[Mi padre era de Orense y mi madre de Lugo. Yo, vacilante entre las dos querencias telúricas igualmente fuertes, asentado en las tierras llanas de Caldelas, siempre gocé, sin embargo, el pequeño orgullo de sentirme orensano. A tenor del santoral litúrgico, según era costumbre, me impusieron el homónimo del ermitaño Arsenio cuya historia ignoraban totalmente mis progenitores y que hoy llevo con resignación. Procedo de un pueblo de agricultores en tierras de montaña. Medos es la infancia, la verdadera patria del hombre, la referencia de los recuerdos más entrañables. El archivo de las experiencias que se superponen a cualquier otra experiencia posterior. Forman el núcleo más importante de mi afectividad y mis recuerdos. Galicia, Castilla y Venezuela, entre otros lugares, fueron parte de mi viaje]
¡La Mejorada, una nueva decoración en el
teatro vida! Me incorporé tarde al curso (de 1949). Creo que fue en diciembre. Pero no
supuso ningún problema porque yo traía buena preparación de la escuela. Las
enseñanzas que se impartían en aquellas clases entarimadas como los estadios
deportivos, dirigidas por un fraile vestido de blanco inmaculado, eran
repetición en gran parte de los temas que yo conocía de mi escuela rural. Allí,
en tierras castellanas, me encontré muchas veces con el desprestigio de la
patria y la lengua gallega. Sumé mi esfuerzo al grupo de estudiantes gallegos
para recomponer el buen nombre de la patria chica que representábamos en el
corazón de Castilla. Yo, el viejo por
mi edad, que también me daba el título de el mayor, de mi curso. Me gané también el nombre de filósofo sólo
por responder preguntas que ya conocía. No era mucho mérito porque yo estaba
recorriendo un camino conocido; pero en todo caso ya entonces aportaba mi
reflexión personal a los problemas que me preocupaban. No soy un imaginativo
sino más bien un reflexivo que trata de entender las razones de las cosas que
me rodean.
El colegio de los dominicos era una gran
construcción cuadrada con un amplio jardín central que se había levantado sobre
las ruinas de un viejo monasterio. Solariega mansión en medio de los pinares
castellanos estaba además protegida por una ancha muralla de adobe, carcomido
ya por la inclemencia de los años y la falta de mantenimiento. En una esquina
del edificio se halla todavía la capilla del antiguo monasterio con muchas
alusiones históricas al heroísmo de los comuneros que defendieron el poder
municipal frente a la imposición avasalladora de las huestes del emperador.
Cerca de la población de 0lmedo, en la peseta castellana al lado del río Adaja,
vigilado a lo lejos por varios castillos en ruinas, se asentaba este colegio a
la sombra de muchos pinares. En verano, un inmenso horno en la arena del
desierto y una estepa gélida en los meses de invierno. Viñedos y trigales por
los cuatro costados ocupaban los espacios cultivados. Una gran cañada para el
paso de pastores de ovejas trashumantes que subían y bajaban con toda
regularidad como las estaciones del año. El trigo se recogía entonces con la
participación de jornaleros gallegos que llegaban allí, según dice Rosalía,
como "rosas" y regresaban a Galicia como "negros". Iban a
ganar unos jornales que no conseguían en su tierra y lo hacían con grandes
sacrificios.
Ellos eran el símbolo bochornoso de la
tierra gallega frente a las demás regiones españolas. Allí sufrí en carne
propia el deterioro social de la patria y la lengua que yo amaba
entrañablemente. La palabra gallego en aquel tiempo era un insulto humillante y
el tonillo característico que los gallegos mezclábamos al hablar el castellano,
nos delataba y daba pie a bromas de mal gusto que yo no podía soportar sin
enrojecer de rabia. No entendía por qué tenían que ser así las cosas. Eran los
signos del tiempo y la marca de una tierra desgraciada que arrastraba la desventura
de su historia y afectaba a su cultura, a su lengua y a su gente. Un pueblo
prestigiado socialmente posee una lengua y unas costumbres prestigiadas. El
sentimiento humillado de la tierra actuó siempre en mi como un acicate para
romper la maldición de la mala herencia cultural y tuve que tomar mis propias
defensas para desmentir aquella afrenta. Me entregué al estudio con gran
interés. No he conseguido grandes cosas en la vida, pero me satisface el
haber adquirido un nivel cultural y una educación humana suficiente para vivir
con cierta libertad y dignidad que derivan de ella -lo comprendería mejor más
tarde- sin complejos y sin las humillaciones que su carencia impone a los que
no pudieron o no quisieron luchar por ella.
Asimilé, en segundo intento, las
imposiciones de la disciplina interna, las rígidas sesiones de rezos, la
rigurosa dieta alimenticia que no era ni buena ni abundante. El desayuno café
con leche y pan, la comida repetía el menú cada semana con toda regularidad.
Una fría naranja, unos higos secos, unos almendros que se rompían con piedras
en la cañada, se reiteraban en la merienda poco antes de una cena de pescado
muy frugal. El partido de fútbol diario, como sano ejercicio del cuerpo, los
largos paseos por los pinares en busca de piñones, la rebusca en los viñedos
vendimiados más cercanos. En los días de paseo y asueto al campo la caza de
liebres con tres galgos castizos y corredores, que tenía el colegio, ocupaban
las horas desoladas del internado. Dóciles galgos. En unos instantes tenían en
sus garras las liebres que saltaban a su paso en las dehesas. Con sus presas se
preparaban suculentas meriendas en los rincones del bosque, a la sombra de unos
pinos o a la orilla del Adaja y el Eresma. El horario de clases de mañana y
tarde, las horas nocturnas de estudio, incluido los sábados, solo se interrumpían
por las tardes libres de los jueves o alguna fiesta religiosa.
La Mejorada, con su amplia piscina
excavada en los ruinosos cimientos de viejas construcciones monacales, el ascético
horizonte castellano de sus paisajes, su incontaminada soledad religiosa seguiría
siendo el punto obligado de vacaciones en los meses de verano durante el
estudio de los cursos superiores. Desde Ávila, desde Toledo, desde Madrid,
después de terminado el curso escolar, en vez de regresar al seno de la
familia, -la familia era un peligro-se pasaba unas salvajes vacaciones de sol y
sombra en la tierra inclemente de Castilla, al fresco de las soterradas aguas
del Adaja, a la sombra de las terrazas del algún fortín castellano. Largas
sesiones de lectura de novelas, algunas de ellas prohibidas que burlaban el
control de la censura de formas muy diferentes, improvisados coros folklóricos
con hondo olor de heno al fondo, bajo el ardoroso calor propio de los días de
verano, y un cielo chispeante de estrellas en claras noches de luna.
Hace unos años, -la precisión de fechas
se me escapa ni tiene el menor interés- a mi regreso de Venezuela, con mi
esposa y mi pequeño hijo, Luis Felipe, con ambiente musical navideño y el paisaje
vestido de nieve, recorrí el escenario de aquellos primeros años. Equivalía a
regresar al pasado. Aquel tiempo ido era parte de mi presente. Recordar
verdaderamente era volver a vivir. La Mejorada se había vendido a una compañía
privada por unos escasos millones. Pero su reserva emocional estaba allí. Poco
parecido tenía ya con el modelo original que yo llevaba en mi recuerdo.
Presentí el dinamismo esencial de las cosas. Reconocimos el caserón por fuera.
Las resonancias de nuestra alegre juventud que guardaba por dentro. Pero las
cosas eran ya todas distintas. La negruzca tapia de adobe que la circundaba
abre indefensa montones de boquetes en ruinas, símbolo del desencanto de unas
añoranzas que no encajan en la realidad existente. Los campos de fútbol estaban
roturados por las rejas de tractores dispuestos a la siembra de cereales, el
palomar estaba vacío, una oficina administrativa controlaba una actividad
comercial que no llegué a entender. Nunca se debió vender esta casa. Yo
abandoné La Mejorada, aquel día de invierno, con un tremendo sentimiento de
amargura, con un malestar interior como si muchas cosas vivas de aquellos
parajes que yo esperaba abrazar de nuevo se hubieran muerto definitivamente.
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*** Publicado con la amable autorización de autor: CLAUSTRO dentro y fuera, Arsenio González Cereijo, Cultiva Comunicación SL Madrid 2009 [El texto corresponde a una sección del capítulo II titulado "La Aventura religiosa"] El libro está dedicado "A mi familia. A mis amigos. A los que, como yo, han sido crédulos, ingenuos, soñadores y han pretendido, en vano, cambiar el camino del tiempo y la ruta de las estrellas. Mi otra familia"