El comedor, la palabra
técnica, muy al uso en una orden religiosa y mucho menos vulgar que ésta, era,
en realidad, la de refectorio. Para la mayoría de nosotros, aborígenes de
interminables llanuras castellanas o umbríos valles leoneses, con aquel vocablo
recién encontrado se nos llenaba la boca. Pronunciar “refectorio” parecía
elevar la dignidad de nuestra parla aldeana, por lo demás, salvo algunos giros
localistas, años antes de que la televisión omnipresente nos pasara a todos por
el mismo patrón borreguil del idioma, de una calidad notable. ¿No decían que en
Palencia era donde mejor se hablaba el castellano a través del ancho globo
terráqueo?
Re-fec-to-rio,
re-fec-to-rio, repetíamos los primeros días, transformando la cé en ka. La
guinda de nuestro nuevo vocabulario la ponía otro neologismo de la época: el
ofis. En realidad nosotros hacíamos un apaño a medio camino entre el original
francés con apóstrofe, y la adaptación pucelana, concluyendo con algo así como:
“Candanedo, ha ordenado el P. Mendoza que lleves las cántaras (de leche) del
refektorio al lofis”. El “lofis” era la trastienda, un espacio en la parte
trasera del comedor que hacía las veces de cocina y sala de trabajo para la
preparación de los menús, almacén de enseres y donde tenía plaza de mando,
sobre las buenas y tan bondadosas como serviciales, que el Señor las tenga en
su gloria, hermanas dominicas, el cocinero. Don Miguel, por nombre, mediados de
los sesenta.
En realidad, comedores eran
dos, simétricamente colocados, en ambos pabellones, mayores y menores, como una
prolongación de la galería. Tres, si contamos el de los padres. Pero éste, como
todo el resto de esa zona, salvo la portería, tenía el acceso vedado. Era sólo
para los frailes que comían huevos. Pasaron años, bastantes después de salir de
Arcas Reales, antes de poder apercibir el de los padres, recoleto y elegante en
sus dimensiones, situado detrás de la portería del hermano Fuertes, que con su
capilla y su sala de comunidad conformaban el sancta sanctórum del internado, impenetrable a la vista y los pasos
de los internos.
Los nuestros, por el
contrario, eran dos naves inmensas rectangulares en la base, las paredes y el
techo. Una caja de zapatos inmensa donde menester era, acomodar a 200 alumnos
por cada comedor. Pero en la banalidad de sus funciones, tenían cierto encanto,
un notable encanto diría yo. Alicatados casi hasta el techo, habían sido
decorados con sencillas figuras de plantas y pájaros, azul marino intenso sobre
el blanco del mosaico, por uno de los mejores artistas figurativos hispanos de
la primera mitad del siglo XX, el granadino Antonio Rodríguez Valdivieso. Don
Miguel Fisac aparte de genio de la arquitectura, tenía un gusto excelente para
los complementos. No que nuestras preocupaciones fueran, en aquel entonces,
preadolescentes como éramos, el marco monumental en el que nos ocupábamos del
yantar (¡Otra palabra que nos chocaba, cuando el P. Isidro Rubio nos leía el
Romancero!).
¿Cuáles eran nuestras
principales inquietudes en el refectorio? Guardar silencio –o como mal menor
evitar que no te pillara hablando el prefecto- y comer, o como mal menor, pasar
de tapadillo el detestable plato de lentejas al carrito de recogida. Parece
obvio, hasta se puede decir que contradictorio, pero absolutamente cierto. Lo
del silencio, a tantos años vista, suena a costumbre del pleistoceno, pero
puedo asegurar, aunque mis hijos no me crean y se rían incluso de ello, que comer
en silencio resultaba una costumbre tan sana como útil. Primero porque 200 alumnos
gritando en un espacio tan reducido como áquel era ensordecedor, a lo que se
sumaba ruido de platos y vasos de aluminio, rodar de carritos con las viandas y
disputas varias.
Comer en silencio, además,
tenía la ventaja de que se aprovechaba el tiempo mucho mejor. Un lector, por
turnos diarios o semanales, se encargaba de leer alguna hagiografía piadosa
(sí, también de las hagiografías piadosas se puede aprender algo, aunque sea
poco) o del Diario de Valladolid, cuando algún acontecimiento importante, no
necesariamente religioso, aunque éstos tenían preeminencia, así lo requería.
Julio Verne no nos ofrecía tanta emoción como los despachos de la agencia Efe –abril
de 1970- narrando que la falta de oxígeno y el exceso de dióxido de carbono en
el Apolo XIII estaba llevando a los astronautas a una muerte segura. Eso sí,
normalmente el prefecto de disciplina solía, a la hora del postre, liberarnos
de tan pesada carga y dejar que gritáramos a nuestro libre albedrío:
“Duránnnnntez, puedo repetir manzana”. Porque postre, postre, salvo fruta del
tiempo (ligeramente arrugada) no recuerdo yo delicadezas dulces que, aunque
fuera vagamente, nos recordaran las exquisiteces de nuestras madres. Pero posiblemente
el paso de los años ha borrado ciertas dulzuras del pasado.
Las dimensiones de las pesadas
mesas y los bancos de madera hacían juego con las proporciones del
refectorio-comedor. En cada lateral, también eran rectangulares, cabían al
menos una decena de alumnos. Es decir, una veintena por mesa. Entrábamos, cómo
no, en silencio y, cómo no, en fila. Sempiterno orden del abecedario. Así que
si te llevabas mal con tus camaradas de la letra ce en el aula, los tenías,
como si dijéramos, hasta en la sopa (de maicena) que formaba parte habitual del
menú nocturno. En numerosas conversaciones con compañeros de la época, aquí los
recuerdos divergen considerablemente, se constata que sobre la calidad de las
viandas se tienen, consecuencia de los decenios transcurridos, percepciones muy
diferentes. Algunos opinan que, sino sofisticada, la alimentación era abundante
y bastante variada. Otros muchos, quizá más, tienen un buen recuerdo de
profesores, juegos, competiciones deportivas, pero de las comidas no tanto. Y
no falta el que sobrevivió a más de un trauma, fuere psicológico o físico, por
la obligatoriedad, difícilmente eludible, de rebañar hasta el último trocito de
lenguado (entonces era más asequible que ahora) a la hora de la cena.
Es cierto que, por lo que
pagábamos y considerando la época, década de los sesenta, no se podían exigir
milagros. Existía, asimismo, un inevitable punto de comparación con nuestras
casas. La mayoría, procedentes de clases humildes, vivíamos fuera de todo lujo,
pero como muchos éramos de pueblos, siempre había un bocado que echarse a la
boca. Generalmente delicioso: legumbres, una sarta de la matanza, peras recién
acarreadas de la huerta, patatas sacadas del linar de la vega. Y aquí, en las
Arcas Reales, se producía –parece inevitable cuando año tras año, durante cuatro,
algunos hasta seis, se repetían una y otra vez los mismos limitados menús- una
cierta monotonía y repetitividad alimenticia. Eso es cierto. No obstante,
algunos, recuerdan con más exactitud, casi hasta con memoria de gula, las sopas
de leche fría que la fecha de la batalla de las Navas de Tolosa en la que tanto
insistía el P. Reyero.
Para otros, sus papilas
gustativas se orientan, pese a los cerca de cinco lustros transcurridos, a la
espesa tortilla de patatas y, para todos, deleznables sin excepción, a las
lentejas. Si a la materia prima no podía
pedírsela una calidad extraordinaria, no parece que el bueno de Don Miguel
pusiera mucho de su parte. Muchos le recuerdan removiendo el perolón de
garbanzos con la ceniza de la colilla cayéndose en medio del guiso. Esto puede
ser una mera leyenda infantil, aunque la repetición en la memoria de tantos
parece abundar en su certeza. Hasta parece que hacía las veces de cocinero en
ambos pabellones. Es fácil imaginarle transitando, a la carrera, del “lofis” de
los pequeños al de mayores, y viceversa, entre plato y plato servido. Me
pregunto si también oficiaba para los buenos padres.
El servicio en el comedor,
ésta era una de las tareas más preciadas que se nos asignaban por rotación,
tanto como el de guardián del vestuario donde se almacenaban los balones de fútbol,
te concedía ciertos privilegios que a nuestros ojos infantiles nos hacía
sentirnos todopoderosos durante la media hora de la cena o la comida. Los
servidores de la semana siempre comían una vez que el resto de compañeros
habían abandonado el comedor y quedaban más o menos a sus anchas para repetir
entre lo sobrado, si les gustaba (sopas de leche, hasta dolerte la tripa) o,
sencillamente no comer –el prefecto de disciplina no estaba presente- si las
dichosas lentejas, ocasionalmente salpicadas de algún extraño gusano y con un
sospechoso olor a tabaco (¿por qué?) no te apetecían. Las monjitas hacían la
vista gorda de este modesto libertinaje.
Mejor aún, aunque aquí se
corría el riesgo de que la semana próxima tu compañero te aplicara la ley del
talión, durante el servicio te convertías, “de facto” en el jefe de las
repeticiones. Así que privilegiabas a conocidos, amigos o paisanos con un par
de salchichas más, si así te placía, por tu santa voluntad, a hurtadillas de
las vigilantes miradas del prefecto de disciplina. Eso sí, si alguien pedía
repetir y no accedías a sus deseos era muy probable, como dicen los
comentaristas de fútbol, que te tomara la matrícula para servirte la venganza
en frío durante la semana que tu desairado compañero se convirtiera en el capitán
de los repetidores. Tampoco es que, habitualmente, sobrara comida para repetir
a gusto de todos. Dependía del menú. Casi todos suplíamos las necesidades con
la repetición del pan, el cual, por cierto se cortaba en pedacitos en una
inolvidable cizalla del “lofis”. Manejar aquel artefacto con destreza era una
señal de capacidad técnica inigualable de cara a los compañeros.
Tres medias horas, cada día,
pasábamos al lado de los pajaritos y las plantas de Valdivieso. Desayuno,
comida y cena. La merienda ocasionalmente, en algún día de lluvia, ya que
habitualmente se solía repartir a la entrada de los pabellones, por la parte
del campo de fútbol, o en la misma galería. Hora y media durante la que, la
mayoría de nosotros, aprendimos a manejar el cuchillo con la derecha y el tenedor
con la izquierda, como deben hacerlo los hombres de provecho. Allí nos
adiestraron en las primeras normas de urbanidad que nos imprimieron un ligero
barniz de pupilos de colegio de pago.
Así que no es de extrañar
que, cuando en las vacaciones del verano, retornaba a la cazuela de fideos
común a toda la familia, mi madre me mirara ojiplática al reclamar la
servilleta. Pero ella, sabias entre las sabias, accedía de buen grado a sacar
una del único juego, el que se usaba para la fiesta del santo patrón. “Toma
hijo”, decía entre sorprendida y orgullosa, conocedora de que el esfuerzo
económico realizado para pagar el internado al P. Reyero comenzaba a producir
resultados. Ya veríamos cuando llegaran las notas…