Un
concierto en el monasterio de Sto. Tomás en Ávila me retrotrae al pasado
El grupo Tallis Scholar
compuesto por 60 voces procedentes de 12 países diferentes, coordinados y dirigidos
por el maestro Peter Phillips director de Tallis Scholar y Ruperto Damerell
director de Zenobia se ha trasladado este año a España, fijando su residencia
en dicho convento y celebra allí su VII curso festival de música religiosa–renacentista,
evento que anteriormente venía teniendo lugar en Reino Unido y Estados Unidos.
De los tres conciertos ofrecidos, dos de ellos tuvieron lugar en la Iglesia de
Sto. Tomás, los días 18 y 19 de agosto de 2016, todo un privilegio para los que
tuvimos la enorme suerte de poder asistir, disfrutando de la música del Renacimiento
inglés y español dentro del repertorio especializado en música propia de los
oficios del atardecer en la antigua liturgia de las horas como son vísperas y
completas incluyendo música del español Toma Luis de Victoria y el inglés Thomas
Tallis.
Se daban todos los
componentes para que el acto tuviera un carácter de excepcionalidad. El
escenario lo era, los intérpretes también, la puesta en escena era inusitada,
no respondía a lo que normalmente entendemos por concierto, sino que pretendía
ser la expresión devota de un acto religioso.
La coral se había situado en torno a la tumba del príncipe D. Juan
delante del altar, el público ocupaba los bancos traseros destinados a los fieles,
todo ello dentro de una atmósfera envolvente potenciada por el efecto mágico de
los mortecinos rayos vespertinos que se colaban por los ventanales, prestando
un efectismo especial a este tipo de música litúrgica pensada para ser cantada
al caer de la tarde. Con el recogimiento
que la ocasión requería, los asistentes al acto daban muestras de estar
experimentando un goce sereno, por supuesto menos explosivo que el de los fans
del rock; pero seguramente mucho más íntimo. En mi caso concurría otra
circunstancia más que daba al acto un plus de emotividad y me hacía sentir,
junto al goce estético, una profunda satisfacción espiritual.
Después de muchos años
volvía a escuchar las salmodias que durante tanto tiempo yo, junto a mis
compañeros de religión, tantas veces habíamos entonado en este mismo recinto
sagrado.
Miré los asientos del
coro que estaban desiertos y mudos, pero mi imaginación se encargó de revivir
momentos del pasado que parecían sepultados en mi subconsciente. Por mi mente
pasaron aquellas celebraciones de Vísperas y Completas solemnes armonizadas
organísticamente con singular maestría por el P. Felicísimo Miguel. Me llegaban los ecos de voces juveniles de
unos coristas enfervorecidos ante las expectativas de Adviento o la alegría de
la Navidad con el “puer natus est nobis”. Me llegaban también aquellas voces
graves entonando los salmos penitenciales cuaresmales o las lamentaciones desgarradas
de Jeremías por Semana Santa empapadas de dolorismo y ¿cómo no? los himnos
vibrantes celebrando el triunfo de la Resurrección con el canto final de un
aleluya permanente e interminable.
Desde del coro, ahora
vacío y silencioso, no dejaban de llegarme mensajes que yo trataba de ordenar
como podía según me lo iban sugiriendo las interpretaciones del grupo Tallis Scholar,
que seguramente hubiera traído muchos recuerdos también a nuestro querido P. Félix
Gil recluido en la enfermería del convento a quien pensé ir a buscar para que
nos acompañara a mi esposa y a mí; pero que luego desistí de tal propósito por
razones que no son del caso. Habíamos estado a visitarle días atrás, encontrándole
en buen estado tanto física como mentalmente, si bien no acababa de comprender
por qué él tenía que estar recluido allí, cuando le sobraban fuerzas para
llevar una vida más activa.
Estos dos conciertos
me trasportaron al pasado trayéndome
gratos recuerdos y pensé que podría rescatar alguno más haciéndome
presente en aquellos lugares donde junto con mis compañeros había pasado algunos
años de mi niñez, adolescencia y juventud, sólo era cuestión de dejar actuar
libremente el complicado mecanismo psicológico de la imaginación inducida y ver
lo que en cada momento me iba sugiriendo los lugares que fuera visitando; de
modo que decidí recorrer una vez más las diversas dependencias y estancias del
convento de Sto. Tomás y después haría lo mismo con La Mejorada y Sta. María de
Nieva, con el decidido propósito de hacer después un pequeño documental.
Anteriormente nunca
había pasado por mi cabeza la idea de recuperar este pasado mío; pero ahora lo
sentía como una necesidad; prueba inequívoca de que ya soy un jubilado que
comienza a vivir de los recuerdos En principio pensé hacerlo sirviéndome de una
cierta trama argumental que sirviera de trabazón a los diferentes recuerdos y
vivencias que fueran afluyendo a mi memoria libre y espontáneamente. Luego
cambié de propósito y pensé que mejor sería presentarlos ordenadamente de forma cronológica porque
esto les daría un cierto carácter de
continuidad y sobre todo porque
respondería mejor a los expectativas de
los potenciales lectores y es así como
os lo presento, con la sospecha de que
me hayan quedado un poco deshilvanados ; aunque con la esperanza, eso
sí, de que se me pueda entender lo que
quiero trasmitir, porque la mayoría de quienes esto lean, han vivido las mismas
o parecidas experiencias.
Mis
primeros pasos en La Mejorada
Corría el año de gracia
1950, declarado Año Santo para más señas, en que yo debía ingresar en La Mejorada
después de haber superado un examencillo que me había hecho el P. Patrocinio, el
cual en todo momento estuvo muy condescendiente tanto conmigo como con mi
familia, creo, incluso, que ese día, se quedó a comer en casa. A finales de verano
quedó fijada la fecha para que yo me incorporara al colegio y allí fui conducido
de la mano de mi padre. Nos levantamos muy temprano, por fin había llegado el
día de ver cumplido mi sueño, porque la verdad es que yo siempre había tenido
muy claro de que quería ser dominico, aunque no supiera muy bien lo que ello
significaba. Intuía que este día que comenzaba iba a ser muy importante para mí.
Pese a la dolorosa despedida de los míos yo estaba animoso y no dejaba de
repartir besos a unos y a otros, hasta que nos montamos en el coche de línea
que habría de conducirnos a Peñaranda de Bracamonte, pueblo que mi padre conocía
bien. Recorrimos sus calles visitando
algunos lugares, entre ellos una deliciosa pastelería y cuando llegó la hora
nos dirigimos a una hospedería que conocía mi padre para comer allí.
A eso de la cuatro de
la tarde reanudamos el viaje hasta Medina del Campo. Quedé impresionado de la
que para mí era una importante ciudad, con su grandiosa estación de ferrocarril
por donde incesantemente circulaban trenes que iban de acá para allá, además
era allí donde estaba instalada la fábrica de chocolate “Las Candelas” la misma
marca que consumíamos en casa y con la
que mi madre preparaba esas incomparables chocolatadas para celebrar fiestas o cumpleaños. Tuvimos que esperar algún tiempo hasta que un
ferro-bus nos condujera a Olmedo y ya desde aquí eran los frailes los que se encargaban
de llevarnos a La Mejorada, meta final de nuestro destino a donde llegamos ya
de noche.
Un soberbio pabellón se
levantaba erguido sobre las ruinas de un antiguo Monasterio de Jerónimos, la
Sala de la Comunidad donde se reunían todos los padres después de comer y de
cenar a tomar café, charlar, oír la radio etc. Las distintas celdas y dependencias también de los padres con sus
balconadas junto con la capilla abajo conformaban
un edificio de dos pisos que alineado con el anterior formaban un ángulo recto.
En el centro de todo el complejo arquitectónico estaba el jardín-claustro con una
gran fuente en medio del que partía el resto de las dependencias: galería,
comedor, salón de estudio, clases, formando todo el conjunto un cuadrado perfecto.
El Salón de Estudio era un lugar muy frecuentado, allí los colegiales pasaban
horas interminables haciendo los deberes y hasta descansaban de los agotadores
paseos por la dehesa y los pinares y a veces hasta alguno se dormía
aprovechando la ausencia o el despiste del vigilante de turno, lugar también de
intensas emociones donde se celebraban las veladas, se leían las notas y se
repartían los premios. Las aulas de asientos corridos donde se aprendía a
declinar el rosa rosae a utilizar
convenientemente el verbo sum, donde se
ejercitaba la solidaridad soplando al compañero la respuesta que no sabía. La
galería lugar obligado para los juegos cuando el tiempo no permitía salir fuera
y había que quitarse el frío a bufandazo limpio. El comedor impregnado de un
inconfundible olor a rancho. A pocos
metros del pabellón de alumnos estaba la piscina con su trampolín natural,
resto seguramente de lo que en su día fuera el claustro del Monasterio de los
Jerónimos.
Como el colegio estaba
apartado de todo núcleo de población se había construido una pequeña y humilde
hospedería, suficiente para que los familiares que venían a visitar a los alumnos
pudieran pernoctar una noche o dos. Estaba situada dentro del recinto, nada más
traspasar la puerta de entrada principal separada varios metros del resto y luego ya fuera de la cerca estaba la zona
destinada a juegos, varios campos de futbol, varios frontones de pelota y
espacio más que suficiente para que los colegiales pudieran entretenerse en su
tiempo de ocio. Así era el colegio de PP. Dominicos donde yo iba a residir,
levantado sobre un lugar histórico, casi sagrado.
El viaje había sido
largo, estábamos cansados y se acercaba la hora del regreso. Besé a mi padre y
me despedí de él dando muestras de tranquilidad y entereza para que no se fuera
preocupado, pero por dentro estaba desolado y aturdido, todo me parecía
completamente distinto de lo que había dejado. Sin duda tenía buenas razones Wittgenstein
para pensar que cuando se está apenado la tristeza reviste la realidad de ese sentimiento.
Nunca podía haber imaginado que el día que había comenzado de forma tan
ilusionante acabara así. Durante varios días sólo encontraba consuelo en el
pequeño baúl que había traído del pueblo, donde permanecía encerrado el cariño
de mi madre, que con tanto amor había estado preparando durante días, depositando
allí, mi ropita, mis enseres y algunas sorpresillas en forma de golosinas. Acababa de descender de la nube y me
enfrentaba a la dura realidad; pero había que resistir y aprovechar la ocasión,
porque si no lo hacía, quien sabe lo que podía llegar a ser de mayor, a lo mejor,
no más que un pobre destripaterrones.
Los días de La Mejorada
fueron trascurriendo de forma apacible y rutinaria, dominados eso sí por la
morriña, como decían los gallegos, A todos, pienso yo, nos resultó duro dejar a
nuestros padres y hermanos, amigos, la casa familiar, el pueblo, cuando éramos
todavía muy pequeños y estábamos como quien dice sin destetar. La cuestión sentimental nos afectaba a todos,
si bien las cartas recibidas, los paquetes, las visitas, aunque de tarde en
tarde, nos ayudaron a superarlo.
Luego estaba el problema de adaptación. La
mayoría de nosotros procedíamos del ambiente rural y de largo se nos notaba el
pelo de la dehesa. Muchos era la primera vez que habíamos montado en tren, no
sabíamos lo que era la calefacción, ni la iluminación por tubos fluorescentes,
ni los servicios, tampoco habíamos usado los lavabos con agua corriente, las duchas,
ni habitualmente habíamos puesto en práctica elementales medidas de higiene
como era por ejemplo lavarse todos los días los dientes y así un sinfín de
cosas. A lo que estábamos acostumbrados era a pasarnos todo el día en la santa
calle jugando y haciendo travesuras, por eso cuando tuvimos que someternos a
una disciplina y ajustarnos a unos horarios lo pasamos mal.
Tuvimos que
acostumbrarnos también a un régimen de comidas diferentes y a la forma
desaliñada con que estaban cocinadas. No es que las materias primas fueran muy diferentes,
pero por ejemplo el cocido o las patatas guisadas que comíamos en casa, nada
tenían que ver con las que nos ponían aquí, entre otras cosas porque no es lo
mismo guisar para cinco que para cien. En casa podías comer cuando y cuanto
querías por lo menos de pan, aquí no. La cosa podía ser aún peor cuando te castigaban
sin merienda o sin algún plato de la cena.
Si esto sucedía después de un largo paseo agotador en que llegábamos
hambrientos, no quiero ni contarte. Todo esto explica que en junio cuando acababan
las clases y nos disponíamos a regresar a nuestras casas, la alegría que
sentíamos era indescriptible.
En otro orden de cosas,
La Mejorada supuso para nosotros aprender a vivir con autonomía y cierto grado
de responsabilidad; porque los problemas que iban surgiendo, si tú nos los
resolvías nadie lo iba a hacer por ti. Las circunstancias te exigían
administrar bien los tiempos para cumplir con tus obligaciones de aseo,
limpiarte bien los zapatos, reparar o reponer las cosas que se iban
deteriorando, hacer correctamente la cama, elegir bien la ropa que debías
ponerte a tenor del tiempo que hacía y tal como las circunstancias lo exigían,
tenías que administrarte bien los suministros que el P. Síndico cada mes ponía
en tus manos. No podías olvidarte de tener actualizado y en orden todo, sobre
todo lo referente a las tareas docentes y lo más importante debías procurar
portarte bien porque estabas vigilado todas las horas del día, etc.
Había otro difícil reto
con el que teníamos que enfrentarnos y que podía afectar a nuestra tierna
personalidad que comenzaba a emerger, aunque nosotros no éramos muy conscientes
de ello. En la atmósfera tan cerrada en que nos movíamos era fundamental la
integración en el grupo y tener a alguien en quien poder depositar tu
confianza, era importante encontrar apoyo en caso de necesitarlo, pero esto, al
menos al principio, no resultaba fácil dado que no nos conocíamos de nada y el
lugar de procedencia era muy diferente. Sin duda todos teníamos nuestro
corazoncito con una gran necesidad de afecto, todos hubiéramos querido contar
con las muestras de cariño y preferencia por parte de nuestros superiores, que
es lo que nosotros llamábamos estar enchufado. A todos nos hubiera gustado
destacar en algo, en los deportes, en los estudios, en contar chistes, en lo
que fuera para tener así el reconocimiento de nuestros compañeros; pero ello a
veces no podía ser y entonces llegaban las frustraciones, aparecían los
complejos, hasta que te dabas cuenta que no tenías otro remedio que aguantar el
tipo como fuera.
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Breve biografía de A. Gutiérrez - Sanz , en
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