Era la primera vez que yo
veía aquel instrumento mágico, plateado en todas sus protuberancias y
mecanismos, el metal reluciente en cada botón de los que sobresalían desde el
frontal y los otros por encima de la caja donde se incrustaba la lente. El pequeño
rectángulo del cuerpo iba envuelto en una especie de piel firme, pero
tersamente arrugada. Esta parte, sí, era de color carbón, negro intenso. Era un
dispositivo diminuto, casi una miniatura, que el padre Cándido manejaba fácilmente
con una mano, bien que usara la izquierda para mover las ruletas de los
automatismos o el anillo del enfoque con notable celeridad, sin que yo, con
apenas doce años, acertara a saber qué misteriosa combinación de engranajes y
articulaciones se necesitaba para ponerla a punto, enfocar y disparar.
Había observado algunas
cámaras parecidas en un escaparate de la Calle Mayor, en la capital de
provincias, entre grandes discos de 33 rpm e instrumentos musicales, una vez
que me llevaron al médico de pago, para que me rebanara las amígdalas, anginas
que se llamaban entonces. Pero ninguna era tan minúscula y compacta como la que
el padre Cándido portaba siempre colgada del cuello, por encima del inmaculado
escapulario blanco. Salvo cuando la sacaba para fotografiar, siempre iba bien guardada
en una funda dura de cuero marrón, donde los salientes que protegían la lente y
los cantos redondeados de las esquinas estaban desgastadas por el uso. La funda
–forrada por dentro con terciopelo carmesí- se cerraba con un botón a presión
que hacía un sonoro clic. “¡Hala, ya está, todos para el cuarto oscuro!”,
proclamaba ufano y sonriente, tras fotografiar a toda la clase de 2º A en un claro del pinar de Antequera, exhibiendo, apoyados en el pecho, nuestros
cuadernos de dibujo, orgullosos de nuestros incipientes progresos artísticos. Para
la gran mayoría, recién salidos de páramos sin horizonte y valles abiertos, lo
del “cuarto oscuro” nos resultaba extremadamente misterioso y ligeramente
inquietante.
El padre Cándido había
estado varios años en misiones en el Tonkín o, quizá, en Formosa. Así que es
muy posible que su inseparable Leica hubiera llegado a sus manos en cualquier
tránsito por los puertos del Lejano Oriente. Flamante como el aparato estaba,
la funda delataba que había pasado por otras manos. Muchos de nuestros
profesores, sobre todo los que pasaban de la cincuentena, estaban, como quien
dice, empezando una segunda carrera. Varios de entre ellos las habían pasado
canutas con la llegada al poder de los maoístas y terminaron por ser expulsados
de China continental hacia Formosa, las Filipinas, Venezuela o España. Otro
grupo, entre los que se encontraba el padre Cándido, tuvo una salida menos
precipitada, pero igual de traumática cuando el Vietcong empezó a hacer de las
suyas en el norte de la Conchinchina. Las aventuras que contaba, reales o
inventadas, una vez aposentada la Leica en su funda marrón, nos resultaban
mucho más atractivas y cercanas, y eso ya era mucho decir en aquella época, que
las lecturas de Julio Verne que nos permitían leer los domingos por la tarde.
El padre Cándido
aprovechaba la larga caminata entre senderos arenosos, durante los
excepcionales días de asueto hasta el pinar de Simancas, liberados gozosamente toda
la jornada de clases, para contarnos como los esbirros del tío Ho Chi Minh
martirizaban al mandarín cristiano de la aldea metiéndole cuñitas de bambú
afiladas en las uñas de los pies, antes de pasar a los dedos de las manos -parece
que siempre empezaban por el meñique- salvo que el prócer cristiano abjurara de
su fe cristiana y se reconvirtiera a los ídolos paganos. Para evitar que a los
misioneros les ocurriera otro tanto, los franceses, incapaces de imponer su ley
en los arrozales del Mekong, les convencieron para que buscaran otras tierras
de misión más pacíficas. Las razones por las que el padre Cándido, como otros
colegas, pasara de batirse el cobre con los comunistas del Viet Minh a enseñar
Ciencias Naturales a unos gañanes como nosotros, apenas pasados de puntillas en
la escuela del pueblo sobre la Enciclopedia Álvarez de 2º, permanecerá para
siempre un misterio.
Pero allí estaba con su
Leica, inmortalizando para la eternidad, el instante en que, a la hora del
almuerzo, sentados contra los troncos de los pinos, el turno de servidores de
la semana comenzaba a verter en vasos de plástico una especie de naranjada con las
inmensas cántaras de hojalata, las mismas que en la mañana servían para
repartir la leche del desayuno en el comedor. Lo mismo que perpetuó, en
inconfundible blanco y negro, un alegre grupo de alumnos al pie del Acueducto
de Segovia o a otro, de cursos más mayores, en una escalinata del Monasterio de
Piedra. O a mi amigo el Maestro, con otros camaradas, una tarde de verano en
las ruinas del castillo de Burgos. La Leica del padre Cándido, siempre la Leica.
Siempre pero exclusivamente para los momentos excepcionales, los instantes en
los que vivíamos apartados de la rutina. La Leica no era para los ratos banales
y repetitivos de las clases diarias. Tampoco nos fotografiaba en prietas las
filas que formábamos día tras día en la entrada al comedor. Ni siquiera en la
iglesia, en las interminables horas reservadas para las devociones marianas. Estaba
guardada para las ocasiones en que nuestra vida repetitiva y monótona de alumnos
internos asumía el colorido de las pequeñas excepciones: un viaje en autobús, la
singularidad del día de vacaciones entre semana, quizá el ansiado encuentro con
nuestros padres en el patio central el Día de las Familias.
Aunque él se enorgullecía
del “cuarto oscuro”, de hacer él mismo el revelado, por falta de medios o
carencia de utensilios adecuados, con cierta frecuencia las reproducciones le
salían algo borrosas, incluso descuadradas sobre el papel. A veces con
desdoblamientos fantasmagóricos en las siluetas de los fotografiados. Se había
apañado una celda, en la parte más deshabitada del convento, encima de la enfermería.
Allí tenía su cuarto oscuro al que de vez en cuando invitaba, aquello era un
signo de absoluta distinción, a un selecto grupo de alumnos para que pudiéramos
admirar su maña con el fijador, el tanque, las pinzas para el secado y demás. La
impresión, siempre en cantidades muy limitadas, apenas hacía copias, excepto
que algún familiar se las pidiera expresamente, llevaba la magia impenetrable
del blanco y negro de la época. Pese a las deficiencias técnicas, por lo
general, conservan una extraordinaria calidad. Había media docena de frailes también
aficionados a la fotografía, quizá porque los superiores les habían instado a
dejar rastro de sus epopeyas misioneras. Pero sólo el padre Cándido ponía en
esta tarea la pasión y el arte que todo buen fotógrafo aficionado debe de
tener.
Debía de tener alguna
vena artística, que cualquiera sabe de dónde provenía. Quizá adquirida en el
Extremo Oriente. Hubiera sido extraño que la hubiera encontrado en el pequeño
pueblo burgalés de donde era originario. El cabello canoso aportaba un distinguido aire de caballerosidad
a su senectud, aunque lo que emanaba de él, sobre todo, era su actitud
bondadosa. De hecho, de todos los profesores era el que más se parecía a
cualquiera de nuestros abuelos. No sólo por la edad. Nunca un enfado, jamás una
palabra en voz alta, si acaso alguna reconvención cariñosa y pedagógica. “Mantecón,
¿cómo es que no sabe usted de memoria los nombres de las setas comestibles y
las venenosas? No ha visto ésta en el monte de su pueblo” -y me enseñaba la amanita
muscaria en magnífica ilustración que venía en la segunda página de la lección
sobre ‘Hongos, musgos y helechos’. “Debería, debería”, continuaba. Y el
condicional quedaba colgado en el aire de tantos posibles (como las partes de
la atmosfera, los componentes del sistema nervioso, o las clases de crustáceos
y arácnidos). A diferencia de otros profesores, a la mayoría de los cuales les
asignábamos apodos, siempre a escondidas, incluso heredados de varios cursos precedentes,
algunos con cierta mala uva, al padre Cándido era de los pocos a los que se le
llamaba por su nombre real, padre Cándido. Lo que sin duda manifestaba que su
bondad durante los años que llevaba allí, en las Arcas Reales, no tenía mácula.
Ciertamente hacía honor al nombre con el que le habían bautizado.
Lo de la Leica era algo circunstancial,
bien que los alumnos le recordaran tanto o más que por las clases que impartía
de Ciencias Naturales, cuando éstas, hacia mediados de los sesenta, abarcaban
un extraordinario compendio de anatomía, zoología, botánica y geología. El
libro de texto, de la editorial SM, incluía unas fascinantes y estupendas
ilustraciones que vistas con posteridad nada tienen que envidiar, para los
estándares actuales, a textos universitarios de la carrera de medicina. Pero
allí estaban, chavales recién salidos del erial de Castilla o de olvidados
valles asturianos, absortos en un esquema del aparato digestivo. Y el
circulatorio, y el respiratorio y todos los aparatos que el cuerpo humano posee.
Salvo, claro está, el reproductor, que para nada se tocaba (disculpas por el
juego de palabras), excepto por concomitancia con el del metabolismo y la
excreción, pero este reducido a su mínima expresión. El esquema gráfico
literalmente capado, descargando a la
nada, sin sentido de continuidad, desde la uretra. Aunque del riñón nos aprendíamos
de memoria, (¡con doce años!), donde estaban situadas las glándulas de Malpigio
y lo que eran las cápsulas de Bowman.
Naturalmente, el padre
Cándido, del riñón para abajo, de salvas sean las partes, ni las mentaba, bien
que muchos de los internos, con doce o trece años habíamos aprendido, visto,
para ser exactos, en nuestros pueblos mucho más de lo que el padre Cándido
pudiera enseñarnos en clase sobre el volatilizado sistema reproductor.
Por el contrario, el
padre Cándido se recreaba en la botánica, de la cual era un entusiasta. En las
salidas al campo, aprovechando los asuetos, explicaba, amapola en mano, lo que
eran los sépalos, pétalos, estambres y pistilos. Eso, en realidad, no nos
interesaba tanto como las historias que contaba de una variedad de amapolas
que, según él, fumaban, tumbados en el suelo, en cantidades asombrosas los
chinos de Hanoi. Con una navajita que siempre llevaba en mano, cortaba el cáliz
y un extraño líquido, blancuzco y pegajoso salía del interior. “Ojo, Durántez,
que te vas a manchar con ese veneno”, advertía. Para añadir a continuación
extrañas historias que él había vivido en la Cochinchina con los vietnamitas,
que nosotros creíamos a pies juntillas, mientras observábamos con desconfianza la
peligrosa amapola, que con los cortes se marchitaba casi de inmediato. De cómo
acudía con frecuencia a los fumaderos de opio para arrancar a los buenos pero
indolentes cristianos que habían caído en las garras del vicio, descarriados de
la doctrina de la santa madre iglesia. “Padre Cándido, ¿cómo pueden fumarse las
amapolas?”. La pregunta alarmaba al bueno del padre Cándido que nos instaba de
inmediato a dejar de preguntar y concentrarnos en dibujar el imposible
contraluz de los trigales al natural. “Mantecón, está claro que usted no está
hecho para el dibujo, calque al menos la corteza del pino en su papel, a ver si
es capaz”. Y así me retrató, con el papel encima del tronco del pino, intentado
perfilar las enrevesadas figuras que formaba la corteza agrietada.
Muchos años después, en
una gigantesca tienda de fotografía, en el barrio tokiota de Shinjuku, buscando
una lente de gran angular para mi recién estrenada Nikon FE, me topé con una
Leica idéntica a la del padre Cándido, incluso la funda estaba machacada en los
mismos sitios que la suya. Obviamente no era la suya por mucho que se
pareciera. Pero aún así y por mero capricho, la compré. Después de todo, que
ahora fuera, con la Nikon, por mi quinta cámara (Werlissa, Kodak, etc.), bien
lo sabía, se lo debía al padre Cándido. Desde que aquella tarde me perpetuó en
imborrable blanco y negro en las mágicas entrañas de su Leica, comprendí de
inmediato que lo mío, más que el dibujo era la fotografía. Para el dibujo
efectivamente era un inútil, pero la afición a la fotografía empezó, nadie me
lo puede quitar de la cabeza, con la Leica del padre Cándido. Para ser precisos
con el padre Cándido y su Leica.