Me privan los misterios, los alienígenas con sus platillos volantes, forasteros interestelares que han creado misteriosas civilizaciones, más tarde barridas por las tempestades inmisericordes de la historia. Presumiblemente porque sus mentores extraterrestres han desaparecido para crear, en otra galaxia lejana, una nueva cultura que a su vez desaparecerá, más tarde o más temprano, en la furia de continentes sumergidos, como la Atlántida. O simplemente sobrevolados para perfilar extrañas figuras desde las alturas, como en Nazca. También se me ocurre que Jesús no murió en la cruz, antes bien, fue sacado a escondidas de Palestina y terminó por pasar a mejor vida en la intrigante Cachemira. Otros aseguran que un montículo atestigua como pasó sus últimos días en en Akita, la provincia norteña de Japón. Es tiempo de ingenuas creencias. Con trece años, la ficción de “Planeta rojo” es fácil travestirla en cotidiana realidad, a la vez que imagino, con Julio Verne, cómo alcanzar la luna. El mecanismo de Antykthera herencia directa de los carros de los dioses, que en la noche de los tiempos, descendieron sobre Siracusa y entregaron a Arquímedes inescrutables secretos en torno a eclipses planetarias, el perigeo del Sol y la Luna y la datación de los juegos olímpicos en Grecia.
Con su voz ronca, gutural y restallante como un látigo, el P. Antonio Felices me señala, mientras escruta nuestros rostros atemorizados, con el índice, pero sólo porque estoy en las primeras fila de la clase, mientras describe con todo lujo de detalles como ha observado el ovni sobre los cielos de la vecina Tudela de Duero: “saqué un telescopio de 180 aumentos. Al mirar por él, el objeto, que en un principio tenía una forma esférica, pasó a tener una forma triangular, o de punta de flecha, con una especie de panza en su parte inferior. Y, aunque estaba estático, hacía un movimiento pendular. Se trataba de un objeto oscuro, del color que podrían presentar los cañones de las escopetas”. Todo lo que dice el P. Felices me resulta cómodamente creíble. Tanto que termino por ser su inesperado corresponsal, cuando una madrugada del verano de 1969, tomo nota de las visiones que doña Concha, una vecina del pueblo, a la que muchos consideran que no está en sus cabales, dice haber observado a las cuatro de la mañana, sobre la vertical de Villaeles de Valdivia, un extraño objeto, de forma indeterminada, zigzagueando por el firmamento estrellado, a la vez que arrojaba un extraño resplandor.
Sabe de sobra que nos aterra con sus historias de marcianos. Quizá no sea la pedagogía más ortodoxa, pero raramente osamos saltarnos la estricta disciplina del silencio ante el pavor de que, cualquier día de éstos, seamos abducidos por naves ovaladas en forma de cigarro puro. En su extensa gama de narraciones, nos resulta complicado discernir si cuenta terrores reales o fantasías ficticias. Se regodea en nuestro temor, al contar historias de fantasmas y resucitados, de lunáticos asesinos, cercanos extraterrestres que cualquier atardecer pueden sorprendernos si nos aventuramos en el pinar de Antequera. El P. Felices es un experto en la ciencia ficción que él asegura es incógnita realidad. Incluso T.V.E. le acaba de entrevistar en su pequeña celda, donde apenas cabe una de las cámaras y su madeja de cables para su canal en UHF. Ha sido protagonista en diversas tertulias del género y es considerado uno de los mayores entendidos de ovnis en España. Con el añadido de que sus comentarios están matizados por perspectivas filosóficas y teologales. La segura, afirma, existencia de otros mundos desconocidos para nosotros, incluso existentes en el nuestro, en otra dimensión, tamizados por las comunicaciones telepáticas y las bilocaciones de extraños seres con tres ojos en la frente. ¿Habrán sido redimidos por la muerte y crucifixión de Cristo, o no habrán tenido esa imperiosa necesidad? ¿Están concernidos, puesto que no son de este mundo, por el pecado original de Adán y Eva? O más bien, ¿están libres de tal lacra?.
Y aunque no tiene nada que ver, además, el P. Felices es nuestro profesor de inglés. Parece que antes de ejercer su magisterio shakesperiano en la escuela apostólica residió en Hong-Kong, lugar recóndito y misterioso en nuestras restringidas fronteras mesetarias. Algo de vocabulario, supongo, he aprendido con él, aunque a regañadientes nos preguntemos para qué sirve el ingles del método Mangold (“This is a pencil”). Sobre todo, con el P. Felices, sin que él lo advierta, me he hecho fiero converso de las buenas causas del espacio exterior. O séase, Ezequiel ha dejado de ser un profeta, para transformarse en puntilloso narrador del aterrizaje de naves extraterrestres. El Antiguo Testamento refrenda a Erich Von Daniken. O más bien al revés. Escucho el andar rotundo del P. Felices, sus pisadas firmes, adivino su oronda figura avanzar decidida por el pasillo de las clases de tercero en el pabellón de mayores. Me concentro en el genitivo sajón. El P. Felices tiene la mala costumbre de insuflarnos espanto cada vez que entra en el aula. Con su sóla presencia. Bien, sin previo aviso, nos encasqueta un examen de vocabulario elemental, rellenando los puntos suspensivos en frases como “The book is … the table” (¿At, in, by, on?), bien, al menor descuido, en cuanto percibe a alguien de la última fila cuchicheando con su compañero de pupitre, su voz tronituante termina por implantar un silencio tan asombrado como temible: “Gamarra, de pié encima del pupitre”. Por hablar.
Detesto las matemáticas. Un martirio permanente en mi senda para convertirme en hombre de provecho. Las que venían en la Enciclopedia Álvarez de Segundo Grado son las únicas que he entendido a medias. Ejercicios sencillos como sumar, restar, quizá alguna raíz cuadrada de un par de números y, paremos, nunca mejor dicho, de contar. ¿Será algo genético? Para mi fortuna, en esta incomprensible marejada de binomios, polinomios y otras figuras ininteligibles, se acaba de cruzar el P. Regino Borregón. No me resulta difícil imaginarlo sentado en un tractor, gradeando los gélidos páramos abulenses, o vadeando un arroyo tras el rebaño de merinas. De porte más bien bajo, tez muy morena, pelo oscuro, recio y rostro lleno de arrugas no desmerecería, por la apariencia, de cualquiera de mis paisanos, ocupados en la sementera, este septiembre de 1968, mientras yo sufro con los ignominiosos quebrados.
Con cualquiera de las repetidas reformas escolares sufridas, de repente, los libros de texto, sean de lengua, manualidades o física han dejado de ser, eso, libros de texto. Ahora vienen todos edulcorados con más estampas, textos recortados en los márgenes de las páginas, para resaltar que Cervantes estuvo en poder de los corsarios o que la catedral de Chartres posee uno de los rosetones más extraordinarios del arte gótico. El de matemáticas no podía ser menos. A diferencia de la simpleza de la Enciclopedia Alvarez , el texto viene con una abundante disposición de gráficos, diagramas, bocetos, croquis y dibujos. Lo cual, si cabe, realza las dificultades. Sospecho que al P. Regino tantos adornos tampoco le agradan. Su carácter se asimila más al de un sencillo maestro escuela que con un docto profesor de instituto. Ponga como ponga el libro, por más vueltas y revueltas que dé a las hojas, todas esas curvas que ondean entre los ejes X e Y seguían siendo tan enigmáticas como antes. El P. Regino, hombre llano y bondadoso donde les haya, no ceja en su intento de que yo comprenda, aunque no soy el único, la importancia de las ecuaciones de primer grado para mi vida de futuro aspirante a misionero en el lejano oriente. Pero como si nada. Mi imaginación va por otros derroteros y las matemáticas me resultan bien ajenas. Cada evaluación termina por advertirme, sin acritud ni desesperación: “Cóbreces, le apruebo por pura bondad”. No le falta ni un ápice de razón. O quizá le da vergüenza, o pena, de que los sobresalientes y notables en lengua, religión, historia se vean lastrados por el suspenso ajustado, o el aprobado raso. Entre el cuatro y medio y el cinco veinticinco se mueven todos mis escasos conocimientos de álgebra.
El P. Regino es una brazada de benevolencia. Campechano como ninguno, no le importa arremangarse el hábito y ponerse a disputar un partido de fútbol con toda la plebe de alumnos en pos del balón. Durante los asuetos, lo mismo nos enseña a esculpir una barquichuela con la corteza del piñonero, navaja en mano, que se pone a cocinar la paella, a la sombra de los pinos, en los arenales de Simancas. O a servir el dulzón líquido anaranjado del garrafón, que a modo de elixir exquisito degustamos con fruición los días de asueto. Tras sus gafas de espesa concha negra, se esconde una mirada, sin duda paternalista, como no puede ser de otra manera en esta época que nos toca vivir, pero sobre todo benigna, afable, acogedora. A medias entre hermano mayor y abuelo. Se ve a cien leguas que nuestros orígenes vienen del mismo lar castellano. Austeridad y honradez van parejas con amparo y cobijo. La mayoría del resto de profesores también son de nuestros pueblos, o de aldeuchas vecinas idénticas a las nuestras, pero los estudios de filosofía o la paternidad espiritual les han mudado en perdonavidas, con una miaja del engreimiento que otorga la autoridad absoluta con la que nos gobiernan. Aunque las matemáticas no me pertenecerán nunca, el P. Regino es de los míos. Sin duda.
Un capitán de barco sale de pesca, con cuatro marineros a bordo, iza las velas en la bocana del puerto, a la captura del bonito. En la bahía cercana pescan 9 peces que se dividen a partes iguales, dos bonitos por pescador, aunque el capitán, como es lógico, se lleva tres. Cuando vuelven al puerto, dos de ellos entregan los peces a sus mujeres para que los cocinen, otros dos los cocinan ellos mismos, el quinto, que no es otro que el capitán, los guarda en la nevera. A través de esta pequeña historieta que el P. Isidro Rubio se ha inventado sobre la marcha, descubro, aunque entonces no sea capaz de denominarla en tales términos, la importancia de la tradición oral en la literatura. El profesor se la cuenta en un murmullo al primero de la fila, en la clase A de cuarto. Pasa por Candanedo, Catón, un servidor, Durantez. Siempre contada en un susurro. Con los labios pegados al oído para que el vecino no la oiga. Cuando el último de la clase la narra en voz alta para todos, la descripción original de la pesca es un batiburrillo incomprensible donde han aparecido cazadores disparando a los atunes, la barca se ha esfumado y el capitán se queda con todos las capturas. Y sólo somos 28 narradores los que nos hemos pasado la historieta en menos de un cuarto de hora.
Pedagogía relativamente intrascendente para hacernos comprender la importancia de la tradición oral en el Mío Cid y en las decenas de versiones con que algunos poemas del romancero español han sobrevivido a través de las centurias. Pero la lección queda bien aprendida. Muchos años más adelante este fugaz episodio escolar me revendrá en incontables ocasiones cada vez que los cuatro testigos de Rashomon cuentan el asesinato del samurai y la violación de su esposa en cuatro maneras absolutamente diferentes. O cuando el P. Stock del Istituto Biblico Pontificio nos apunta la complejidad de las tradiciones dentro de las primeras comunidades cristianas en la conformación del proto Mateo hasta derivar en la concepción de la divinidad de Cristo.
El P. Rubio es de los profesores más jóvenes, posiblemente, en este año del Señor de 1970, no lleve más de media docena de años en la docencia. También ha sido profesor de literatura en segundo. Se nota su imparable entusiasmo por transmitirnos la importancia de Garcilaso de la Vega o la necesidad insoslayable en leer El Quijote. Tomo, que para qué engañarnos, nos repele bastante por su grosor y su castellano obsoleto. Todos decimos que en el verano lo leeremos, tal es la trascendencia que nuestro profesor le otorga. En verano, sin embargo, tenemos asuntos de más enjundia en los que ocuparnos. Entre otros, agavillar la mies que siegan nuestros padres o echar bezos a las ovejas en la tinada, cuando retornan hambrientas de recorrer los rastrojos resecos. Cierto o no, al P. Rubio le atribuyo, sin que me quepa la menor duda, el haber conformado una educación literaria notable, un cariño por la letra escrita que no creo haya encontrado, jamás, en otros profesores, anteriores o posteriores. Esto es lo que tienen los buenos profesores, que sin saberlo dejan huella. Se engrandecen en nuestras vidas, se vuelven añejos, incluso olvidados, con el paso de los años, pero de alguna manera sus enseñanzas rezuman por los poros de nuestra débil memoria.
Gracias a él, participé en un concurso de cuentos de Coca Cola
en Valladolid. Mi única ganancia fue una bolsa de deporte con el logotipo de la
famosa bebida. Pero mi narración, cursi como ella sóla, hablaba de mariposas,
flores y primaveras, se publicó en “Cumbre”, la revista del colegio. Cuando
ocasionalmente me topo con ese número, inesperado superviviente de más de 15
traslados, aunque ligeramente deshilachado, no puedo sino evocar los misteriosos
meandros de la memoria que permiten retomar, sin razón aparente, una enseñanza
aparentemente trivial y, al mismo tiempo, envían otras al purgatorio del olvido
y la amnesia.
Nota foto: El padre Felices en Valladolid (España), probando la resistencia de un cristal similar al que fue perforado por un ovni en 1975 (caso Emiliano Velasco). Foto: J.J.Benítez
¿Es este el Padre Felices? A mi me lo parece. Guardo un recuerdo muy bueno del P. Felices.
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