Saturday, April 22, 2017

ESTRENAMOS EL COLEGIO DE ARCAS REALES (III), Ángel Gutiérrez Sanz

Cuando acabamos el cuarto curso en Sta. María, éste colegio se cerró porque se abría el de Arcas Reales que es donde cursamos nuestro último curso de postulantado.  Allí volveríamos a encontrarnos con el Sargento de Hierro. Es que era como una obsesión… Las enormes expectativas que en nosotros se había despertado estaban justificadas, pues la que iba a ser nuestra nueva residencia estaba integrada por un complejo arquitectónico magnífico que en ese momento no tenía nada que envidiar a los mejores internados de España, moderno, funcional, atrevido, elegante.

Conscientes de ello y sabedores de que estrenábamos un centro formativo de primera categoría nos auto exigimos al máximo para estar a la altura de las circunstancias esforzándonos lo que podíamos para que no se notara mucho que éramos de pueblo. Por primera vez coincidíamos todos los postulantes en un mismo centro si bien existían dos niveles, el de mayores y menores con sus pabellones respectivos. No sólo el edificio había cambiado, también todo lo referente a las relaciones humanas.

Comenzamos a salir con más frecuencia al exterior, las competiciones deportivas con equipos de fuera eran bastante habituales, estábamos rodeado por un complejo de centros correspondientes a las más diversas congregaciones con los que podíamos mantener algún tipo de contacto y era mucha gente la que nos visitaba, entre los que no faltaban personajes importantes.  Alguien cuyo nombre ahora no recuerdo nos deleitó con un concierto memorable de piano en el que se nos ofreció música clásica de autores españoles y por supuesto la intervención de un coro de voces blancas, integrado por chavales alemanes que en su gira por España se habían hospedado en nuestro colegio.

Lo que nada cambió fue el régimen disciplinario que veníamos arrastrando, más bien podíamos decir que empeoró con la incorporación de unos celadores, que vinieron de fuera contratados para vigilarnos y tenernos a raya. Con ello la situación cambiaba sustancialmente, ya que una cosa era prestar obediencia y sumisión a alguien vestido de blanco con atribuciones propias y otra cosa bastante distinta era tener que hacerlo con unos seglares a quienes pusimos motes y que en lo único que se diferenciaban de nosotros es en que tenían algunos años más, así al menos lo entendíamos los del pabellón de mayores sobre todo los del quinto curso.

El hecho es que se produjo un desencuentro que a medida que pasaban los días se iba acrecentando.  En genera los mayores no nos sentíamos a gusto con ellos y eso dio lugar a que algún compañero más lanzado de mi curso expresara más o menos manifiestamente su rebeldía, dándoles muestras de que no se sentía intimidado por las posibles represalias, ni que decir tiene que esta actitud le colocaba ante nuestros ojos como un pequeño héroe y yo creo que él lo sabía, lo cual no dejaba de entrañar un serio peligro, ya que ello podía animarle a dar un paso más en sus bravuconadas.

La situación llegó a ser tan comprometida que llegó a oídos del fraile responsable de la disciplina, no creo que fuera un chivatazo de nadie, sino que el propio celador le había informado. La reacción inmediata fue que alumno y celador fueran llamados a mantener un careo, teniendo como mediador a quien ya sabemos. Lo que allí pasara yo lo desconozco, lo que sí puedo decir en honor a la verdad es que después de este bis a bis, la actitud de mi compañero había bajado de tono y ya no era el mismo.

Si al final a mí me preguntaran que consecuencia se pudieron derivar de todo este estado de cosas, yo respondería que lo de menos era la bofetada o cualquier otro castigo más o menos hiriente o vejatorio, todo esto se pasa y se olvida o a lo más queda en el recuerdo como pura anécdota. Lo triste y verdaderamente deplorable es que pudiéramos llegar a pensar que educar era precisamente eso que se estaba haciendo y cuando a nosotros nos llegara el momento de relacionarnos con alumnos, subordinados o con nuestros propios hijos lo tomáramos como modelo y echáramos mano de él porque no conocíamos otro. 

Sabido es que las mentes de los niños son muy receptivas y poco críticas, para decirlo con una imagen gráfica son esponjas que todo lo absorben sin pararse a discernir una cosa de otra. Sabido es lo difícil que resulta sustraerse a lo que de niños se aprende por eso a quienes por profesión tuvimos que incorporarnos a las tareas docentes nos costó mucho deshacernos de este lastre y seguramente hubiéramos fracasado de no haber rectificado a tiempo.

Entre unas cosas y otras, el curso de Arcas Reales fue pasando y cuando hubo concluido todos los de mi curso tuvimos la sensación que con ello decíamos adiós a nuestra infancia. Hecho lo suficientemente trascendente como para escenificarlo de alguna manera y nada mejor que demostrarlo con una hombrada que justificara nuestro paso en el escalafón, una especie de ritual de iniciación como se hacía en las tribus primitivas. La prueba había de consistir en estar caminando toda la noche a pie para salvar la distancia que separa Arcas Reales de La Mejorada.

El autor, 2º izda. unos años más tarde con algunos padres en el Patio Central
Así un buen día al atardecer, nos dispusimos a hacerlo; pero con tan mala suerte que cuando ya llevábamos unos cuantos kilómetros en la mochila se desencadenó un fuerte tormentín que hizo que nos acordáramos más de una vez de Sta. Bárbara. Pasamos un miedo que ni cantando lográbamos ahuyentar, nos calamos hasta los tuétanos y por si fuera poco nos perdimos. El más grave peligro estaba en que alguien se desperdigara por los pinares y quedara aislado, en precaución de esto el del silbato cada poco le hacía sonar con fuerza para indicar donde se encontraba el grueso del pelotón, lo cual venía a añadir un poco más de patetismo a una noche oscura y tormentosa.

Por fin alguien, siempre había algún avispado en el grupo, divisó a lo lejos unas luces. Ellas podrían ser nuestra salvación porque nos servirían orientación, pero había que ubicarlas y es aquí cuando surgieron las disputas.  Eso es Olmedo decían unos. No. No. Es Coca decían otros y ¿por qué no Hornillos? Daba igual, estábamos perdidos y no tenemos más alternativa que caminar en esa dirección hasta llegar a algún lugar   donde nos encontremos a salvo. Hacia allí teníamos que encaminar nuestros pasos y así lo hicimos.  Por más que caminábamos no veíamos que los espacios se fueran acortando, las luces seguían viéndose lejanas. ¡Ánimo, hay que llegar!, ya falta menos, decíamos para consolarnos a nosotros mismos. Lentamente y a golpe de calcetín fuimos aproximándonos al lugar de las luces y a medida que lo hacíamos tomaba más consistencia la tesis de que aquello era Olmedo y después de un buen rato, cuando ya estaba amaneciendo pudimos comprobarlo.

Por fin habíamos llegado a territorio seguro y ahora solo faltaba que alguien nos viniera a buscar para llevarnos a la tierra prometida de la Mejorada, porque nosotros ya no podíamos más, estábamos rotos físicamente y emocionalmente tocados. Comenzaron a sonar los teléfonos y al poco se presentó allí el famoso camión alemán del Tercer Reich, donde se nos cargó como si fuéramos mercancía y así apretujados como pudimos y protegidos con unas mantas hicimos la travesía por un camino plagado de charcos y con un biruji que impactaba de forma inmisericorde en nuestra ropa empapada.  Llegados que hubo a nuestro destino bastaron unos tragos de café con leche caliente para reponernos y volver a ser nosotros mismos. No recuerdo que nadie cogiera el más mínimo constipado, ni que se quejara de nada, para algo había de servir la educación espartana que habíamos recibido.


Estos días en la Mejorada fueron inolvidables. Los disfrutamos a tope. Era el final de nuestra etapa de postulantado, suponía el comienzo de una nueva etapa y era aquí donde la iniciábamos, precisamente en la Mejorada. Otra vez la Mejorada pero que distinta la veían nuestros ojos, ahora ya no era el internado que nosotros habíamos conocido años atrás, sino un lugar de residencia para verano. Un ciclo se acababa y otro se iniciaba. El círculo mágico se cerraba en el mismo punto estratégico donde se había abierto ¿Que nos esperaba a partir de ahora? ¿Tendría razón Cocteau al decir que la infancia quiere salir de la infancia; pero el malestar comienza cuando se sale de ella?


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LOS AÑOS PASADOS CON MIS COMPAÑEROS DOMINICOS




Saturday, April 1, 2017

LA MEJORADA: Despedida de mi padre (V), por Faustino Martínez

 Balcones de las celdas monacales de la fachada oeste 
de La Mejorada. En el ventanal central corresponde
 a la habitación o celda (así la llamaban) del Padre Rector. 
El ventanal de la izquierda corresponde a la “celda”  de 
Monseñor Teodoro Labrador, Arzobispo de Foochow, China
(Fotografía del autor).

Terminamos de ubicarnos. Mi padre y yo bajamos hacia la llanura exterior de La Mejorada con todos los demás.

A aquella llanura árida la denominaban “La Cañada”, un antiguo camino pisoteado durante siglos por el ganado ovino trashumante.

Siempre pegado a mi padre que aprovechaba para darme sus últimos consejos, viendo mi estado de ánimo continuaba animándome para asumir aquel reto que yo tenía ante mí. Además de motivarme a estudiar, a obedecer lo que mis nuevos profesores me indicasen, a ser buen compañero, aprovechar bien el tiempo y que escribiese a casa, me ponía como referencia indirecta lo que había dejado atrás: la mar. Seguramente que todos mis amigos adolescentes de Llastres desearían estar en un colegio como aquel que me acogía y me brindaba inéditas oportunidades. Me decía que yo era un privilegiado. Y él también contribuía a ello renunciando a mi ayuda en las faenas de la mar. Yo apenas hablaba, embargado por la “murria” y reprimiendo el impulso de rogarle que me llevara de vuelta para Llastres.

Pero era consciente de que no podía hacerle aquella faena después de implicarle en aquella nueva singladura que iniciaba con los Dominicos. Ni se me ocurrió decírselo.

Sin hablar y en silencio recordaba todos los buenos consejos que también mi madre me había inculcado tantas veces. Me preguntó sobre qué le iba a decir a mi madre cuando él llegase de vuelta a Lastres. Yo tragué saliva mordiéndome un esbozo de “puchero” que por mis labios descontrolados me delataba. Unas lágrimas rebosaron mis ojos y surcaron mi rostro en silencio con la mirada perdida en el suelo de la polvorienta y reseca cañada.

Mi padre y yo nos sentamos en el borde de la seca acequia que aproximaba el agua del río Adaja hasta las huertas del Colegio y a la piscina. No hablábamos. Cogí un pequeño palo que encontré y comencé a dibujar en silencio sobre aquel reseco camino el esquema de pequeños barcos, como si quisiera rescatarlos del Cantábrico y traerlos hasta allí. Era una manera de “hablar” sin hablar, mientras en silencio mi padre y yo nos comunicábamos y nos entendíamos. Por mi parte hacía ímprobos esfuerzos por controlar mis ganas de llorar y de suplicar a mi padre que me llevara de vuelta con él a casa. Pero me acordaba de lo que le había prometido a mi madre al despedirme de ella en Llastres. Recordaba que ella me había dicho, seguramente que llorando por dentro:

- “¡Fiu miu... si tú no lloras, yo tampoco lloraré...!  Por lo que me despedí de ella sin que me viera llorar.

Años después supe que ella lloraba casi todas las noches de aquel primer curso acordándose de mí. Mi padre estaba siendo testigo de que mi intento por ser fiel aquel pacto no era capaz de cumplirlo. ¡Pero me reafirmé en ser fuerte, a pesar de mi debilidad!

En la Cañada había un grupo de críos mayores que intentaban jugar al futbol en aquel campo llano, pero sin hierba verde. Otros jugaban al péndulo, otros al frontón y al criquet. Yo no tenía ni ganas de jugar, ni me apetecía. Debo decir que siempre se me dieron bien todos los deportes. Me gustaba jugar, pero aquel primer día se me habían quitado las ganas hasta de comer. No había desayunado nada ni me apetecía comer nada. Detecté que mi padre estaba preocupado por mi estado de ánimo y sobre todo porque no había comido nada. ¡Debido a aquel estado de “morriña” tardaría tres días en meter algo en la boca.!

En un momento dado mi padre y yo nos levantamos del borde de la acequia. En la cañada no había asientos. Tan solo unos apoyos de piedra adosados a la puerta de entrada, junto a los frontones. Estaban ocupados. Nos aproximamos al grupo y allí descubrí con admiración por primera vez a un inolvidable Padre Dominico. Su hábito lo llevaba mal puesto, revirado. Aquel fraile cojeaba. Tenía medio cuerpo paralizado por una antigua trombosis. Pero charlaba alegre y animaba a todos los recién llegados. Fumaba en pipa y su hábito despedía un fuerte olor a tabaco. Era un fraile asturiano, el Padre Eugenio González. Nos preguntó afablemente que de dónde éramos. Me dio la impresión de que se alegraba de nuestra condición de asturianos, aunque no conocía Llastres. Él era de Santibáñez de Murias, de la cuenca minera asturiana. ¡Era de Asturias!, por lo que de alguna manera me resultaba más familiar su acogida y me sentía como protegido por aquel venerable sacerdote asturiano.

Me animó con unas palabras llenas de cariño regadas con una sonrisa llena de ternura, que me pareció maravillosa y entrañable viniendo de aquel hombre impedido. Luego me enteré que había sido misionero toda su vida en Viet Nam, en Tonking. A lo largo de las siguientes semanas la amigable presencia del Padre Eugenio nos alentaría a muchos de nosotros.

Despedida de mi padre.

Aquella primera mañana pasó volando. Me aferraba al lado de mi padre y parecía que el tiempo corría más deprisa ante su inminente marcha de vuelta para Llastres.

Llegó el momento de la despedida. Volví a sentir más profundamente aquel doloroso sentimiento nunca vivido por mi experimentándolo con sufrimiento interior. Era un estado emocional nuevo, desconocido y doloroso. Me iba a despedir de un ser querido, admirado y reverenciado como mi padre, que era mi protección, mi referencia vital y al que no iba a ver en casi un año. A mi madre la echaría mucho de menos, pero cuando me despedí de ella en la estación del ALSA de Llastres no me afectó tanto la despedida por toda la ilusión que se abría para mi ante un viaje que me parecía una excursión turística.

Mi padre me dijo que era la hora de marcharse de vuelta para Asturias. ¡Aquellas palabras me cayeron como un mazazo dentro de mi alma de crio! Aquel aviso de separación me hizo asumir la realidad y todo cuanto implicaba. Volvió en mi a brotar con fuerza mi impulso de huida, de retirada, terminado aquel hermoso viaje en tren hasta La Mejorada. Me dolía el alma cada vez que reprimía mis ganas de decirle y suplicarle que quería volver para casa, para Asturias, que me volviera a llevar para casa con él.

Pero no podía defraudarle de esa manera. Se había gastado mucho en ropa y en aquel viaje con gran sacrificio para la humilde economía de una familia marinera. Mi padre tampoco había ido a la mar durante aquellos cuatro días del viaje, por lo que había dejado de pescar y de ingresar unas ganancias. En la mar, si no vas a ella o no pescas, no ganas. No hay sueldos fijos. Mi padre – como ya he dicho-  estaba renunciando también a mi ayuda como futuro aprendiz de pescador para que yo pudiera encontrar mi vocación, mi futuro.

Dentro de mi pugnaban aquellos sentimientos contrariados, por una parte, de marcharme, de volver por donde había llegado y por otra parte de asumir y reafirmarme en lo que había comenzado. Desgarrado por dentro opté por reafirmarme en las consecuencias de la decisión en la que yo había participado.  Tenía que apechugar con las consecuencias.

Antes de darme un fuerte abrazo y un beso mi padre me recordó, como un desafío, aquello de que: “¡Los hombres no lloran! Yo trataba de tragar para dentro mi llanto. Y él volvió a reiterarme, que, si yo lloraba, qué le iba a decir a mi madre si él me había dejado allí llorando. Volví a tragar mi llanto, para que no me viera llorar. En aquel momento de la despedida mis ojos se humedecieron, pero no lloré, ni me quejé. Me recordó que no quedaba solo, que allí tenía a mi amigo Andresín y al Yondrin, a los que todavía no había podido saludar.

Volvió a darme varios besos y observaba con pena cómo yo estaba a punto de que mis lágrimas se desbordaran incontenibles por mis mejillas. Se montó con los demás padres en el remolque que nos había traído. Unidos con la mirada, él se perdió en la primera curva del polvoriento camino de La Mejorada a Olmedo y yo me sumergí en aquel nuevo viaje en busca de mi destino.

Al ver que lo perdía de vista en la distancia se rompió mi alma de adolescente que nunca había tenido aquella experiencia de separación. Desde entonces soy consciente y asumo que todo se nos despide en cada instante de nuestras vidas. No me gustan las estaciones de tren, ni las despedidas, pero tengo que vivir con ellas.


La mayoría de los niños que allí habíamos llegado aquel día parecían estar como yo. Algunos lloraban visiblemente. Creo que mi padre, al igual que mi madre, sufrirían lo suyo al tener que desprenderse y separarse de uno de sus hijos a esa edad de once años. Sin duda era evidente que la totalidad de los que allí habíamos llegado aquella soleada mañana de finales de septiembre deberíamos estar pasando por sentimientos parecidos

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