La Mejorada entre viñedos (Fotografía del autor) |
Un leve murmullo que se parecía más a un lamento recorrió el dormitorio
superior donde nos levantamos los 150 niños para desperezarnos y lavarnos la
cara en los limpios lavabos del dormitorio corrido, tras una larga hilera en la
que esperábamos nuestro turno.
Al despertarme no lloré, pero algunos chicos comenzaron a llorar. Me dispuse a afrontar valientemente la realidad en la que ya estaba sumergido. Con pereza y muerto de sueño me dirigí a lavarme a los lavabos comunes. Había cola. Observé que en las camitas más próximas a los lavabos estaba un grupo de chicos que eran todos de la provincia de Ávila. Por su proximidad a los lavabos ya estaban aseados antes que todos los demás. Allí permanecían sentados y vestidos, con las sábanas recogidas y el colchón dispuesto para airearse. Los demás, adormilados, guardábamos cola para echar un poco de agua por nuestro rostro.
Al llegar de vuelta otra vez a mi cama para recoger las sábanas y dejar
el colchón libre y en disposición de poder airearse noté un fuerte olor a
orina. Me dí cuenta que mi inmediato
vecino de la cama que estaba a mi derecha, un chico de Burgos, se había hecho
pis. Aquel olor era insufrible al igual que el llanto reprimido que expresaba
mi desconsolado compañero burgalés.
Al cuarto de hora de levantarnos ya estábamos en filas al lado de
nuestras respectivas camas. El fraile que estaba al cuidado de la disciplina y
del orden de nuestro dormitorio abrió una gran puerta que estaba a dos metros,
a la izquierda de mi cama, y descendimos por las escaleras de madera hacia la
Capilla. El silencio era sepulcral sobre el que resaltaban las pisadas de
trescientos chicos. Teníamos que fijarnos, caminando unos detrás de otros, para
no tropezar en el descenso. Algunos íbamos medio dormidos. Yo me acordaba de los
de mi casa pues aquello era muy distinto de lo que yo me había imaginado. El
cambio, en menos de veinticuatro horas había sido tremendo. La libertad y el
calor de mi casa, de mi familia y del pueblo de Llastres por donde yo me movía
como un “gaviotin” libre, feliz y sintiendo el arropamiento de los mios, habían
desaparecido.
El silencio seguía envolviéndonos a todos. Entramos en la capilla, cada
cual a su sitio, nos arrodillamos y comenzaron las oraciones de la mañana.
Terminado el rezo un fraile apareció en el Altar para oficiar la misa en latín
y de espaldas. Uno de los chicos mayores, de un pueblo de Ávila y apellidado
Barcala, situado de pie en medio del pasillo de la capilla, leía un misal en
español con las oraciones y lecturas que el fraile oficiante decía en latín.
Así nos enterábamos un poco. Era como un traductor simultáneo. En el momento de
la Comunión iban saliendo a comulgar todos los chicos en fila según los bancos
en que estábamos situados, unos detrás de otros. Nadie se exceptuaba.
A mitad de la misa me sorprendió la figura majestuosa de un hombre, que
avanzaba, pasillo adelante, vestido de blanco como los dominicos, con una
enorme barba tirando a rubia que mesaba con sus manos, calzando unas babuchas
silenciosas y un crucifijo que pendía en su cuello de una enorme cadena. En su
cabeza ostentaba un capelo rojo, como el que llevan los Obispos. ¡Era la figura
del Arzobispo de Foochow (China) que residía desde hacía poco en La Mejorada y
que había sido expulsado de China por los comunistas de Mao Tse Tung!. Aquella
majestuosa figura del Arzobispo Monseñor Teodoro Labrador siempre nos
impresionaría avanzando hacia la sacristía para revestirse y oficiar su propia
Misa. Curiosamente me llamó la atención que, mientras un fraile oficiaba la misa
para todo el Colegio, a su lado, izquierda, derecha y en el interior junto a la
sacristía habían habilitado sendos altares donde simultáneamente decían misa,
cada cual la suya, otros profesores. El Concilio Vaticano II tardaría todavía
en llegar.
Me sorprendió de forma agradable ver cómo en los momentos del Ofertorio
y de la Comunión un padre dominico, llamado Pedro Regino Borregón, iniciaba
cánticos religiosos para esos momentos y que todos los colegiales secundaban.
Nosotros, los recién llegados, los iríamos aprendiendo de memoria según pasaran
los días. A pesar de los cánticos entonados por cerca de trescientos chicos,
algunos de mis compañeros se quedaban dormidos cuando nos sentábamos en ciertos
momentos de la misa. Las cabezadas y el desplazamiento de sus cuerpos sobre los
que estábamos al lado eran evidentes. Siendo notorio la pérdida del control de
la cabeza y cuerpo de los adormilados, un fraile que lo observaba desde la
parte de atrás de la capilla, se aproximaba hasta los afectados sacudiéndoles
sus hombros para que se espabilasen. A mi la somnolencia ha sido siempre una
debilidad, pero no llegué nunca a dormirme en aquellas misas, por lo que me
pellizcaba para evitar que me llamaran la atención.
Terminada la misa, en riguroso orden, en fila, brazos cruzados y en
silencio absoluto nos llevaron por el jardín interior hasta el comedor a
desayunar. Mientras yo me descubría a mi mismo en aquella formación, brazos
cruzados y en riguroso silencio, no dejaba de sorprenderme por toda aquella
disciplina que contrastaba con el mundo de Llastres que había dejado atrás
hacía veinticuatro horas.
Me di cuenta de un fenómeno que me entretenía cuando íbamos en filas por
todo el colegio. Además de fijarme en el calzado, en la ropa de cada cual de
los que iban delante de mi, descubrí que los pantalones de pana negra que
llevaban los chicos castellanos de mi curso, emitían un zumbido especial en el
roce de sus piernas al andar. Aquel zumbido de los pantalones de pana marcaban
el paso casi de forma marcial. Según pasarían los días fui dándome cuenta de
que los que llevaban aquellos pantalones de negra pana hasta casi sus tobillos
eran chicos de la provincia de Zamora, de la zona del rio Tera. También había
algunos de la provincia de Avila y de Cuenca con el mismo estilo de vestimenta.
Balcones en una de las alas del edificio (Fotografía del autor) |
Llegado el desayuno y la correspondiente oración nos sentamos en
silencio a desayunar. La morriña y la desgana todavía me envolvían. En una taza
de porcelana nos fueron sirviendo los chicos mayores, cuyo turno de semana era
servir en el comedor, un líquido blanco que se parecía a la leche tan solo en
el color. Lo intenté saborear y no pude continuar. Sabía a cualquier otra cosa
menos a la leche a la que yo estaba acostumbrado de las vacas de mi tío en Lluces.
El pan que nos pusieron continuaba percibiéndolo duro, frio y pasado de día. No
desayuné. Ya llevaba un día entero sin comer, sin cenar y ahora sin desayunar.
¡Pensaba que si me viese mi madre no lo soportaría!. Pero no tenía hambre. No
me entraba nada debido a la morriña y a la presentación y gustos inéditos de lo
que se me ofrecía como comida.
Salimos del comedor y nos dirigimos en filas y en silencio a nuestros
respectivos dormitorios para hacer las camas. Allí hice por segunda vez mi cama
acordándome de las instrucciones que me había dado mi madre. Me salió muy bien
y puse la colcha con todo el esmero que ella solía hacerlo para que quedara muy
guapa cubriendo la cama. Extraje mi maleta de debajo de la cama y al abrirla me
volví a “encontrar” con mi madre. Seguía todavía vestido con la misma ropa que
había traído y saqué un par de alpargatas de gruesa suela de goma que nos
habían pedido que trajéramos para hacer deporte. Después de hacer la cama en
silencio, descendimos. Yo bajé mi par de alpargatas marcadas en lugar bien
visible con el 45-B. Llegados a la galería nos indicaron un lugar adosado a los
gruesos muros de la misma para que depositáramos en el suelo nuestro par de
alpargatas para usarlas cuando fuéramos a jugar o de lo que llamaban “paseo
largo”.
------------