunas escaramuzas filosóficas con Heidegger, Husserl
y algún que otro encontronazo -mas que nada, escolar- con el mismísimo Marx, Karl. Verano de 1978.
Que me dispensen
los protagonistas reales de la historia puesto que yo era, literalmente, un
mero espectador. Como no podía ser de otra manera. Mi acercamiento a la música,
como infante y adolescente, había sido calamitoso. Bastaba que el P. Gregorio
Buena nos mandara solfear, en grupo, a toda la sección A, para que a las
primeras de cambio un servidor quedara descartado: “Mantecón, -retronaba su voz
cavernosa contra el techo ondulado del aula de música- tiene Ud. una pared por
oido”. Nada que alegar ante la evidencia vocal. Inevitablemente, yo caía, curso
tras curso, entre la primera media docena de los declarados inútiles para
acceder a la preselección de tiples que conformarían la afamada y exitosa, mutipremiada,
Coral Virgen del Rosario, estandarte
musical del internado en concursos, actos devocionales, villancicos en la
radio, y hasta en viajes a Roma y Santiago de Compostela. Pueri Cantores.
Hubo una lejana
época en la que achacaba esta impericia musical a que Don Tino, el añorado maestroescuela
de la aldea, siempre estuviese más preocupado porque aprendiéramos de memoria
la altura exacta del Mont Blanc y el lugar preciso del nacimiento del Ebro,
Fontibre, que las notas volátiles de los pentagramas. Con el paso del tiempo
comprendí que era una insuficiencia congénita, incluso un defecto genético. Y
eso que en el noviciado de Ocaña, cuatro años antes de que la anécdota aquí
narrada ocurriera, había hecho un denodado esfuerzo para teclear en el armonio
de la capilla, nada más y nada menos, que el Ave María de Shubert. Eso sí,
marcando las teclas con números. Así que me consolaba, o quizá suplía mis
deficiencias musicales, convirtiéndome en envidioso admirador de todos los
compañeros, había algunos magníficos, eso que procedían de escuelas pueblerinas
similares a la mía, poseedores de un don innato por la música, fuera cantar o
tocar algún instrumento musical. Limitados, por lo general, a los de cuerda,
posiblemente por ser más fáciles de transportar y más baratos. No estaba la
época de penurias para costosos trombones o voluminosos chelos.
Muchos años
después, recuerdo todavía el lugar exacto, al lado de una arqueta del campo de
fútbol en el Pabellón de Menores, donde se me pusieron, literalmente, los pelos
de punta –cursillo de verano de 1967- cuando mi colega Hilario Vicario, una voz irrepetible, entonaba, con voz angelical y pura, “Madrecita María del Carmen, madre de mi
corazóooon…”. La educación musical de Arcas, dejando aparte la falta de
cualidades de algunos de nosotros, era un auténtico lujo. El P. Buena, el P.
Llanos, el P. Rubio, el P. Gil y tantos otros conformaron una educación musical que en
aquellos años plomizos y tristones resultaba sobresaliente. Por la cantidad y
por la calidad. Baste decir que hasta teníamos libro de texto (para la teoría)
y una abundante práctica académica, a lo que se sumaba para los elegidos
interminables ensayos, en vísperas de concursos y festivales, horas
extraordinarias, restando tiempo al sueño o al recreo. Que algunos resultáramos
irrecuperables, desde luego, no es achacable al empeño que ponían los
profesores en domar nuestros desahuciados tímpanos infantiles.
Fuera consecuencia
de esos traumas infantiles o de la cercanía geográfica al lugar de los
acontecimientos, este verano del ’78, con la veintena iniciada, una noche
inenarrable, allí me encuentro yo en el gallinero del Teatro Principal de
Reinosa, Santander, provincia denominada en la actualidad por el vulgo
Cantabria, aplaudiendo a rabiar y gritando como un auténtico “hooligan” musical
(¡Vais a ganar, vais a ganar¡) tras la actuación, incomparable, he de añadir,
de mi compañero de viaje, o yo de él, Dámaso Hierro y de Javier Celada. Dámaso ha
pasado el curso, como un servidor, peleándose con la iniciación a las teorías literarias
de composición de los protoevangelios (Bendito padre Borragán) en el
estudiantado de San Pedro Mártir, conocido popularmente por el vulgo, como el
teologado de Alcobendas. Su voz relativamente bronca, pero exquisitamente
modulada en su gravedad, ha constituido en el curso de la interpretación un
perfecto contraste para la de Javier (o viceversa), cuya voz todavía de preadolescente,
con trece o catorce años, ha resonado cristalina y transparente en el florido
escenario de Reinosa. Estamos en la segunda edición del Festival de la Canción
del Ebro y la canción compuesta por el P. Isidro Rubio Intauxti, navarro de
pura cepa, tiene todas las papeletas para llevarse el primer premio del
certamen. Hasta el director de orquesta, un conocido músico bilbaíno cuyo
nombre no recuerdo, parece que ha dirigido los violines con más entusiasmo y
garbo que para el resto de participantes.
El dúo
formado por Dámaso y Javier ha sobrevivido a una dura preselección entre más de
300 aspirantes y allí están los dos entre asustados y orgullosos, pasadas las
tensiones del momento, saludando con timidez a la platea. Han pasado la
semifinal del concurso y su actuación en la final ha sido portentosa. No soy yo
el más adecuado para emitir un juicio crítico, acaso me esté dejando llevar por
el entusiasmo y el corporativismo, pero estoy convencido que van a arrasar en
la votación final. Yo y toda la “clac” congregada en el gallinero del teatro
para exultar ante lo que consideramos una interpretación imbatible. Y vaya
“groupies” que nos hemos arrejuntado. Salvo los padres de los artistas que han
tenido derecho a un asiento en el patio de butacas, allí están los miembros del
grupo de pop religioso, por denominarlo de alguna manera, Bismuto 77, del cual
Dámaso es vocalista, un ilustre cántabro de Sarón, nuestro compadre Emilio y
sus padres, un servidor, mi tío Luis y hasta Don Juan, el cura párroco de mi
pueblo. Ni la más remota idea de lo que hace aquí el cura de la aldea. Sábado
por la noche, debería estar preparando el sermón dominical. El caso es que, con
diferencia, resulta el más enfervorizado y quien más escandalera arma. El bueno
de Don Juan, que en su momento me había empujado para que fuera a las Arcas,
convencido de mi incipiente vocación dominicana, y que en el camino de regreso
de un pueblo de la montaña para que monseñor Souto Vizoso me confirmara –en las
Arcas Reales no se podía entrar sin haber recibido el sacramento- nos
encontramos con el epíscopo al borde la cuneta, haciendo de menores (otra
expresión inconfundible del internado) con el manteo levantado hasta la cintura.
La única vez que he visto a un obispo hacer sus necesidades. Pero ésta es otra
historia…
Volviendo al
evento musical, conviene señalar que aunque hoy la letra de la canción pueda
parecer “demodé”, en aquel momento y en aquella época reflejaba muy bien el
contexto en el que discurría nuestra existencia. Básicamente, en el fin de la
adolescencia y primera juventud, nuestro discernimiento sobre el futuro era un
gigantesco interrogante (“si no veo nada, si no veo nada”). El mundo, de
puertas afuera, vivíamos ya en el claustro, tampoco ayudaba mucho. Madrid era
un hervidero de opciones y posibilidades, acrecentadas por todo el “maremágnum”
de dilemas y disyuntivas, a cual más novedosa y radical, que se despeñaban
todos los días desde las televisiones y los periódicos (“es mi amanecer que
trepa por las ramas, espacios abiertos, caminos del alba”), incluso por boca de
nuestros profesores de hermenéutica bíblica (“espacios abiertos / caminos del
alba/ recuerdos dormidos / que ahora te llaman”). Aunque no menos destacadas
resultaban las incertidumbres. No éramos conscientes, sólo lo percibimos “a
posteriori”, pero con cerca de veinte años, el mundo a nuestro alrededor,
estaba dando un vuelco que, por ende, terminaría por transformarnos a nosotros
por completo, incluso a mi cura párraco.
El día a día
lo vivíamos bañados en una pócima de
existencialismo, la libertad reciente a espuertas (“es mi amanecer / que trepa
por las ramas / que abre sus ventanas / son voces de un querer”) rozando a
veces con un pesimismo desmesurado. Incluso un nihilismo que rozaba lo absurdo
y que no se correspondía con la nueva época que aventurábamos (“para qué cantar
/ para qué reir / para qué mirar / hacia el mañana”). El texto ideado por el P.
Rubio se debatía entre una cierta moralización del presente, faltaría más,
nuestro porvenir será sólo fruto de nuestro esfuerzo y nuestro empeño (“es aquí
donde está / donde hay que escalar / la montaña alta”), enfrentado a una
imposibilidad de llegar al futuro (“para qué estudiar / para qué vivir / para
qué esperar /el hada blanca / si no veo
nada / si no veo nada”). O del que futuro llegara a nosotros. La dialéctica de la canción terminaba en empate, sin
que el autor se decidiese claramente por una u otra opción. Lo cual tiene su
mérito. Porque considerando la situación y la época, lo más lógico es que
nuestro navarro, excelente profesor de literatura, se hubiera decantado por un
canto exultante a la bondad divina, los éxitos inmediatos de nuestros esfuerzos,
la vida en un puño fruto de la providencia divina. Somos los mejores. Pero no, ahí, al final, nos deja plantados en la duda: “palomas perdidas / que un niño encarcela /trabajos que
hacemos / tu y yo en la arena”. Vuelta al estribillo.
Supongo que
el P. Rubio, como es natural, la escribió en un contexto puramente vocacional,
o quizá más bien, como una descripción de la desorientación en la que muchos de
nosotros (¿también él?) habitábamos, no sólo en el marco religioso, sino en el
ámbito de la cotidianeidad. Desde luego, a Dámaso y un servidor, que estábamos
viviendo, casi de primera mano, incluso en el teologado, la ebullición de
Madrid de mediados de los setenta, a lo que se juntaba la empanada mental de
nuestras aspiraciones a sacerdotes dominicos por la gracia del Altísimo (el
cura párroco había acertado momentáneamente), cada palabra de la canción nos
venía como anillo al dedo. Quizá hoy pueda parecer relativamente kitsch,
pero aquella formulación era perfecta para la época. Seguramente Javier, tan
jovencito, no asumía su letra, era un mero repetidor, pero para nosotros que no
sabíamos muy bien de dónde veníamos y, menos aún, a donde diablos íbamos, nos
parecía la perfecta hoja de ruta. De las características musicales,
francamente, prefiero no meterme en camisas de once varas. Si bien, mis
modestos conocimientos musicales parecen indicar que en aquella nutrida época
de cantautores y cantantes protesta, Aute, Llach, Adolfo Celdrán, Pastor,
incluso Serrat, al padre Rubio se le había pegado algo de su paisana Ostiz, tan
popular en aquellos años. Quizás.
Así que
cuando el fatídico, amañado, para nosotros, fallo del jurado se produjo y les
otorgaron un más que honorable, pero para nosotros absolutamente injusto,
tercer puesto estallamos a voz en grito “Tongo, tongo, tongo”. Armamos tal alboroto
que los organizadores subieron a todo correr desde la planta baja para amenazarnos con la expulsión del teatro. Y
hasta Don Juan se subió, a horcajadas entre el respaldo de dos butacas, para
que se le divisara mejor desde el escenario. Apuntaba con un dedo amenazador
hacia el portavoz del mismo, al ignoto maestro bilbaíno, y como nunca hacía en
el sermón de la fiesta del santo patrón, donde era más bien comedido y
recatado, a voz en grito retomó, con más énfasis, si cabe, lo de “Tongo, tongo,
tongo”. Esta vez no nos quedó más remedio, para evitar males mayores, que
abandonar la sala. Los acomodadores, preocupados para que la emperifollada burguesía
local no pensara que se había infiltrado un grupito de anarquistas en medio de
su modoso festival, amenazó con llamar a la fuerzas del orden. Y en 1978 las
fuerzas del orden, más aún en Reinosa donde recientemente habían tenido lugar
unas durísimas huelgas de la industria, no estaban para ser tomadas a la
ligera.
Con todo y
con eso, no nos libramos de pasar la noche entre rejas. Aunque fuera por
nuestra propia voluntad y para calmar nuestro aparente ánimo revolucionario. Como
no teníamos alojamiento previsto, ni ciertamente dinero para pagárnoslo,
terminamos rompiendo la puerta metálica del vestuario del club de fútbol local,
ya en la carretera de camino a la meseta, y pasando la noche tras las ventanas enrejadas.
Lo de vestuario era un eufemismo, allí no había ni bancos, sólo unos colgadores
en la pared, una ducha y apestaba a lineamento. Y aunque no recuerde el nombre
del director de orquesta, venal, a nuestros ojos, y presidente del jurado, que
nos escamoteó, qué digo, que nos robó, el primer premio, me acuerdo, véte a
saber por qué de la dominación del club de fútbol, el Matamorosa. Allí sobre el
duro cemento del vestuario del Matamorosa “nuestro corazón buscaba otra enramada,
que atizaba rojas brasas porque empezaba a crecer”. Reconozco que no tiene
mucho sentido, pero de alguna forma, con aquella canción – convertida en un himno
a la perplejidad de la época que nos envolvía y al azoramiento de nuestros ignorados
destinos- nuestra época del internado, con su candor e ingenuidad, pasó a mejor vida: “es mi corazón / que busca
otra enramada / que atiza rojas brasas / porque empieza a crecer”.
No es de
extrañar, pues, que cuando, ocasionalmente, escucho la grabación, como con “Madrecita
María del Carmen, madre de mi corazóooon…” se me pongan, de nuevo, los pelos de
punta y camino de los sesenta mire, todavía, al futuro. Eso sí, con bastante menos
ingenuidad que entonces. "¿Para qué esperar el hada blanca?"