Saturday, September 1, 2012

Preguntas de un nuevo amanecer

Estrictamente hablando, esto es, escribiendo, no es una historia de las Arcas Reales. Hacía ya siete años que habíamos dejado el internado y recorrido un largo camino de latines y reválidas, caminábamos ya encauzados en la aparente –y ciertamente aburrida- buena senda de la metafísica tomista, bendito P. Turiel, tras haber dejado atrás algunas escaramuzas filosóficas con Heidegger, Husserl y algún que otro encontronazo -mas que nada, escolar- con el mismísimo Marx, Karl. Verano de 1978.

Que me dispensen los protagonistas reales de la historia puesto que yo era, literalmente, un mero espectador. Como no podía ser de otra manera. Mi acercamiento a la música, como infante y adolescente, había sido calamitoso. Bastaba que el P. Gregorio Buena nos mandara solfear, en grupo, a toda la sección A, para que a las primeras de cambio un servidor quedara descartado: “Mantecón, -retronaba su voz cavernosa contra el techo ondulado del aula de música- tiene Ud. una pared por oido”. Nada que alegar ante la evidencia vocal. Inevitablemente, yo caía, curso tras curso, entre la primera media docena de los declarados inútiles para acceder a la preselección de tiples que conformarían la afamada y exitosa, mutipremiada,  Coral Virgen del Rosario, estandarte musical del internado en concursos, actos devocionales, villancicos en la radio, y hasta en viajes a Roma y Santiago de Compostela. Pueri Cantores.

Hubo una lejana época en la que achacaba esta impericia musical a que Don Tino, el añorado maestroescuela de la aldea, siempre estuviese más preocupado porque aprendiéramos de memoria la altura exacta del Mont Blanc y el lugar preciso del nacimiento del Ebro, Fontibre, que las notas volátiles de los pentagramas. Con el paso del tiempo comprendí que era una insuficiencia congénita, incluso un defecto genético. Y eso que en el noviciado de Ocaña, cuatro años antes de que la anécdota aquí narrada ocurriera, había hecho un denodado esfuerzo para teclear en el armonio de la capilla, nada más y nada menos, que el Ave María de Shubert. Eso sí, marcando las teclas con números. Así que me consolaba, o quizá suplía mis deficiencias musicales, convirtiéndome en envidioso admirador de todos los compañeros, había algunos magníficos, eso que procedían de escuelas pueblerinas similares a la mía, poseedores de un don innato por la música, fuera cantar o tocar algún instrumento musical. Limitados, por lo general, a los de cuerda, posiblemente por ser más fáciles de transportar y más baratos. No estaba la época de penurias para costosos trombones o voluminosos chelos.

Muchos años después, recuerdo todavía el lugar exacto, al lado de una arqueta del campo de fútbol en el Pabellón de Menores, donde se me pusieron, literalmente, los pelos de punta –cursillo de verano de 1967- cuando mi colega Hilario Vicario, una voz irrepetible, entonaba, con voz angelical y pura, “Madrecita María del Carmen, madre de mi corazóooon…”. La educación musical de Arcas, dejando aparte la falta de cualidades de algunos de nosotros, era un auténtico lujo. El P. Buena, el P. Llanos, el P. Rubio, el P. Gil y tantos otros conformaron una educación musical que en aquellos años plomizos y tristones resultaba sobresaliente. Por la cantidad y por la calidad. Baste decir que hasta teníamos libro de texto (para la teoría) y una abundante práctica académica, a lo que se sumaba para los elegidos interminables ensayos, en vísperas de concursos y festivales, horas extraordinarias, restando tiempo al sueño o al recreo. Que algunos resultáramos irrecuperables, desde luego, no es achacable al empeño que ponían los profesores en domar nuestros desahuciados tímpanos infantiles.

Fuera consecuencia de esos traumas infantiles o de la cercanía geográfica al lugar de los acontecimientos, este verano del ’78, con la veintena iniciada, una noche inenarrable, allí me encuentro yo en el gallinero del Teatro Principal de Reinosa, Santander, provincia denominada en la actualidad por el vulgo Cantabria, aplaudiendo a rabiar y gritando como un auténtico “hooligan” musical (¡Vais a ganar, vais a ganar¡) tras la actuación, incomparable, he de añadir, de mi compañero de viaje, o yo de él, Dámaso Hierro y de Javier Celada. Dámaso ha pasado el curso, como un servidor, peleándose con la iniciación a las teorías literarias de composición de los protoevangelios (Bendito padre Borragán) en el estudiantado de San Pedro Mártir, conocido popularmente por el vulgo, como el teologado de Alcobendas. Su voz relativamente bronca, pero exquisitamente modulada en su gravedad, ha constituido en el curso de la interpretación un perfecto contraste para la de Javier (o viceversa), cuya voz todavía de preadolescente, con trece o catorce años, ha resonado cristalina y transparente en el florido escenario de Reinosa. Estamos en la segunda edición del Festival de la Canción del Ebro y la canción compuesta por el P. Isidro Rubio Intauxti, navarro de pura cepa, tiene todas las papeletas para llevarse el primer premio del certamen. Hasta el director de orquesta, un conocido músico bilbaíno cuyo nombre no recuerdo, parece que ha dirigido los violines con más entusiasmo y garbo que para el resto de participantes.

El dúo formado por Dámaso y Javier ha sobrevivido a una dura preselección entre más de 300 aspirantes y allí están los dos entre asustados y orgullosos, pasadas las tensiones del momento, saludando con timidez a la platea. Han pasado la semifinal del concurso y su actuación en la final ha sido portentosa. No soy yo el más adecuado para emitir un juicio crítico, acaso me esté dejando llevar por el entusiasmo y el corporativismo, pero estoy convencido que van a arrasar en la votación final. Yo y toda la “clac” congregada en el gallinero del teatro para exultar ante lo que consideramos una interpretación imbatible. Y vaya “groupies” que nos hemos arrejuntado. Salvo los padres de los artistas que han tenido derecho a un asiento en el patio de butacas, allí están los miembros del grupo de pop religioso, por denominarlo de alguna manera, Bismuto 77, del cual Dámaso es vocalista, un ilustre cántabro de Sarón, nuestro compadre Emilio y sus padres, un servidor, mi tío Luis y hasta Don Juan, el cura párroco de mi pueblo. Ni la más remota idea de lo que hace aquí el cura de la aldea. Sábado por la noche, debería estar preparando el sermón dominical. El caso es que, con diferencia, resulta el más enfervorizado y quien más escandalera arma. El bueno de Don Juan, que en su momento me había empujado para que fuera a las Arcas, convencido de mi incipiente vocación dominicana, y que en el camino de regreso de un pueblo de la montaña para que monseñor Souto Vizoso me confirmara –en las Arcas Reales no se podía entrar sin haber recibido el sacramento- nos encontramos con el epíscopo al borde la cuneta, haciendo de menores (otra expresión inconfundible del internado) con el manteo levantado hasta la cintura. La única vez que he visto a un obispo hacer sus necesidades. Pero ésta es otra historia…

Volviendo al evento musical, conviene señalar que aunque hoy la letra de la canción pueda parecer “demodé”, en aquel momento y en aquella época reflejaba muy bien el contexto en el que discurría nuestra existencia. Básicamente, en el fin de la adolescencia y primera juventud, nuestro discernimiento sobre el futuro era un gigantesco interrogante (“si no veo nada, si no veo nada”). El mundo, de puertas afuera, vivíamos ya en el claustro, tampoco ayudaba mucho. Madrid era un hervidero de opciones y posibilidades, acrecentadas por todo el “maremágnum” de dilemas y disyuntivas, a cual más novedosa y radical, que se despeñaban todos los días desde las televisiones y los periódicos (“es mi amanecer que trepa por las ramas, espacios abiertos, caminos del alba”), incluso por boca de nuestros profesores de hermenéutica bíblica (“espacios abiertos / caminos del alba/ recuerdos dormidos / que ahora te llaman”). Aunque no menos destacadas resultaban las incertidumbres. No éramos conscientes, sólo lo percibimos “a posteriori”, pero con cerca de veinte años, el mundo a nuestro alrededor, estaba dando un vuelco que, por ende, terminaría por transformarnos a nosotros por completo, incluso a mi cura párraco.

El día a día lo vivíamos  bañados en una pócima de existencialismo, la libertad reciente a espuertas (“es mi amanecer / que trepa por las ramas / que abre sus ventanas / son voces de un querer”) rozando a veces con un pesimismo desmesurado. Incluso un nihilismo que rozaba lo absurdo y que no se correspondía con la nueva época que aventurábamos (“para qué cantar / para qué reir / para qué mirar / hacia el mañana”). El texto ideado por el P. Rubio se debatía entre una cierta moralización del presente, faltaría más, nuestro porvenir será sólo fruto de nuestro esfuerzo y nuestro empeño (“es aquí donde está / donde hay que escalar / la montaña alta”), enfrentado a una imposibilidad de llegar al futuro (“para qué estudiar / para qué vivir / para qué esperar /el hada  blanca / si no veo nada / si no veo nada”). O del que futuro llegara a nosotros. La dialéctica de la canción terminaba en empate, sin que el autor se decidiese claramente por una u otra opción. Lo cual tiene su mérito. Porque considerando la situación y la época, lo más lógico es que nuestro navarro, excelente profesor de literatura, se hubiera decantado por un canto exultante a la bondad divina, los éxitos inmediatos de nuestros esfuerzos, la vida en un puño fruto de la providencia divina.  Somos los mejores. Pero no, ahí, al final, nos deja plantados en la duda: “palomas perdidas / que un niño encarcela /trabajos que hacemos / tu y yo en la arena”. Vuelta al estribillo.

Supongo que el P. Rubio, como es natural, la escribió en un contexto puramente vocacional, o quizá más bien, como una descripción de la desorientación en la que muchos de nosotros (¿también él?) habitábamos, no sólo en el marco religioso, sino en el ámbito de la cotidianeidad. Desde luego, a Dámaso y un servidor, que estábamos viviendo, casi de primera mano, incluso en el teologado, la ebullición de Madrid de mediados de los setenta, a lo que se juntaba la empanada mental de nuestras aspiraciones a sacerdotes dominicos por la gracia del Altísimo (el cura párroco había acertado momentáneamente), cada palabra de la canción nos venía como anillo al dedo. Quizá hoy pueda parecer relativamente kitsch, pero aquella formulación era perfecta para la época. Seguramente Javier, tan jovencito, no asumía su letra, era un mero repetidor, pero para nosotros que no sabíamos muy bien de dónde veníamos y, menos aún, a donde diablos íbamos, nos parecía la perfecta hoja de ruta. De las características musicales, francamente, prefiero no meterme en camisas de once varas. Si bien, mis modestos conocimientos musicales parecen indicar que en aquella nutrida época de cantautores y cantantes protesta, Aute, Llach, Adolfo Celdrán, Pastor, incluso Serrat, al padre Rubio se le había pegado algo de su paisana Ostiz, tan popular en aquellos años. Quizás.

Así que cuando el fatídico, amañado, para nosotros, fallo del jurado se produjo y les otorgaron un más que honorable, pero para nosotros absolutamente injusto, tercer puesto estallamos a voz en grito “Tongo, tongo, tongo”. Armamos tal alboroto que los organizadores subieron a todo correr desde la planta baja para  amenazarnos con la expulsión del teatro. Y hasta Don Juan se subió, a horcajadas entre el respaldo de dos butacas, para que se le divisara mejor desde el escenario. Apuntaba con un dedo amenazador hacia el portavoz del mismo, al ignoto maestro bilbaíno, y como nunca hacía en el sermón de la fiesta del santo patrón, donde era más bien comedido y recatado, a voz en grito retomó, con más énfasis, si cabe, lo de “Tongo, tongo, tongo”. Esta vez no nos quedó más remedio, para evitar males mayores, que abandonar la sala. Los acomodadores, preocupados para que la emperifollada burguesía local no pensara que se había infiltrado un grupito de anarquistas en medio de su modoso festival, amenazó con llamar a la fuerzas del orden. Y en 1978 las fuerzas del orden, más aún en Reinosa donde recientemente habían tenido lugar unas durísimas huelgas de la industria, no estaban para ser tomadas a la ligera.

Con todo y con eso, no nos libramos de pasar la noche entre rejas. Aunque fuera por nuestra propia voluntad y para calmar nuestro aparente ánimo revolucionario. Como no teníamos alojamiento previsto, ni ciertamente dinero para pagárnoslo, terminamos rompiendo la puerta metálica del vestuario del club de fútbol local, ya en la carretera de camino a la meseta, y pasando la noche tras las ventanas enrejadas. Lo de vestuario era un eufemismo, allí no había ni bancos, sólo unos colgadores en la pared, una ducha y apestaba a lineamento. Y aunque no recuerde el nombre del director de orquesta, venal, a nuestros ojos, y presidente del jurado, que nos escamoteó, qué digo, que nos robó, el primer premio, me acuerdo, véte a saber por qué de la dominación del club de fútbol, el Matamorosa. Allí sobre el duro cemento del vestuario del Matamorosa “nuestro corazón buscaba otra enramada, que atizaba rojas brasas porque empezaba a crecer”. Reconozco que no tiene mucho sentido, pero de alguna forma, con aquella canción – convertida en un himno a la perplejidad de la época que nos envolvía y al azoramiento de nuestros ignorados destinos- nuestra época del internado, con su candor e ingenuidad,  pasó a mejor vida: “es mi corazón / que busca otra enramada / que atiza rojas brasas / porque empieza a crecer”.

No es de extrañar, pues, que cuando, ocasionalmente, escucho la grabación, como con “Madrecita María del Carmen, madre de mi corazóooon…” se me pongan, de nuevo, los pelos de punta y camino de los sesenta mire, todavía, al futuro. Eso sí, con bastante menos ingenuidad que entonces. "¿Para qué esperar el hada blanca?"

Friday, July 13, 2012

El comedor

El comedor, la palabra técnica, muy al uso en una orden religiosa y mucho menos vulgar que ésta, era, en realidad, la de refectorio. Para la mayoría de nosotros, aborígenes de interminables llanuras castellanas o umbríos valles leoneses, con aquel vocablo recién encontrado se nos llenaba la boca. Pronunciar “refectorio” parecía elevar la dignidad de nuestra parla aldeana, por lo demás, salvo algunos giros localistas, años antes de que la televisión omnipresente nos pasara a todos por el mismo patrón borreguil del idioma, de una calidad notable. ¿No decían que en Palencia era donde mejor se hablaba el castellano a través del ancho globo terráqueo?

Re-fec-to-rio, re-fec-to-rio, repetíamos los primeros días, transformando la cé en ka. La guinda de nuestro nuevo vocabulario la ponía otro neologismo de la época: el ofis. En realidad nosotros hacíamos un apaño a medio camino entre el original francés con apóstrofe, y la adaptación pucelana, concluyendo con algo así como: “Candanedo, ha ordenado el P. Mendoza que lleves las cántaras (de leche) del refektorio al lofis”. El “lofis” era la trastienda, un espacio en la parte trasera del comedor que hacía las veces de cocina y sala de trabajo para la preparación de los menús, almacén de enseres y donde tenía plaza de mando, sobre las buenas y tan bondadosas como serviciales, que el Señor las tenga en su gloria, hermanas dominicas, el cocinero. Don Miguel, por nombre, mediados de los sesenta.

En realidad, comedores eran dos, simétricamente colocados, en ambos pabellones, mayores y menores, como una prolongación de la galería. Tres, si contamos el de los padres. Pero éste, como todo el resto de esa zona, salvo la portería, tenía el acceso vedado. Era sólo para los frailes que comían huevos. Pasaron años, bastantes después de salir de Arcas Reales, antes de poder apercibir el de los padres, recoleto y elegante en sus dimensiones, situado detrás de la portería del hermano Fuertes, que con su capilla y su sala de comunidad conformaban el sancta sanctórum del internado, impenetrable a la vista y los pasos de los internos.

Los nuestros, por el contrario, eran dos naves inmensas rectangulares en la base, las paredes y el techo. Una caja de zapatos inmensa donde menester era, acomodar a 200 alumnos por cada comedor. Pero en la banalidad de sus funciones, tenían cierto encanto, un notable encanto diría yo. Alicatados casi hasta el techo, habían sido decorados con sencillas figuras de plantas y pájaros, azul marino intenso sobre el blanco del mosaico, por uno de los mejores artistas figurativos hispanos de la primera mitad del siglo XX, el granadino Antonio Rodríguez Valdivieso. Don Miguel Fisac aparte de genio de la arquitectura, tenía un gusto excelente para los complementos. No que nuestras preocupaciones fueran, en aquel entonces, preadolescentes como éramos, el marco monumental en el que nos ocupábamos del yantar (¡Otra palabra que nos chocaba, cuando el P. Isidro Rubio nos leía el Romancero!).

¿Cuáles eran nuestras principales inquietudes en el refectorio? Guardar silencio –o como mal menor evitar que no te pillara hablando el prefecto- y comer, o como mal menor, pasar de tapadillo el detestable plato de lentejas al carrito de recogida. Parece obvio, hasta se puede decir que contradictorio, pero absolutamente cierto. Lo del silencio, a tantos años vista, suena a costumbre del pleistoceno, pero puedo asegurar, aunque mis hijos no me crean y se rían incluso de ello, que comer en silencio resultaba una costumbre tan sana como útil. Primero porque 200 alumnos gritando en un espacio tan reducido como áquel era ensordecedor, a lo que se sumaba ruido de platos y vasos de aluminio, rodar de carritos con las viandas y disputas varias.

Comer en silencio, además, tenía la ventaja de que se aprovechaba el tiempo mucho mejor. Un lector, por turnos diarios o semanales, se encargaba de leer alguna hagiografía piadosa (sí, también de las hagiografías piadosas se puede aprender algo, aunque sea poco) o del Diario de Valladolid, cuando algún acontecimiento importante, no necesariamente religioso, aunque éstos tenían preeminencia, así lo requería. Julio Verne no nos ofrecía tanta emoción como los despachos de la agencia Efe –abril de 1970- narrando que la falta de oxígeno y el exceso de dióxido de carbono en el Apolo XIII estaba llevando a los astronautas a una muerte segura. Eso sí, normalmente el prefecto de disciplina solía, a la hora del postre, liberarnos de tan pesada carga y dejar que gritáramos a nuestro libre albedrío: “Duránnnnntez, puedo repetir manzana”. Porque postre, postre, salvo fruta del tiempo (ligeramente arrugada) no recuerdo yo delicadezas dulces que, aunque fuera vagamente, nos recordaran las exquisiteces de nuestras madres. Pero posiblemente el paso de los años ha borrado ciertas dulzuras del pasado.

Las dimensiones de las pesadas mesas y los bancos de madera hacían juego con las proporciones del refectorio-comedor. En cada lateral, también eran rectangulares, cabían al menos una decena de alumnos. Es decir, una veintena por mesa. Entrábamos, cómo no, en silencio y, cómo no, en fila. Sempiterno orden del abecedario. Así que si te llevabas mal con tus camaradas de la letra ce en el aula, los tenías, como si dijéramos, hasta en la sopa (de maicena) que formaba parte habitual del menú nocturno. En numerosas conversaciones con compañeros de la época, aquí los recuerdos divergen considerablemente, se constata que sobre la calidad de las viandas se tienen, consecuencia de los decenios transcurridos, percepciones muy diferentes. Algunos opinan que, sino sofisticada, la alimentación era abundante y bastante variada. Otros muchos, quizá más, tienen un buen recuerdo de profesores, juegos, competiciones deportivas, pero de las comidas no tanto. Y no falta el que sobrevivió a más de un trauma, fuere psicológico o físico, por la obligatoriedad, difícilmente eludible, de rebañar hasta el último trocito de lenguado (entonces era más asequible que ahora) a la hora de la cena.

Es cierto que, por lo que pagábamos y considerando la época, década de los sesenta, no se podían exigir milagros. Existía, asimismo, un inevitable punto de comparación con nuestras casas. La mayoría, procedentes de clases humildes, vivíamos fuera de todo lujo, pero como muchos éramos de pueblos, siempre había un bocado que echarse a la boca. Generalmente delicioso: legumbres, una sarta de la matanza, peras recién acarreadas de la huerta, patatas sacadas del linar de la vega. Y aquí, en las Arcas Reales, se producía –parece inevitable cuando año tras año, durante cuatro, algunos hasta seis, se repetían una y otra vez los mismos limitados menús- una cierta monotonía y repetitividad alimenticia. Eso es cierto. No obstante, algunos, recuerdan con más exactitud, casi hasta con memoria de gula, las sopas de leche fría que la fecha de la batalla de las Navas de Tolosa en la que tanto insistía el P. Reyero.

Para otros, sus papilas gustativas se orientan, pese a los cerca de cinco lustros transcurridos, a la espesa tortilla de patatas y, para todos, deleznables sin excepción, a las lentejas.  Si a la materia prima no podía pedírsela una calidad extraordinaria, no parece que el bueno de Don Miguel pusiera mucho de su parte. Muchos le recuerdan removiendo el perolón de garbanzos con la ceniza de la colilla cayéndose en medio del guiso. Esto puede ser una mera leyenda infantil, aunque la repetición en la memoria de tantos parece abundar en su certeza. Hasta parece que hacía las veces de cocinero en ambos pabellones. Es fácil imaginarle transitando, a la carrera, del “lofis” de los pequeños al de mayores, y viceversa, entre plato y plato servido. Me pregunto si también oficiaba para los buenos padres.

El servicio en el comedor, ésta era una de las tareas más preciadas que se nos asignaban por rotación, tanto como el de guardián del vestuario donde se almacenaban los balones de fútbol, te concedía ciertos privilegios que a nuestros ojos infantiles nos hacía sentirnos todopoderosos durante la media hora de la cena o la comida. Los servidores de la semana siempre comían una vez que el resto de compañeros habían abandonado el comedor y quedaban más o menos a sus anchas para repetir entre lo sobrado, si les gustaba (sopas de leche, hasta dolerte la tripa) o, sencillamente no comer –el prefecto de disciplina no estaba presente- si las dichosas lentejas, ocasionalmente salpicadas de algún extraño gusano y con un sospechoso olor a tabaco (¿por qué?) no te apetecían. Las monjitas hacían la vista gorda de este modesto libertinaje.

Mejor aún, aunque aquí se corría el riesgo de que la semana próxima tu compañero te aplicara la ley del talión, durante el servicio te convertías, “de facto” en el jefe de las repeticiones. Así que privilegiabas a conocidos, amigos o paisanos con un par de salchichas más, si así te placía, por tu santa voluntad, a hurtadillas de las vigilantes miradas del prefecto de disciplina. Eso sí, si alguien pedía repetir y no accedías a sus deseos era muy probable, como dicen los comentaristas de fútbol, que te tomara la matrícula para servirte la venganza en frío durante la semana que tu desairado compañero se convirtiera en el capitán de los repetidores. Tampoco es que, habitualmente, sobrara comida para repetir a gusto de todos. Dependía del menú. Casi todos suplíamos las necesidades con la repetición del pan, el cual, por cierto se cortaba en pedacitos en una inolvidable cizalla del “lofis”. Manejar aquel artefacto con destreza era una señal de capacidad técnica inigualable de cara a los compañeros.

Tres medias horas, cada día, pasábamos al lado de los pajaritos y las plantas de Valdivieso. Desayuno, comida y cena. La merienda ocasionalmente, en algún día de lluvia, ya que habitualmente se solía repartir a la entrada de los pabellones, por la parte del campo de fútbol, o en la misma galería. Hora y media durante la que, la mayoría de nosotros, aprendimos a manejar el cuchillo con la derecha y el tenedor con la izquierda, como deben hacerlo los hombres de provecho. Allí nos adiestraron en las primeras normas de urbanidad que nos imprimieron un ligero barniz de pupilos de colegio de pago.

Así que no es de extrañar que, cuando en las vacaciones del verano, retornaba a la cazuela de fideos común a toda la familia, mi madre me mirara ojiplática al reclamar la servilleta. Pero ella, sabias entre las sabias, accedía de buen grado a sacar una del único juego, el que se usaba para la fiesta del santo patrón. “Toma hijo”, decía entre sorprendida y orgullosa, conocedora de que el esfuerzo económico realizado para pagar el internado al P. Reyero comenzaba a producir resultados. Ya veríamos cuando llegaran las notas…


Tuesday, May 1, 2012

La iglesia


De arquitectura no teníamos ni idea, al menos en primero y segundo. Más tarde, cuando el P. Reyero nos explicaba los tres órdenes helénicos en cuarto, en Historia del Arte y la Cultura, también aprendimos las nociones básicas para diferenciar el flamígero del plateresco. O casi. Incluso nos daba tiempo a echar una ojeada a las ilustraciones, nunca a estudiar los textos de las últimas lecciones, por falta de tiempo, de las obras de Le Corbusier o Wright, con la iglesia de Notre Dame de Haut o la Casa de la Cascada, respectivamente. Que, además, estaban entre las estampas más preciadas de un álbum de cromos muy popular donde se mezclaban animales de la jungla y obras arquitectónicas de primer nivel.

La iglesia del insigne y todavía infravalorado Miguel Fisac que, en las próximas semanas y meses, se convertiría en el espacio central de nuestras vidas, tanto física como metafóricamente, no aparecía en esas páginas, aunque bien que lo hubiera merecido, ni el cuaderno de cromos. Aunque –ignorado por nosotros- sí que se podía encontrar la austera imagen del interior de la iglesia en revistas especializadas de arquitectura de la época. El galardón recibido en Viena en la década precedente, en cuanto monumento emblemático del arte moderno religioso en España, había catapultado, eso sí, en círculos más bien restringidos, al arquitecto y a su obra de las Arcas Reales a un lugar de privilegio tan criticado como alabado.

Para la época, pleno franquismo, y el contexto, un internado de religiosos tremendamente conservadores, que el edificio se hubiera levantado, más que de una revolución arquitectónica premeditada, se trataba de un genuino milagro eclesial. La pequeña gran historia de aquellas decisiones, atribuidas al prior provincial de entonces, el P. Sancho, seguro que daría para una tesis doctoral sobre la ambivalencia de un continente, la forma arquitectónica, vanguardista y heraldo del Vaticano II en puertas, frente a un contenido, la religiosidad celebrada entre sus paredes, anclada en conceptos decimonónicos, sino anteriores, donde el rezo ritual y cotidiano del rosario conformaba uno de los pilares sobre los que se sustentaba, quizá mejor, se pretendía sustentar la fe de nuestras infancias tan tiernas y moldeables como pueblerinas e ingenuas.

Aquel prestigio de la obra de Fisac, sin que afloraran las matizaciones socio religiosas pertinentes, había corrido de boca en boca entre nuestros progenitores originados, en términos muy vagos por los propios alumnos o los buenos padres dominicos. No que tuvieran, nuestros padres, el mínimo interés en las formulaciones arquitectónicas de don Miguel. Pero era “vox populi”, incluso para muchos de ellos que hacían su primer viaje en tren para acompañarnos al internado, en que la “iglesia moderna” era un plus de prestigio para el colegio y, por consiguiente para sus vástagos que estudiaban en él.

Lo de “iglesia moderna” constituía un pequeño mantra, que los buenos padres dominicos, más versados en asuntos monumentales, explotaban con celeridad, cariño y buenos propósitos. Nada más pisar el patio central, la visita a la “iglesia moderna” era lo primero que se hacía, por delante, incluso, de las clases o el dormitorio corrido. Al padre prefecto de disciplina o al P. Santiago –el pescador de vocaciones sociológicas que nos había visitado en la escuela de la aldea- les encantaba sorprender a nuestros padres con aquellas paredes desnudas y lisas, deslumbrados, literalmente, por aquel altar en el centro del ábside, sobriamente iluminado por la caliza de Campaspero.

Después volvían al pueblo y contaban con orgullo lo de la “iglesia moderna” al señor Maurino, que también había tenido un hijo en el internado, pero poco tiempo, así que ni siquiera había podido acercarse ni el Día de las Familias para admirar las maravillas de aquellas paredes desvestidas que encajonaban el altar. Aunque yo bien sabía, en mi inocencia infantil, que a mis padres, inmersos en un mundo barroco de santos y vírgenes, desde Santa Lucía a San Isidro Labrador pasando por la Virgen de Fátima con sus pies sobre una nube de escayola donde reposaban tres palomitas, que la boca abierta de mis padres no lo era tanto por la supuesta sorpresa que les mostraba el P. Santiago sino fruto de una profunda desilusión.


De hecho, aunque sólo fuera en las formas, la iglesia parroquial y aquel sorprendente edificio conformaban dos mundos bien diferentes sino contrapuestos. Sólo en las formas. Cierto, los bancos, no había reclinatorios individuales como en el pueblo, estaban simétricamente colocados. También, novedad reciente del Vaticano II recién finalizado, como en el pueblo, el altar miraba a los fieles. Ahí se acababan las similitudes. Ni un santo en las paredes a quien dirigir las devociones (a hurtadillas, algunos compañeros osarían decir que aquella iglesia era ¡protestante!), ni el tabernáculo en el centro del altar ante quien hincar la rodilla en genuflexión reverencial.  Demasiado chocante para nuestros padres, acostumbrados a la jerarquía celestial, apabullados por la exuberante invasión escultórica barroca, ocasionalmente románica, de sus iglesias donde al hilo de los tiempos y generación tras generación habían creído entender que sin santos no hay paraíso.

En cualquier caso aceptaron, sin rechistar, aquella  nueva forma de de espacio religioso porque tenían la fe del carbonero en los criterios educativos de los buenos padres, ¡más aún si se trataba de asuntos religiosos!,  confiaban a pies juntillas en el inmejorable criterio de los padres dominicos para hacer de nosotros hombres de provecho en cuerpo y alma. Con o sin santos en los muros de la iglesia. Si esperaban que me enseñaran a calcular la medida de la hipotenusa con el teorema de Pitágoras, y eso era mucho esperar, ¿cómo no iban a confiar en que la lección moral de la parábola del hijo pródigo se me quedara bien grabada entre aquellas paredes desnudas, interminables, donde la única imagen, la Virgen del Rosario en piedra de Jose Capuz, pese a sus enormes dimensiones, se fundía con el leve arco dibujado por el ábside?

La iglesia, colocada estratégicamente por el arquitecto, en el centro de todo el complejo escolar, se convertía cotidianamente en el punto de encuentro de todos los que poblábamos las Arcas Reales. Fueran profesores, alumnos mayores, menores, monjas auxiliares o hermanos legos (más tarde llamados cooperadores). Todos nos encontrábamos allí, no menos de tres o cuatro veces al día. En días festivos, incluso más. Allí acudíamos todos, juntos pero no revueltos. La entrada se hace por  disciplinadas filas, formadas con anterioridad en las galerías, y rigurosísimo silencio. El corto pasillo de acceso, desde las galerías hasta la iglesia, en sacrosanta circunspección, el acceso también parte del espacio sagrado. Las filas, a medida que avanzan por los laterales de la nave se entroncan, como en una parada militar, en los austeros bancos de madera.

Lo primero, inevitablemente, es ponerse de rodillas en ellos. Cualquier acto litúrgico, menor o mayor, solemne o menos solemne, se inicia en genuflexión. Los cursos pequeños, los que proceden del pabellón de menores, ocupan los bancos delanteros. Cuando éstos han terminado de colocarse, es el turno de entrada de los mayores. El espacio sacro se agranda con el silencio impenetrable de 400 alumnos y, se dice pronto, donde no se oye ni una mosca. De repente, el P. Ibáñez, para sorpresa sonora, especialmente de los más pequeños todavía poco acostumbrados a estas entradas estentóreas, ataca en el órgano una fuga de Bach. Nos miramos, ligeramente atemorizados, pero ni una palabra al vecino y mucho menos mirar la vista atrás, hacia el coro, no sea que nos convirtamos en estatuas de sal. O lo que es peor, que el P. Prefecto de Disciplina, vigilante en un lateral, nos llame al orden. Pasen los avisos en el dormitorio o en la clase, pero en la iglesia, delito de lesa majestad y difícil perdón.

En el pueblo, por turno, todos éramos monaguillos. No éramos tantos, después de todo, en edad de portar las vinajeras y la cruz procesional de plata. Además las funciones religiosas se multiplicaban entre bautizos, entierros, bodas, procesiones y rosarios. Así que don Maximino tenía tajo para todos.  Aquí, en el internado, la competencia para servir en el altar es muy dura, aunque sólo sea por el número de candidatos. Ser designado monaguillo constituye un privilegio, atribuible, al menos en nuestra parla infantil al “enchufe”. Como hay enchufados en clase de geografía porque recitan de memoria los tres picos más altos de la península Ibérica y Canarias (el Teide, Mantecón, cuántas veces se lo tengo que decir) en la clase del P. Varela, también hay enchufados para portar el incensario  y los ciriales por delante del P. Antonio Felices, cuya cabeza inmensa y rapada, los hombros cargados incrementan la extremada solemnidad con la que porta la custodia, a mitad envuelta con el velo humeral. Aunque las razones por las cuales media docena de elegidos obtienen ese privilegio se pierde en los vericuetos de la memoria.

Las prácticas religiosas eran las clásicas de la época, mediados de los sesenta. El concilio venía de terminar, pero pasaría media docena de años hasta que raspara mínimamente en la superficie educativa de nuestros guías espirituales. Mientras tanto, seguíamos practicando nuestra religiosidad como la habían practicado ellos y como la practicaban nuestros padres. A golpe de mera recitación, de orden ritual y celebraciones repetitivas que, mirando para atrás, pueden parecer huecas e inútiles, pero que allí, y en aquel momento, eran nuestra tabla de salvación catequética en la fe que nos habían inculcado desde que teníamos uso de razón, incluso antes.

Cualesquiera que fuera el acto religioso teníamos más que memorizadas las plegarias. A las invocaciones del sacerdote que presidía la ceremonia, respondíamos con afirmaciones aprendidas de memoria, de manera absolutamente mecánica. De la misma manera que enunciábamos los ríos de España, empezando por el Sil, proclamábamos nuestra contrición, el “confíteor”: por mi culpa, por mi culpa, por mi gravísima culpa. Si arrepentimiento había, y no podía no haberlo al amparo del temor religioso que nos abrumaba, con la declamación ritual nos bastaba para sentirnos satisfechos en el cumplimiento de nuestro deber religioso fundamentado, exclusivamente, en la mecánica de nuestras respuestas a las invocaciones sacerdotales y el perpetuo ritual de rosarios, misas y devociones varias que se sucedían día tras día.

No había espacio para la reflexión, discusión, mucho menos debate. Todo era un vaivén archiconocido desde el Señor esté con vosotros y con tu espíritu, etc. etc. hasta el podéis ir en paz. Esta recitación mecánica se exacerbaba en el rezo del rosario vespertino, un acto insoslayable, cuya única variación, dependiendo del día de la semana, era si los misterios eran gozosos, gloriosos o dolorosos. Incluso hasta la confesión, un acto bien personal e íntimo, constituía un ceremonial más, cuya obligación de cumplirlo (¡jamás hubiéramos osar saltárnoslo en nuestro turno semanal!) era inmensamente más importante que la confesión en sí. Padre me acuso de esto y lo otro. Inevitablemente, hasta nuestros modestos  pecadillos eran repetitivos semana tras semana. De no estudiar las preposiciones como se debía, de desobedecer al padre Llanos en el recreo, de pelearme con mi compañero Sixto en la clase. Así semana tras semana. La única licencia que nos permitíamos ante el atemorizador sacramento de la reconciliación (este vocablo apareció algunos años más tarde) eran los pequeños truquillos para confesarse con un padre u otro (véte tú primero, me pongo al cabo de la fila) para intentar caer con el P. Ortega que tiene fama de poner penitencias ligeras, las más leves admitidas por el Ritual Romano. Un avemaría y a correr.

Me pregunto para cuantos de nosotros aquella religiosidad, que estaba más bien vacía como la época gris que nos tocó vivir, constituyó el germen de algo más sólido y duradero. Era el signo de los tiempos. Posiblemente en los últimos años de la siguiente década todo aquel sobrepeso moralizante y ritual dio un giro considerable. Nuestra generación tuvo la mala suerte de caminar siempre en tierra de nadie. Demasiado tarde como para asumir tradiciones y costumbres que se desmoronaban, demasiado pronto para convertirnos en heraldos de los cambios que se presagiaban. Arrastramos el ritualismo huero de las décadas precedentes, pero ya no tuvimos ocasión de palpar los cambios venideros. Y eso que la imponente iglesia ofrecía todos los números para que nos tocara la lotería de la nueva forma de concebir la religión nacida a partir del Vaticano II. Queda pues claro que Miguel Fisac fue un pionero, un adelantado de su tiempo, a cuya concepción arquitectónica no se correspondió, desgraciadamente, la avanzadilla teológica en la que los buenos padres dominicos, capacitados como estaban, podrían haber acunado la fe de nuestra adolescencia en ciernes. No podía ser y no fue.

Al menos algo me queda. Las luces se apagan, sigue el P. Ibáñez al órgano, ahora más melodioso (¿Zarabanda de Haendel?) que al inicio de la exposición del Santísimo. Con el mismo orden de filas, pero a la inversa, comenzamos a abandonar la iglesia. Las volutas del incienso se adivinan escalando por el vitral del ábside. Lo aspiro profundamente. Mis pantalones cortos y mi jerséi para los días de fiesta, comprado en Almacenes Olmedo de la calle Mayor de Palencia, se impregnan con el intenso perfume de las esencias arábigas. Sé que es una tontería, que he respirado ese mismo perfume del incienso en muchas otras ocasiones litúrgicas. Pero incluso cuando paseo por una calle céntrica de una ciudad del levante español, medio siglo después, al pasar por delante de una tienda de moda que vende objetos y perfumes indios y orientales, al sentir el incienso que sale desde dentro, distingo, invariablemente, al P. Felices impartiendo, brazos en alto, la bendición con la custodia. El único sonido perceptible es el tintineo de las cadenas del incensario. Seguro que a los padres dominicos les hubiera gustado que algo más perdurara en la memoria. No es mucho. Lo confieso. Aunque también se podría decir que no es poco.

Sunday, April 15, 2012

La galería


Medio siglo después, los cuatro años con sus penas y alegrías que pasamos en el internado, a mediados de los sesenta, son recordados como un instante tan lejano como fugaz, ahora que avanzamos, sobradamente, por encima de la barrera de la cincuentena. Sin duda, el paso del tiempo, suele suceder, ha tornado nuestros recuerdos, que en no pocos momentos fueron ásperos y, para algunos, notablemente dolorosos, en un espacio sedoso y nostálgico, como un placebo que atempera las aristas más rugosas de nuestra memoria. Aquel período evanescente, ocasionalmente idílico, de la adolescencia que transcurrió por nuestras vidas sin que apenas supiéramos que tal edad existía.

Para la inmensa mayoría de nosotros representó, desde la perspectiva académica, un auténtico trampolín, el resorte -inexistente en nuestros pueblos perdidos de Castilla la Vieja o en las aldeas remotas de Asturies patria querida- que sentó las bases para una carrera profesional de rango medio: profesores de instituto, funcionarios de futuras autonomías, empleados de bancos fusionados y absorbidos. En fin, las Arcas Reales, como gran parte de colegios religiosos de la época en España, prosperaba –fruto de la época gris a punto de acabar en la que había surgido- con un horizonte académico constreñido por el sólo y único propósito de captar vocaciones apostólicas, sin alzar la vista, carente de las sofisticadas ambiciones elitistas que hubieran hecho de sus alumnos, de nosotros, genuinos líderes en sus futuros ámbitos laborales.

Nos educaron, con rigurosidad pero sin alardes, para formar parte de la creciente clase media que un par de décadas más tarde vivió exultante y mansa la llegada de la democracia, la imposición del IVA, la entrada en la Unión Europea. Quizá excesivamente sumisos, o como nos diría pocos años más tarde nuestro maestro de estudiantes de teología, “pasados todos por el mismo patrón borreguil”, sin que tuviéramos el punto de rebeldía necesario que genera el hervor de donde surgen las personas con capacidad de liderazgo. Para hacer algo nuevo y diferente. O quizá lo tuvimos, pero cuatro años de internado terminaron por amansar la fiera que llevábamos dentro. Veníamos de parameras sin horizontes a la vista, de valles interminables entre montañas, pero terminamos, metafórica y físicamente, encerrados entre cuatro paredes.

A la postre, cierto, los buenos padres terminaron por convertirnos en hombres de provecho. Pero nada más. Me pregunto si era la época y el lugar, o acaso nosotros no teníamos la impronta genética, para haber transformado aquella formación de notable relumbrón en algo más productivo para la sociedad y nuestro futuro que el mero hecho de convertirnos en engranajes de la vida laboral vulgar y ordinaria –tan rutinaria como segura- en cualquier oficina gubernamental, aula de colegio concertado o funcionario con prejubilación anticipada. Al menos, para mayor gloria de nuestros profesores de la época, podemos recordar, ante el asombro de nuestros colegas de hoy, algunas frases de Cicerón, las cinco declinaciones (¿o eran cuatro?) del latín, y que el Duero nace en los picos de Urbión, provincia de Soria. Cuarenta años después del ayer.

Acaso este reduccionismo de miras en nuestras ambiciones profesionales y humanas haya sido producto de los espacios limitados, las pocas decenas de metros cuadrados por los que discurrieron los cuatro años de internado en el colegio. Salvo algunos privilegiados deportistas que eran llevados a competir a Pucela y, en ocasiones muy especiales, a Salamanca o Bilbao, el resto habitábamos nuestra existencia cotidiana entre cuatro paredes. Esto es literal, si bien conviene matizar ligeramente esos espacios geográficos y multiplicarlos por cinco. Cuatro paredes de la maravillosa capilla de Miguel Fisac, cuatro paredes del comedor, cuatro paredes del dormitorio corrido, cuatro paredes de los campos de deportes (no había paredes físicas, pero los límites del pinar, el pabellón de menores y la chopera eran lo mismo) y las cuatro paredes de la galería.

La galería, fuera la del pabellón de menores o la del de mayores, constituía el espacio neurálgico de nuestras idas y venidas hacia los otros cuatro: hacia las clases, hacia el campo de fútbol, a la capilla, para subir al dormitorio o para acceder al comedor. También era lo primero que pisábamos al volver de vacaciones y lo último para aquellos que, ¡ay llanto y crujir de dientes en las familias concernidas!, eran expulsados. Si exceptuamos el patio central donde aparcaba el taxi o el novedoso turismo del familiar con posibles, aunque allí, al patio central sólo se nos permitía el acceso para esos tránsitos puntuales y raudos. Bueno, y en el Día de las Familias donde las fronteras desaparecían en medio del jolgorio de los reencuentros matinales y los lloros de las despedidas vespertinas.

El arquitecto había concebido la galería no sólo como un espacio de tránsito, sino también de recreo. Especialmente para los días de lluvia. No es de extrañar que a los antiguos alumnos sea uno de los lugares que con más facilidad les viene a la memoria. En parte por dos elementos arquitectónicos bien notables. La fila de columnas central, pintadas de beige (algunos creemos recordarlas de amarillo), que soportaban los dos dormitorios de cada pabellón y las dos cristaleras, luminosas y amplísimas, que abarcan las dos paredes laterales, con sus marcos pintados y repintados de verde, por donde los días de tormenta se colaba la lluvia. Y, cómo no, aunque no puestas por el arquitecto, las mesas de ping-pong, un deporte que a quienes nos habíamos criado con el juego del aro o de la pita nos resultaba tan exótico como el P. Ibáñez atacando desmelenado –es un decir- una fuga de Bach en el coro de la iglesia.

La galería era el espacio donde formábamos filas para todo. Cuando teníamos que entrar a la capilla, filas en silencio. Otro tanto cuando teníamos que ponernos firmes para entrar en el comedor, también en silencio. A las clases y al dormitorio solíamos acceder algo más disgregados, aunque cuando por alguna razón éramos castigados en grupo, también se nos obligaba a formar filas en la galería. Si aquello hubiera sido un campamento militar, alguna semejanza había, podríamos decir, exagerando un poco, que la galería era nuestro campo de entrenamiento para adiestrarnos en el paso de la oca.

Al fondo de la galería, a finales de los sesenta, después fue transformada parcialmente en gimnasio, había una gran sala que hacía las veces de salón de actos. Era el espacio más grande que un aula, así que cuando se trataba de reunir a más de una clase, allí cabíamos todo el curso completo, generalmente conformado por tres o cuatro clases, como unos ochenta alumnos. Por ejemplo, las clases de Normas de Urbanidad, impartidas por el P. Félix Rodríguez, donde nos aleccionaba sobre cómo coger el tenedor o limpiarnos con la servilleta. En un momento determinado, la primera televisión en blanco y negro que, inicialmente, estaba en el teatro, donde en medio una neblina electrónica impenetrable apenas percibíamos al equipo pimentonero disputar el esférico al Gijón en La Condomina, se pasó a ese salón. Algún partido del mundial de Méjico, con Pelé, Rivera, Teófilo Cubillas, pese a que coincidió con los exámenes de final de curso,  lo vimos allí. Poco a poco, a medida que de alguna forma, seguramente con la llegada de padres más jóvenes al claustro académico, las normas se flexibilizaron, a la entrada del salón,  colocaron un mueble donde  podíamos leer, con retraso de uno o dos días, los periódicos vallisoletanos.

Mientras que un lateral de los ventanales, fuera en uno u otro pabellón, estaba orientado al campo de baloncesto, en el otro lateral, por el lado de la iglesia, estaban los vestuarios deportivos, más bien almacenes cerrados a cal y canto donde se guardaba utillaje deportivo, como los balones de reglamento y las camisetas de fútbol. La llave la tenían los encargados, una denominación de preeminencia y prestigio, compañeros que considerábamos enchufados por disponer de tal privilegio. En un receso, ya en el corredor de acceso a la capilla, el despacho que usaba el Padre Reyero para entregarnos el material de escritorio que le solicitábamos de uno en uno, con la inevitable fila y la no menos inevitable frase: ¡El siguiente, al padre Reyero!. En el pabellón de menores, la variante era un despacho para el confesor o director espiritual al que el penitente o dirigido notificaba de su llegada mediante un timbre colocado nada más traspasar el umbral desde la galería.

En los días de lluvia, cuando los doscientos y pico alumnos nos guarecíamos de manera obligada en las horas de recreo, el alboroto era ensordecedor. Aparte del eco generado por las cuatro paredes -quien no jugaba al pilla pilla lo hacía al escondite, otros paseaban en grupitos y paso acelerado de un lado para otro- los tantos ganadores al ping-pong se celebraban con inusitada algarabía. El padre prefecto correspondiente, en aquellos tiempos el P. Félix Rodríguez o el P. Juvencio Hospital se las veían y deseaban para encauzar tanta energía. El P. Félix, que además ejercía como profesor de ciencias naturales, bondadoso de carácter, aprovechaba la ocasión para disertar, ante un pequeño círculo de curiosos, sobre la extraordinaria la vida animal en las islas Galápagos, mientras el P. Juvencio, redoblaba como entrenador de baloncesto, contaba aventuras de su estancia en las Filipinas. 

El padre Reyero, maestro de la historia de España con su hilera interminable de fechas, nos mostraba su impresionante colección de sellos: castillos, trajes regionales, conmemorativos del Día de la Victoria, pintores del Siglo de Oro. ¡Padre, padre, ese sello se le ha dado la vuelta!. Y el P. Reyero se precipita, con un nerviosismo evidente, la hoja de celofán se le adhiere a los dedos, a dar la vuelta a la hoja. En sus clases de historia hemos aprendido, eso sí, a hurtadillas, que donde Goya pintó la Maja Vestida, siempre hay una Maja Desnuda. Aunque esté vientre abajo. El P. Reyero respira aliviado, ha conseguido tornar la página y ahora empieza la sección de monumentos mozárabes. Fuera, mediados de abril ventoso, la tormenta arrecia contra los cristales de la galería.

Sunday, March 18, 2012

Clase de dibujo

Sección A, Curso de 1967 (Cortesía de Pedro Álvaro)
La sala, al fondo de los pasillos de las clases de primero y segundo, en el Pabellón de Menores se denominaba, en el lenguaje familiar de los alumnos, la “nevera”. Apelación que tenía su razón de ser en el intenso frío que pasábamos en ella durante los meses de invierno. Que en tierras pucelanas, empapadas por la neblina del Duero, que nace en los Picos de Urbión, provincia de Soria, pasa por… etc. etc., discurría desde octubre hasta bien entrado abril. Es decir, una buena parte del curso. Allí pasábamos las clases ateridos de frío, algunos –siempre resultó un misterio el por qué unos sufrían más que otros- con los dedos henchidos por los temidos sabañones, se las veían y deseaban para agarrar el plumín de tinta china con el cual, una vez trazado el diseño sobre el papel de estraza, nos deleitábamos a marcarlo en intenso negro.

¡Cómo nos regodeábamos engordando las finas líneas del lapicero, apretando la punta del plumín contra la superficie del papel, a fin de que sobre la línea, a medida que avanzábamos, con extremo cuidado, siguiendo las pautas marcadas con la mina de carbón, el chorro de tinta se ensanchara. Algunos querían apurar tanto que a fuerza de apretar, el plumín terminaba por desmocharse (usábamos el lenguaje de la aldea, la metáfora de la vaca rompiendo sus cuernos contra los robles del monte). Pero allí estaba el P. Cándido Pérez, arquetipo de la paciencia y la bondad infinita, nunca una palabra más alta que la otra, corrigiendo con delicadeza nuestros desmanes artísticos.

Muchos de los profesores, aunque pluridisciplinares en las materias que impartían en las aulas, estaban más especializados en unas que en otras. Los que habían estado en misiones, caso del padre Felices o el padre Hospital, contaban entre sus asignaturas docentes el inglés, otros, como el P. Llanos, se centraban en la lengua, el español, como entonces se denominaba -no podía ser de otra manera- en aquella Castilla tan preautonómica. O el P. Varela, mediados de los sesenta, en geografía. Española, naturalmente. Excelente formación filosófica y teológica como todos tenían, en cualquier caso, claramente superior a la de los maestros de escuela que habíamos tenido en nuestras aldeas, muchos, aunque no todos, carecían de la formación específica para las materias concretas de nuestro aprendizaje preadolescente.

Con el agravante de que su docencia, salvando sus más que buenas intenciones, no estaba adaptada a la tipología estudiantil en la que nosotros podíamos encajar o, mejor dicho, de la cual proveníamos. A saber,  montaraces y supervivientes de escuelas franquistas perdidas en cualquier lugar del mapa donde un solo maestro, separados los niños de las niñas, si la población escolar del villorrio lo permitía, enseñaba de “tó”. Como decían los escasos alumnos procedentes de Madrid para abajo. En Palencia y regiones vaceas limítrofes, como era menester, por asilvestrados que fuéramos, pronunciábamos con todas las letras. Vamos, que si por el aquí y ahora fuese, nos adscribirían a algún aula de las llamadas de “educación especial”.

Así pues, resulta un misterio saber los vericuetos seguidos por las decisiones, presumiblemente caprichosas, del padre superior de la época o, depende como se mire, el descubrimiento de la vocación docente insuflada por el Altísimo en muchos de nuestros profesores, la gran mayoría excelentes, todo hay que decirlo, por las cuales el P. Pablo terminó enseñándonos matemáticas –cualquier día de éstos se lo pregunto- o el P. Alberto, más recordado por sus coscorrones que por su instrucción, ¿también matemáticas?. O en el caso del P. Cándido, pocas veces habremos tenido un maestro donde su patronímico haga tanto honor a su carácter, que educaba en dibujo y en… física. Es posible que se pueda encontrar algún tipo de nexo entre dos materias tan dispares aunque a mí me resulta difícil de hallar. Quizá tenía cualidades innatas para ambas. O acaso la superioridad jerárquica tuvo que recurrir a él por alguna emergencia de personal.

En todo caso, las tenía para el dibujo. No sé si para el dibujo en sí mismo, pero sí para enseñarlo. Con los que se nos daban mal ambas cosas, su paciencia era perenne e ilimitada. “Mantecón, mire, mire bien, ¿no ve que el vaso, si lo observa desde esta altura, tiene una forma ovalada en la boca?”. Evidentemente, al tal Mantecón, acostumbrado únicamente  a observar las vacas en el prado de Ambuena, le resultaba imposible comprender que un vaso, perfectamente redondo, pudiera transformarse, sobre el papel, a una forma ovalada.  Y cuando llegaban las sofisticaciones de los sombreados difuminados era el acabóse, con sus contraluces y las sutilezas de los claroscuros, perfectamente impenetrables. Pero el padre Cándido, bondadoso hasta en la forma de hablar, no cejaba en su intento: “Mantecón, observe, observe como la sombra se hace alargada”. Pero para Mantecón, por más que se esmerara en dibujar las gotas de agua en el tallo de la rosa con sus espinas y “tó”, para felicitar a su hacedora en el Día de la Madre, no había manera de hacerlas transparentes. Ni ovaladas.

Al padre Cándido, muchos le recordamos por su figura paternal, su andar pausado, su tono de voz ligeramente monocorde, pero siempre atento y cariñoso. Y su hábito impoluto. Muy raramente con algún lamparón. Formaba, como buen burgalés, parte del pequeño grupo aficionado a las labores agrícolas en la huerta donde cultivábamos cardos y lechugas tardías. Dirigiéndose a la clase de física, a lo largo del pasillo con las paredes pintadas con aquel verde brillante, casi fluorescente, inolvidable, con un par de libros bajo el brazo: la viva estampa del profesor de internado. Apreciado por todos debido a su afabilidad y, sí, lo digo, ya nadie nos va a castigar, porque hacía la vista gorda si te pillaba copiando en los exámenes.

La mayoría, salvo algunos camaradas, excepcionalmente capitalinos, éramos nativos de pueblecitos donde la luz, me refiero a la eléctrica, había llegado a principios de los sesenta. Así que hacia 1967, con toda seguridad, algunos de los compañeros no tenían interruptores en sus hogares. No es que Mantecón se pueda vanagloriar de lo contrario, pero al menos Industrial de León había colocado un transformador a la entrada del pueblo y, sí, había interruptor, a su manera, ¡ hasta en la cuadra de las vacas!.  Mi madre se podía permitir el lujo, aunque no todos los días, de ordeñar sin recurrir a una vela. Aunque baste decir que la intensidad y permanencia de la corriente –tantas veces discontinua- dejaba mucho que desear. Por si ofrece alguna pista baste mencionar que el “potentado” que la gestionaba en todo el valle, le llamaban el “tío Candiles”. Viene todo esto a cuento de que la electricidad, los jóvenes y jóvenas de ahora ni se lo plantean, era un gran misterio para nuestras mentes obtusas que, por añadidura, creaba un pavor considerable. Más aún, si como había pasado en mi pueblo, el señor Felicio había fallecido recientemente de, como decíamos entonces, un “calambrazo”. El P. Cándido lo sabía y sistemáticamente, curso tras curso, en sus clases de física, nos hacía pasar por la misma broma “maliciosa”, si es que al “padresito” se le pudiera atribuir tal malicia. Nos hacía coger en el laboratorio -otro signo de que aquel colegio de pago era de élite, ya que teníamos un laboratorio muy apañado- los extremos de la máquina de corriente continua, que generaba, mediante una manivela, los doce voltios que nos hacían temblar. Sobre todo por anticipación. Los primeros, atemorizados de quedarse pajaritos, como era previsible no querían coger los cables, pero a partir del tercero y cuarto, hasta que llegaban al final, era un jolgorio incomparable de desafíos, yo ni lo noto, gallina, con la luz del tío Candiles ni ésto.

Pero donde el padre Lektura –nos burlábamos de él a escondidas por su exagerada pronunciación en la introducción de la lectura evangélica durante la misa- estaba más a gusto era en la clase de dibujo. Especialmente aquellos días gloriosos de la primavera vallisoletana, finales de abril, principios de mayo, donde nos solía llevar, la clase entera, al pinar vecino para que dibujáramos las amapolas del campo. Si difícil era dibujar un vaso quietecito y estático, no te digo nada de los matices rojos de las opiáceas ondulándose con la brisa. Nuestra insignificante vena artística se veía reducida a cero cuando, con frecuencia, en aquellas salidas nos adelantaba en su velocípedo el P. Ibáñez, un personaje misterioso con su caballete y sus pinceles, de los de verdad, que no nos daba clase, pese a que se había corrido entre los alumnos que era un genio de la pintura, equiparable a algunos de los autores que el P. Reyero nos describía con el libro de historia. Mirábamos anonadados como el P. Ibáñez, en el otro extremo del campo plantaba su instrumental, en medio del trigal y, más misterios, observaba el paisaje en derredor, haciendo un marco con los pulgares e índices de ambas manos invertidas.

Como en deportes, matemáticas, lengua (española, claro), también en dibujo, ciertamente de forma innata, había compañeros que mostraban extraordinarias cualidades.  Sin duda ninguna, si hubieran tenido la oportunidad –muchas de nuestras vocaciones iniciales fueron descarriladas por las necesidades materiales surgidas de la España desarrollista de finales de los setenta- se habrían convertido en deportistas de élite, matemáticos de primer rango, lingüistas de primer orden.  De hecho, algunos lo lograron y tienen un merecido cartel que, no cabe duda, deben en parte al abnegado e indulgente padre Cándido. Pero para el común de los alumnos, aquellas clases, tan recordadas por el olor a corteza de pino y a los trigales que nos transportaban a los campos de nuestra infancia, resultaban un pequeño martirio que el P. Cándido, invariablemente, terminaba por convertir casi en una tarde asueto. “Mantecón, mire, mire como la piña tiene una cierta forma oval”. Pero la ovalidad del mundo le estaba negada a Mantecón.

Así que la clase terminaba con otra de las grandes aficiones del P. Cándido, la fotografía. Aprovechaba un cierto desnivel del terreno para intentar ponernos en cuatro filas a toda la sección A, que se nos viera a todos, orgullosos, algunos más que otros, de nuestros cuadernos con sus modestos intentos de dibujo al natural. Con una portentosa Leika, él mismo revelaba, no siempre con éxito, sus negativos, nos retrataba para la eternidad. Como muchos de nosotros le tenemos presentes a él. “Padre Cándido, yo de mayor quiero ser fotógrafo”.  En su magnánima bondad me dejaba acariciar la Leika diminuta, compacta y de color negro refulgente, como si se tratara de un fetiche que me fuera a otorgar la vocación indeleble de fotógrafo. Desgraciadamente no la otorgó, pero sí germinó en una sencilla afición que tantos buenos recuerdos me ha dado.  Aunque siga sin entender la ovalidad de los objetos que veo a través de la lente. Me pregunto a dónde habrá ido a parar la Leika del bueno del padre Cándido que nos grabó (y reveló) para siempre en el pinar de Antequera. Lek-tura del santo evanggelio según San Luk-kas.