El respeto a la propiedad privada era un deber sacrosanto, intocable, que sólo en muy contadas ocasiones toreábamos. Quizá como consecuencia de alguna apuesta infantil o, simplemente, producto de una chiquillería impensada, futuribles gañanes, a cuerpo entero, como éramos. Pero maldad no había en, tras terminar el baño en una de las pozas del río, cuando al final del verano, éste ya no llevaba corriente, aprovechando que el tío Celedonio había regresado a casa para almorzar o buscar una lata de gasolina con la que alimentar el motor de riego, escalábamos una tapia, traspasábamos un linderón hasta el árbol de la fruta prohibida: las manzanas reinetas o el ciruelo de claudias. Llenábamos el regazo de la camisa con un puñado de ellas y a correr tocaban. O cuando a finales de septiembre, atacábamos la morera del abuelo Aniceto, el peral de la señora Eustorgia, los sarmientos de doña Crescencia.
Nuestro manjar preferido era la fruta. ¿Qué interés podíamos tener en media docena de pimientos morrones o un kilo de patatas tempranas?. Hurtábamos por pura diversión, hambre no pasábamos. No mucha, al menos. Era mucho más divertido echar mano a los frutales del prójimo que a los propios. Nos encarnizábamos con la huerta del tío Sinforoso, venganza fácil por habernos reprendido en público lugar, la plaza de la iglesia. Delito de lesa infantilidad: haber volteado las campanas hasta después de la segunda, en la fiesta de la Asunción. Un juego pueril, ocasionalmente arriesgado. Si el tío Indalecio aparecía de improviso jurando por todos los santos y vírgenes de la corte celestial, desde un kilómetro de distancia, la solución era fácil: echar a correr a lo largo del pedregal de la ribera, alcanzar el cauce del río y esconderse tras las sotas y choperas. Si llegaba, ladino y en silencio, hasta pillarnos con las manos en la fruta prohibida, el tiempo de reacción era tan corto que resultaba difícil escapar al azadón, o cualquier instrumento agrario que el damnificado, sin ninguna contemplación, tuviera a bien arrojarnos a la cabeza. Más de uno acabó sangrando por la sien. Aunque fallecidos, la verdad, nunca hubo.
Lo peor venía después. Acusados por el susodicho ante nuestros progenitores, éstos echaban más leña al fuego, las excusas no servían de gran cosa, y no era raro que pasáramos, a modo de castigo, una tarde encerrados bajo llave en el desván o el anexo a la pocilga. Si además el suceso llegaba a oídos del señor cura párroco, la penitencia extra confesional consistía en ponernos con los brazos en cruz delante de la pila bautismal, a la entrada de la iglesia, poco antes de comenzar la eucaristía dominical. Aquel don Tancredo, al pié de la magnífica fuente bautismal del siglo XII, constituía una vergüenza tremenda por la que nadie queríamos pasar. “¡Vaya, Inacito, estaban duras las peras de cuchillo del tío Evilasio”, decía socarrón el molinero, el señor Honorino, tan buena persona como mordaz. Desde los criterios pedagógicos hodiernos, con total seguridad, aquellas correcciones públicas y multitudinarias de las barrabasadas infantiles, serían políticamente incorrectas, denunciables ante cualquier asociación de protección al menor. Hoy día, padre, madre, abuela y cuñados se enfrentarían, abogados y procuradores por medio, al señor Elpidio que osó tirarnos la horca, sin llegar a tocarnos, por un quítame estos cuatro pericos de San Juán.
En aquellos tiempos, la letra con sangre entraba. Con los escobazos inmisericordes de tu madre en el trasero por haber hecho novillos una tarde de primavera, cuando resultaba más atractivo escaparse de la escuela para descubrir los nidos de las perdices en los trigales. O un buen zarpazo en el lomo, con la vara de arrear las vacas, por haberte distraído jugando al aro con los amigos en la plaza, mientras tu padre te esperaba, con no mucha paciencia, en la huerta para ayudarle a cambiar la cebolla del motor de riego. No cabe duda de que, en la actualidad, esto sería considerado maltrato infantil, propenso a que alguna comisión mixta, de alguna junta parental, de alguna comunidad autónoma, vía algún grandilocuente término jurídico, te arrebate la patria potestad. La aldea, pues, se quedaría sin niños. Premios, por el contrario, había pocos. Salvo la satisfacción personal del deber cumplido. Los castigos estaban a la orden del día. El maestro escuela, por no saberte la tabla de multiplicar del dos, te mandaba reescribirla cien veces en una cuartilla; el cura, en la catequesis, por no recitar de memoria el credo, te convertía en monaguillo obligado todos los días de diario, y los padres, por la suma de todo lo anterior, te requisaban la pesetilla con la que comprar cacahuetes en el bar de Abundio los domingos, antes de que comenzara el partido de fútbol en la televisión.
La disciplina se multiplicaba con creces en el internado. Por muchos castigos y penas que hubieras soportado en la aldea, las maneras, libertades y correrías del pueblo eran poco asumibles en las Arcas Reales. En parte porque éramos una masa considerable de más de doscientos niños en el pabellón de menores, la mayoría notablemente asilvestrados. La disciplina a diestro y siniestro era la única forma de domarnos. Si no nos metían en varas, como decía la señora Eufrosina, no terminaríamos nunca por convertirnos en hombres de provecho. Así que aparte de la formación académica, más o menos adecuada, que allí recibimos, el internado se asemejaba, además, o ante todo –depende de la frágil memoria de cada uno- a una escuela de cadetes donde la mayoría de las actividades se realizaban a tambor batiente, a ritmo de disciplina militar. Empezando por el espacio geográfico que se nos asignaba y sopena de incurrir en falta gravísima. Acaso perdonable la primera, si no tenía connotaciones morales, pero no la segunda. El pabellón de menores, en el exterior, quedaba limitado por el perímetro de los campos de deporte. En los edificios, por las dos alas de las clases con sus canchas de baloncesto encajadas entre ambas, el gran corredor bajo los dormitorios donde solía haber mesas de pingpong para entretenernos los días de lluvia, los dormitorios y el comedor. En el estrecho marco de esa restringida geografía infantil, salvo excepciones muy contadas, pasábamos los trimestres completos, día a día, semana tras semana. Los años. ¡Años! Haciendo y deshaciendo filas, cautos para no infringir las normas, en la suma de infinitas horas de silencio: las del estudio vigilado por la superioridad, por supuesto los de la capilla, cuya infracción, evidentemente, lindaba con supuestos pecados mortales. Silencio también en los dormitorios, en las clases, en el comedor. Filas y más filas, sigilos y más sigilos, como hilo conductor de la existencia (¿supervivencia?) en el internado.
El silencio más chocante se producía en el comedor. Acostumbrados a la algarabía de los almuerzos en el pueblo, todos picando de la misma cazuela familiar rebosante de torreznos, porrón de vino al gaznate con doce años, nunca terminábamos de acostumbrarnos a aquel misterioso murmullo, inmediatamente acallado por el P. Mendoza (“Candanedo, ¡póngase de pié!”) mientras nos sentábamos en las largas mesas a la espera de que los servidores, nuestros propios compañeros en riguroso turno, nos ofrecieran el plato de lentejas (¡ojo a los bichitos que flotan!), requemadas en su olor a tabaco, y la gruesa, qué digo gruesa, inmensa, espesísima tortilla de patatas. Siguiendo una antigua regla monástica –desconocida para nosotros-, de principio a fin, la mayor parte de comidas se hacían en irreprensible silencio, mientras desde un micrófono el padre prefecto de disciplina o un alumno aventajado leía la vida ejemplar de algún santo o nos deleitaba con una narración piadosa. Ocasionalmente, cuando en la, para nosotros ajena actualidad, se producía un acontecimiento que el prefecto consideraba importante, pasábamos de las hazañas del P. Berriochoa en la Cochinchina al relato periodístico del Diario de Valladolid. O más bien, al corta y pega de la agencia Cifra en sus tintas corridas y papel de pésima calidad.
Así que yantar tras yantar, seguimos, embelesados y espectantes, la epopeya de supervivencia y rescate del Apolo XIII. Del 11 al 17 de abril de 1970 secundamos las peripecias de Novell, Swigert y Haise y sus heroicas habilidades para resistir en el espacio exterior la carencia de oxígeno y agua. De repente, ya no era necesario acudir a la exigua biblioteca del aula de manualidades. Julio Verne servido entre los filetes rusos y la rolliza tortilla de patatas, tan exquisita que la boca se nos hacía agua.
Había una invisible frontera, absolutamente infranqueable, entre el pabellón de menores y el de mayores, una línea que continuando el eje de la iglesia, arrancaba en la frente de Nuestro Padre Santo Domingo, mascarón de proa, que Miguel Fisac, en una de tantas de sus genialidades, a modo de faro iluminador, había hecho volar en lo más alto del oval que formaba la cabecera del templo. La línea proseguía hacia el sur, bien recta, dividía la platea del teatro en dos, al oeste los mayores, al este los menores, cortaba los vestuarios y la piscina por su mitad exacta, haciendo otro tanto en la gravera. Ésta era un hondón irregular, en las lindes del pinar, que servía de escombrera. Mientras a nadie se le ocurriría atravesar la raya a la altura de la iglesia y el teatro, el camino más corto entre los dos pabellones, la gravera era espacio de intensos intercambios cotidianos, durante el recreo de primera hora de la tarde.
Allí los paisanos del mismo pueblo, residentes en pabellones diferentes, aprovechaban el relativo escondite de los cipreses que rodeaban la piscina y la notable mole del teatro para intercambiar las recientes novedades acaecidas en su pueblo, en las faldas de la sierra abulense; los que habían sido amigos inseparables en el mismo pabellón y ahora se veían alejados por pertenecer uno a segundo y otro a tercero, aprovechaban la hora de la siesta para intercambiar tebeos o los cromos más requeridos por su escasez. Los de equipos recién ascendidos de segunda o las estrellas rutilantes del Madrid. Mi hermano, en segundo, a la vez que aprovechaba para sonsacarme una ínfima parte de mis ínfimos ahorros, me pasaba la carta que recientemente le había llegado de casa, haciendo yo otro tanto con la que mis padres me habían enviado a mí (“se ha muerto doña Crocasia, el tío Ascindino ha emigrado a Valladolid, tu tía Angustias no ha vendido todavía la remolacha azucarera”). Otras veces, la gravera se transformaba en improvisado campo de juegos o insultos, donde los de un pabellón acosaban a los del otro, siempre con la línea divisoria presente e imperceptible, con una ráfaga de piedras y latas quemadas, todo por insignificantes excusas. Renacuajos, id a vuestro pabellón; los asturianos sois más de pueblo que las amapolas, Amancio da cien vueltas a Reixach. Rara era la vez que el prefecto de disciplina o uno de sus ayudantes aparecían por allí. Pero si esto sucedía y alguien era sorprendido “in fraganti”, el castigo menor era quedarse sin cine el domingo siguiente, incluso –la madre de todos los castigos- verse privado del próximo asueto. En casos que se consideraban graves, de moralidad sospechosa –aunque con 12 años no teníamos la mínima noción de tan indecente pecado mortal, siempre sobrevolaba el estigma nebuloso de la homosexualidad- llegaba la amenaza, a cumplirse en las próximas vacaciones, de la denigrante expulsión. Acompañada de la vergüenza insoportable que la expresión “recoge tu aparador y dobla tu manta” acarreaba.
Había otro método mucho más arriesgado de pasarnos mensajes entre amigos, hermanos o paisanos. El rezo del rosario vespertino y la misa diaria matinal entrañaba que todo el colegio, mayores, menores, padres, profesores y visitantes confluyéramos al menos dos veces; en tiempos de exposición del Santísimo tres, en el exquisito templo de Don Miguel. Sus resplandecientes paredes de ladrillo desnudo, tan insólitas y extraordinarias, comparadas con las estrambóticas mezclas kitsch decimonónicas y barrocas de las iglesias de nuestros pueblos. Aquí la luz llegaba exclusivamente, transparente y límpida, por los laterales del altar. El escenario de los miles e interminables rituales litúrgicos a los que asistimos, iluminados con la luz diáfana y transparente de las primaveras pucelanas. En las capillas, seguramente alguna de las mínimas concesiones de Fisac a los padres provinciales que le dieron cancha, tan incomprendidas como impresionantes esculturas de madera, atractivas y temidas hasta el aspaviento. No era nada fácil entrar a confesar nuestros pecatta minuta (“padre, me he peleado con Jesús -mi compañero- no el otro”, “he copiado en clase de matemáticas”, etc.) bajo la aterradora expresión, dedo amenazador en alto, del S. Vicente Ferrer de Carlos Ferreira.
Como la entrada, dependiendo de si se venía del pabellón de menores o mayores se hacía por dos puertas diferentes, siempre un grupo antes que el otro, al pasar por el que ya estaba sentado, se deslizaba un trozo de folio al primero de la fila, quien ya sabía que recorrido tenía que hacer el recorte para llegar a su destinatario (“me ha escrito mama y me dice que el señor Desiderio le ha pegado una coz la vaca, no podrá hacer la sementera”, “te espero mañana a las dos en la gravera”, “el P. Felices me ha castigado y me ha puesto de pié encima del pupitre”). Mensajes tan banales como ingenuos. Seguramente evocados en el recuerdo, porque el temor que nos infundía la prohibición, y sobre todo el que fueran interceptados por la autoridad, era tal, que quedaron registrados para siempre en algún sombrío rincón de la memoria.
Los rarísimos días, especialmente en los primeros años, en que se nos permitía salir a Valladolid con motivo de alguna festividad religiosa o la celebración de algún acontecimiento deportivo especial, las temibles prohibiciones caían en desuso y carentes de barreras cada oveja volvía con su pareja. Los del mismo pueblo o de los cercanos se juntaban con sus paisanos, los hermanos con los hermanos, los amigos más mayores con sus amigos pequeños. Estas desbandadas pucelanas, vueltas y revueltas por el Campo Grande o los aledaños del Paseo Zorrilla, no siempre tuvieron un final feliz. Recién llegados de los pueblos, donde la tienda más grande era la de ultramarinos del señor Severino y la camioneta de venta ambulante del señor Leocadio, delante de los comercios de Valladolid, intocables para nuestros menesterosos bolsillos, los ojos, como decíamos en expresión de la época, se nos hacían chiribitas ante tanto esplendor, luces y abarrotamiento de golosos productos. En un alarde de consumismo infantil adquiríamos, como mucho, alguna golosina o un tebeo de El Capitán Trueno o Hazañas Bélicas. Pero allí estaba Simago, tentación fácil con dos o tres plantas, colmadas de juguetes, elepés, ropas. Además podíamos manosear todo, remirarlo y volverlo a dejar más o menos en donde lo habíamos tomado. Algunos no. Prefirieron esconderlo debajo del jersei. Algún insignificante artículo: unas gafas, quizá algún libro de aventuras. Pero ya entonces había guardias de seguridad, figura de ley y orden, ingenuamente desconocida para la mayoría de nosotros. Llamada al colegio, venida en urgencia del prefecto de disciplina, petición de disculpas, bochorno masivo, pánico total. Resultado, media docena durmieron por última vez, aquella noche, en el internado. Podía uno ser un estudiante mediocre, incapacitado para formar parte de la coral, inservible para correr en el campeonato de cross, pero hurtar era lo último que se podía permitir en un internado con tal reputación, ontológicamente religioso por más señas. Sin duda, uno de las faltas mortales más graves en el florilegio moral al que se nos exhortaba para su obligado cumplimiento.
Otro hurto, éste insospechado incluso para los mismo autores, pero de una gravedad no menor, y de una amplitud considerable, ocurrió durante una de las visitas a la magnífica finca de La Mejorada , en las cercanías de Olmedo. Poco nos preocupaban los restos de la iglesia datados en 1396 o que fuera objeto de una las primeras declaraciones de Bien de Interés Cultural en 1931 . Habitada por una decreciente comunidad, veteranos misioneros de la Cochinchina , que ahora ejercían las funciones de imposibles guardianes. Durante la jornada, negligencia del tutor de la excursión o confianza plena en nuestra integridad moral, nos dejaron campar a nuestras anchas por viñedos, cementerio, tapias y celdas. Aquello no era Simago, pero de alguna forma se asemejaba. Además no había sigilosos guardias jurados. Entramos a saco en las celdas que, genuinamente, creíamos abandonadas. Cada cual arrampló con lo que le plugo. Poco a poco se fueron formando corrillos donde cada cual exhibía sus trofeos de guerra. Alguien una maquinilla de afeitar eléctrica, aunque todos éramos barbilampiños, otro, cuadernos, alguno, ininteligibles libros de teología o espiritualidad, otros, impecables bolígrafos bic, estampas religiosas, fotografías sepias con imágenes de lejanos paganos achinados convertidos a la verdadera fe. El botín era inmenso. Habíamos encontrado un tesoro escondido y nadie nos advirtió que aquellos bienes tenían propietarios que por alguna ignota razón no aparecieron en todo el día por sus habitaciones. Nosotros creímos que el caserón estaba abandonado y sin la menor reticencia tomamos posesión de todas las pertenencias existentes tan llamativas a nuestras miradas infantiles.
Hasta la hora de la cena, ya de vuelta al internado. Cuando el expolio salió a la luz. Formación militar, filas atemorizadas en el corredor inferior del pabellón, azaroso silencio. Prácticamente, todos los excursionistas, uno por uno, habíamos tomado parte en el saqueo. Piratillas inesperados de un día de asueto a punto de convertirse en protagonistas indeseables de una tragedia escolar, familiar y quien sabe si mundial. Otra fila más en aquel amedrentado anochecer, para pasar por la celda del P. Reyero, encargado de nuestro dormitorio. Uno a uno. Para dar explicaciones, pedir mil perdones, dolores de atrición y contrición, me arrepiento hasta el fin de mis días, no cometeré otra vez este acto reprobable. Ya se sabe que la ignorancia de la ley no exculpa el yerro. Devolución de todos y cada uno de los objetos. Como los implicados éramos tantos, fuera por acción u omisión, no resultaba conveniente el que expulsaran a ciento y pico internos. Así que por la generalización de la culpa, fuimos redimidos los individuos.
En silencio, filas, más silencio y más filas, asimilamos lo que vocablos como disciplina, mortificación, docilidad, sumisión, obediencia y jerarquía significan. Con el paso de los años, he afirmado por doquier que el internado no sólo no me creó ningún trauma irreversible, salvo que Freud piense otra cosa, antes bien, estoy plenamente convencido que me convirtió en un hombre de provecho. Justamente, lo que preconizaba la señora Eufrosina. Creo yo. Simago y La Mejorada aparte, pese a quien le pese, incluso con todos los errores pedagógicos y existenciales que entrañaba vivir en la década de los setenta. A fin de cuentas, nuestro asilvestramiento pasó a mejor vida, la de nuestra buena educación. De aquella jornada aciaga en La Mejorada guardo un diminuto botín tangible. Un diminuto libro, La Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, el ex libris lleva una fecha enigmática, de autor desconocido. 3 de agosto de 1932. Tan misteriosa como la manera en la que pude convencer al padre Reyero que yo sólo había hurtado unas cuchillas de afeitar. Que, claro está, le devolví.