INTRODUCCIÓN
Llevo
varios años conversando con mis amigos y ex-compañeros de Colegio para intentar
recopilar datos, anécdotas y vivencias que disfrutamos, sufrimos y vivimos con
intensidad en nuestros años de estudiantes internos en los diversos colegios de
los frailes dominicos en España.
Procesión en el Patio Central |
Muchas de
estas vivencias o anécdotas pueden ser atribuidas a compañeros o a mí mismo
como espectador o actor de las mismas pero que quizás no se correspondan con la
realidad por varias razones. O porque la memoria nos falla y situamos mal a los
protagonistas de los hechos o porque ya no recordamos con exactitud a la
persona que protagonizó ese hecho.
Decía
Marcel Proust: “El recuerdo de las cosas
pasadas no quiere decir que ocurrieran de esa manera”.
Por lo
que intento que sean adjudicadas a ciertos compañeros más cercanos y nítidos en
mi memoria particular o colectiva y así poder dar mayor verosimilitud a la
narración y los hechos acaecidos, ya hace la friolera de medio siglo más o
menos.
Es muy
complejo el intentar dar un cierto orden a todos los hechos que acuden a mi
memoria para dotarles de una comprensión cronológica y conceptual, por lo que
intentaré situar los acontecimientos en un ámbito histórico, aunque haya
ciertas anécdotas y sucesos que pueden ser ubicados en cualquiera de los cursos
de los respectivos colegios y cursos y con actores vivenciales que pueden haber
reproducido situaciones semejantes o repetitivas.
Los
hechos aquí narrados se refieren a mi estancia en el Colegio desde el año 1959,
cuando ingresé en primero de bachillerato en Arcas Reales (Valladolid), hasta
el año 1968 en que abandoné el Estudiantado de Filosofía de S. Pedro Mártir de
Alcobendas (Madrid).
En esta
primera versión supongo que existirán algunas incertidumbres o inexactitudes
que podrán ser subsanadas “a posteriori” cuando los compañeros de nuestro Club
de Barcelona puedan leerlo y hacer las acotaciones o aportaciones pertinentes.
Espero y
deseo que sirvan estas páginas para rememorar hechos que se nos pueden ir
borrando de nuestra memoria y que nos puedan traer tardes de tertulia y
camaradería al ponerlas de nuevo sobre el tapete en nuestras reuniones.
Desde
luego que no me gustaría herir susceptibilidades ni poner en un brete a ningún
compañero por adjudicarle alguna travesura o acción que sea delicada en su
moralidad o tergiversada, sin intención, en su recordatorio.
Situados
estos antecedentes, empiezo a desgranar algunos trazos de la historia de
nuestras vidas en la década de los sesenta.
ARCAS REALES
Fue una
conmoción que en una pequeñísima aldea de unos 10 vecinos fuésemos
seleccionados dos alumnos para ir a estudiar internos a un Colegio en
Valladolid. Los elegidos fuimos César, mi amigo de la infancia, y yo.
Me estoy
refiriendo al pueblecito donde vivíamos, Pedreo, pedanía de Moreda de Aller en
el Principado de Asturias. En aquella época la provincia era Oviedo y la
Región, Asturias. Hoy en día han evolucionado los nombres en consonancia con la
nueva distribución autonómica y política.
A
primeros del verano del 59, llegó por la aldea un fraile vestido de blanco que
dijo llamarse Fr. Delfín Castañón y que venía buscando chicos que quisieran ir
a estudiar a un colegio donde había muchos campos de fútbol y baloncesto, así
como piscinas y otros muchos niños con los que jugar.
Los
captadores de estudiantes hablaban poco sobre la vocación religiosa. Intentaban
reclutar a los alumnos con las ventajas de la educación, deportes, salidas
profesionales, etc.
Nos hizo
una serie de preguntas de geografía, matemáticas, lengua y literatura y algunas
palabras muy raras que habíamos oído alguna vez al cura en misa y a los
monaguillos. De nuestras respuestas parece que quedó razonablemente contento
porque dijo que teníamos nivel para asistir al colegio, sólo nos faltaba
conocer en profundidad el latín, así se llamaba la jerga que no entendíamos, y
que yo, por mi edad, podía incorporarme directamente a segundo de bachillerato
con la condición de aprobar el latín de primero.
Yo me
opuse a ir a diferente curso que mi amigo César. No me atrevía a ir a un lugar
extraño con chicos desconocidos y, sobre todo, la primera vez que salía de casa
a una distancia superior a 20 km. Y además, sin la compañía de mis padres o
tíos.
Los
padres de César convencieron a mi familia, sobre todo a mi padre, que era
reacio a dejarme ir a un colegio de curas o frailes, además de los costes que
suponía mi estancia y manutención en el colegio. Después de varios días de
vacilaciones y discusiones en casa mi padre accedió y empezó la preparación de
la maleta con el ajuar necesario para todo un año interno y muy lejos de casa.
Recuerdo
que asignaron el número 642 para marcar todas mis propiedades personales, sobre
todo aquellas prendas de ropa que tuvieran que ser lavadas o estuvieran en
lugares comunes.
Claustro del Patio Central |
La
emoción y los sentimientos de miedo y desconcierto ante las novedades que se
nos avecinaban llenaron los meses de julio, agosto y septiembre de aquel verano
de 1959. Los demás chicos de la aldea nos miraban, unos con envidia, otros con
pena porque tampoco sabían qué nos esperaba allá en ese colegio, pero sí
sabíamos todos que nos iba a cambiar totalmente nuestras vidas porque ya no
volverían tiempos pasados de juegos y travesuras.
Creo que
a finales de septiembre nos llegó la fecha de ir hasta Mieres para subir al
tren que nos llevaría a Valladolid para empezar un nuevo periplo que, sin
nosotros saberlo, nos iba a transformar totalmente nuestro futuro.
Casi no
recuerdo imágenes o sensaciones del primer viaje largo sin la compañía de mis
familiares. César y yo íbamos como encogidos en nuestros asientos con la
atención fija en los letreros de las estaciones con el miedo de pasarnos de la
estación de nuestro destino, Valladolid. ¡Anda que no había estaciones, que en
aquella época los trenes paraban hasta en los apeaderos!
Menos mal
que en León se incorporaron más chicos procedentes de Cacabelos, Ponferrada y León
que también iban al mismo lugar y estaban acompañados por un fraile que hacía
las veces de monitor o tutor para evitar que los muchachos nos perdiéramos. Desde
León hasta Valladolid la algarabía en el vagón del tren fue en aumento. Se
notaba la mundología de los chicos procedentes de ciudades y pueblos más
grandes que ya estaban acostumbrados a tratar con más personas y a viajar más
frecuentemente.
César y
yo seguíamos, no obstante, absortos en el paisaje que iba discurriendo por la
ventanilla de nuestro vagón. Qué diferencia de paisaje respecto a lo que
estábamos acostumbrados a ver y disfrutar en nuestra querida aldea. Llanuras
con extensiones inmensas de pequeños matojos en las tierras, que eran los
tallos que habían quedado después de la siega del trigo, cebada, etc. Qué raros
se nos hacían aquellos yermos tan amarillos y amarronados respecto a los prados
verdes y pequeñitos que teníamos en nuestro pueblo. Aquí los terrenos eran muy
extensos, llanos, sin vallas y con monocultivo, nada que ver con el estilo de
producción de nuestra aldea. No había casi árboles y el sol caía implacable
sobre los campos y tampoco parecía que la lluvia visitase muy a menudo estos
secarrales.
Pero las
horas fueron pasando y de pronto llegamos a una gran estación con un gran
tejado sujeto por unas enormes vigas de hierro. Parecía que habían puesto los
raíles en el techo además de en el suelo. El ruido del chirriar de los frenos
de la máquina del tren con sus avisos de silbato a todo trapo más la exuberante
ración de vapor que salía de la caldera de la misma fueron confundiéndose con
los gritos y risas de los chicos que se apelotonaban en las plataformas del
tren con sus maletas y fardos para bajar del mismo.
En los
andenes había un hormiguero de gente. Los frailes que habían venido a
recogernos y colocarnos en los diversos autocares para llevarnos sanos, salvos
y completos hasta Arcas Reales. Todo eran gritos para intentar congregar a los
recién llegados por poblaciones. Pasar lista para que no faltase alguno y
colocarles con sus equipajes en los respectivos autocares.
No os
podéis imaginar la sensación de tranquilidad y alivio cuando César y yo nos
vimos sentados en nuestros asientos del autocar, con nuestros equipajes en el
maletero y esperando que nos llevasen a nuestro Colegio.
De
repente se oye una voz femenina y gritona que dice:
-¿Rufino García de Moyeda?
¿Rufino García de Moyeda?
Yo me
encojo más, si era posible, en mi asiento. Creo que cabrían otros dos más en
él. Miro aterrado por la ventanilla y veo a dos señoras de una cincuentena de
años, acompañadas por un caballero muy trajeado que intentaban localizarme.
Ambas mujeres muy bien vestidas con un variado conjunto de joyas ornamentando
su buen atuendo siguen insistiendo en localizarme. El Padre Santiago también intenta
colaborar en el tema, pero como el movimiento de chicos y la tarea de colocar y
controlar a todos es muy delicada se desentiende del tema.
-
César me
mira y me dice: Están preguntando por ti.
- Qué va,
le contesto. ¿No ves que dicen Moyeda y nosotros somos de Pedreo o Moreda?
Él
insiste, pero le convenzo de que no me buscan a mí y, además, yo no los
conocía. En eso sí que no mentía y decía absolutamente la verdad. Más tarde
supe por mi madre que ella se había encargado de llamar a sus tías de
Valladolid para que se personasen en la estación y viesen si había llegado
bien.
Cuando vi
que se alejaban hacia otros autobuses con el mismo resultado y, después de un
cierto tiempo de espera, nuestro autocar se puso en marcha, creí que me
quitaban una losa del pecho.
Ante
nuestros ojos fueron pasando imágenes de calles, edificios, plazas y mucha
gente bien vestida y paseando por una ciudad en contraposición a nuestra
experiencia en la aldea. Nuestra alucinación era inmensa. Pasado un tiempo, que
nos pareció un instante, ya que no conseguíamos procesar tantas imágenes
desconocidas, llegamos al otro lado de la ciudad, en las afueras, a unos ocho
kilómetros de la ciudad, camino de Pinar de Antequera, allí se encontraba el
Colegio, Arcas Reales.
- ¡Dios mío!, pero si cabe
nuestro pueblo en este Colegio. Aquí nos perderemos todos los días, le dije a
César.
- Sí, es muy grande y además muy
bonito, es grandioso. Bueno, a los demás les pasará lo mismo, ya verás cómo
aprendemos a movernos como los otros, me contestó.
Después
nos mezclamos en la marabunta de maletas, gritos, apellidos y diversas filas en
las que nos fueron colocando para intentar poner un poco de orden en aquellas
hormonas alocadas y dispersas que nos invadían por la novedad y la visión de
aquella casa tan enorme que, si no ocurría algo muy adverso y extraordinario,
sería nuestra vivienda durante cinco años seguidos. [CONTINUARÁ]