Saturday, May 14, 2016

HACE 15 AÑOS, 36 AÑOS DESPUÉS***, por Faustino Martínez

Nunca había hecho un viaje de Asturias a Madrid con tanta ilusión y a tanta velocidad. Hacía años que deseaba encontrarme con mis compañeros de estudios y con mis antiguos profesores dominicos, de la Mejorada, Santa María de Nieva, Arcas Reales, Ocaña, Ávila y San Pedro Mártir de Alcobendas. Por diversas razones no había podido reencontrarme con algunos de ellos desde hacía más de 36 años. En cuatro horas y cuarto crucé la meseta del norte. Mis recuerdos y sentimientos de agradecimiento a los Padres Dominicos iban aflorando conforme mi coche devoraba kilómetros hacia San Pedro Mártir. Cerca de Tordesillas y de Medina del Campo la mirada se me escapaba hacia Arcas Reales y la Mejorada. Siempre que paso por la meseta, cerca de estos queridos escenarios de mi adolescencia, los recuerdos se me abren y caigo en la tentación de aproximarme hasta allí. De vez en cuando me acerco a saludar a las personas que encuentro y a escuchar los ecos de las vivencias que impregnan aquellos lugares.

Esa tarde de 26 de mayo del 2001 el calor era sofocante y contrastaba con la suave bruma refrescante de la mar y el verde paisaje que dejaba detrás del Pajares. Había salido desde Lastres (Asturias), a las dos y media con el frescor de la brisa del Cantábrico y me adentraba en la calima de Castilla, en medio de una tarde bochornosa. Durante el viaje evocaba, desde mi perspectiva y vivencia personal, rostros muy queridos de profesores, compañeros adolescentes y jóvenes, en un contexto muy concreto y único que me tocó vivir en la década de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado. La comprensión empática de aquella época, de aquel contexto y circunstancias peculiares, tantas veces examinadas, comentadas y reconciliadas, me permitían aproximarme al horizonte de aquellos años, con paz, con cierta nostalgia y con mucho cariño, inmenso agradecimiento, comprensión y compasión. A pesar del tiempo transcurrido, los rostros y los recuerdos estaban fijados, todavía muy vivos, aunque esquematizados y un tanto diluidos. Desde que marché de Ávila, el día 8 de diciembre de 1965, el día de la clausura del Concilio Vaticano II, siempre intenté cultivar todo lo bueno aprendido de los dominicos, que fue muchísimo, y me interesé por toda la familia dominicana, especialmente de la Provincia de Nuestra Señora del Rosario, como propia, como parte de mi identidad personal, que forjaron en mí los materiales con los que construiría y vertebraría mi propio proyecto vital. Desde entonces me siento con todos ellos muy ligado por nexos y convicciones profundas compartidas durante una importantísima época de mi historia personal. Desde esta actitud interior rezumaban en mi recuerdo agradecido un sin fin de situaciones y vivencias alegres, joviales, conflictos, problemas y decisiones. Experiencias, vivencias únicas y privilegiadas. De todos y de todo ello aprendí mucho. De aciertos y errores.

Mientras mi pequeño coche tragaba kilómetros repasé mi llegada a la Mejorada, una fría madrugada del 29 de septiembre de 1953, montado con otras docenas de adolescentes, casi niños de once años con sus padres, de pie y apretujados encima de un remolque tirado de un tractor agrícola por el polvoriento camino que conduce de Olmedo a la Mejorada. Recuerdo la aridez amarillenta de la luminosa llanura castellana que contrastaba con el azul de la mar de Lastres (Asturias), el Sueve, los Picos de Europa y el verdor de sus valles, hasta entonces mi único marco y horizonte vital. Evoqué un nuevo sentimiento, nunca experimentado por mí, saboreando por primera vez la “murria”, el llanto compartido con otros junto a la acequia entre el bullicio de los veteranos, hábitos blancos, palomar y galgos, cepas vendimiadas, olor a refectorio, miel, membrillo, pan y almendrucos, manual del colegial del P. Casado, filas y silencio... y el P. Villarroel recibiéndonos. La primera noche... morriña y llantos de algunos. Dormitorios atiborrados de adolescentes y maletas bajo las camas. Me dormí entre lágrimas y el aullido lejano, lánguido y perdido en la noche, del sonido del tren Olmedo-Medina del Campo a su paso por el puente de hierro sobre el Adaja.

 Cañada polvorienta... rebaños de ovejas. Paseos a los pinares, al puente de Calabazas, al molino del Tío Judas. Misas rezadas, cantadas, de Ángelis, himnos, cánticos nuevos nunca escuchados, rosarios, visitas al santísimo,  la venerable barba de Monseñor Teodoro Labrador, Arzobispo de Foochow (China), la silueta del P. Eusebio, viniendo desde Calabazas de decir Misa arrastrando su pierna paralizada por la hemiplejia, confesiones con él, olor a tabaco de pipa, la absolución del P. Silva, con su mirada perdida en el infinito de sus cataratas, rondalla con el P. Regino, coro y ensayos con el P. Gil, paseos largos con el P. Gumersindo Hernández Papis al Puente de Piedra, baños en el Adaja, pesca de cangrejos y ranas, asuetos, la visita al síndico, las notas quincenales leídas por el P. Reyero, claustro de profesores presente, el P. Panizo, P. Sádaba, de Celis, Vara, Fabián, Juan. La vigilancia en el salón por el P. Zurdo (¡qué vista tenía...!), y  el P. Félix Salvador, recién llegados del Vietnam, campos de fútbol en medio de la cañada, acequia y piscina, jugar al péndulo, al críquet, canicas, estudios, recreos, más estudio, cine en Olmedo y Medina del Campo, fríos, cañerías heladas, sabañones, duchas los domingos por la mañana a la orden del P. Félix Salvador, galería repleta de  casi niños que estallaban y rompían el silencio en algarabía y griterío ante un ¡Ave María Purísima!...¡Sin pecado concebida...”bida...bida”...!, Fr. Ortega y su furgoneta, Fr. Cándido, Fr. Gregorio Casas, Fr. Ortiz, Fr. Zoilo, Fr. Orencio, que velaban y cuidaban de nuestras infraestructuras. Risas, bromas, peleas, alpargatas, bombachos, panas, pasamontañas y algún que otro castigo ... ¡sin merendar!, expulsiones, el “zapa” y sus “soliloquios con el balón,”, Fr. Germánico... “Bonisía” ... ¡bonis, bonis...! y su “corte”, cediendo a nuestras súplicas para que regurgitase su mondadientes en medio de contorsiones y espasmos.

Incluso los recuerdos más dolorosos están impregnados de comprensión, cariño y admiración por aquellos profesores, algunos de ellos misioneros de China, Vietnam, Japón, Filipinas que compartían con nosotros su testimonio misionero. Otros venían de Roma, como el P. Pedro Lumbreras, o de Estados Unidos, de Filipinas, de Hong Kong, del Japón o de Formosa. Era un privilegio escuchar de primera mano aquellas personalidades casi míticas para nuestros ojos de adolescentes, oírles narrar sus tareas misioneras en países tan lejanos, conocer la historia de la Provincia del Santísimo Rosario de Filipinas, la obra cultural de la Universidad de Santo Tomás de Manila, de las cárceles y los juicios populares de China, de los mártires del Vietnam, del Japón. El P. de Celis, y el P. Isidoro Garrido nos narraban sus peripecias y persecución por las cárceles y tribunales populares de China. Leíamos las narraciones de la revista “Oriente”. Monseñor Juan Bautista Velasco nos narraba ante nuestra admiración la historia de las últimas misiones dominicanas en China, la obra de todos aquellos misioneros de la Provincia del Santísimo Rosario de Filipinas, su expulsión de Amoy – Fukien (China), las ansias misioneras de todos por volver allí. Las visitas del Provincial, P. Sancho, y del Vicario Provincial, P. Fueyo, eran todo un espectáculo de recibimiento a tan importantes personalidades que se dignaban visitar y dirigirnos la palabra en la pequeña y familiar capilla.

A la altura de Ataquines, pisé con más fuerza el acelerador. Iba a 160 con muchas ganas de dar un fuerte abrazo a mis queridos y recordados compañeros y profesores. Algunos ya habían muerto, otros no los  había visto desde hacía 36 años. El impulso por estar con ellos era tan fuerte que no podía dejar pasar un año más sin bajar hasta Madrid. Había recibido, hacía unos meses, una convocatoria de mi amigo José María Ibáñez, en la que se me anunciaba un nuevo encuentro de antiguos estudiantes de los Dominicos, en San Pedro Mártir, de Alcobendas. Los antiguos estudiantes dominicos asturianos también nos veníamos reuniendo y encontrando, una vez al año, en Oviedo, desde hacía más de veinte años. A veces han venido hasta Oviedo otros antiguos estudiantes desde León, Cantabria, Valladolid, Madrid, Burgos, Bruselas, etc., e incluso Padres Dominicos que nos apoyan y comparten con nosotros la ilusión y la alegría de cada encuentro, como el P. Benigno Villarroel, el P. Roberto García.

“Los asturianos” ya sabíamos, por las correspondientes convocatorias que nos llegaban, que los de la zona centro (Madrid) también se reunían en San Pedro Mártir (Alcobendas). Algún año se aproximaron todos, “los de Madrid y los de Asturias” hasta Ávila, o hasta Arcas Reales. El año pasado nos habíamos encontrado en Santo Tomás de Ávila. Fue un encuentro memorable y muy emotivo. Mucha gente de Asturias bajó hasta Ávila para estar y compartir con los de la zona de Madrid en una jornada inolvidable. Allí nos acogieron maravillosamente el P. Prior, Julio Saavedra. Pudimos abrazar al P. Pelegrín Blázquez (¡cuánta música aprendí de ti!) y a su hermano Niceto Blázquez (¡cuánto sigo leyendo de tus últimos libros!) al P. Marcos Ruiz, al P. Hipólito, a Fr. Paulino, al P. Liquete, al P. Albarrán, saludar al P. Regino (¡donde quiera que he estado como profesor he seguido creando 5 rondallas como las suyas!), al P. Santos, y agradecerles tanto como hicieron y dejaron en nosotros.

Este día, 26 de mayo - 2001, la hora oficial de la cita anual en San Pedro Mártir (Alcobendas) era las cinco de la tarde. Por la M-40 esquivé el centro de Madrid y llegué a las 6´15 delante de la portería que tan amablemente atendía Fr. Andrés. Le di un abrazo emocionado, pues hacía más de 36 años que no nos habíamos vuelto a ver. Cuando me incorporé al grupo ya estaban todos los presentes reunidos y tomando un refrigerio de bienvenida que el Prior, P. Pedro Sansegundo, había ordenado preparar. Los saludos y abrazos reflejaban el cariño y la amistad que se siente a niveles más profundos que los habituales de una relación superficial. En estos encuentros siempre capté una vivencia profunda de experiencias comunes compartidas, de lazos afectivos, de complicidades, de sintonías de fondo, de comprensión y acogida mutua que van más allá de la simple amistad. Para definirla no bastaría la categoría de la “amistad” convencional. Cada uno evoca y rememora esas raíces que forman parte de nuestras biografías, con matices distintos, pero todos con un denominador común dominicano. Es evidente que cada uno “habla de la feria” según le ha ido. Pero la gratitud, la comprensión, la profunda formación cultural, filosófica y teológica, la disciplina personal, la metodología escolástica, el saber estar “en silencio”, la profundización en la fe, el diálogo entre fe – cultura, permitió a cientos de jóvenes de nuestra generación, la gran mayoría de ellos provenientes de origen social humilde, acceder de forma privilegiada a la cultura.  Yo siempre digo que los dominicos, con sus riquezas culturales y espirituales nos enriquecieron en nuestras pobrezas. Sin pretenderlo, fueron de hecho, la “Universidad de cientos de hijos de obreros”, que, en aquellas décadas, sin su ayuda, nunca hubiéramos podido acceder a la cultura, a una cosmovisión crítica, a integrarnos progresivamente en nuestro entorno de forma constructiva y creativa. Gracias a ellos, salieron, además de admirables religiosos dominicos, innumerables profesionales, muchos de ellos profesores catedráticos, agregados, maestros de distintos niveles, abogados, médicos, banqueros, ingenieros, capitanes de barcos, empresarios, médicos, enfermeros, periodistas, profesionales en diversas especialidades, padres de familias, políticos, con un estilo existencial troquelado por la impronta de la formación dominicana.

En el salón contiguo a la biblioteca y salas de pianos del antiguo estudiantado, el Prior de Alcobendas, P. Pedro Sansegundo, nos acogió y dio la bienvenida a unas cincuenta personas, con palabras llenas de cariño, evocando experiencias acumuladas en el tiempo de las vidas de todos. Con su ironía y humor de siempre ¡nos siguió invitando a adentrarnos en la lectura del Evangelio de San Juan...! Todos los que tuvimos la suerte de ser sus alumnos recordamos con fruición la calidad, el rigor intelectual de sus enseñanzas y la proximidad humana con que siempre nos arropó, comprendió y defendió.

A continuación, tomó la palabra el P. Prior Regional del Vicariato de España, P. Cesar Valero, acogiéndonos y resaltando todo cuanto nos unía, al mismo tiempo que nos invitaba a asociarnos, a apoyarnos y a compartir solidariamente, invitándonos a confiar positivamente en la fuerza del Espíritu que dirige y prepara a la Iglesia y a la Orden Dominicana para mejor servir a la humanidad en los nuevos tiempos. Después tomó la palabra Jaime Pérez quien resaltó todo cuanto nos unía agradeciendo a los Dominicos su acogida y su obra en nuestras vidas. Se procedió al nombramiento de un nuevo coordinador de los ex alumnos de la zona centro (Madrid) y recayó en Víctor García, quien animó a todos a continuar con los encuentros anuales. Condicionó su gestión a que se sumasen a su equipo Jaime Luengo y Jaime Pérez. Se debatieron las fechas para la próxima reunión anual, decidiéndose realizarla conjuntamente, todos unidos, en la primera quincena de junio de 2002, en Oviedo, en correspondencia con el esfuerzo que hicieron los asturianos bajando hasta Ávila el año pasado. Se sugirió la idea de elaborar una página web en la que podrían estar todas las direcciones postales y electrónicas, con conexiones con otras páginas web dominicanas. Nos obsequiaron a todos los presentes con un ejemplar del Catálogo 2000 de la Provincia de Nuestra Señora del Rosario, que nos permitió seguir la admirable labor de nuestros antiguos profesores y compañeros dominicos. Se terminó el acto con una rifa de diversos regalos que los propios asistentes habían aportado.

El resto de la tarde nos permitió seguir compartiendo y visitando el antiguo convento. Durante la cena y hasta bien entrada la noche la sobremesa se animó. El P. Sansegundo, P. Valero, P. Felicísimo (¡sigue escribiendo y divulgando para esclarecimiento y guía de muchos que te leemos!), P. Teodoro, Fr. Antonio, Fr. Andrés, Fr. Aderito, Fr. Ángel, se unieron a todo el grupo de ex alumnos. El bullicio, la animada conversación denotaba la alegría al sentirse muy unidos por tantas experiencias y recuerdos comunes. Se rememoraron los antiguos profesores, anécdotas sin fin. Se saltaba de la Mejorada a Arcas Reales. Nos íbamos pasando fotos de entonces. Las imágenes y anécdotas brotaban con simpatía y comprensión de unos y otros: del P. Fueyo, del P. Aniceto Castañón, del P. Villacorta, el P. Cuesta, P. Cándido Pérez, al P. Ricardo Rojo, P. Félix Tejedor, P. Pinto, el P. Lucas, el P. Ángel López, el P. Santiago Núñez, el P. Teodoro Conde y el P. Labayen (el día que se cortaron sus barbas de misioneros no los reconocimos), el P. Eugenio Jordán, el P. Lucio, el P. Adelfo de Celis, el P. Florentino Ortega, el P. Valbuena,  el P. Igelmo, el P. Bazaco, el P. Julio Ibáñez, el P. Cagigal, P. Fabián, el P. Juan Ortega, P. José María González (¡Qué resúmenes de la historia de la Orden y de las misiones de China nos impartía...!). De todos ellos se narraban anécdotas personales llenas de cariño y agradecimiento por tanto como dejaron, cada uno a su modo, en nosotros. Recordábamos el paso en 1955 de La Mejorada, de Santa María de Nieva a Arcas Reales, la incorporación de nuevos y jóvenes profesores que venían, algunos de Roma, a compartir sus enseñanzas entre nosotros, en espera de su futuro destino pastoral como el P. Sansegundo, el P. Hipólito. El P. Mancebo iría después para Hispanoamérica. El P. Leovigildo venía de Colonia (Alemania). Otros venían de Irlanda, como el P. Santiago. El P. Agripino, el P. Roales, el P. Felices, el P. Pablo Sánchez se incorporaron más tarde.

Se rememoraban innumerables historias del recién creado colegio Apostólico de Arcas Reales, paseos al Pinar de Antequera, al cerro San Cristóbal, asuetos a Villanubla, Simancas, etc, Semanas Santas vallisoletanas con la participación de la prestigiosa Coral “Virgen del Rosario” del P. Gil (¡cuánto arte, sensibilidad, creatividad, cuánto aprendimos a saber ser y estar...!), conciertos de la rondalla del P. Regino, el laboratorio y experimentos del P. Felipe, el arte del P. Cándido Pérez (¡qué derroche de motivación, de intereses culturales, artísticos, científicos nos contagió...!), la disciplina del P. Alberto, la vigilancia de Don Francisco, Don José Venerando...

Este panorama que evocábamos estaba encuadrado de hábitos blancos, capas negras  y con fondo de imágenes de filas de pupitres, estudios, clases, silencio, ambiente de estudio, conferencias, frontones, laboratorios, capilla de Miguel Fisac, arte funcional, esculturas modernistas, trastadas, bofetadas del P. Alberto, pláticas, espiritualidad dominicana (“Contemplata aliis tradere”), pianos, coros, rondallas, cine, cine fórum, estudios de emisora de radio, confección de guiones, revista “Guzmania”, teatro, poesía, dibujo artístico, calificaciones públicas cada quince días, cuadro de honor, bibliotecas, asuetos, paseos largos, campamento, excursiones y visitas culturales a las principales ciudades castellanas, canciones populares, villancicos, olor a refectorio, cestas de mimbres llenas de bolsas con ropas numeradas recién lavadas por las hermanas dominicas, filas y más filas de cientos de adolescentes, brazos cruzados, “morriñas”, risas, alegrías, disciplina, cíngulo de Santo Tomás, breviarios, completas, salves, canciones misioneras (“Mañana en un frágil barco”, “Soy joven misionero”...), hábitos blancos.... Estudio y más estudio, procesiones por las galerías, olor a cantueso, tomillo, rosas, desparramadas artísticamente en alfombras de flores para las procesiones del Corpus, deportes, baloncesto, vóley ball, balón mano, tenis, piscina, pista de atletismo, baseball, máquinas de escribir, ensayos con el Profesor Frechilla, música clásica durante las comidas... con el P. Gil, y siempre empapados en la estética de Miguel Fisac y en un estilo democrático, cosmopolita, abierto y dominicano. El mundo, la pluralidad de culturas entraba en nosotros, en adolescentes de la España de los años cincuenta y sesenta, con el testimonio de primera mano que compartían con nosotros nuestros profesores, la gran mayoría de ellos formados en el extranjero, Estados Unidos, Filipinas, Roma, Alemania, Irlanda, Reino Unido, Hong Kong, o antiguos misioneros que venían del Vietnam, de China o de Formosa. No había misionero que viniese del Japón, Formosa, Filipinas, Ceilán o de Hispanoamérica, que no nos informara de aquellos países y de su experiencia misionera. El P. Osorno, el P. Macario, el P. Salvador Luis, el P. Marcelino Cabeza... Ahora, después de tantos años valorábamos, reconocíamos que todo eso y mucho más ¡lo teníamos y disfrutábamos ya gratuitamente en el año 1954 y siguientes!

Nuestro recuerdo del paso por el noviciado de Ocaña, por Ávila y San Pedro Mártir aportaba todavía mayor densidad a las vivencias y anécdotas en aquellos años decisivos de nuestra incipiente juventud. Pitillas, Adalberto, Aureliano, Cabestrero, Asenjo, Jovino, Abad, Timoteo, Santervás, Valbuena, Fuertes, Roman Carter, Sasaki, Barroso, Julian López, Mediavilla, San Román, Víctor Martin, Jesús Cuadrado (¡qué partidos de futbol... y qué mal va este año el Santander...!) Vicente Arribas (¡Se leyó toda la biblioteca del Estudiantado...!), Alberto Saiz (¡qué órdagos al tute... te eché y me echaste!), Olmos, Cuadrado, Enrique Riloba (¡asturianín del alma... qué mal van el Real Oviedo y el Sporting de Gijón...!), Teodoro Díez, Mariano García, Avelino Galende, Adeodato, Lechón, Parra, Puebla, José Manuel Cabezón, Ajates, Rafael Sanz, Isidro Rubio, Abilio y Secundino Vicente, Domingo Marcos, Gumersindo, Ticiano, Borragán, Serafín Monasterio... Por todos preguntábamos. Nuestros antiguos compañeros iban desfilando uno tras de otro en nuestro recuerdo. Cada grupo hablaba de los suyos, especialmente de los de su época y cursos afines. Todos se interesaban por todos. Desde el P. Maestro de novicios, P. Vidal Fueyo, pasando por el P. Garrido, el P. Jesús Santos, el P. Ignacio Gutiérrez, el P. Ricardo Rodrigo, el P. Berlanga, el P. Vicentin, el P. Calle, el P. Mariano Arenas, el P. Romo, P. Gavilán, el P. Sabino, el P. Ornia, el P. Eduardo González... Hábitos blancos, breviarios, salterio, salmodia, martirologio romano, silencio, oración, lectura del P. Humberto, gregoriano, “venias”, capítulos, ejercicios espirituales... El venerable convento de Santo Domingo de Ocaña, había sido nuestra casa, claustro, celdas, coro... habían sido recorridos con anterioridad por innumerables Santos Mártires de Vietnam, San Melchor García San Pedro, San Valentín de Berriochoa, y otros mártires del Japón. Todos ellos eran nuestras referencias existenciales juveniles.

Durante la cena y el resto de la noche, con la ayuda de todos, fueron desfilando los momentos más gratos y cruciales de los siguientes años. A unos los dispersaron a Francia (Le Solchoir), a otros a Granada, otros a Irlanda. A nosotros a Ávila. Años más tarde, a otros, a Chile. La figura del P. Tejero (¡y la del P. Provincial, P. Gayo, al fondo!) destacaba en nuestro recuerdo, por haber sido nuestro maestro de estudiantes durante varios cursos y haber influenciado sobremanera en nosotros durante aquellos años. A su lado una pléyade también de eminentes profesores dominicos, doctores en diversas especialidades cultivaron en nosotros, en Santo Tomás de Ávila y San Pedro Mártir de Alcobendas las mejores disciplinas filosóficas y teológicas: el P. Manuel González, el P. Crescente, P. Salustiano Reyero, el P. Marcelino Ortega, el P. Manzanedo, el P. Turiel (¡y sus “quares”!), el P. Marcelino Sánchez, el P. Claudio, el P. Adolfo, el P. Luis López, P. Valderrama, P. Pedro Cabezón, P. Martín Díez, P. Félix Tejedor, P. Teodoro González, P. Cagigal, P. Sansegundo, P. Pelegrín Blázquez, P. Eusebio Peña, Godofredo, P. Montero, P. Chus Villarroel (¡Gracias por tu predicación de la gratuidad!), P. Aristónico,  P.  Canh, P. Francisco Javier, P. Valentín Andrés, P. Chamorro, P. Niceto Blázquez, P. Pedro Luis, P. José Luis de Miguel, Barreda... Allí con ellos nos dieron admirables ejemplos, apoyo y cariño, otros Padres y Hermanos: el P. Felicísimo Miguel, el P. Quirino, el P. Ferrero, El P. José María, P. Antonio Santos, P. Prada, P. Diosdado, P. Santos Galende. ¡Qué admirable senectud la de aquellos 2 misioneros de China, el P. Faustino y el P. Gaspar...!  Los nombres, las anécdotas, las historias nos eran familiares y llenas de cariñoso recuerdo, como si hubieran sucedido hacía poco tiempo. Todo aquel mundo había sido nuestro, y seguía siéndolo muy dentro de todos nosotros.

Recordamos y valorábamos las infraestructuras, hechas servicio y oración por aquellos que las llevaban y sostenían Fr. Nieto, Fr. Fuertes, Fr. Bañares, Fr. Cáceres, Fr. Ortega, Fr. Rodrigo, Fr. Gerardo, Fr. Fernando, Fr. Antonio Gutiérrez (¡cuánta espiritualidad y teología hecha canción...!), Fr. Teodoro, Fr. Paulino Franco, Fr. Aderito, (¡cuánta oración hecha madera, arte, como la vidriera de San Pedro Mártir...!) Fr. Argimiro, Fr. Ortiz, Fr. Emeterio, Fr. Pio..., Abascal, Maroto, y nuestro cocinero Manolo (¡qué bien sabía... gato incluido!)

Todos nosotros nos interesábamos por la labor pastoral y misionera de otros muchos, allá lejos en las lejanas tierras de misiones. Muchos de ellos eran y son conocidos entre nosotros por sus visitas de descanso a España. Sus tareas pastorales eran seguidas y son comentadas por todos. Reconocíamos también que hoy, España, es difícil tierra de misión para los que están aquí, entre nosotros, tanto religiosos como laicos. A todos se le recuerda con especial y profunda gratitud. Otros ya han fallecido, pero están vivos en el Señor resucitado, vivos también en nosotros y en nuestro recuerdo. De todos ellos nos nutrimos material y espiritualmente. Nuestros encuentros, como éste de Madrid, son una expresión de alegría, de fraternidad, de profundo agradecimiento por tanto y tanto como sembraron en cada uno de nosotros.

Quizás alguien podrá extrañarse de que recuerde tantos nombres. No están todos cuantos quisiéramos mencionar, pues han pasado muchos más, antes y después, haciendo el bien entre cientos de adolescentes y jóvenes de aquellas décadas, con su testimonio y referencia de servicio. Cada cual ha cultivado lo que allí se sembró. Cada uno en el sitio que la vida y la vocación le deparó. Aquella labor no fue una obra baldía. Conscientes o no, dentro de cada uno hay unas semillas de espiritualidad, un estilo, una formación abierta, integral, crítica, transformadora, comprometida, una disciplina, una huella dominicana. En todos se sembraron y cultivaron gratuitamente innumerables valores humanizadores.
        
De vuelta hacia Asturias, con nostalgia, pero mirando al futuro con optimismo y esperanza -como nos decía el P. Valero- fui dando gracias a Dios por todos ellos, con los que me encontré personalmente y en mis recuerdos. Durante todo el viaje de retorno, vine oyendo las cintas de cánticos de Fr. Antonio Gutiérrez, cantándolas “con él”. Me prometí incorporarlas al repertorio de mis dos coros.

¡Humanizar ya es evangelizar!


¡Gracias, sin fin! ¡Saludos cariñosos a todos los que en la lejanía leáis estas líneas, pues a todos os recordamos siempre en nuestra conversaciones y oraciones con infinito afecto y gratitud!

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*** Crónica del encuentro de ex alumnos dominicos en San Pedro Mártir. 26 de mayo de 2001

Saturday, May 7, 2016

ARQUEOLOGÍA DEL ARADO

Cuando quince años más tarde, en Jericó, oí hablar de una tal Kathleen Mary Kenyon y cómo, mediante rigurosos análisis estratigráficos, había podido demostrar y datar la destrucción, lustro arriba, lustro abajo, fuego incluido, de las murallas de Jericó por Josué, no pude sino recordar con melancolía nuestros primeros pasos en la iniciación arqueológica por los barbechos recién binados de Ocaña de la mano de nuestro inolvidable Maestro de Novicios, P. Jesús Santos, popularmente conocido con el apodo de “La Mula”, mote que era, aunque parezca mentira, cariñoso.

Lejos de los principios metodológicos más primarios, del cuadrillado del terreno y el puntilloso ejercicio de anotar en la libreta de a bordo cada posición exacta de los objetos encontrados, todos nuestros fundamentos metodológicos se limitaban a elegir los días de búsqueda, que en muchas ocasiones coincidían con una jornada de asueto completo, bajo dos parámetros estrictamente ineludibles: que fuera el día siguiente a uno lluvioso y que algún tractor estuviera arando en la meseta manchega.

¿Motivos? Tan sencillos como evidentes: el tractor, al remover los rastrojos, sacaba a la superficie los supuestos utensilios prehistóricos, por lo que bastaban los rayos de sol para que resplandecieran, de ahí lo de la lluvia, con lo que nuestra agudeza visual se incrementaba al ciento por uno. Como en las parábolas evangélicas donde se multiplica la generosidad del varón bondadoso o la eficiencia del hombre aplicado a sus talentos, para nosotros la lluvia y el arado eran complementos inseparables para incrementar el acervo de nuestras perquisiciones que, casi infaliblemente, se veían recompensados con hallazgos de hachas y puntas de flechas, supuestamente pulidas miles de años ha.

Es cierto que no todos creíamos a pies juntillas lo que el P. Maestro nos decía, al menos en aquellos aspectos más mundanos sobre los, según denominación popular nuestra, pedruscos pulimentados. Una cosa es que tuviéramos fe ciega cuando nos instruía en los logros misioneros de Santa Teresita del Niño Jesús que desde Lisieux, en la remota Normandía, convertía infieles africanos, y otra, que recoger un canto redondeado en la veta que dejaba la reja de un arado nos transportara por arte de magia al neolítico. Digamos que en el grupo de devotos novicios había una cierta corriente escéptica, cuando no de cierto cachondeo, sobre los logros científicos del P. Santos, lo que no menoscababa, en lo más mínimo, su guía y preeminencia espiritual sobre nosotros.

Al grupo de almas dubitativas se contraponía el grupo de los infatigables creyentes en las bondades arqueológicas de los hallazgos. La carencia de cualesquiera principios metodológicos se compensaba con un notable entusiasmo por parte de bastantes. En cada curso que había pasado por allí, aparte de algunos arqueólogos aficionados más hábiles en el avistamiento de los supuestos utensilios prehistóricos, siempre había uno o dos novicios que destacaban por sus cualidades artísticas y a quienes el P. Maestro les adoctrinaba durante horas enteras en el diseño a plumilla de flechas y hachas: de canto, perfil, alzado, vuelta del otro canto. Aún sin la mínima formación arqueológica, eran dignos de todo elogio la paciencia y dedicación a esta tarea (mejor eso que cuidar de los conejos y los gladiolos del jardín, pensarán algunos) por parte de algunos camaradas, auténticos artistas en ciernes. Mientras ellos se aplicaban a tan minuciosa tarea, otros aprovechábamos para escuchar la radionovela, con el volumen bajo mínimos, a fin de no delatar nuestra excursión radiofónica al siglo ante nuestro guía espiritual e iniciador arqueológico. So pena de amenazantes castigos.

En nuestra hornada, la tarea de dibujante fue asignada inicialmente a Miguel Ángel, pero tras la corta estancia e inesperada salida de nuestro, hasta entonces, connovicio, el trabajo fue heredado por el P. Santiago Sáiz. Seguro que algún armario o archivo conserva centenares de hojas cuidadosamente ordenadas, repletas de diseños, testimonios del sacrificio de las muchas horas pasadas en ese menester por aquellos elegidos para ejercitar el buen trazo y las sombras que las aristas de hachas y flechas desprendían. Algunos años después, por pura casualidad, durante una visita al Museo de la Santa Cruz, en Toledo, advertí en un semisótano, con los armarios polvorientos, pésimamente mal etiquetadas y abandonadas de la mano de Dios, muchas de aquellas flechas y hachas que con tanto cariño nosotros habíamos recogido por los campos de Ocaña. Aunque yo podría incluirme entre el grupo de los escépticos arriba mencionados, aquella visión me produjo un cierto malestar. Como si todos y cada uno de los esfuerzos avizores de decenas de novicios a través de la meseta manchega hubieran caído en un imperdonable descuido.  Metáfora fácil donde habíamos arrinconado ardorosos ideales y proyectos temerarios de aquel año disfrutado en balde.

Por escasos que fueran nuestros conocimientos arqueológicos, si alguno hubo, lo cierto es que aquellas caminatas por la llanura castellana constituían un soplo de aire fresco, así como de relajación mental y corporal, por contraposición a los inexpugnables muros del convento. Aquellas salidas, en muchos casos los jueves por la tarde, conformaban un entorno de camaradería y amistad inigualables.

Habitábamos en nuestra pequeña burbuja de post adolescentes y el mundo exterior, apenas percibido al atravesar raudos las desoladas calles de la villa del Comendador, era una minucia inexistente cuando no motivo inminente de tentación y, lo que era peor, de atracción irresistible que nos hiciera olvidar nuestra gloriosa cotidianeidad henchida de rezos rituales, meditaciones y lecturas de la Constitución dominicana. Así que escépticos y creyentes seguíamos con la pasión del converso los surcos dejados por los arados con la misma intensidad y devoción que dedicábamos al rezo del rosario. En nuestra burbuja, todo era uno, la devoción y la obligación. Más aún si la devoción se iluminaba con la luz radiante y otoñal de la inmensa llanura.

Dondequiera que ahora se encuentren, auténticas o ficticias, cada hacha, cada punta de flecha esconde una historia, ya absolutamente indescifrable de su constructor milenario, pero también la más reciente del novicio que miles de años después la destapó con manos piadosas y devotas. Acariciar el sílex redondeado, la emoción del descubrimiento, correr a mostrárselo al P. Maestro, recibir su apreciación, dibujarlo sobre una cuartilla de papel, ocultan la historia por siempre inescrutable de cada uno de nosotros, uno a uno, personas únicas e irrepetibles, que en un preciso momento de nuestras vidas, finales de 1973, creíamos haber encontrado nuestra vocación y la perdimos, otros que creíamos haberla perdido y la encontramos, otros  que ni la perdieron, ni la encontraron, otros que…

Afortunadamente, de aquella evanescente y breve felicidad queda la ligera memoria fotográfica. Al menos hasta que el papel en blanco y negro termine por difuminarse. Tras la búsqueda o, quizá en un intermedio de la misma, el almuerzo campero, momento definitivamente gozoso de la jornada, contraste alegre con el silencio adusto del refectorio conventual. El Hermano Manolín tan servicial y generoso como siempre, delantal en ristre, atento a que los novicios se nutran adecuadamente, sirve un licor a Gerardo, el P. Santiago apaña el racimo de uvas con los dientes, todavía conserva el chándal de Arcas Reales, el que esto suscribe desgarbado como de costumbre. Debe ser principios de otoño, y no sólo por las uvas. En el grupo se distingue a Miguel Ángel, Fernando, César, Rafael, Antonio, Dámaso, Gregorio y Manolín, entre otros. El P. Cándido Pérez abarcó con su Leica también a los que ya no comerían el turrón con nosotros.

Ahora la Radial 4 y la Autovía del Sur han creado una enorme llaga de curvas y cemento en la otrora apacible llanura manchega, pero en Google Earth se advierte nítidamente que, hacia el este de la villa, como a la derecha de la carretera a Yepes, un laberinto de vaguadas y cauces secos irrumpen en la monotonía de la llanura. Hasta la mismísima Miss Kenyon afirmaría que esta zona topográfica constituye terreno ideal para asentamientos mesolíticos: agua en los cauces –aunque ahora aparezcan secos-, ligeros promontorios para divisar la caza y a los enemigos, cuevas en las laderas calcáreas para protegerse del frío.


Quizá, después de todo, el P. Santos, en su infinita sabiduría arqueológica, tenía razón, o quizá la cincuentena nos torna menos desconfiados hacia nuestros escepticismos de la primera juventud. Escruto el mapa aéreo buscando las sendas por las que sorteábamos los viñedos, las hoces y los desniveles del terreno se divisan perfectamente, pero ¿cómo identificar la caseta donde estamos tomando el café? Me prometo que algún día evitaré atravesar a 150 por hora el Tajo, Autovía de Valencia, a la altura de Tarancón y tomaré un desvío tranquilo, pausado, colmado de melancolía y nostalgia por las vaguadas de Ocaña. Preferiblemente cualquier día a finales de un septiembre. Un paseo por mis diecisiete años. Cuando encuentre alguna punta de flecha exclamaré a voz en grito, hasta que me oiga Miss Kathleen Mary Kenyon: “Lo importante no es la vida de la estratigrafía, sino la estratigrafía de la vida”. Y al P. Jesús Santos, “La Mula”, dondequiera que esté.