Esperábamos ansiosos, a mediados
de agosto, que llegara la carta de aceptación para el internado. Habíamos
asistido a los cursillos de verano en el colegio, nuestro primer contacto con
lo que, previsiblemente, significaría el principio de un grandioso o, al menos,
honroso y honrado futuro académico. La mayoría de nuestras madres, los padres
eran algo menos piadosos y más prácticos, tenían, además, el pálpito de que ese
futuro estuviera teñido de inmaculado blanco. Como el hábito de la orden
dominicana que nos acogía en su seno. En realidad, para nosotros, con once años
apenas cumplidos, era una aventura, un desafío, no carente de desasosiego e
intranquilidad. Sabíamos con certeza lo que se quedaba atrás –prados,
barbechos, dulce hogar- pero ni la más mínima idea de lo que estaba en el por
venir. El cursillo veraniego era, a todas luces, un filtro para que los más
montaraces percibieran de primera mano que los horarios para el estudio, los
rituales de las devociones y los campos de deporte iban todos en el mismo
paquete. No había negociaciones ni equilibrios, se tomaban o asumían en su totalidad.
Además, en la semana del cursillo, el padre prefecto tendía, o quizá fuera así
durante todo el curso, a extremar su rigor y disciplina. Ya desde el primer
día, formar en filas a la entrada del comedor no era una cosa baladí, ni se
tomaba a broma. “!Durántez, no se apee en la pared!”
Cuando por fin llegaba la ansiada
carta de admisión, en ella se detallaba el número con el que se debía de marcar
la ropa, el 309, por ejemplo, que nuestras madres, grandes aficionadas a la
costura, por necesidad u obligación, bordaban con extremo cuidado en las partes
más visibles de la ropa: en el dobladillo de las dos sábanas, en la etiqueta de
lavado del jerséi, en la parte interior de los calcetines de lana gorda para hacer
deporte. La recomendación del padre director era hacerlo con hilo rojo, dado
que este era mucho más visible. Para nosotros mismos y para las hermanas que se
afanaban en la lavandería los lunes por la mañana con nuestras bolsas de ropa
sucia (ésta, también, marcada con el 309).
Por lo general, este color no era
el más habitual en su costurero, más dado a remendar los tonos grises y poco
llamativos de los pantalones de pana oscuros y chaquetas azul marino de los
domingos. Así que el marcado comenzaba, en realidad, por la visita a la
mercería del partido judicial, el día de mercado. Mi pueblo, que no había ni
tienda de ultramarinos, gozaba del prestigio de disponer de una mercería. Por
alguna ignota razón, Doña Lola, la elegante señora de mi maestro escuela, Don
Tino, regentaba, tras un mostrador desnivelado, hecho con madera de pino sin
alisar, el único comercio de toda la aldea: ovillos de lana, paños, medias y
calcetines y canutillos de hilo rojo. Pedir el carrete de hilo rojo en la
mercería de Doña Lola equivalía a poner un edicto en la puerta de la iglesia, como
cuando el párroco anunciaba los esponsales de una pareja.
Nadie en el pueblo compraba
carretes de hilo rojo, salvo las madres que mandaban a sus hijos a los
internados religiosos de Valladolid, Palencia o León. “Bueno, señora Judit, ¿ya
se le va el chico a estudiar?”. “Sí, hija, sí, a ver si saca algo en limpio y se
hace un hombre de provecho”, respondía la Sra. Judit, orgullosa porque el mayor
estaba, desde hacía dos años, en los agustinos de Pucela y aquel, para el que
iba a marcar el 309 sobre la muda y el novedoso pantalón de deporte, acababa de
recibir la carta de admisión para los dominicos de las Arcas Reales, apenas tres
kilómetros más al sur. La señora Judit
no lo sabía, pero en la parla popular, lindando con la blasfemia, aquella zona
del sur de Valladolid albergaba tantos internados religiosos que, popularmente,
era conocido como el “barrio de la hostia”, aunque su nombre real respondía a
la denominación de un polígono industrial de la apenas iniciada época del
desarrollismo franquista.
El marcado de la ropa era todo un
orgullo para nuestras madres, puesto que de alguna manera, como alguno de los
siete sacramentos, las cifras bordadas en el par de camisas de manga larga
parecían imprimír carácter. Así que se dedicaban a esa puntillosa tarea en
cuerpo y alma, entre la bielda de las últimas parvas y la recolección de las
peras tempranas en la huerta. Mediados de septiembre estaba a la vuelta de la
esquina y el 309 tenía que campear, en todo su esplendor, en cada pieza de ropa
que el chiguito se llevara en la maleta hasta la parada del autobús de línea que
venía de Cervera. 20 de septiembre de 1967.
¡Ay, la maleta! La misiva del
padre director, entre el detalle de la treintena de piezas de ropa necesarias y
otras devotas recomendaciones, daba por sentado que todo ello –mes y medio por
delante- tenía que ser llevado en una maleta. Aunque ésto, soy testigo, no
siempre fue el caso. Alguien llegó, literalmente, con un hatillo al hombro a la
estación de Campogrande. Si el hilo rojo era una pequeña complicación, la maleta
significaba un considerable rompecabezas para nuestros padres, poco
acostumbrados, en la mayoría de las veces nada, a viajar. Para salir del
aprieto, en ocasiones, rescataban del desván alguna heredada de un familiar
fallecido. Quizá un tío pudiente te prestaba una, de cuando emigró a la Francia
o a una gran capital industrial del norte. En otros casos, no les quedaba otro
remedio que adquirirla en la capital de la provincia.
Las maletas constituían un bien
muy raro y escaso como para que se vendieran en el mercado de Saldaña los
martes. Tampoco había mucha elección en la única tienda de maletas de la
capital. Siempre se elegía la más barata y, preferiblemente en colores
marrones, no que los modelos fueran
variopintos, por lo demás. Así que cuando los de Palencia y provincia nos
juntábamos en la Estación del Norte –curiosidad: es la única estación y no
existe nada parecido a Estación del Sur- para tomar el tren, los modelos de
maletas se reducían a tres. No era raro, con el nerviosismo –era la primera vez
que abordábamos un tren- que nos equivocáramos y cogiéramos la de algún
compañero.
Estaba la maleta de color marrón
oscuro, terroso, a juego con los labrantíos que abandonábamos, con los cantos y
esquinas perfectamente redondeados, de un material acartonado. Mejor: era de cartón.
Pesaba poco y era muy liviana, si bien tenía el inconveniente de que se
abollaba al menor golpe, aunque por lo general, si se empujaba desde el
interior, volvía a recobrar su forma habitual. Al menos media docena de veces.
Si el proceso se repetía, terminaba por destartalarse.
Estaba la maleta rígida, esquinas
de cartabón, bien anguladas, con el armazón de madera, un rectángulo liso y
hueco que al menor golpe, especialmente en las esquinas, corría el riesgo de
desvencijarse. Eso sí, por alguna extraña elección del artesano, estaba dotada
de cerraduras doradas y brillantes, las cuales sobresalían sobremanera del
color ligeramente verdoso pastel del exterior, del mismo tono que los oteros en
primavera, los que abandonábamos para siempre. Era tan pesada que a quienes la
portaban les costaba Dios y ayuda moverla. Con toda seguridad pesaba más el
contenedor que el contenido. No existían equipajes con ruedas, así que la mayor
parte del tiempo se llevaban arrastrando, hasta que, más tarde o más pronto,
terminaban por descuadrarse en las esquinas.
Finalmente estaban las
intermedias en cuanto a su consistencia, de una lona endurecida, resistentes a casi
cualquier desperfecto, poseían la rigidez de las de madera, obviando su quebrantabilidad.
Las esquinas y algunas partes curvas de la tapa estaban reforzadas con cuero, ajustado
con remaches dorados. El asa, una doble tira reforzada de cuero, anclada al
cuerpo con seis remaches, estaba dotada de un ligero movimiento gracias a las
dos argollas sobre las que se sustentaba. El cuerpo era ocre, amarillento, cruzado, en
sentido perpendicular al rectángulo de la maleta, por franjas paralelas
imitando un ligerísimo zigzag, a veces más juntas, a veces más separadas, de
tonos intensos, parecidos al ocre pero más amarillentos, incluso naranjas y
rojos. A juego con los campos en barbecho, arados con las primeras lluvias del
otoño, que pensábamos dejar atrás para siempre. Era la maleta inconfundible del
emigrante de posguerra, del que se iba del pueblo para nunca volver, salvo si
se enriquecía y retornaba con el “aiga” en cuyo caso, obviamente, no necesitaría
la maleta.
Cualesquiera fuera nuestro modelo, nuestras madres nos preparaban cuidadosamente el ajuar para que todo cupiera –incluido el paquete de embutido y la pastilla de chocolate duro- debidamente ordenado. Como sólo una madre saber hacer una maleta. Hay pocas cosas, si alguna, que manifiesten de manera tan nítida el cariño maternal como el de una madre haciendo la maleta a un chaval de once años que se va al internado “para convertirse en un hombre de provecho”. Más que docenas de carantoñas o decenas de efusivos abrazos y besos. Soy testigo.
Cualesquiera fuera nuestro modelo, nuestras madres nos preparaban cuidadosamente el ajuar para que todo cupiera –incluido el paquete de embutido y la pastilla de chocolate duro- debidamente ordenado. Como sólo una madre saber hacer una maleta. Hay pocas cosas, si alguna, que manifiesten de manera tan nítida el cariño maternal como el de una madre haciendo la maleta a un chaval de once años que se va al internado “para convertirse en un hombre de provecho”. Más que docenas de carantoñas o decenas de efusivos abrazos y besos. Soy testigo.
La víspera, alguna pieza marcada
con el trescientos nueve en el último instante, metía las mudas, el par de
pantalones, los utensilios de aseo –tan novedoso como el pantalón de deporte, en
el pueblo no usábamos cepillos de dientes- la pastilla de jabón, el par de
toallas, las zapatillas compradas “a Luisito el de La Puebla”, los calcetines y
no muchas cosas más. Íbamos, como dice el poeta, ligeros de equipaje. En
realidad, casi todo iba por pares y digo bien, por pares y nada más que pares.
No había tres camisetas, ni tres calzoncillos. Era la muda que se cambiaba cada
lunes y vuelta a empezar. Todo con el impecable 309. Aunque recuerdo como a mi
madre el nueve se le rebelaba y le salía algo zumbón. No resultaba difícil
confundirle con un siete, las últimas puntadas no tomaban bien la curva o la
tomaban demasiado bien y parecía un ocho.
Y tras observar en silencio como mi
madre cuadraba a la perfección mis escasas pertenencias en la maleta -la mía
era de lona, de un familiar que se fue a Alemania para trabajar en una fábrica
de pinturas y volvió, como gato escaldado, a los seis meses, pero con la maleta
incólume, no así sus pulmones- intentaba dormir, sin apenas conseguirlo, en la
habitación de arriba, mirando al techo de yeso blanqueado. Haciendo cálculos
sobre cómo me las arreglaría, sin ayuda de nadie, para subirla al tren en la Estación
del Norte. Camino del sur. Del futuro. Con once años. Para siempre.
(*Gracias a Pedro González por la
imagen y por la idea)